FICHA ANALÍTICA

La mediatización de la oralidad
Colombres, Adolfo (1944 - )

Título: La mediatización de la oralidad

Autor(es): Adolfo Colombres

Fuente: Revista Cine Cubano On Line

Número: 12

Año de publicación: 2008

En los últimos años, tanto el avance sorprendente de la informática como el proceso de masificación de la cultura van relegando a un segundo plano la idea de una escritura ilustrada opuesta a una oralidad popular, pues los cultores de las bellas letras parecen convertirse de a poco en los «indios» de lo que se ha dado en llamar la era postalfabética, es decir, en una minoría que defiende un sentido más sagrado de la vida frente a un mundo que todo lo relativiza, banaliza y degrada, hasta el punto de que Gilles Lipovetsky habla e «la era del vacío». Estas élites, antes las principales opresoras y detractoras de la cultura popular, siempre esmeradas en definir un ars que las separara de ella, acuden con creciente frecuencia en su apoyo, buscando el sustento de una tradición, una historia concreta y diferente desde la cual articular una praxis alternativa.

La euforia que despiertan las artes de la imagen ha llevado a pensar que no solo ya la literatura, sino también la misma palabra deben subordinarse a ellas, renunciar a su poder, sin advertir que se trata del poder nombrador por excelencia, la piedra sobre la que se ha fundado la humanidad. Sí, el mito arranca siempre de una imagen fuerte, pero para ponerse en movimiento y devenir un relato precisa de las palabras. Sin duda, dice Fernando Savater, las palabras ganan mucho con el complemento de las imágenes, pero estas, sin aquellas, lo pierden todo.l Desde ya, lo más enriquecedor será la complementación de ambos elementos, dejando el papel regulador del sistema al hombre de la Galaxia Gütenberg, que ejercita la capacidad de pensar en un mundo cada vez más dopado por el sofisticado simplismo de las imágenes venales, que alimentan los nuevos mitos y ritos del consumo. Lo determinante de los medioseaudiovisuales es que imponen una imagen real, inhibiendo o imposibilitando la elaboración de una imagen mental. Ante lo ya dado, a la conciencia, si no fue adormecida, solo le cabe el ejercicio de la crítica a las manipulaciones de la realidad que realiza la imagen visual.

Si la cultura de masas crece a expensas de la cultura popular, fagocitando y resemantizando sus contenidos, la mejor defensa frente a esto no será la fuga y el acuartelamiento en torreones efímeros, sino el contraataque semiológico, lo que implica tomar al toro por las astas. Una vez dueña del espacio necesario en los medios y fortalecida por la tecnología, la cultura popular terminará desplazando con la dignidad de sus propuestas a los subproductos de la cultura de masas, desmistificándolos, para resignificar y refuncionalizar luego lo que ellos puedan tener de positivo. Se acabaría así con esa unidireccionalidad de sus mensajes que ha llevado a confundir a estos con el medio, para consumar una real democratización en lo comunicacional.

Tal conquista de espacios en los grandes medios por parte de los sectores populares es acaso tan necesaria como la apropiación que estos empiezan a hacer de la tecnología audiovisual para ponerla al servicio de su cultura y de sus luchas. Lo que cuenta en la primera vía es el efecto masivo que se puede lograr, aunque demande un alto precio. La segunda vía tendrá siempre un mayor contenido de verdad, pero su alcance será selectivo y minoritario, más una forma de comunicación interna de los grupos que de articulación social. Abundan ya las experiencias de radios y canales de televisión alternativos, que si bien postulan por lo general el pluralismo y el diálogo con otros sectores de la sociedad global, casi no llegan a ellos.

