FICHA ANALÍTICA

¿Son todos los latinos de Manhattan? Hollywood, etnografía y colonialismo cultural
López, Ana (1956 - )

Título: ¿Son todos los latinos de Manhattan? Hollywood, etnografía y colonialismo cultural

Autor(es): Ana López

Fuente: Revista Cine Cubano On Line

Número: 12

Año de publicación: 2008

Suponer que Hollywood ha servido de etnógrafo de la cultura americana significa, ante todo, concebir la etnografía no como una metodología positivista que desentierra verdades sobre «otras» culturas,1 sino como práctica de interpretación y representación cultural determinada históricamente desde el punto de vista de la observación participante.2 Y también pensar en Hollywood no como simple reproductor de culturas o ideologías fijas y homogéneas, sino como productor de algunos de los discursos múltiples que intervienen, en un momento dado, en las luchas sociales e ideológicas, afirmándolas e impugnándolas. Pensar en un filme clásico de Hollywood como discurso etnográfico implica afirmar su posición como una empresa con autor, aunque de colaboración, similar en la práctica a la forma en que etnógrafos como James Clifford han redefinido su disciplina.3

Cuando los etnógrafos postulan su obra como «la producción dialógica mutua de un discurso» sobre la cultura que «en su forma ideal resultaría en un texto polifónico», enfocamos también la descripción de las operaciones de un cine ideal, aunque no de Hollywood.4 La diferencia radica en el despliegue de relaciones de poder, lo que Edward Said llama el «efecto de dominación» o el proceso etnográfico, cinematográfico y colonial de diseñar una identidad para el otro y, para el observador, un punto de vista desde el cual ver sin ser visto.5 Evidentemente, ni la etnografía ni el cine han alcanzado ese estado ideal de polifonía perfecta o relatividad perspectiva en el que es posible trascender la dicotomía observador/observado y ningún participante tiene «la palabra final en la forma de enmarcar una historia o abarcar una síntesis».6 Las relaciones de poder siempre interfieren. Sin embargo, los textos etnográficos y cinematográficos, en tanto que discursos, guardan las huellas de este proceso dialógico y de las relaciones de poder que lo estructuran.

Pensar en Hollywood como etnógrafo –como coproductor con poder sobre los textos culturales– permite reformular su relación con la identidad étnica. Hollywood no representa ni a las etnias ni a las minorías: las crea y brinda a su público una experiencia de ellas. En vez de una investigación de relaciones miméticas, pues, una lectura crítica de su discurso etnográfico requiere el análisis de la construcción histórico-política de las relaciones entre el yo y el otro –la articulación de formas de diferencia, sexuales y étnicas– como una inscripción de su poder como etnógrafo, creador y traductor de la otredad, entre otros factores.

La forma en que se ha narrado la historia de las representaciones hollywoodenses de los hispanos favorece el momento casi dorado en que los estudios se hicieron, al parecer, más sensibles y produjeron imágenes menos estereotipadas, casi positivas, de los latinoamericanos. Me centraré en este período –los años de la política del Buen Vecino, entre 1939 y 1947 aproximadamente– para poder analizar la coherencia histórica del momento y su función para Hollywood como institución etnográfica, o sea, como creador, integrador y traductor de la otredad. ¿Qué ocurre cuando Hollywood asume consciente e intencionalmente el papel de etnógrafo cultural? Hago énfasis aquí en tres estrellas cuya otredad étnica se articuló de acuerdo con parámetros que cambiaron según se fue haciendo claro el imperativo etnográfico de Hollywood: Dolores del Río, Lupe Vélez y Carmen Miranda. Que estas tres figuras sean latinoamericanas y mujeres es, como se hará evidente, mucho más que simple coincidencia, porque la mujer latinoamericana presenta una amenaza doble –sexual y racial– a la autoridad etnográfica y colonial de Hollywood.

La política del Buen Vecino: Hollywood se concentra en América Latina

Después de décadas de presentar a los latinoamericanos de manera displicente y esporádica como campesinos perezosos y señoritas arteras que habitaban una tierra atrasada de características indiferenciadas, entre 1939 y 1947 varios filmes de Hollywood que presentaban estrellas, música, locaciones e historias latinoamericanas, inundaron los mercados norteamericano e internacional. Hacia febrero de 1943, por ejemplo, se habían estrenado treinta películas de temas o escenarios latinoamericanos y estaban en producción veinticinco más. Hacia abril de 1945, se habían producido ochenta y cuatro filmes que trataban temas latinoamericanos. Estos parecían mostrar una sensibilidad recién descubierta, sobre todo un repentino respeto por los límites nacionales y geográficos. En el nivel más sencillo, parecía que Hollywood pusiera algún cuidado en diferenciar las características nacionales y geográficas de los países latinoamericanos incorporando la toma general de locaciones, citas concretas de lugares iconográficos –especialmente el Monte del Corcovado en Río de Janeiro– y algunas explicaciones sobre las características culturales de sus habitantes.

