FICHA ANALÍTICA
Algunas memorias de la polémica
Río Fuentes, Joel del (1963 - )
Título: Algunas memorias de la polémica
Autor(es): Joel del Río Fuentes
Fuente: Revista Cine Cubano On Line
Número: 13
Año de publicación: 2009
Desde aquel mes de marzo de 1959, cuando la Revolución creó el Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficos (ICAIC) en adelante, los filmes producidos por esa entidad han sido tildados, sobre todo fuera de Cuba, de mera propaganda oficialista, encaminada a divulgar los triunfos y ocultar los errores del socialismo en la Isla; mientras que otros se detienen a exaltar algunos títulos paradigmáticos de autonomía artística y de sostenida crítica a las intemperancias de la realidad. Como casi siempre ocurre, las generalizaciones extremas impiden comprender esencias, facetas, matices y la dinámica compleja de los fenómenos culturales. De modo que el estudio de las concordancias y asincronías entre el discurso oficial y el enfoque ideológico de los filmes, puede y debe incluir otros estamentos, incidencias y categorizaciones además de la estrecha dicotomía compuesta por dos polos irradiantes de sentido: de un lado, la propaganda oficial, la épica inherente a la creación de una nueva sociedad, más justa y humana, y sus magnos éxitos, y del otro, los temas y personajes que representan inconformidad y ruptura con ese discurso, otredad, marginalidad, crítica profunda a ineficacias y errores. Existen muchos otros estamentos de análisis para caracterizar la compleja relación que ha existido entre ciertos vectores de pensamiento, dimanados de la política estatal, y las perspectivas sociológicas que traslucen algunas de las principales producciones del ICAIC (documental y ficción) en su carácter de espejo de la realidad.
A pesar de que cualquier estudio histórico de los filmes producidos por el ICAIC tropieza con evidencias, y afirmaciones demasiado frecuentadas, convertidas en comodines de la crítica, respecto a que los mejores tiempos del cine cubano quedaron en la postrimerías de los años sesenta, los setenta fueron de inmovilismo y censura, los ochenta significaron el auge del populismo y que los noventa, la época del desencanto, en estos cuatro grandes períodos resultan preeminentes tanto el compromiso con el poder revolucionario como con la crítica a disposiciones originadas por ese mismo poder.
A propósito de las características inherentes al cine revolucionario, escribió el realizador Humberto Solás, en la revista Cine Cubano:
En un país en Revolución un cine militante es aquel que explica la existencia de la Revolución, que se plantea la indagación en los aspectos socio-económico-político-culturales que han determinado el surgimiento de la Revolución y que al mismo tiempo está profundamente relacionado con la compleja problemática interna, con las contradicciones que surgen en un mundo que, por revolucionario, es un mundo en constante ruptura.
“Alicia en el pueblo de Maravillas”.Hay varios títulos, en cincuenta años, que manifiestan esa voluntad por explicar los complejos procesos de transformación a que se abocaba el país, las problemáticas internas y las contradicciones de un mundo en constante ruptura, por decirlo con las palabras del cineasta. Al principio de cada década aparece un título polémico, controversial, provocador de opiniones y posiciones encontradas, combustible para censores y autocensurados: a principios de los años sesenta está el documental PM; diez años después, Un día de noviembre; en 1981 se produce Cecilia, y para iniciar los complejos años noventa, y el Período Especial que todavía atraviesa la Isla, aparece Alicia en el pueblo de Maravillas, cuya conmoción negativa fue tan considerable, que provocó la mejor «digestión» social de otros filmes posteriores, naturalización posterior de otros filmes, mucho más cáusticos y desencantados, pero mejor aceptados por todas las instancias.
La primera disensión notable entre la política cultural de la Revolución y algunos artistas e intelectuales fue provocada por un documental que contenía cierta constatación tangencial del subdesarrollo y de la marginalidad. La prohibición del documental PM (1961), dirigido por Orlando Jiménez Leal y Sabá Cabrera Infante,1 ocurrió pocas semanas después de la invasión de Playa Girón, luego de que se había proclamado el socialismo en Cuba y con la atmósfera todavía cargada por la reciente victoria sobre la agresión norteamericana y contrarrevolucionaria. El ambiente no parecía nada propicio para la exhibición de este documental donde prima la observación, estilo cine directo, y que registra una tarde-noche en algún bar aledaño al puerto de La Habana, en el que un grupo de hombres y mujeres se entregan a la rumba, el tabaco y el alcohol, en una atmósfera bastante despreocupada y juerguista, totalmente desvinculada, en apariencia, de la convulsa realidad política que vivía el país como resultado de la agresión. El enfrentamiento por la prohibición de PM provocó tres reuniones efectuadas en la Biblioteca Nacional, con la intervención de Fidel y de la mayor parte de la comunidad intelectual y artística cubana. De esos encuentros proceden las conocidas Palabras a los intelectuales, que demarcan un campo de acción para las artes con la afirmación, devenida lema: «Dentro de la Revolución, todo; contra la Revolución nada», que ha sido sometida a las más diversas e incluso contrapuestas interpretaciones, puesto que en ocasiones la decisión de señalar lo que está dentro de la Revolución o en contra de ella, ha dependido de personales puntos de vista.2
Al igual que PM, también prescindía de los diálogos Ciclón (1963, Santiago Álvarez) el locuaz y honesto reportaje sobre la devastación que dejó a su paso el huracán Flora por las provincias de Oriente y Camagüey. Estipulado a partir de la inusual fuerza expresiva de las imágenes y del montaje, Ciclón alude tangencialmente al atraso, la falta de desenvolvimiento mental, material y espiritual, factores retardatarios que ocupan el centro de tres de los mejores documentales cubanos de todos los tiempos: Ociel del Toa (1965), de Nicolás Guillén Landrián; Vaqueros del Cauto (1965), de Oscar Valdés; y Por primera vez (1967), de Octavio Cortázar. Los dos primeros mostraron imágenes asombrosas e inéditas de cubanos cuyo descomunal ajetreo diario alcanza una dimensión casi épica (en el caso de Vaqueros...) o lírica (en Ociel..., sobre todo pensando en el modo en que el muchacho se confunde con su paisaje remoto, bucólico). A ellos, los protagonistas de estos documentales, la obra revolucionaria apenas los tocaba, incluía o transformaba. Probablemente se dedicaban a las mismas labores que sus padres, abuelos y bisabuelos, con iguales medios y análoga perspectiva para el futuro. No ocurre así en Por primera vez, que si bien pone de manifiesto, con todo respeto, la tremenda ignorancia y aislamiento en que continuaban viviendo los campesinos de las regiones montañosas orientales después de la Revolución, se concentra en el elogio de un acto que puede contribuir a mejorar las cosas: la llegada del cine-móvil. Las caras emocionadas o sonrientes de los niños ante Tiempos modernos, de Chaplin, indican en la misma medida la comprobación del tremendo rezago cultural en que sobrevivía el campesinado cubano y la certeza de que tal situación cambiará a partir de que la obra transformadora y revolucionaria alcance esos parajes.