Son múltiples los factores que traban el éxito de tal empresa, y van de lo político y económico a lo teórico y técnico. A esa oralidad que se recompone a partir de la escritura y se apoya en ella, que llamamos segunda oralidad, sigue la nueva oralidad u oralidad mecánicamente mediatizada, donde se deben considerar las posibilidades de la televisión abierta, el cable, el video, el cine y la radio en relación con la literatura oral. Lo cierto es que a más de cinco siglos de la invención de la imprenta, el buen manejo de la escritura y el hábito de la lectura literaria continúan siendo privilegios de una reducida minoría, que el auge de los nuevos medios vino incluso a comprimir, por la competencia que suscitan. Bien sabemos que no basta con publicar un libro o un periódico para establecer un proceso comunicacional. Se precisa además que sea leído por la mayoría, y esto resulta imposible si dicha mayoría no sabe leer o casi no lee, por pertenecer a una cultura no alfabética o por la marginación que produce la miseria. Tal ficción sobre el alcance de la letra impresa terminó alejando a la literatura de la sociedad, por lo cual el viaje hacia la escritura significó para la oralidad mutilar los relatos para insertarlos en circuitos elitistas. Al no producir, salvo excepciones, una devolución retroalimentadora, la letra impresa contribuyó al empobrecimiento de las mismas artes verbales que exaltaban. Más allá de lo que puedan hacer los programas de alfabetización y promoción de la lectura para combatir esta «censura estructural», como la llama Galeano, cabe reconocer que los nuevos medios se presentan para la literatura oral como una interesante alternativa, en la medida en que exigen al relato un tributo menor que la escritura, y con resultados más efectivos. A una mayor difusión, se suma la circunstancia de que la imagen posee una gran capacidad para reflejar el mundo simbólico y los sentimientos, aunque pueda ser pobre como mecanismo de trasmisión del pensamiento racional. La nueva oralidad, para algunos autores, permitiría recuperar el aspecto visceral del relato tradicional en la sociedad moderna. Es que el triunfo de los medios electrónicos, observa Zumthor, parece ser un desquite de la voz, tras siglos de estar reprimida bajo el dominio de la escritura. No obstante, no se puede soslayar que de todas maneras se pierde la presencia real, la corporeidad, el peso, el calor y el volumen del cuerpo verdadero del que la voz es solo expansión. La televisión trasmite la imagen, pero el cuerpo sigue estando ausente. Por otra parte, los medios electrónicos mantienen también puntos de convergencia con la escritura, pues ambos cancelan la presencia real del portador de la voz y escapan al puro presente de la ejecución, ya que el mensaje vocal que trasmiten es indefinidamente repetible de manera idéntica.2

El objetivo no es que los medios sustituyan a una tradición oral declinante, sino que la revitalicen con el prestigio del que gozan, y la dinamicen a través de la dialéctica que ello genera. Dialéctica que opera tanto en la lucha por obtener y mantener los espacios e incrementar la audiencia, como en la forma de realizar la transposición a los medios. Porque también aquí hay que pensar, al igual que en la escritura, en el concepto de traducción, de transposición, para no caer en un mecanicismo mutilador, así como en el rol protagónico que los sectores populares deben asumir en el proceso, para no alienar el control de su propia imagen y convertirla en un pilar de su emergencia cultural.

Se trata, en definitiva, de efectuar las adecuaciones necesarias con el menor sacrificio posible, tanto de lo estilístico como del contenido, para no corromper el sentido profundo de los relatos. Cuando los sectores populares no tienen el control de este proceso (lo que por ahora es casi la regla), se cae con frecuencia en la manipulación, en una resemantización que termina adaptando los contenidos simbólicos al gusto de la cultura de masas. Así, la oralidad es empobrecida y desvirtuada en nombre de lo que la burguesía llama «el lenguaje de los medios», y que suele ser más bien su propio lenguaje canalizado por los medios. Buena parte de los problemas que presenta la transferencia de la oralidad a los medios se debe a la falta de participación de elementos verdaderamente representativos de los sectores populares (es común apelar, como tramposo recurso de legitimación, a sujetos desprovistos de conciencia social y étnica), lo que los convierte en meros objetos de la imagen, sin incidencia en el proceso de su construcción.

La trasmisión mediatizada remplaza a la representación, al ritual en vivo, configurando en este sentido un falso rito, ya que el espectador puede ver las imágenes y oír las voces de un hecho que ya aconteció, pero no participar en él mientras acontece. En muchas performances de África, el auditorio entero canta en coro, respondiendo al solista. Y como ya vimos, no solo repite sus palabras, sino que también las glosa y hasta contradice. Es justamente esta dialéctica de llamadas y respuestas, con la plena participación que requiere, lo más emocionante de dicha experiencia colectiva. Y si ya un registro fiel y continuo de video produce este efecto desritualizador, qué decir de la radio y sobre todo de la televisión, donde la inclusión de un pequeño auditorio en el programa resulta harto artificioso. Pero más allá del efecto ritual, el auditorio contribuye en muchos casos a la producción de la obra en la performance, y su eliminación mutila una parte significativa de ella. No obstante, cabe destacar que tampoco la escritura hizo mucho para incorporar al relato las contribuciones del auditorio. Por otra parte, y como señala Walter Ong, la nueva oralidad posee, en líneas generales, asombrosas similitudes con la anterior, en cuanto a la mística de la participación, su insistencia en lo comunitario, su concentración en el momento presente e incluso su empleo de las fórmulas, aunque se base en el uso de la escritura y del material impreso.3