¿Por qué este repentino interés en América Latina? En términos económicos, durante la Segunda Guerra Mundial, la región era el único mercado extranjero disponible para la explotación. Sin embargo, el panamericanismo continúa siendo también una palabra clave para el gobierno de Roosevelt, la Fundación Rockefeller y la recién creada Oficina del Coordinador de Asuntos Interamericanos (CIAA) del Departamento de Estado (1940) que dirigía Nelson Rockefeller. La preocupación por las dudosas lealtades políticas de sus vecinos del Sur y la seguridad de las inversiones norteamericanas en América Latina condujeron a la resurrección de la política del Buen Vecino, inactiva durante largo tiempo, y a promover oficialmente la unidad, la cooperación y la no agresión hemisféricas, en parte para borrar los recuerdos de las intervenciones militares no tan distantes, en Cuba y Nicaragua. Responsable de coordinar todos los esfuerzos destinados a promover la comprensión interamericana, la CIAA, creó una Sección de Cine y nombró director a John Hay Whitney, vicepresidente y director de la filmoteca del Museo de Arte Moderno (MOMA) de Nueva York.

La CIAA patrocinó la producción de noticiarios y documentales para su distribución en América Latina que mostraban «la verdad sobre la forma de vida americana». Contrató con Walt Disney, en 1941, la producción de una serie de veinticuatro cortometrajes con temas latinoamericanos que «llevaran el mensaje de la democracia y la amistad al sur del río Grande», financió proyecciones de filmes que celebraban la «forma democrática de vida» en lo que se conoció como el circuito de embajadas latinoamericanas y, junto con el recién nombrado experto en América Latina de la Oficina, Hay, comenzó a presionar a los estudios para mostrar mayor sensibilidad hacia los temas latinoamericanos y las presentaciones de sus pueblos. Este ímpetu, aunado al incentivo de los 4 240 muy explotables cinematógrafos existentes en América Latina, bastó para estimular a Hollywood a asumir el proyecto de «educar» a América Latina en la forma democrática de vida, y al público norteamericano sobre sus vecinos del Sur.

Es necesario, sin embargo, examinar más de cerca esta misión que Hollywood se dio a sí mismo. ¿Cómo se coloca y a la vez sitúa a los norteamericanos en relación con sus vecinos sureños? ¿Cómo se constituye su simpatía? ¿Cómo difiere de la anterior circulación que hacía de los llamados estereotipos y su negligencia en la diferenciación del continente?

Se produjeron tres tipos básicos de filmes durante la política del Buen Vecino. Primero estaban varios filmes de género hollywoodense clásicos, estándar, con protagonistas norteamericanos situados en América Latina y algunas tomas en locación, por ejemplo, Now Voyager (1942), de Irving Rapper con largas escenas filmadas en Río de Janeiro; Cornered (1945), de Edward Dmytryck y Notorious (Encadenados, 1946), de Alfred Hitchcock, con tomas en locaciones de Río de Janeiro hechas por una segunda unidad. Después estaban las producciones clase B, ubicadas y muchas veces rodadas en América Latina, que presentaban a actores norteamericanos mediocres y artistas latinoamericanos en musicales o formatos seudomusicales, por ejemplo, Mexicana (1945) con Tito Guizar –la versión mexicana de Frank Sinatra– y la cubana Estelita, de dieciséis años e intérprete de canciones sentimentaloides; Carnaval en Costa Rica (1947), con Dick Haymes, Vera Ellen y César Romero; y Grand Hotel, Club Havana (1945), de Edgar G. Ulmer, con la estrella juvenil Isabelita, Tom Neil y Margaret Lindsay. Por último, los filmes más exitosos y más conscientemente de «buena vecindad» fueron las comedias musicales de presupuesto mediano a grande que se desarrollaban en América Latina o Estados Unidos, pero presentaban, además de estrellas norteamericanas reconocibles, actores e intérpretes latinoamericanos bastante conocidos.

Casi todos los estudios produjeron algunos de estos filmes entre 1939 y 1947, pero la Twentieth Century Fox, la RKO y Republic se especializaron en la «buena vecindad» de variedad musical. Fox tenía contratada a Carmen Miranda y entre 1940 y 1946 produjo nueve filmes en los que ella apareció; la RKO siguió los intereses de Rockefeller en América Latina enviando a Orson Welles en una gira de Buen Vecino a Brasil para realizar un filme sobre los carnavales y otras películas como Panamericana (1945); Republic explotó a los artistas contratados Tito Guizar y Estelita en varios musicales de bajo presupuesto como The Thrill of Brazil (1946).

