FICHA ANALÍTICA

Like a Virgin. (Emilio isn’t death)
Ortega, Piter (1982 - )

Título: Like a Virgin. (Emilio isn’t death)

Autor(es): Piter Ortega Nuñez

Fuente: Revista Cine Cubano On Line

Número: 12

Año de publicación: 2008

La antológica "Reservoir Dogs", una de las primeras experiencias de Tarantino en el mundo del cine.Quentin Tarantino (Knoxville, Tennessee, 1963) es un cineasta del inescrúpulo, de la sordidez humana. Cual antropólogo, se ha dedicado a escrutar durante años el universo del sujeto límite, borde, aquel al que le resbalan las poses moralistas y de eticidad. Pero sus personajes son a la vez profundamente hermosos, henchidos de emociones y sentimientos límpidos, auténticos en su desfachatez. Son, en definitiva, complejos, como la propia condición humana. Ante la disyuntiva del blanco y el negro, Tarantino apuesta por los grises. Frente a la retórica del héroe y el antihéroe, prefiere un híbrido que desestabiliza el pensamiento binario, excluyente, parcializado. Sus seres no son buenos ni malos, bondadosos ni mezquinos, sinceros ni farsantes; son todo ello a la vez. Son capaces de matar y amar con la misma intensidad, sin jerarquizaciones. ¿Acaso no narra Reservoir Dogs una estremecedora historia de amor –velada, subrepticia, no declarada explícitamente– entre dos asesinos que pasan de toda piedad? En medio de la repulsión y el rechazo que nos causa Mr. White (Harvey Keitel), dada su condición de ladrón y homicida, no podemos menos que admirarlo con devoción cuando descubrimos, casi al final del filme, hasta dónde es capaz de proteger a su amigo Mr. Orange (Tim Roth). La confesión de este último: «Soy un policía», ¿no es igualmente un gesto de honestidad y desprendimiento de los más encumbrados? Sin embargo, al percatarse de la traición, Mr. White lanza un disparo en la sien a su compañero amado. Y en este instante el espectador logra sensibilizarse con el motivo de la acción, con el porqué de dicho disparo. No lo culpamos. Lo comprendemos y nos solidarizamos con su pesar. Entendemos cuán pertinente y necesaria era esa reacción en medio de tales circunstancias. «Es lógica la respuesta», nos sorprendemos exclamando. El rostro de Harvey Keitel en los minutos de vacilación del personaje, justo antes de decidirse a apretar al gatillo, exhibe un cúmulo de emociones tan fuertes (mezcla de dolor, odio, ternura, afecto), que convierten dicha escena en una de las más impactantes dentro de la filmografía de Tarantino.

Otro tanto ocurre con Kill Bill (I y II). La relación entre Beatrix / La Novia (Uma Thurman) y Bill (David Carradine) es a un tiempo turbia y prístina, placentera e hiriente, signada por una pasión y empatía arrolladoras, y por marcas de agresividad bestiales. Los minutos finales de la segunda parte, luego del enfrentamiento definitivo entre los dos personajes, ostentan una poesía en los diálogos verdaderamente extraordinaria. Una vez que Bill se sabe derrotado, los parlamentos que siguen son muy reveladores: –«¿Te enseñó Pai Mei la técnica del corazón explosivo?»/ –«Claro que lo hizo»/ –«¿Por qué no me lo dijiste?»/ –«No lo sé. Porque soy… una mala persona»/ –«No, no eres una mala persona. Eres una persona increíble. Eres mi persona favorita. Pero de vez en cuando… puedes ser una verdadera perra»/ –(RISAS)/ –«¿Cómo me veo?»/ –«Te ves listo.» En ese momento las miradas de los personajes sitúan al espectador en un estado de trance. Ambos actores se echan el guión del filme en un bolsillo, con solo un sutil efecto de mímica. Escenas como esta demuestran que la recurrencia a la violencia física en la obra de Tarantino no es gratuita, sino que sirve de coartada a todo un universo espiritual de emociones, valores, sentimientos muchos. Segundos después, cuando la cámara toma a Beatrix tirada en el suelo, desde un ángulo cenital muy locuaz que alterna con primeros planos del rostro, uno comprende por qué Uma Thurman es la actriz fetiche de Tarantino: el grado de introspección dramática de Uma es sencillamente desconcertante. Leves sollozos desde los que aflora una que otra sonrisa, dejan ver la complejidad psíquica y anímica de la protagonista con una lucidez interpretativa excepcional: de un lado, la satisfacción de madre al haber escogido el futuro más certero para su hija, y de otro, la insondable angustia de una mujer que se ha visto obligada a matar a su gran amor.