Otro aspecto a tomar en cuenta en la mediatización de la oralidad es el de la lengua. Si la lengua literaria, como se dijo, es la materna, el pasaje a otro idioma, además de plantear los problemas propios de la traducción artística (no quedarse en lo referencial del lenguaje, para dar cuenta de su función estética), saca al relato de su esfera de pertenencia. O sea, el miembro de una minoría étnica que escuche un relato por la radio o vea contarlo en la televisión, tendrá que hacerlo por lo general en su segunda lengua, o incluso en una lengua que desconoce. En la escritura la cuestión es menos relevante, porque los libros que se traducen se destinan a otro público. En la mediatización, en cambio, el grupo suele ser también un consumidor del producto audiovisual. Claro que hay programas de radio en lenguas nativas, pero siempre son escasos. En l970, en un país tan multiétnico como Costa de Marfil, había solo dos programas en lenguas africanas; el resto se trasmitía en francés. En los programas en ese idioma se narran cuentos, aunque siempre traducidos con ligereza de su lengua original, ante la escasez de recursos. Cabe señalar que la exactitud del significado de los vocablos pesa más en la radio que en la televisión, pues no se establece en aquella la competencia de la imagen: estamos aún en el reino de la palabra.

Dentro de la transposición de la oralidad a un lenguaje visual se ha de privilegiar lo narrativo, es decir, el mito, el cuento y la epopeya, por tratarse de estructuras que codifican y conservan mejor que otras lo sustancial de esa herencia. Aun cuando se quiera contar la historia con un lenguaje puramente visual, con pocas concesiones a lo lingüístico, se deben tomar en cuenta no solo los aspectos argumentales, sino también los formales, a fin de buscarles luego un equivalente visual. Ya con todos los elementos en la mano, entra a jugar la opción de si se procurará ser totalmente fiel a la estética tradicional, o si se la reformulará, para desarrollar sus posibilidades expresivas y producir un impulso evolutivo a la cultura. De todas maneras, hay que tener presente que los nuevos medios, quizás con la excepción de la radio, al igual que la escritura fijan los acontecimientos, inmovilizan una parcela de la realidad, ante la cual los cambios que otro narrador quiera introducir luego, para realizar una lectura más actual del relato tradicional, serán vistos como una alteración.

A esta actualización del lenguaje estético puede sumarse la actualización de los mitos, de la misma manera en que los europeos recrearon en este siglo sus dramas clásicos en el cine, el teatro e incluso en la literatura, con múltiples ejemplos que llegan hasta el Ulyses, de Joyce. Es decir, a través de los viejos paradigmas de su cultura dieron cuenta de su modernidad.