Con independencia del número de filmes producidos y de los actores latinoamericanos contratados, resulta difícil considerar respetuosa o reverente la posición de Hollywood hacia aquellos «otros» que de repente acogía con beneplácito. Los estudios (y los Estados Unidos) necesitaban postular una otredad compleja como la otra cara de la moneda del patriotismo y el nacionalismo de tiempos de guerra, así como para afirmar y proteger sus intereses económicos. Se precisaba un tipo especial de otro para reforzar el yo nacional de tiempos de guerra que, a diferencia del otro alemán o japonés, no era amenazador, sino asimilable en potencia pero no en la práctica –o sea, no contaminaba la pureza racial–, además era amistoso, divertido y no parecía insultante a los ojos y oídos latinoamericanos. En última instancia, Hollywood lo logró todo salvo, tal vez, la última categoría.

La transición: de la indiferencia a la «diferencia» en los cuerpos femeninos

Antes de la política del Buen Vecino, pocos latinoamericanos habían alcanzado en Hollywood la categoría de estrellas. De hecho, la mayoría de los latinoamericanos «malos» del cine temprano de Hollywood estuvo interpretada por actores norteamericanos. Durante el período silente, el actor mexicano Ramón Novarro, uno de los pocos latinoamericanos con una carrera constante en Hollywood, triunfó como Latin lover sensual, aunque feminizado, modelado sobre el icono Valentino, pero la denominación de «latino» siempre connotaba el Mediterráneo y no lo latinoamericano. A las mujeres latinoamericanas, ostensiblemente menos amenazantes que los hombres, les fue de modo diferente, sobre todo a Dolores del Río y a Lupe Vélez.

La carrera de Dolores del Río en Hollywood abarcó la era silente y principios de la sonora. Aunque se le consideraba exótica, apareció en muy diversos filmes con directores como Raoul Walsh, King Vidor y Orson Welles. Tras una transición exitosa a las películas sonoras en Evangeline, de Edwin Carewe (1929), su lugar en el sistema de Hollywood fue indiscutible y se consolidó aún más con su matrimonio con el respetado director de arte de la MGM, Cedric Gibbons. Aunque era innegablemente latinoamericana, no se le identificaba exclusivamente con papeles latinos. El suyo era un impreciso exotismo de clase alta dentro de una categoría general de sensualidad trágica «extranjera» y «otra». Este otro sensual, un objeto de fascinación sensual, transgresión, temor y capitulación para nada diferente a la Garbo o la Dietrich, carecía de procedencia nacional o étnica específica: poseía simplemente un aura extranjera que daba cabida a su potencial disruptivo. Su otredad se ubicaba y definía en un registro sexual más que étnico y representaba, sobre todo, personajes étnicamente vagos con debilidad por los hombres «blancos y rubios» norteamericanos, así como doncellas indias, princesas de los mares del Sur, señoritas mexicanas y otras bellezas aristocráticas. Aunque solía funcionar como estereotipo repetible, a los imperativos etnográficos protocoloniales del período del Buen Vecino no les resultó fácil domeñar su sexualidad indiferenciada.

En Flying Down to Rio (1933), precursor de los filmes del período, fue posible articular la sensualidad explícita e irresistible del personaje aristocrático carioca interpretado por Del Río –con solo mirar a un hombre desde el otro lado del salón de un cabaré atestado, este se enamoraba perdidamente de ella– porque su matrimonio con el protagonista norteamericano la refrenaría. Sin embargo, en los filmes del ciclo del Buen Vecino ya no resulta posible la contemporización parcial o la solución de la amenaza sexual étnicamente indiferenciada de la otredad que ella desencadenaba. Como ha observado Carlos Fuentes, Del Río era «una diosa que amenazaba con convertirse en mujer»,7 y ninguna categoría –diosa o mujer– se adecuaba a la misión que Hollywood se había impuesto como etnógrafo imperialista de buena voluntad en el continente americano. De hecho, los personajes de Dolores del Río y su articulación en los filmes norteamericanos, constituyen un ejemplo cinematográfico perfecto de lo que Homi K. Bhabba ha descrito como el fenómeno del híbrido colonial, una diferenciación cultural renegada, necesaria para la existencia de la autoridad colonial-imperialista, donde «aquello de lo que se reniega (la diferencia) no se reprime, sino se repite como algo diferente: una mutación, un híbrido».8

Del Río decidió volver a México en 1943 –con unos pocos «regresos» a Hollywood, en particular para aparecer en El fugitivo (1947) y El gran combate (1964), ambas dirigidas por John Ford–, y dedicarse al cine y el teatro mexicanos donde asumió una fama legendaria inconcebible en Hollywood. El hecho de que le fuera imposible mantener este mismo rango en Hollywood entre 1939 y 1947, hizo que fuera literalmente remplazada por otra actriz mexicana, Lupe Vélez.