Tres documentales de Nicolás Guillén Landrián testimoniaron también el fardo descomunal de subdesarrollo y marginalismo: En un barrio viejo (1963), el ya citado Ociel del Toa, retratos –citadino uno y rural el otro– de personas simples, ajenas a la Revolución, y Reportaje (1966), en el cual se registra una simbólica marcha campesina para enterrar la ignorancia. Pero Coffea arabiga (1968), del propio realizador, sobre la fervorosa zafra cafetalera, empleaba los mismos métodos del documental didáctico y de arenga propagandística, para subvertirlos con leve ironía y fomentar algunas dudas respecto al optimismo irreflexivo y apriorístico, los lemas y las consignas, la obsesión por las metas y la vertiginosa, irreflexiva y coyuntural carrera por la productividad a ultranza. Aunque fue exhibido en su momento, Coffea arabiga no contó con el apoyo entusiasta de la dirección del ICAIC y su realizador se convirtió, paulatinamente, en persona non grata en los ambientes intelectuales y oficiales. Particularmente molesta resultó la utilización de Fool on the Hill, una bella canción de los Beatles, vinculada a imágenes de Fidel Castro. No se comprendió que el documental de Guillén Landrián no pretendía criticar, sino más bien exaltar poéticamente la capacidad de soñar y de crear.
Aseguraba Alfredo Guevara, poniendo en claro las principales cuestiones de principio que regían la producción del ICAIC, que
[…] toda búsqueda obliga a romper sujeciones, y exige que un punto en el desarrollo no sea más que ello: un punto de partida. Es en esta medida en la que puede afirmarse que el trabajo intelectual es siempre una aventura, y que el intelectual, casi automáticamente, resulta condenado a la herejía.3
El primer largometraje cubano del ICAIC marcadamente hereje, es decir, dedicado a establecer penetrantes cuestionamientos sobre disparates y mecanicismos establecidos por el socialismo caribeño, fue La muerte de un burócrata (1966), primera gran obra de Tomás Gutiérrez Alea, y de seguro la mejor comedia realizada en la historia del cine cubano, sobre todo, gracias a la combinación intertextual de géneros tradicionales como la comedia de enredos, satírica y de humor negro –en variante disparatada–, con un cine nacionalista, contemporáneo, ávido de comunicarse con su espectador natural, y decidido a encontrar narrativas y estilos modernos, adecuados y eficaces. Implacable mordacidad destilaba La muerte..., no solo ante la plaga de funcionarios esquemáticos e inflexibles que construyen la desesperación del protagonista y el caos en torno a un trámite sencillo e imprescindible, sino que fustigaba con demoledora sorna y cubanísimo choteo los rituales estereotipados y formales de los burócratas, y la retórica consignista y llena de lugares comunes, sin dejar de aludir tangencialmente a los efectos letales de estos trastornos en todos los ámbitos de la vida cotidiana e incluso del arte. Recordar el comienzo del filme, con la máquina encargada de fabricar en serie horrendos bustos de Martí, que muy pronto se truecan, por accidente, en bustos de un obrero curiosamente parecido a Stalin.
Muy inspirado en el free cinema británico (de matriz fuertemente documental), el neorrealismo subjetivo de Antonioni y, sobre todo, en la nueva ola francesa a lo Godard y Resnais,4 Sergio, el protagonista de Memorias del subdesarrollo (1968, Tomás Gutiérrez Alea) emprendía la búsqueda en su memoria del tiempo «perdido», pasado, irrecuperable, y al igual que muchos otros antihéroes nuevaoleros se desgarraba en su impotente lucidez, en la soledad y la pesadumbre que no pueden ser compartidas ni mitigadas, atrapado entre un pasado al cual podía mirar solo con ira y un presente que no le proponía los valores ni la seguridad que necesitaba. Valiéndose de la lucidez intelectual y autocrítica del protagonista, Memorias del subdesarrollo establece no solo la crítica feroz a los valores entronizados por la pequeña burguesía nacional, sino que también expone y cuestiona los rezagos, el subdesarrollo y las inmensas dificultades de todo tipo a que se enfrenta el difícil proceso de cambios, entendido el subdesarrollo como la incapacidad para relacionar las cosas, para acumular experiencias y alcanzar el progreso. Con todo y su posición crítica respecto al pasado, tampoco puede desconocerse el carácter de espejo crítico que la película posee respecto a la realidad contemporánea. El exilio interior del personaje, el ostracismo del diferente, el punto de vista alternativo y hondamente crítico respecto al contexto cultural y al discurso oficial, convirtieron a Memorias... en redescubrimiento de los placeres encarnados en el riesgo y la puesta en práctica de la libertad creativa. Se trata de un filme entendido como instrumento para mostrar la experiencia, buscar la renovación, descubrir nuevos caminos y aventurarse a caminarlos, como aseguró la revista italiana Cinema & Film en 1968. Ese mismo año, en diciembre, pocos meses después de estrenarse Memorias del subdesarrollo, y de haberse decretado oficialmente la Ofensiva Revolucionaria, certificó Gutiérrez Alea el imperativo del arte comprometido con la honestidad intelectual y la crítica responsable, cuando escribió en la revista Cine Cubano:
La lucha ideológica debe ser desarrollada en profundidad, y es una responsabilidad de los intelectuales tanto como de la dirigencia política. Es el único camino que puede conducirnos a rescatar la confianza, a sentir que participamos realmente. Es el único antídoto contra la abstinencia, la despolitización, el retiro, el enclaustramiento, los más o menos justificados silencios, y por otra parte, también contra el oportunismo servil, es decir, contra todo aquello que significaría la esterilización de nuestra cultura.