Le televisión abierta sedujo en un principio por su posibilidad de llegar a millones de personas, lo cual alentó el sueño de la «aldea global». Su poder fue creciendo hasta el punto de que la realidad, para ocurrir, precisa hoy pasar por la pantalla: lo que la televisión ignora carece de incidencia en la opinión pública, en el conjunto de la sociedad. Esta atribución de elegir lo que tendrá existencia social es despótica y peligrosa, por tratarse de un medio que está principalmente en manos privadas, con tendencia al monopolio o el oligopolio, y que se mantiene con una publicidad pagada por las grandes empresas, en buena medida, multinacionales. Su modo operativo es vertical, unidireccional, autoritario, y más que reproducir imágenes las produce, pero en función de un lucro, no de la comunicación y menos de la verdad. Estos productos, en cuanto expresiones de una cultura de masas, no enseñan a compartir, sino que estimulan la competencia y el elitismo. En un contexto semejante, lo más probable es que los mensajes provenientes de la cultura popular sean resemantizados y aplanados, riesgo al que no escapa la literatura oral. Se puede librar la batalla por conquistar un espacio para el relato oral en este medio poderoso, pero tal vez lo mejor sea replegarse hacia la televisión por cable y el video, que ofrecen mayores garantías, aunque la audiencia sea menor. En l969, la televisión de Costa de Marfil emitió con gran éxito un programa titulado «Palabra bajo el baobab», que produjo varios capítulos sobre la historia del país, con la actuación de los mejores actores locales. Recuperó la tradición de los griots, para revitalizar los valores literarios, históricos y sociales del África negra mediante la poesía, la música, la coreografía y el teatro, fenómeno que se dio en llamar «griotización». Pero este idilio con la televisión abierta duró poco. La mayor parte de los intentos que se hicieron en África para introducir la tradición oral terminaron en fracaso, pues a la postre esta resultó manipulada, parcelada, simplificada, sometida. Se vio hasta qué punto la televisión nivela los datos, aplana el tiempo y el espacio, suprime toda significación profunda con tal de hacer digerible una realidad por las grandes mayorías, y sobre todo de inmovilizarlas. Es que la oralidad no solo constituye un vehículo de trasmisión de una serie de técnicas y núcleos narrativos, sino también un sistema de pensamiento que traduce una cosmovisión, por lo cual no se puede ser fiel a un relato e infiel a esta. La televisión se ha mostrado incapaz de recoger lo diferente y situarlo con respeto en un contexto plural, sin mistificaciones folcloristas, por eso termina estereotipando y neutralizando todo elemento de cultura autónoma que para el pueblo es factor de identidad y resistencia, y abonando así el terreno para la discriminación. En virtud de esto, concluía el tunecino Hédi Ahelil que la lógica televisiva es esencialmente disolvente y globalizadora, y que dicho medio se empeña en tomar lo heterogéneo solo para aplanarlo y banalizarlo, con lo cual la especificidad cultural deviene un sabor exótico.4 En lo narrativo, el género de mayor alcance de la televisión abierta es la telenovela, que se conformó sobre la base de la radionovela. En su proceso dramático el peso de la oralidad es tan marcado, que resulta inconcebible la utilización de subtítulos.

La televisión por cable, con la oferta múltiple que establece, se presenta como una alternativa democrática que va socavando el poder omnímodo de la televisión abierta, y que puede llevar a su supresión o transformación profunda. El diálogo que el video demanda con la televisión abierta, para insertar sus producciones en un circuito masivo, es más factible en los canales de cable, que privilegian menos el interés de los emisores sobre las necesidades informativas y culturales de la audiencia, y donde la tiranía de los costos es menor. La menor incidencia de la publicidad, por otra parte, evita teñir los contenidos culturales con la ideología del consumo, que mina la base solidaria y compartida de la cultura popular. Una producción de video sobre la oralidad puede encontrar aquí un campo digno y propicio, a pesar de su audiencia reducida.

El video es acaso el medio más indicado para el registro y difusión de la literatura oral, aunque lamentablemente hasta ahora se le haya utilizado poco para ello. Al respecto, cabe encarar al menos tres tipos de producciones. El primero, de reportajes y testimonios sobre los diversos aspectos de una determinada tradición narrativa y poética. El segundo, de registro de una narración sin cortes de montaje, para no interrumpir su continuidad, y sin mayores manipulaciones formales, salvo un discreto uso del encuadre para destacar los aspectos rituales de la narración. El tercero, más complejo y costoso, y ya afín al cine, sería la recreación del relato con un lenguaje visual. Si el video pretende llegar a la televisión abierta o por cable, deberá poner énfasis en la calidad del producto, lo que ciertamente incidirá en el costo de producción. Por el contrario, si su finalidad es educativa y solo apunta a concientizar a un grupo social sobre sus valores culturales, la exigencia de la calidad pasa a un segundo plano, pues no cuenta más que el valor de uso interno. Claro que la falta de calidad técnica no debe confundirse con la mediocridad propia de la televisión, la que se afirma en su profesionalidad técnica a fin de disfrazar la vulgaridad de sus mensajes. El video se presenta así como el medio más apropiado para la producción visual comunitaria, que prioriza las necesidades de los destinatarios de valorizar su propia cultura, adquirir conocimientos útiles y generar debates y procesos reflexivos para una toma de conciencia. El hecho de que la calidad técnica no sea aquí central no quiere decir que se le deba soslayar. Por el contrario, se la tendrá siempre presente, dentro del límite de los recursos y el tiempo disponibles. A la calidad técnica se puede sumar en ciertos casos una intención o función estética, la que resulta imprescindible en las producciones del tercer tipo, o sea, las que intentan recrear un relato con un lenguaje visual, representarlo, y no solo documentar una performance con fines educativos.