Al igual que en el caso de Dolores del Río, la carrera de Vélez comenzó durante el período silente, donde mostró promesa en su trabajo con D. W. Griffith en Lady in the Pavements (1929) y con otros directores. Pero su posición en Hollywood no se definió por su versatilidad como actriz, sino por su ardiente identificación étnica. Aunque tan atractiva como Del Río, la belleza y el sex-appeal de Lupe Vélez eran agresivos, exuberantes y estridentemente étnicos. A lo largo de los años treinta, personificó tentadoras latinas de sangre ardiente y fuerte acento con apetitos sexuales insaciables en pantalla –en filmes como Hot Pepper (1933), Strictly Dynamite (1934) y La Zandunga (1938)– y en su imagen de estrella, al entablar relaciones simultáneas –que recibieron gran publicidad– con Gary Cooper, Ronald Colman y Ricardo Cortez, y casarse en 1933 con Johnny Weismuller.9 (Imposible imaginar mejor adecuación entre la biografía de la estrella y su imagen en pantalla: Tarzán se encuentra con la bestia en los trópicos.) Era, en otras palabras, escandalosa, pero sus excesos sexuales, aunque identificados a las claras como específicamente étnicos, se articulaban como posibles de subsumir. En la pantalla y fuera de ella, al igual que Dolores del Río, se unía y casaba con norteamericanos.

Los peligros de esta miscegenación étnica, explícita en pantalla, se hicieron evidentes en la serie de seis filmes Mexican Spitfire (1939-1943), de la RKO, sus películas más exitosas y, al mismo tiempo, un índice de lo inevitable de su fracaso. Vélez representaba a una artista mexicana, Carmelita, que se enamora y se casa con Dennis Lindsay, un agradable hombre de Nueva Inglaterra, después de quitárselo a su legítima novia norteamericana. Para consternación de su familia puritana, Dennis decide permanecer junto a Carmelita, a pesar de todos los obstáculos, que incluyeron, según avanzaba la serie, referencias específicas a la mezcla racial, la falta de educación e inaceptabilidad social de Carmelita, su negativa a dejar atrás su carrera como artista para convertirse en una esposa adecuada, su incapacidad de ayudarlo a avanzar en sus empeños publicitarios que apenas avanzaban y su evidente falta de deseos de procrear. Aunque el primer par de episodios tuvo mucho éxito, la prensa calificó a la serie como cada vez más redundante, artificiosa y patentemente «absurda», y se canceló en 1943. No solo había comenzado a hacer perder dinero a la RKO, sino también connotaba el tipo de otredad latinoamericana que constituía un anatema para la misión de Buen Vecino. En resumen ya no era posible tolerar el problema que planteaba la serie porque no había respuestas de «buena vecindad». Su problemática étnica –el matrimonio mixto, la miscegenación y la integración– no podía tratarse de modo explícito dentro de un clima nuevo, amistoso. Como para destacar irónicamente esta cuestión ideológica y de ficción, Vélez, soltera y con cinco meses de embarazo, se suicidó en 1944.

Ni Del Río ni Vélez podían ser recreadas como étnicas del Buen Vecino porque el nuevo régimen, ostensiblemente amistoso y templado, no podía asimilar su poder étnico y sexual. La primera no era suficientemente étnica y demasiado actriz; la segunda era demasiado «latina» e indomable. La nueva posición de Hollywood se definía por un doble imperativo etnográfico: su autoimpuesta misión como traductor de la amenaza étnica y sexual de la otredad latinoamericana a buena vecindad pacífica y su deseo de emplear esa traducción para, sin dañar su taquilla nacional, hacer incursiones ulteriores en el mercado cinematográfico latinoamericano, que le oponía resistencia. Por consiguiente, no podía promover en beneficio propio a una actriz mítica, semejante a una diosa y con bastante agarre institucional (Del Río) o a un volcán étnico (Vélez) que ni siquiera se sometía a la más sagrada de las instituciones: el matrimonio con un norteamericano. Lo que exigía el régimen de Buen Vecino era la articulación de una imagen de estrella femenina diferente, que fuera posible identificar sin más como latinoamericana (con la insinuación sexual necesaria para ajustarse al estereotipo prevaleciente), pero cuya sexualidad no fuera demasiado atractiva (a fin de disipar el temor y el atractivo de la miscegenación), ni tan poderosa como para exigir sometimiento a un hombre norteamericano conquistador.