En 1970, además de que ocurrió un gran revés en la historia económica de la Revolución (no se alcanzó la meta de producir diez millones de toneladas de azúcar en la zafra, acontecimiento que hubiera significado un espaldarazo económico garante de mayor independencia política y de mejoras en el nivel de vida), no se produjo ningún largometraje de ficción. El país entero se había paralizado, consagrado al esfuerzo productivo de la llamada Zafra de los Diez Millones. Al año siguiente, 1971, ocurrió el Primer Congreso Nacional de Educación y Cultura, en el cual se hicieron varios cuestionamientos muy duros por parte de miembros del Partido a la política abierta e inclusiva del ICAIC, sobre todo en el sector de la exhibición de filmes representativos del capitalismo decadente. El Congreso había sido la culminación de la campaña de Ofensiva Revolucionaria, instaurada desde finales de los años sesenta, que implicaba la incondicionalidad al Partido en las ramas de la cultura y, por supuesto, de la economía y la política. Como resultado de esta campaña, numerosos círculos artísticos, especialmente teatrales y literarios, habían padecido la llamada «parametración», proceso que significaba la expulsión de sus trabajos, con el consiguiente baldón de antisocial y contrarrevolucionario, para todos aquellos que no cumplieran los parámetros establecidos desde un concepto muy estrecho de lo revolucionario. Quedaban fuera todos aquellos que manifestaran «excesiva» admiración por la cultura occidental, es decir, desde las melenas y la minifalda hasta los Beatles y el resto de sus congéneres anglosajones, las creencias religiosas todas, y las inclinaciones sexuales consideradas impropias, como la homosexualidad. En dicho Congreso se concluía que la radio, la televisión, el cine y la prensa «son los instrumentos más poderosos de la educación ideológica, pues moldean la conciencia colectiva, y por tanto su desarrollo no puede ser dejado a la espontaneidad ni a la improvisación». Al ICAIC, el Congreso le reclamó «la continuación e incremento de películas y documentales cubanos de carácter histórico como medio de eslabonar el presente con el pasado, y plantear diferentes formas de divulgación y educación cinematográficas». La misma semana de abril en que ocurrió el Congreso, en la sede de la UNEAC transcurría el célebre «caso Padilla», en que el autor del poemario Fuera del juego inculpaba de mil vicios burgueses, y por ende contrarrevolucionarios, a varios de su colegas, lo cual desencadenó inevitables sospechas, acusaciones y purgas en la esfera intelectual. Tales circunstancias, entre otras, ocasionaron un cine cubano que se distanció tanto de su visceral vocación cuestionadora como de elitismos y formalismos supuestamente equívocos.
En medio de tan caldeada y sectaria atmósfera, Humberto Solás produce su segundo largometraje de ficción, donde reaparece «el otro» como personaje que se aísla del proceso revolucionario, porque no lo comprende o porque le resulta imposible participar activamente. Alrededor de un lustro después de que se escucharan los cuestionamientos de Sergio en Memorias del subdesarrollo, aparece el Esteban de Un día de noviembre (1972), hombre incapaz de sumarse al optimismo de la zafra, las metas laborales y la rumba, por una razón tan sólida como saberse herido por una enfermedad mortal. Esteban busca un ideal que le permita asirse a la realidad contingente, y observa insatisfecho y distante el cierto mecanicismo o frustración a que ha derivado su existencia y la vida cotidiana de sus compañeros de generación. El hermano y la cuñada del protagonista deciden abandonar Cuba y hasta se les escucha explicando sus razones, de modo que el personaje del emigrado alcanza por primera vez en este filme un tratamiento extensivo y relevante en los marcos del cine producido por el ICAIC. El personaje del emigrado recorre el cine cubano a través de obras como el documental Cerro pelado (1966, Santiago Álvarez) y el filme Memorias del subdesarrollo, en los cuales se le muestra como gusano despreciable, burgués reaccionario y pro norteamericano, traidor a la patria. La esposa de Sergio, y el amigo «gusano», son gente acomodada que jamás estaría de acuerdo con la Revolución, mientras que los familiares de Esteban son gente más sencilla, simplemente harta de privaciones e insuficiencias.