“Yeelen”.El cine, a pesar de su mayor economía de imágenes, ofrece también más garantías a los sectores populares que la televisión abierta, pues interviene en menor grado el factor político (se pueden decir por dicho medio cosas que la televisión comercial no admitiría), y también porque a estas alturas es frecuente que el realizador recoja las voces de una comunidad, haciendo el filme con ella. Disminuyen aquí, aunque sin desaparecer, los riesgos del aplanamiento y la simplificación, pero se dan una selección y una síntesis efectuadas por personas generalmente ajenas al grupo. Mas, antes que el problema del enfoque (es decir, el de saber quién filma, qué filma y para quién), está la circunstancia de que la tradición oral es totalizadora, y que al no operar por selección y síntesis dicho proceso de por sí la mutila, más allá de la seriedad con que se haga. Esto ha llevado a algunos autores a considerar que los medios audiovisuales, al igual que la escritura, no constituyen una solución adecuada al problema del rescate y afianzamiento de la tradición oral, lo que implica reeditar el estéril pesimismo de la Escuela de Frankfurt en torno al pasaje a los medios de los géneros que los precedieron. En cine puede ocurrir que en un momento de un filme un narrador cuente una historia, dramatizándola, pero lo más seductor y fecundo es eliminar al narrador y sus recursos expresivos (propios de la literatura) para dejar que la cámara cuente la historia con el lenguaje que le es propio, aunque con dicho procedimiento el arte verbal se transforme ya en arte cinematográfico. El filme, al igual que el rito de la palabra, factor sustancial de cohesión comunitaria, es por definición una puesta en escena, pero cuyas reglas responden a otros objetivos. Un ejemplo magistral de esta opción sería Yeelen (La luz), de Souleymane Cissé, obra cumbre de la cinematografía africana, que recibió en l987 el Premio del Jurado del Festival de Cannes y fue premiada también por el Festival Panafricano de Cine que se realiza en Ouagadougou, Burkina Faso. Se trata de un filme de belleza deslumbrante, que narra una leyenda bambara que habría ocurrido «hace más de mil años» en lo que hoy es Malí. En tanto miembro de la nación bambara, Cissé no hizo más que contar un largo relato que lo maravilló de niño. También Gaston Kaboré, un cineasta mossi de Burkina Faso, se remonta con gran belleza de imágenes a un tiempo clásico, sin precisión histórica, en Wend Kuuni. Otros cineastas acometieron sin temor el campo del cuento tradicional, como en los casos de El anillo del rey Koda, de Mustapha Alassane, y Las mil y una noches, del marroquí Souheil Ben Barka. Niaye, un filme altamente moralista del senegalés Ousmane Sembène que no entró al circuito comercial, está contado por un gewel oualof parado bajo un árbol, que cada tanto interviene en la historia para comentar o juzgar los hechos. En su filme posterior, Mandabi, Sembène profundiza más en la estética de la oralidad, a la que considera fundada en la linealidad y la repetición. Dudó mucho antes de recurrir al color, estimando que el blanco y negro preserva más a la imagen del riesgo de la folclorización. En otros rodajes Sembène se encontró con problemas que hacen ya a la ética de la transposición, como la necesidad que se produce a menudo de manipular lo sagrado, preguntándose si bastaba la seriedad del propósito creativo para justificarlo.

“Wend Kuuni”.Traigo a colación el caso de África como una expresión de deseo para América, como una propuesta a sus cineastas y también a los mismos pueblos indígenas y otros sectores subalternos, los que a través de programas de transferencia de estos medios, que se vienen ya realizando en varios países, pueden llegar a materializar en imágenes el universo de sus mitos, leyendas y cuentos, contribuyendo con ello a la difusión de su literatura y al salvataje de la oralidad. Alberto Muenala, un cineasta indígena de Otavalo, Ecuador, filmó ya relatos de su tradición oral. El filme El jaguar azul, sobre este fundamental mito guaraní, realizado en Bolivia por Elizabeth Wennberg, es otro ejemplo a tomar en cuenta, al igual que la recreación del libro sagrado de los mayas filmada en México por Patricio Amlin, bajo el título de Popol Vuh: The Creation Mith of the Maya.