El Buen Vecino perfecto: fetichismo, el yo y el otro o los otros

La avidez de Hollywood por una América Latina que le sirviera de aliado y mercado –y su tímido intento de traducir y domar la potencialmente perturbadora otredad radical, sexual y étnica, que entraña el reconocimiento de la diferencia (o de la falta de ella)– se hace más clara dentro de los límites del género de la comedia musical. Incorporados al género como artistas exóticos, los latinoamericanos al propio tiempo se vieron marginados y privilegiados. Aunque se les negaban funciones narrativas válidas, el entretenimiento, y no la coherencia o la complejidad de la narración, es el punto de placer del género. Esta versión hollywoodense de la «latinoamericanidad», colocada dentro de la comedia musical en términos un tanto privativos (por la negativa a una función narrativa válida) como complementarios (el lugar del placer excesivo), participa de las operaciones de fetichismo y desmentido, típicas del estereotipo en los discursos coloniales.10 Este ejercicio de autoridad colonial o imperialista alcanzaría su punto culminante, con un giro significativo, en los filmes de Carmen Miranda para la Twentieth Century Fox,11 un ciclo que produjo a una figura pública, que presenta al desnudo, con claridad surrealista, el guión de la propia fantasía colonial de Hollywood y la problemática de la representación étnica en un contexto colonial o imperialista.

En los filmes señalados, la Miranda funciona, ante todo, como un fetiche fantástico o extraño. Todo en ella es surrealista, descentrado, se encuentra desplazado a un régimen distinto, desde sus extravagantes sombreros, vestidos multicolores con el estómago desnudo y zapatos de plataforma de cinco pulgadas, hasta los errores que comete al hablar, su sexualidad ridícula y su voz en tono alto. Es el otro, el otro de todo el mundo. Miranda –que ni siquiera nació en Brasil, sino en Portugal; sus padres emigraron a Brasil–, se convirtió en sinónimo de la «latinoamericanidad» cinematográfica, con una esencia definida y movilizada por ella misma y por Hollywood en todo el continente. Como anuncia el maestro de ceremonias al terminar su primer número en The Gang’s All Here, de Busby Berkeley: «Bueno, ahí está nuestra política del Buen Vecino. Vamos, cariño, a ser buenos vecinos.»

Miranda fue «descubierta» por Hollywood «tal cual era», o sea, la artista más famosa del Brasil con más de trescientos discos y cinco filmes –entre ellos el primer largometraje sonoro– y nueve giras por América Latina. Fue llevada a la escena neoyorquina, donde su actuación de seis minutos en The Streets of Paris (1939) la convirtió en «una sensación inmediata». Su explícito carácter «brasileño» –su repertorio de canto y baile de samba, su vestuario carnavalesco– se transformaron en el epítome de la latinidad en una serie de películas que la «colocaron» en lugares tan variados como Lake Louise, en las Rocallosas canadienses, La Habana o Buenos Aires.

Su validez como «latinoamericana» se basaba en una retórica de exceso visual y de actuación –de vestuario, sexualidad y musicalidad– que influía en el tratamiento de los propios filmes. Obviamente, como fueron producidos por la Fox, un estudio que dependía de su proceso superior de Technicolor para diferenciarse en el mercado, los filmes eran también de un colorido casi exasperante, pues explotaban la tecnología para inscribir aún más la latinoamericanidad como tropicalidad. Por ejemplo, aunque ninguno de los filmes de la Fox se filmó en locación, todos incluyen secciones marcadamente empalagosas que recuerdan las postales turísticas para justificar la autenticidad de su ubicación. Es incluso más interesante que incluyan la representación visual de viajes, sea al país en cuestión o «tierra adentro», como prueba ulterior de la validez de su «etnopresentación» dentro de un régimen que privilegia lo visual como único sitio posible de conocimiento.

Weekend in Havana constituye un ejemplo prototípico. La película comienza presentando el atractivo de lo exótico en una secuencia de montaje después de los créditos, que sitúa el viaje a América Latina como una agradable aventura para visitar sitios de interés. La secuencia comienza con una toma del puente de Brooklyn cubierto de nieve y disuelve hacia un folleto de viajes-cruceros de placer, a La Habana, y a una guía turística (Cuba: la isla de vacaciones del Trópico). Finalmente se muestra una vidriera promocionando los viajes-cruceros «Navegue al romance», a través de una imagen de Carmen Miranda en tamaño natural y la foto de una banda, que sorprendentemente cobra vida, y se escucha una canción que comienza así: «¿Qué te parece pasar un fin de semana en La Habana?» Inmediatamente después, se establece la trama romántica del musical: Alice Faye interpreta a una vendedora de Macy’s a quien se le frustra el viaje en un crucero por el Caribe –para el cual había estado ahorrando durante bastante tiempo– cuando el barco encalla. Se niega a firmarle a la compañía naviera un documento de aceptación de lo ocurrido y solo se aplaca con la promesa de «romance» en un viaje a La Habana con el ejecutivo de la compañía naviera John Payne, con todos los gastos pagados.