Un día de noviembre no se exhibió hasta seis años después de realizada,5 sin embargo, el documental 55 hermanos (1978, Jesús Díaz), en el cual se optaba por un tratamiento casuístico y fraternal de este grupo de emigrantes involuntarios, sí alcanzaría luego extraordinaria divulgación en todos los medios oficiales. El tratamiento ennoblecedor del tema impactó en la sociedad cubana, gracias sobre todo a que ninguno de los entrevistados era tildado de gusano, escoria, apátrida o traidor. Este es el período en que abunda como nunca antes, o después, el cine histórico que incursiona en los orígenes de la nación, continuando las huellas temáticas de Lucía y La primera carga al machete. Influido fundamentalmente por la brasileña Dios o el diablo en la tierra del sol y por la polaca Madre Juana de los Ángeles, en Una pelea cubana contra los demonios (1971) Tomás Gutiérrez Alea ilustra la atmósfera de fanatismo e histérica intolerancia que prevalecían en la Cuba del siglo xvii. La narración y el discurso están dominados por la voluntad de presentar un franco y sutil alegato contra el dogmatismo y el extremismo, representados por la Iglesia y la metrópoli española, ambas aliadas en un gobierno que impone leyes de asfixia a la iniciativa individual (el comercio), y que condena como hereje todo lo que signifique intercambio con el mundo, apertura de visión, creatividad transformadora en provecho del individuo.6
La escenificación de la última cena de Cristo y los apóstoles, por parte de un conde, dueño de un central azucarero en la Cuba del siglo xviii, ocupa la mayor parte de La última cena (1976, Tomás Gutiérrez Alea), ejemplo cimero del cine histórico, según su director, pues nos encontramos frente a un filme pleno de alusiones al presente, o más bien de postulados reflexivos intemporales sobre la demagogia y las manipulaciones del poder, la resignación ante la adversidad o la opresión y la sátira y el choteo, como vía para escapar a la solemnidad represiva y autoritaria. El conde manda traer doce esclavos y les asigna el papel de apóstoles en su mascarada de supuesta devoción puesta en escena con motivo de la Semana Santa. Al día siguiente todos los esclavos que «disfrutaron» de la presencia y generosidad del amo en la última cena, serán acusados de fomentar una rebelión y todos, excepto Sebastián que logra escapar, son decapitados para escarmiento de los demás esclavos. Asegura Gutiérrez Alea en el artículo Sobre vivencias y supervivencias: cinco respuestas que
[…] una película histórica, para mí, no es reconstruir de una manera espectacular el hecho en sí. No me interesa el trabajo arqueológico, sino aprovechar de la historia algún momento debido a la respercusión que eso puede tener en nuestro presente. Era revelador mostrar la hipocresía del conde –que es atemporal y aespacial– y cómo manipula la religión usándola para satisfacer sus intereses materiales.
Si bien se incrementó la producción de cine histórico, paralelamente se sostenía el empeño por denostar la vida en Cuba antes de 1959, como se hace evidente en Los días del agua (1971, Manuel Octavio Gómez), y se recalca aún más en el documental de archivo ¡Viva la República! (1972, Pastor Vega), y en la comedia de humor negro Los sobrevivientes (1978, Tomás Gutiérrez Alea). Entre las tres, Los días del agua emplea claves vanguardistas y performáticas, provenientes del cinema novo brasileño, la plástica y el teatro de vanguardia, para volver a combinar reportaje documental y representación fictiva –de manera menos extremada que en La primera carga al machete–. Es la historia de la curandera Antoñica Izquierdo, personaje real convertido en indicador para mostrar lo que realmente le interesa al autor, más allá de los milagros y la santería: ciertos valores culturales e idiosincrásicos y, por supuesto, el abandono social, el oscurantismo y la superstición, la corrupción de los políticos presta a cualquier manipulación de las masas. ¡Viva la República! exhibe los mismos superobjetivos, pero los cumple mediante la compilación de viejos noticiarios, fotos, caricaturas y grafismos diversos, con voz en off, para trazar la historia nacional luego de la expulsión de los españoles y a través de las sucesivas cadenas que estrecharon la dependencia de la Isla respecto a Estados Unidos. Más sardónico fue el retrato de la burguesía en la seudorrepública que ofrece Los sobrevivientes, historia de una familia poderosa que decide aislarse en su mansión del proceso revolucionario hasta llegar a la involución desintegradora. Como en Las doce sillas y Memorias del subdesarrollo, se habla de la supervivencia de costumbres y modos de vida que no sintonizan con la Revolución, como en Una pelea cubana contra los demonios y La última cena se alude a la nocividad del enclaustramiento, la intolerancia y las manipulaciones del poder.
Que los años setenta fueran un período de muy fuerte divulgación de los principios del socialismo –ya fuera promoviendo directamente los éxitos del nuevo sistema social o denostando la decadencia capitalista del pasado– no significa que no se produjeran obras desde otras coordenadas, ajenas a la propaganda directa.7 En un ambiente similar, y entre gente muy parecida a la de PM –luego rescatados en la conga delirante que sirve de prólogo a Memorias del subdesarrollo y en Hasta cierto punto (1983, Tomás Gutiérrez Alea)–,transcurren los veintinueve minutos de Escenas de los muelles (1970, Oscar Valdés), una de las primeras obras del ICAIC que reconoce la existencia de hábitos marginales no coincidentes con la ética del trabajo ponderada por la Revolución. Mediante la coincidencia de dramatización y testimonio, el realizador cuenta sobre la amistad entre dos estibadores de los muelles, en franca contradicción con la ética preconizada por la filosofía del hombre nuevo.
En el mismo nivel de las contradicciones surgidas entre los rezagos de la sociedad burguesa y las nuevas perspectivas inherentes a la Revolución, se desarrollaban las tramas de varios largometrajes de ficción de los años sesenta: Las doce sillas (1962, Tomás Gutiérrez Alea), Tránsito (1964, Eduardo Manet) y Papeles son papeles (1966, Fausto Canel), pero el tema revive con fuerza en la década siguiente con Ustedes tienen la palabra (1973, Manuel Octavio Gómez), De cierta manera (1974, Sara Gómez) y también, de algún modo, en Retrato de Teresa (1979, Pastor Vega) y No hay sábado sin sol (1979, Manuel Herrera), todas las cuales presentan heroínas en el cotidiano bregar por salir del subdesarrollo mental, asociado principalmente al machismo.
Algunos filmes continuaron evidenciando, primero tímidamente y luego de manera desembozada, la erosión material causada por el bloqueo y la ineficiencia económica interna, la pobreza e, incluso, el oscurantismo o el atraso dominante en diversos órdenes de la vida, y que no serían desterrados por decreto ni en un plazo tan breve como se pensaba en los primeros años de la Revolución. El descontrol o dispendio amiguista, rayano en el caos administrativo que muestra Ustedes tienen la palabra; los rezagos machistas y marginales, típica rémora del subdesarrollo que impide el avance de la nueva moral socialista en De cierta manera; y la incapacidad del hombre, de la familia e incluso de algunos sectores sociales para asumir la plena y total igualdad de la mujer en Retrato de Teresa, alertan sobre un mundo que dista de ser el ideal de igualdad al que se aspiraba.