John Travolta y Uma Thurman en “Pulp Fiction”.Historias de amores que frisan el desamor –violencia mediante–. Relatos de gangsters que terminan convertidos en intensos dramas sentimentales. Clase A y clase B conjugadas armónicamente. Todo un repertorio temático e icónico de la baja cultura insertado de manera inteligente en un producto de la cultura más high. Enorme palimpsesto intercultural en el que confluyen referencias disímiles: el western, el cine oriental de artes marciales, los manga, series televisivas norteamericanas de clase B… De ahí van los filmes de Quentin, realizador autodidacta, dependiente de un videoclub devenido con los años paradigma de las grandes producciones del cine norteamericano, con un Oscar al Mejor guión original (Pulp Fiction, junto a Roger Avary) y dos Palmas de Oro en el festival de Cannes,entre muchas otras nominaciones y distinciones –incluidos los Globos de Oro.

La controvertida y polémica “Death Proof”, la más reciente cinta de Quentin Tarantino.Pero si bien es cierto que en última instancia cuanto importa en la poética de Tarantino es el mundo vivencial y de afectos de los personajes, más allá de las acciones físicas,1 no resulta desacertado afirmar que en su obra se evidencia una suerte de estetización de la violencia, en tanto esta es ponderada en su condición más mórbida, como goce estéticovisual de primer orden. A través de numerosos efectos de extrañamiento (fundamentalmente el contrapunteo y las oposiciones semánticas entre banda sonora, parlamentos y acciones), el director logra distanciar al público de toda catarsis, de toda agonía o solidaridad frente a aquellos personajes que padecen un sadismo atroz. Así, llegamos a disfrutar de la muerte cual bello nacimiento, cual espectáculo que deleita la retina y estimula las zonas más retorcidas de nuestro ser. Pensemos, por ejemplo, en los choques de auto del psicópata de Death Proof (la más reciente propuesta del realizador),2 donde los pedazos de cuerpos de las víctimas caen como fuegos artificiales, descuartizados a la manera de un juego de niños, con una sensualidad y elegancia que impide cualquier asomo o efecto de tragicidad real. Ya en la última escena, cuando las tres chicas transitan definitivamente de víctimas a victimarias, y golpean hasta la muerte al homicida scareface, los movimientos de aquellas despliegan un ritmo o cadencia cuyo garbo está muy cercano a la estética del universo danzario. En suma, un filme casi de terror transfigurado en el más necio y sordo embeleso para los sentidos.

Numerosas críticas negativas ha recibido Death Proof, por su presunto carácter «banal y frívolo», por la «ligereza» de su dudoso regusto comercial, barato, gratuito, descomprometido de todo sistema de pensamiento o estrategia discursiva serios, por sus «concesiones» al mercado más fútil. Para muchos constituye un evidente declive dentro de la carrera cinematográfica del director. Sin embargo, si bien no se trata de «lo mejor» de Tarantino, no creo que sea una propuesta desdeñable, en absoluto. Habría que preguntarse hasta qué punto la cinta no metaforiza uno de los rasgos dominantes de la juventud contemporánea, a escala global: el descentramiento de toda escala de valores; el vacío ético y espiritual de un grupo humano abocado a un descreimiento y nihilismo irreversibles; la crisis de la utopía a que nos conducen las sociedades actuales; la enajenación y el sinsentido de una vida en ciernes signada por el caos, forzada a canjear la violencia en hobby, el apego, en desafecto; la asunción desprejuiciada de una sexualidad plural, volátil, compleja y antojadiza, nunca unívoca; la banalización de un sistema de vida desprovisto de todo telos; el desplazamiento de los «macro» a los «microproyectos»… Eso sin hablar de los posibles –y enigmáticos– móviles que conducen al protagonista (interpretado por Kurt Russell) a efectuar la cadena de matanzas, lo que daría pie a otras muchas reflexiones.

En el caso de Kill Bill, los audaces movimientos y grados de angulación de la cámara, en conjunto con el inteligente trabajo de fotografía y montaje, llevan el comentado efecto de estetización hasta su punto clímax. El combate entre ORen Ishii (Lucy Liu) y Beatrix sobre la nieve, al final de la primera parte, es de una belleza escalofriante, sin dejar de ser terriblemente sanguinario. Aquí la música juega también un papel decisivo: una especie de disco en extremo ligth y edulcorada que le resta toda solemnidad al hecho presenciado, insuflándolo de un hálito pop dispuesto a mermar ostensiblemente la intensidad dramática. El tratamiento de la imagen en esta escena (en especial la iluminación y el color) funge como uno de los resortes medulares para la producción de sentido. El fuerte contraste visual entre el blanco de la nieve y el rojo intenso de la sangre provocada por las heridas, alcanza a dimensionar, desde el orden formal, la ambivalencia del encuentro en términos expresivos y semánticos: primoroso y cruel, grácil y grotesco, delicioso y repulsivo, pletórico de pureza y de procacidad, vital y fatídico…