El viaje desde el lugar donde encalló el barco hasta La Habana se presenta de nuevo en un exuberante montaje lleno de colorido de las típicas imágenes turísticas –el Castillo del Morro, el Malecón, el Hotel Nacional, el Sloppy Joe’s Bar– con un popurrí de Weekend in Havana y canciones típicas cubanas en la banda sonora. Al fin, una vez alojada en el hotel más lujoso de la ciudad, John Payne la lleva a ver los sitios de interés. Viajan en taxi a una plantación de caña en la que la conferencia de Payne, sacada de un folleto turístico, aunque aburre a Faye hasta hacerla bostezar, sirve para la presentación visual de los «cubanos trabajando»: «cientos de miles de cubanos participan en la producción de este importante producto…» Estas tres secuencias cumplen funciones importantes de narración y legitimación, lo que brinda testimonio del trabajo etnográfico y documental, si bien la artista latina que se presenta, Rosita Rivas (Miranda) no es cubana ni habla español.

De modo más complejo, todos los filmes de la Fox dependen de los excesos interpretativos de Carmen Miranda para validar su autoridad como discursos etnográficos de «buena vecindad». Las sencillas tramas de los filmes –muchas veces versiones nuevas de antiguos éxitos musicales y casi siempre con algún tipo de confusión de identidades o galimatías parecidos– destacan más aún la importancia del régimen visual y musical que se identifica con Carmen Miranda, en vez de legitimar el orden narrativo. El inicio de The Gang’s All Here, por ejemplo, subraya claramente esta operación al brindar una representación narrativa del viaje, el comercio y la identidad étnica. Después de los créditos, una cabeza flotante medio iluminada que canta Brasil, de Ary Barroso, de repente pasa a ser –en un clásico movimiento sintáctico a la manera de Busby Berkeley– el casco de un barco estampado con el nombre de SS Brazil, fondeado en Nueva York y descargando productos típicamente brasileños: azúcar, café, plátanos, fresas… y Carmen Miranda. Con un sombrero en el que lleva frutas de su país, Miranda termina la canción, entra triunfalmente en la gran manzana, pasa a una tonada en inglés y el alcalde le ofrece las llaves de la ciudad, mientras la cámara se aleja para revelar el escenario de un cabaré, un público norteamericano al que la presentan como la política del Buen Vecino y al que enseña a bailar la Uncle Samba.

La característica más sorprendente de los filmes de la Fox es la inmutabilidad de Miranda y la posibilidad de sustituir las narraciones. Ella viaja y se inserta en paisajes diferentes, pero sigue siendo la misma de película en película: puramente latinoamericana. Desarróllese la acción en Buenos Aires, La Habana, las Rocallosas canadienses, en Manhattan o en una mansión de Connecticut, su personaje en pantalla –casi siempre Carmen o Rosita– es notablemente coherente: sobre todo, y pase lo que pase, una artista y el elemento más entretenido de todos los filmes. Mientras los personajes norteamericanos desarrollan la inevitable trama de romance de la comedia musical, Miranda –siempre una espina en el romance incipiente– monta un espectáculo y coquetea escandalosamente con el protagonista. Aunque normalmente no hace pareja permanente con el protagonista norteamericano (con la notable excepción de That Night in Rio, donde se queda al fin con Don Ameche, pero solo porque el gemelo idéntico de este lo hace con la muchacha blanca que interpreta Alice Faye), Miranda de todos modos se divierte por el camino y casi siempre seduce con besos y abrazos agresivos, al menos, a un norteamericano, pero con mayor frecuencia, a varios.

Su sexualidad es tan agresiva, sin embargo, que se difumina, se agota en el gesto, la insinuación y el comentario salaz. A diferencia de Lupe Vélez, que puede seducir y casarse con un buen anglosajón blanco protestante, permanece soltera sin que le moleste, unida a un calavera latinoamericano –por ejemplo, el mujeriego gerente-gigolo que interpreta César Rometo en Weekend in Havana–, o en la eterna tierra de nunca jamás de compromisos prolongados y no consumados con tipos norteamericanos extraños –por ejemplo, en Copacabana lleva diez años de compromiso con Groucho Marx y, cuando el filme termina, todavía viven en habitaciones de hotel separadas y no han compartido promesa matrimonial alguna.