El conjunto formado por la trilogía Un día de noviembre, Ustedes tienen la palabra y De cierta manera, amén de algunas ediciones del Noticiero ICAIC Latinoamericano realizadas en el breve período 1977-1979 por Daniel Díaz Torres y Rolando Díaz, con sus opiniones directas y muy críticas sobre la contemporaneidad, así como las múltiples alusiones al presente implícitas en Una pelea cubana contra los demonios, La última cena y Los sobrevivientes, demuestran que en los años setenta –además de toda una producción pensada para acompañar los tiempos conservadores y dogmáticos que vivía la Isla– se registra un perceptible decaimiento de aquel entusiasmo sincero y dialéctico de los primeros tiempos, en tanto los filmes mencionados tienden a corroborar algunas fallas materiales y espirituales en el arduo proceso de metamorfosis sociopolítica y cultural.
El lapso que conecta los años setenta y los ochenta se relaciona con un modestísimo debilitamiento en las constantes tensiones entre los gobiernos de Cuba y Estados Unidos.8 Poco después, la breve distensión se resquebraja por los sucesos de la embajada de Perú (sede diplomática invadida por centenares de cubanos en busca de una vía para emigrar), y por el éxodo masivo a través del puerto de Mariel. Todo ello derivó en que ambos países firmaran un acuerdo migratorio, en 1987, mediante el cual Estados Unidos se comprometía a recibir 20 000 inmigrantes cubanos cada año y Cuba recibiría de vuelta a 2 500 cubanos presos en cárceles norteamericanas desde que comenzó el éxodo por el Mariel. A estas alturas –segundo lustro de los años ochenta–, había comenzado en la URSS el proceso de reforma económica (perestroika) y transparencia informativa (glásnost), que repercutió fuertemente en Cuba y concluiría en los años noventa dando al traste con el llamado socialismo real de Europa oriental. La versión cubana de estos fenómenos políticos y sociales se conoció como proceso de rectificación de errores y tendencias negativas, y sus principales consecuencias fueron, por un lado, el modesto impulso a las relaciones mercantiles sobre la base de la oferta y la demanda (mercados campesinos o agropecuarios, y mercados paralelos de productos industriales), y por otro, el estímulo a la crítica y la autocrítica en todos los medios de comunicación.
Antes de que el ICAIC se hiciera eco de todas estas transformaciones, se estrenó el largometraje de ficción Cecilia, que marcó la crisis de la Productora, en tanto motor impulsora de un cine de autor de inclinación histórica o literaria. La polémica superproducción fue discutida en todos los niveles, como jamás se había debatido en Cuba sobre una película, y propició un cambio de dirección, y de política de producción, en el ICAIC, pues el principal signo del cine cubano, en los años ochenta, derivaría hacia lo contemporáneo y genérico, principalmente dentro de los códigos de la comedia de costumbres.
Desde 1975, en el texto Una imagen recorre el mundo, Julio García-Espinosa se había referido críticamente a la actitud aristocrática de quienes desdeñaban el cine comercial, y sostenía la necesidad de una dramaturgia de lo cotidiano, que ofreciera respuestas a las exigencias del público y a los principios industriales del cine. En 1980, se publica La dialéctica del espectador, de Tomás Gutiérrez Alea, que ponderaba la voluntad de lograr un cine cubano que el público pueda disfrutar, espectacular en el mejor y más práctico sentido, además de integralmente revolucionario, movilizador, estimulante y popular. Las dos primeras películas que representaron esta voluntad expedita de acercamiento al espectador masivo, luego de la crisis marcada por Cecilia, fueron Se permuta (1983, Juan Carlos Tabío) y Los pájaros tirándole a la escopeta (1984, Rolando Díaz), dos comedias citadinas de sátira costumbrista, que impusieron algunos de los grandes temas predominantes en esta década: la nueva generación, el relevo juvenil y su búsqueda de un lugar satisfactorio en la sociedad. Este arribo de los jóvenes, con su frescura y exigencias naturales, y su manifiesta propensión a la renovación y el cuestionamiento, se manifestó en una larga relación de filmes, humorísticos o dramáticos, como Se permuta y Los pájaros…, En tres y dos (1985, Rolando Díaz), Como la vida misma (1985, Víctor Casaus), De tal Pedro tal astilla (1985, de Luis Felipe Bernaza), Demasiado miedo a la vida o Plaff 9(1988, Juan Carlos Tabío), En el aire (1988, Pastor Vega), Vals de La Habana Vieja (1988, Luis Felipe Bernaza) La vida en rosa (1989, Rolando Díaz), Venir al mundo (1989, Miguel Torres), Papeles secundarios (1989, Orlando Rojas), Alicia en el pueblo de Maravillas (1990, Daniel Díaz Torres) y Adorables mentiras (1991, Gerardo Chijona). Todas estas películas expresan diferentes niveles de la lucha por el relevo generacional, en el marco social y familiar, donde resultaba fuente de conflictos la dinámica acción de los jóvenes en contra de ancestrales prejuicios y dogmas no tan antiguos, pero igualmente retardatarios.
Auténticos muestrarios de tales contradicciones generacionales resulta el cine de Juan Carlos Tabío, particularmente Se permuta y Plaff. En la primera de ellas, el personaje de Rosa Fornés (uno de los primeros empeños por presentar un personaje femenino contemporáneo que no es agente de cambio social, sino ejemplo de mentalidad acomodaticia y pequeño-burguesa) fue contrarrestado por la hija, una estudiante de arquitectura con vocación dubitativa, pero al final nítidamente proletaria. Plaff ofrece similar contraposición de actitudes entre suegra y nuera, la primera cerrada a cal y canto en su intolerancia, doble moral, esquemas y temor a toda transformación, mientras que la muchacha representa una generación franca, activa, ávida de logros e innovaciones. Su inconformidad renovadora resulta constantemente saboteada por los burócratas de turno, o por la mentalidad de su suegra, un ser impermeable a la dialéctica.