Por momentos, Tarantino desatiende los principios o códigos de verosimilitud en la representación. Las mismas peripecias de Beatrix, de las cuales sale siempre con vida, en muchos casos llegan a resultar imposibles desde el prisma de la experiencia real. Así como se tornan risibles varios de los movimientos de ataque de los súbditos de ORen Ishii en el lapso de la masacre o combate colectivo, en el que estos saltan y se elevan desafiando toda gravedad, o expulsan sangre de sus miembros hasta el paroxismo, entre otros detalles que delatan absurdo. Claro que todo ello pudiera interpretarse como una sátira a determinados estereotipos o lugares comunes, característicos de ciertos sectores del cine más comercial de artes marciales. O más que sátira tal vez parodia (en tanto esta siempre implica una relación de amor para con su referente), homenaje sincero, pues debemos tener en cuenta el origen y la «formación» de Tarantino, sus primeros pasos en el mundo del séptimo arte (un cinéfilo amateur cuyo consumo fílmico inicial estuvo generalmente muy ligado a la cultura de masas, al cine de género, si bien no se reducía exclusivamente a este).3

En cambio, cuando se empeña en ser verosímil, lo hace con una habilidad pasmosa, como ocurre en las contiendas de Beatrix con Vernita Green (Vivica A. Fox) y Gogo (Chiaki Kiriyama) en la primera parte, y con Elle (Daryl Hannah) en la segunda, en los tres casos básicamente a golpe de cámara y montaje limpios, sin exceso de «cosméticos» o «aditamentos» extra (efectos especiales, etc.), lo que pone de manifiesto el altísimo virtuosismo del realizador.

La labor de Tarantino como guionista es también sumamente valiosa, no solo por la destreza que posee para narrar historias fragmentadas, en ocasiones significativas en su circularidad (Pulp Fiction), siempre desde una concepción no aristotélica o por la hondura metafísica de muchos de los parlamentos (piénsese en las antológicas disquisiciones de Bill acerca de la vida y la muerte a propósito del pez Emilio, o sobre la singularidad del patrón heroico que distingue a Superman), sino también por la recurrencia a determinadas marcas propias, de estilo, destinadas a enfatizar los efectos de extrañamiento que comentaba con anterioridad: esencialmente la distensión de la acción dramática principal mediante diversas digresiones (generalmente diálogos cuya trivialidad, en apariencia, nada tiene que ver con la tensión de las acciones que se avecinan), las que vienen a prorrogar o retardar aquello que el espectador espera con ansiedad, digamos los momentos climáticos de la trama. En Pulp Fiction, lo podemos constatar en los minutos previos a que Vincent (John Travolta) y Jules (Samuel L. Jackson) arremeten contra Brett y sus compañeros, instante en el que se desata una anodina conversación acerca de las «Big Kahuna Burgers» y el «Royale» con queso, para después dispararse el nivel de violencia de una manera brusca, apenas sin transición.

Fetichista de los pies femeninos (a los que les dedica numerosos primeros planos), del interior de los maleteros de autos… Nostálgico idólatra de los años setenta (tiempos en que transcurrió buena parte de su niñez y adolescencia), lo que se evidencia en el sabor retro para con dicho decenio de algunas de sus películas (presente en parte de la escenografía, el vestuario, la música que escuchan los personajes, el diseño de los automóviles empleados, etc.)… Eterno experimentador que se permite todo tipo de licencia audiovisual, tenga o no significación o congruencia dramática… Irremediable bohemio del cine, irreverente hasta la médula… Alguien, en definitiva, que ha conquistado ya un peldaño importante dentro de la cinematografía norteamericana y mundial, sin estudios profesionales previos, con solo unos pocos filmes en su haber, y con un derroche de talento descomunal. Un realizador, a no dudarlo, «de completo culto», como diríamos en la farándula, y al que urge seguirle las pistas. Enfant terrible para rato. A prueba de muerte…

1 Esta idea ha sido desarrollada, con mayor detenimiento, por el crítico y ensayista cubano Rufo Caballero, a propósito de sus análisis en torno al filme Jackie Brown.

2 Que forma parte de un proyecto mayor, «Grind House», acometido junto al director Robert Rodríguez.

3 Recordemos sus experiencias como empleado en el videoclub «Video Archives», de Manhattan Beach.



 



Descriptor(es)
1. CINE NORTEAMERICANO
2. ESTETICA Y CINE
3. VIOLENCIA EN EL CINE

Web: http://www.cubacine.cult.cu/sitios/revistacinecubano/digital12/cap01.htm