De manera similar a la de algunas otras actrices de la pantalla –Dietrich en los filmes de Von Sternberg, por ejemplo–, se supone que Miranda funcione de modo narrativo y discursivo como un fetiche sexual, congelando la narración y los placeres voyeuristas y provocando un régimen de espectáculo y especularidad. Ella reconoce y participa abiertamente en su fetichización, y le devuelve la mirada a la cámara e implica al espectador en su agresivo despliegue sexual. Pero también es un fetiche étnico. La mirada que devuelve es la del etnógrafo y su suplente espectador colonial. Su «latinoamericanidad» se desplaza en todo su esplendor visual para la apropiación y el rechazo coloniales simultáneos.

Aunque se fetichiza de manera visual dentro de los sistemas fílmicos que la ubican metafóricamente como emblema del conocimiento de la latinoamericanidad, su voz, colmada de impurezas culturales y de sincretismos perturbadores, escapa a través de las mallas de la autoridad colonial y etnográfica de Hollywood sobre la constitución y definición de la otredad. Es, de hecho, dentro del registro auditivo, colocado de modo constante frente a la legitimidad del visual, que se desploma la buena vecindad etnográfica en los filmes de Miranda en la Fox. Además de la repercusión psicosexual de su voz, la manipulación excesiva que hace de los acentos –los registros del tono y la altura en evidente cambio entre su inglés hablado y cantado, y entre su inglés y portugués– infla el fetiche resquebrajando su superficie, al tiempo que lo engrandece. Esto es evidente sobre todo en los filmes en los que canta números consecutivos en cada lengua (ejemplos de ello son Weekend in Havana y The Gang’s All Here), en que las diferencias tonales entre su portugués y su inglés, cantado y hablado, indican la posibilidad de que su excesivo acento y sus errores de vocabulario sean solo fingidos, una concesión a los requerimientos de una concepción del carácter extranjero y la otredad necesarios para mantener la validez del texto, así como su imagen como gesto de buena vecindad. Que la prensa y la maquinaria del estudio señalaran constantemente su acento y sus problemas con el inglés, destacan aún más su condición ambigua. A un tiempo, un signo de su otredad así como de la artificialidad de toda otredad, su acento se convirtió en última instancia en un eficiente dispositivo de comercialización, explotado en anuncios y campañas publicitarias.

En todas las películas del Buen Vecino, Miranda sigue siendo un fetiche, pero un fetiche surrealista que recalca conscientemente el difícil equilibrio entre conocimiento y creencia que lo sostiene y nos permite escuchar los márgenes de una diferencia inclasificable, resultado de un bricolaje casi indescriptible que rechaza la búsqueda totalizadora de la verdad del etnógrafo hollywoodense de la buena vecindad, al tiempo que se somete a sus designios.

¿Son de Manhattan todos los latinos?

La carrera de Carmen Miranda se interrumpió con el final de la buena vecindad en la era de posguerra, así como con su prematura muerte en 1955.12 Sin embargo, la circulación y el uso de su personaje como emblema de la política del Buen Vecino demuestran a las claras la fisura del trabajo de Hollywood como etnógrafo latinoamericano en ese período. Con el consentimiento y la participación activa de Miranda, los estudios la colocaron como la esencia de la otredad latinoamericana en términos que, en la superficie, no eran ni derogatorios ni amenazadores. Primeramente, como emblema femenino, su posición siempre resultaba la de un otro menos amenazante. En este contexto, la posible amenaza de su sexualidad –la que en Lupe Vélez, era inquietante– se disipó por su mero exceso narrativo visual e interpretativo. Además, su etnicidad legitimante, exacerbada por un aura de lo carnavalesco y lo absurdo, podía relegarse narrativamente al escenario, al mundo ilusorio y domesticable de la actuación, el teatro y el cine. La frecuencia con que su personaje se utilizó como emblema de la otredad y el exotismo latinoamericanos lo ilustra tal vez del modo más concluyente: en House Across the Bay (Archie Mayo, 1940), Joan Bennett aparece en un traje de bahiana inspirado en Carmen Miranda; en Babes in Arms (Busby Berkeley, 1941), Mickey Rooney interpreta un número vestido como ella; en This is Our Life (John Huston, 1942), Bette Davis canta y tararea acompañando un disco de Miranda y en Mildred Pierce (Michael Curtiz, 1945), Jo Ann Marlow hace una imitación de Carmen Miranda vestida por completo a su manera.