En añadidura al tema juvenil contemporáneo, se mantiene la crítica constante al principal escollo que impedía la plena integración femenina a la sociedad: el machismo, rémora del subdesarrollo. Con los años ochenta se continúa avanzando en esta tendencia, solo que los filmes de esa época suelen profundizar más en la introspección del personaje femenino, y subrayan lo particular de su perspectiva y sensibilidad: Techo de vidrio (1982, Sergio Giral), Patakín10(1982, Manuel Octavio Gómez), Hasta cierto punto, Los pájaros tirándole a la escopeta, Habanera (1984, Pastor Vega) y Otra mujer (1986, Daniel Díaz Torres) entre otras, son protagonizadas por mujeres que alcanzaron el poder para decidir sobre su destino y sobre el modo en que conducirán su vida, en tanto agentes participativos y críticos de la renovación social e intelectual. Además, el tema femenino muchas veces fue vehículo para presentar otros conflictos interrelacionados.
En Techo de vidrio y en Hasta cierto punto, reaparecen la impaciencia crítica ante los problemas laborales de ineficacia y negligencia, y las manifestaciones de corrupción. Sobre todo en Hasta cierto punto se procede a la denuncia del acomodamiento y de los prejuicios que dominan a algunos intelectuales y artistas con sus representaciones estereotipadas sobre la realidad. Asimismo, en esa película de Gutiérrrez Alea y en el documental El Fanguito (1990, Jorge Luis Sánchez) aflora la visión del negro marcado por el estigma de la marginalidad, miembro de una clase social desfavorecida, reducido (por múltiples causas históricas y mentales) al borde del desarrollo social, como se insinuaba en el documental PM, en la aparentemente disgregativa conga que da inicio a Memorias del subdesarrollo, en De cierta manera y en la reinterpretación de las relaciones entre las deidades yorubas que se verifica en Patakín, enteramente interpretada por actores negros o mulatos. Un mundo social y racial parecido es recreado en María Antonia (1990, Sergio Giral), suerte de melodrama femenino, de suburbios, ambientado en los años cincuenta, pero con evidentes señales, e incluso anacronismos, que apuntaban a un presente de inextinguible espíritu prostibulario y marginal.
Respecto a la marginalidad y a prácticas más o menos antisociales, existe una serie de documentales que muestran gente aislada, en parajes remotos, parcialmente desconectados del discurso central de la sociedad –Mineros (1981, Fernando Pérez), Madera (1980, Daniel Díaz Torres), Jíbaro (1982, Daniel Díaz Torres), El corazón sobre la tierra (1982, Constante Diego), Mientras el río pasa (1986, Guillermo Centeno)–, hacen notorio ciertos niveles de atraso, alejamiento y escisión. Pedro cero por ciento (1980, Luis Felipe Bernaza) y El corazón sobre la tierra se acercaban a problemas agropecuarios y a conflictos propios de la instauración de fórmulas socialistas entre el campesinado, desde la óptica un tanto simplista del realismo socialista: héroe positivo, culto al trabajo, sacrificio estoico por el colectivo... Paralelamente, y en oposición a estos, aparecían documentales que reseñaban críticamente la convivencia citadina, reprendían malos hábitos instaurados en nuestra cotidianidad o denunciaban ciertas costumbres desfavorables relacionadas con la negligencia social o estatal, como Estética (1984), Yo también te haré llorar (1984), Vecinos (1985), Más vale tarde... que nunca (1986) y Chapucerías (1987), todos de Enrique Colina; No es tiempo de cigüeñas (1987, Mario Crespo), El desayuno más caro del mundo (1988, Gerardo Chijona) y los cortometrajes de ficción La entrevista (1987, Juan Carlos Tabío), y La soledad de la jefa de despacho (1987, de Rigoberto López), dos compendios de actitudes oportunistas y acomodaticias realizados en clave burlesca. Tomados en su conjunto, esta relación de documentales y cortometrajes construyen un verdadero manual de los problemas habituales del cubano en los años ochenta, en una vertiente de cine periodístico que nunca fue tan fuerte entre nosotros como en esa década –intentando tal vez suplir la escasez, e incluso la ausencia, de crítica compleja y responsable en la prensa plana, la radio y la televisión.