La radio resulta un medio muy apropiado para la difusión de la literatura popular, y no solo por el menor costo del espacio, que la hace más accesible. Desde tiempos inmemoriales, escribe Havelock, el poder de la voz humana había estado limitado por el tamaño del auditorio físicamente presente, límite que quedó de pronto suprimido por la radio, pues una sola voz que se dirigía de una sola vez a un solo auditorio podía oírla, al menos en teoría, toda la población del planeta.5 Si bien priva al relato de buena parte de los movimientos del narrador y de casi toda su gestualidad (el narrador suele describir los movimientos y gestos de los personajes, pero no los suyos), permite difundir tanto su voz, con sus tonos y ritmos, como los sonidos del ambiente. En lo que se refiere a la poesía tradicional, este medio resulta especialmente propicio. Un aspecto negativo de la radio es que impide seleccionar el auditorio. Cualquiera puede oír un programa, y el que emite no sabe quién habrá de recibir el mensaje, lo que también ocurre en la televisión abierta y el cable. Un canto africano, por ejemplo, no se dice, se acompaña, ni se danza de la misma manera entre los hombres que entre las mujeres, entre los iniciados y los neófitos. Si la difusión se hace fuera del ámbito de la cultura, no se presentan mayores problemas, pero si se realiza en su interior, puede llegar a producir un gran daño. Ciertos relatos constituyen columnas vertebrales de los ritos de iniciación, y si los niños acceden a ellos perderían sentido. Como resulta imposible excluir a determinados sectores del grupo de la recepción, lo prudente es no difundir en el marco de la propia cultura los conocimientos secretos y especializados, sino solo los relatos que todos deben conocer, cualquiera que sea su edad, sexo y estado civil. En la radio se puede hacer intervenir en la emisión a un pequeño auditorio, el que participará así en ella, pero los oyentes quedan fuera de la dialéctica de la narración, que exige una respuesta inmediata, de ahí que no basta para esto una llamada telefónica y menos una carta a la emisora. En l980, se comprobó en Burkina Faso que los programas radiales de los griots no tenían el gran éxito que se esperaba en el ámbito campesino, porque si bien se oía la voz del narrador, faltaba la fuerza de su presencia. Esto se explica muy bien, pues no es lo mismo, por ejemplo, asistir a un festival de rock o a un recital de un cantante, que escucharlo en casa. Es que las culturas populares no se resignan a la supresión del ritual narrativo mientras tienen la posibilidad de participar en él, del mismo modo que carece de sentido ver un filme en video si se le puede ver en una sala cinematográfica, en una gran pantalla, con buen sonido y la presencia de público.

Lo cierto es que tanto en África como en América el relato oral ha mostrado, pese a todos los vientos de la modernidad, su capacidad de permanecer, adaptándose a las nuevas circunstancias. Adecuarlo a los medios audiovisuales no es un desafío mayor al que en otros órdenes de la vida plantean hoy a los grupos populares las nuevas formas de dominación. Es que dicho arte no se esforzó tanto en conservarse como en desplegar sus posibilidades estéticas. Su entrada en los medios será exitosa si los mismos sectores populares realizan o controlan la transposición, en el marco de un desarrollo cultural autogestionado. Si pudo atravesar la escritura sin morir de frío, poco le costará retomar su fuerza ritual y todo su antiguo esplendor en la era de la nueva oralidad, más allá de la suerte que el futuro reserve a la letra impresa. Porque no es la síntesis ni la selección propias de los medios lo que mata a la oralidad, sino el congelamiento de su dialéctica por fijación de la palabra y ausencia de retroalimentación, crimen en el que la escritura fue más pertinaz.

1 Fernando Savater, «Una palabra vale por mil imágenes», en Clarín, suplemento «Cultura y Nación», Buenos Aires, 8 de julio de 1993.

2 Cf. Paul Zumthor, «Permanencia de la voz», en El Correo de la UNESCO, año XXXVIII, agosto de l985, p. 8.

3 Walter Ong, Oralidad y escritura. Tecnologías de la palabra, México, DF, Fondo de Cultura Económica, 1980, p. 134.

4 Cf. Hédi Ahelil, «La tradition orale: produit médiatique de consommation et oeuvre d’art», en Tradition orale et nouveaux médias, Bruselas, Ëditions OCIC, 1989, pp. 233 y 237.

5 Eric A. Havelock, La musa aprende a escribir, Barcelona, Paidós, 1996, p. 56.



 



Descriptor(es)
1. ANTROPOLOGIA VISUAL

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