Al mismo tiempo, sin embargo, su personaje textual escapa a los estrechos parámetros del Buen Vecino. Como participante en la producción de estos cohibidos textos etnográficos, Miranda afirmó literalmente su propia voz en las operaciones textuales que la definieron como «el otro». Al transformar, mezclar, ridiculizar y redefinir su propia diferencia en relación con las normas previstas, su voz, sus canciones y sus acentos, crean un texto otro que se encuentra en contrapunto con las operaciones textuales principales. No hace estallar la burbuja ilusoria del Buen Vecino, pero al inflarla más allá de todo reconocimiento, destaca su posición como elemento discursivo construido: como mito mimético.

Cuando reconocemos que la relación de Hollywood con los grupos étnicos y las minorías es principalmente etnográfica –o sea, que entraña la coproducción en el poder de textos culturales– en vez de meramente mimética, se hace posible comprender la supuesta irrupción del Buen Vecino en la historia de las representaciones (erróneas) de los latinoamericanos textualmente, así como en términos instrumentales e ideológicos. Es de especial importancia reconocer que Hollywood –y, por extensión, la televisión– cumple esta función etnográfica porque nos encontramos en una era en que, de manera no muy diferente a la de los años de la política del Buen Vecino, se encomia por su «hispanización». Mientras los medios de difusión alardean del éxito de filmes como La Bamba, Salsa: The Motion Picture y el ciclo de lambada, y una edición especial de Time proclamaba: «¡Magnífico! La cultura hispana sale del barrio»,13 pudiera ser ilustrativo analizar esta traducción, presentación y asimilación particulares de la otredad latinoamericana como una creación textual etnográfica más, que debe interpretarse como coproducción política de representaciones de la diferencia, no como desafío narrativo mimético.

1 Así es, por ejemplo, como Karl G. Heider lo describe en Ethnographic Filme (Austin, University of Texas Press, 1976), uno de los pocos textos que expresan la relación entre la etnografía y el cine de modo directo. Véanse, especialmente, las pp. 5-12.
 
2 Véase James Clifford, The Predicament of Culture: Twentieth-Century Ethnography, Literature, and Art, Cambridge, Harvard University Press, 1988.

3 Ibídem, p. 41.
 
4 Stephen A. Tyler, «Post-Modern Ethnography: From Document of the Occult to Occult Document», en James Clifford y George Marcus, eds., Writing Culture: The Poetics and Politics of Ethnography, Berkeley, University of California Press, 1986, p. 126.
 
5 Edward Said, Orientalism, Nueva York, Random House, 1979.
 
6 S. A. Tyler, ob. cit., p. 126.
 
7 Carlos Fuentes, «El rostro de la escondida», en Luis Gasca, ed., Dolores del Río, XXIV Festival Internacional de Cine, San Sebastián, España, 1976, p. 10.
 
8 Homi K. Bhabba, «Signs Taken for Wonders: Questions of Ambivalence and Authority under a Tree Outside, Delhi, mayo de 1917,» en Henry Louis Gates, Jr., ed., Race, Writing, and Difference, Chicago, University of Chicago Press, 1986, p. 172.
 
9 Para el mejor análisis y resumen de la carrera de Lupe Vélez, véase Gabriel Ramírez, Lupe Vélez: la mexicana que escupía fuego, México DF, Cinemateca Nacional, 1986.

10 Véase el examen de este proceso realizado por H. K. Bhaba en ob. cit., pp. 18-36.

11 Entre 1940 y su muerte, Carmen Miranda hizo catorce filmes: diez para Twentieth Century Fox, uno para United Artists, dos para la Metro-Goldwyn Meyer MGM y uno para Paramount. El «ciclo» de Fox, entre 1940 y 1946, estuvo integrado por: Down Argentine Way (1940), That Night in Rio (1941), Weekend in Havana (1941), Springtime in the Rockies (1942), The Gang’s All Here (1943), Four Jills in a Jeep (1944), Greenwich Village (1944), Something for the Boys (1944), Doll Face (1946) y If I’m Lucky (1946).

12 Miranda murió a los cuarenta y cuatro años de un ataque cardíaco, el 5 de agosto de 1955, después de grabar un programa de televisión con Jimmy Durante. Para 1955, su presencia en la pantalla había disminuido notablemente y, aunque todavía se le reconocía como estrella, había comenzado a trabajar mucho más para la televisión que para el cine.

13 Edición especial de Time, Nueva Cork, 11 de julio de 1988.



 



Descriptor(es)
1. ANTROPOLOGIA
2. ANTROPOLOGIA VISUAL
3. CINE LATINOAMERICANO - HISTORIA
4. CINE Y POLÍTICA
5. HISTORIA DEL CINE SONORO LATINOAMERICANO

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