Mientras Papeles secundarios presentaba la pugna entre varias actrices de un grupo teatral que se debaten por los mejores personajes de Requiem por Yarini, Plaff desplegaba conflictos acerca de la visión del mundo y actitudes vitales entre una suegra y su nuera. Ambas películas les asignan a las mujeres de mayor edad atributos como la inflexibilidad y el autoritarismo, pero Papeles..., además, presenta el relevo juvenil escindido en actitudes que no descuentan el interés egoísta, la corrupción y el tráfico de intereses. Plaff, pastiche genérico de melodrama, comedia satírica y de enredos, intriga policiaca y pinceladas autorreflexivas de cine dentro del cine, abuchea la moral caduca, se burla de quienes obedecen las arbitrariedades sin cuestionarlas, y lleva al absurdo sus ironías respecto a los desconfiados de pensamiento cuadriculado, las metas irracionales, los dirigentes demagogos apostados a mucha distancia de las dificultades que atraviesa el pueblo... Tonos y estilos muy diferentes se aprecian en el filme de Orlando Rojas. Posmoderno, reflexivo y sombrío, colmado de “Fresa y chocolate”.apropiaciones, citas y referencias culturales disímiles, Papeles secundarios magnificó estéticamente un submundo claustrofóbico de traiciones y fingimientos, en el cual siempre le toca perder a Mirta, la actriz representante de una generación malograda por la persecución, las delaciones y los prejuicios morales.11 El filme presentaba a un grupo de actrices marcadas en diferente medida por la acción del poder: la directora del grupo, una mujer ambiciosa y sin escrúpulos; la joven arribista, dispuesta a hacerlo todo por llegar adonde quiere; y la generación intermedia, con un pasado traumático. La historia del poeta empujado al exilio (una culpa que paga Mirta cargando con suspicacias políticas de todo tipo, solo por haberse quedado en Cuba), introduce problemáticas para analizar las causas de la emigración que no tenían precedente en el cine cubano. Tal perspectiva de comprensión del individuo que desea partir, y de crítica a los errores de quienes representan la Revolución, sería continuada en el cine posterior en títulos como Mujer transparente (1990),12 Fresa y chocolate (1993, Tomás Gutiérrez Alea y Juan Carlos Tabío), Madagascar (1994, Fernando Pérez), La ola (1995, Enrique Álvarez), Viva Cuba (2005, Juan Carlos Cremata), entre algunas otras, mientras que la diatriba que establece Papeles secundarios contra la doble moral de algunos dirigentes, funcionarios y burócratas se vería postergada en Alicia en el pueblo de Maravillas(1990, Daniel Díaz Torres), Adorables mentiras (1991, Gerardo Chijona), Guantanamera (1995, Tomás Gutiérrez Alea y Juan Carlos Tabío), y Nada (2001, Juan Carlos Cremata). Aunque es asunto casi obvio a estas alturas del texto, vale subrayar que en los años ochenta, y mucho más en los noventa, disminuyó el carácter propagandístico y militante –que constituyó una de las normas en el cine cubano de los años sesenta y setenta.
El ICAIC penetra en los años noventa marcado por dos grandes crisis: el derrumbe del campo socialista –con la desintegración de la URSS y el Período Especial consiguiente (carestía, escasez, crisis de valores e ideológica)–, además de que el Instituto se coloca al borde de la desaparición luego de la confrontación con instancias gubernamentales que significó Alicia en el pueblo de Maravillas, cuya fuerte sátira de la desorganización, la incompetencia, la doble moral, el cinismo y el acomodamiento de algunos dirigentes, el estado de vigilancia y la delación entronizados, derivó en la satanización de la película. La acumulación de problemas irresueltos en estos años, unida a la crisis mundial de la izquierda y a los problemas económicos cada vez más graves generados por la desaparición del apoyo soviético, desemboca en un proceso de repliegue ideológico, cuestionamiento intensivo o penetrante desencanto, muy cercanos a la desmovilización y el agobio. Disminuyen, por supuesto, las producciones del ICAIC a sus niveles históricos más bajos, casi desaparece el documental, colapsa la red de exhibición nacional por la imposibilidad de reconstrucción y remozamiento, cobran mayor importancia los productos audiovisuales de las escuelas de cine –y ocasionalmente los de la televisión–, al tiempo que se desarrolla la producción alternativa con recursos propios como cámaras digitales y edición en computadora. Toda esta producción ajena a los planes de producción institucionales, suele mantenerse en contacto con el ICAIC a través de la Muestra de Nuevos Realizadores, de frecuencia anual a partir de 2002.
A la situación difícil de la industria audiovisual a lo largo de la década de los años noventa y del primer lustro del siglo xxi (reflejo de problemas que atravesaba el país todo), se añade el normal cansancio creativo de los iniciadores, e incluso el fallecimiento de algunos principales baluartes en el cine nacional: Tomás Gutiérrez Alea, Santiago Álvarez, Oscar Valdés. Además, debe señalarse el largo hiato productivo que tuvieron en este período algunos eminentes realizadores, como el recientemente fallecido Humberto Solás (de El siglo de las luces, en 1992, a Miel para Oshún, en 2002) y Orlando Rojas (de Papeles secundarios, en 1989, a Noches de Constantinopla, en 2001).13
El tema femenino, visto críticamente, alcanzó cumplido epítome en Mujer transparente, que significó una especie de corolario de la larga tradición del cine cubano relativo al machismo, y al subdesarrollo como su causa. En este filme, como en Hasta cierto punto o Papeles secundarios, los problemas trascienden el análisis puramente sociológico y se concentran más en situaciones dramáticas relacionadas con la intimidad y con lo espiritual. La misma revalidación de lo individual y personalísimo se verifica en Hello Hemingway (1990, Fernando Pérez) y María Antonia, que si bien son filmes retro, o históricos, no parecen obsesionados por el convencimiento de que todo tiempo anterior a la Revolución fue peor.14 Igual calado en las peculiaridades de lo personal, en aspiraciones, rasgos y dones muy particulares de sus protagonistas femeninas, se muestran en Reina y Rey (1994, Julio García-Espinosa), Un paraíso bajo las estrellas (1999, Gerardo Chijona), Las profecías de Amanda (1999, Pastor Vega) y Nada. En esta última, Thais Valdés vuelve a interpretar –al igual que en Plaff o en Alicia en el pueblo de Maravillas– a una joven inconforme, iracunda, negada a claudicar con el unanimismo y con el poco espacio de aceptación que le han conferido las generaciones que le antecedieron.
Los personajes de Mirta Ibarra, en los dos filmes codirigidos por Tomás Gutiérrez Alea y Juan Carlos Tabío, ilustran el modo en que ha cambiado la presentación del personaje femenino. Nancy, en Fresa y chocolate es absoluta representante de la doble moral entronizada (jefa de Vigilancia del Comité de Defensa, y al mismo tiempo compra y vende en el mercado negro, y es amiga de «antisociales» como el homosexual). Gina, la esposa del burócrata Adolfo en Guantanamera, es modelo de tolerancia y flexibilidad, hasta el punto de que el público no puede comprender qué hace una mujer como ella de pareja con un hombre tan insoportable. Termina, por supuesto, abandonando al funcionario pesado y emparrillada en la bicicleta del camionero pobre, pero simpático. Guantanamera expone el conflicto de generaciones por dos vías, primero de manera elíptica, a través de la historia referida a la hija ausente (emigrada), y luego en variante simbólica, cuando se intercala la disgresión de la leyenda yoruba sobre el aguacero que ahogó a los viejos, puesto que los jóvenes se salvaron por su capacidad para subir a los árboles.
“La muerte de un burócrata”.Plaff, Alicia en el pueblo de Maravillas, Adorables mentiras y Guantanamera presentan personajes-epítome de funcionarios-burócratas en pleno «perfeccionamiento» como espécimen apoyado en tres expedientes cada vez más potentes y devastadores: la doble o triple moral vestida de retórica flexible e intercambiable, el oportunismo que sabe cómo complacer a los poderosos y el dogmatismo que convierte en algo vertical, inmutable, e indiscutible todo lo que venga «de arriba». Si bien en Las doce sillas y Memorias del subdesarrollo los esquemáticos y sectarios con filosofía de portero y decisiones de manual inquisidor, tienen una presencia discreta pero ostensible, Gutiérrez Alea amplía el tratamiento de este tipo de personajes en La muerte de un burócrata, Fresa y chocolate y Guantanamera. En la primera, es el delirante mecanismo burocrático, con su papeleo, sus cuños y sus claustrofóbicas oficinas, el principal recurso que provoca la risa, mientras que en Fresa y chocolate, los funcionarios y burócratas, especialmente de la esfera cultural, no aparecen nunca, su presencia y decisiones se reflejan en los diálogos de Diego y finalmente en su decisión de abandonar Cuba.15 En Guantanamera le toca al burócrata el papel ridículo de marido disfuncional en el triángulo amoroso, mientras que en toda la trama se comporta cual envilecido cumple-órdenes, soberbio y grandilocuente espécimen de
[…] una raza especial de gente con la que tenemos que convivir –como los llamaba Gutiérrez Alea– son los que se creen depositarios únicos del legado revolucionario [...] los burócratas (con o sin buró); los que conocen el alma del pueblo y hablan de él como si fuera un niño [...] son los mismos que nos dicen cómo tenemos que vestirnos, y cómo tenemos que pelarnos.
Gutiérrez Alea presenta en Guantanamera la sostenida mofa al dirigente inflexible, plúmbeo y oportunista, que lanza discursos solemnes y retóricos a la menor oportunidad, y termina vociferando su alegato ante nadie. Para nada resulta fortuito que en sus filmes los burócratas se asocien con lo caduco y reaccionario, lo sombrío y lo rastrero, e incluso se encadenen, en la resolución del conflicto, con la muerte o con la más imbatible soledad.
Fue la última década del siglo xx, con su carga de decepciones y naufragios, la que aportó conflictos no solo generacionales, o con determinados burócratas, sino de absoluta distancia o incomprensión respecto a lo que está ocurriendo en la nación. Pero la joven instructora de arte en Alicia en el pueblo de Maravillas todavía está comprometida con el mejoramiento de su entorno y arremete contra quienes desgobiernan y permiten el predominio de la deshonestidad. De cualquier modo, los jóvenes protagonistas de Madagascar, Fresa y chocolate, La ola, Amor vertical (1997, Arturo Sotto), La vida es silbar (1998, Fernando Pérez), Nada, Noches de Constantinopla, Miradas (2001, Enrique Álvarez), Video de familia (2001, Humberto Padrón), Suite Habana (2005, Fernando Pérez), Entre ciclones (2003, Enrique Colina), Frutas en el café (2005, Humberto Padrón), Barrio Cuba (2006, Humberto Solás) y El cuerno de la abundancia (2008, Juan Carlos Tabío) aparecen distanciados, enajenados, aplastados y desesperanzados, o indiferentes, respecto a la realidad sociopolítica y al proyecto mancomunado de eficacia colectiva. Si ofrecen alguna parcela de realización para la solidaridad, los sueños y el desprendimiento, todo ello tendrá un carácter completamente individual, personal.
En este ambiente gravado por los ingentes problemas económicos del Período Especial, se pusieron en crisis los estamentos que permitían la existencia sistemática del cine histórico y retro del modo en que se hacía en las décadas anteriores. El siglo de las luces fue uno de los pocos frescos épicos y líricos. Fielmente apoyado en la novela homónima de Alejo Carpentier, y que de acuerdo con la opinión de su realizador «es una Misa Mayor sobre la condición humana, sobre el destino de las ideologías y de las pasiones, sobre el ascenso, la decadencia y el reconocimiento de la voluntad de los pueblos», el filme traza el itinerario de ascenso político de Víctor Hughes, un hombre de acción, revolucionario iluminista por convicción, devenido político pragmático, capaz de validar mañana la misma acción que hoy lo llevó a firmar sentencias de muerte. La superproducción de Humberto Solás es tal vez la única película cubana del ICAIC que caracteriza a un líder revolucionario como déspota y manipulador, culpable en buena medida de los grandes errores del proceso que lidera.
El descreimiento a veces teñido de cinismo, y otras veces de fatídico desencanto, que se respira en las comedias Alicia en el pueblo de Maravillas, Adorables mentiras, Amor vertical, los dramas Papeles secundarios, Madagascar, Reina y Rey, Guantanamera, La vida es silbar y Frutas en el café, por solo mencionar unos pocos, obedece sin dudas al imperativo de reflejar las insuficiencias y los huecos negros en el socialismo cubano, de los cuales algunos de estos filmes redactan una suerte de inventario, pero no desde la cómoda distancia y la despreocupación, sino desde el afecto y el compromiso con el destino de la nación. Así, se entronizó una poética del desgaste y el deterioro, el canto a la ruina y la suciedad, a la desesperanza y la claustrofobia: Madagascar, Fresa y chocolate (por ejemplo, en sus observaciones sobre el estado ruinoso de la capital), Reina y Rey, La vida es silbar, Hacerse el sueco (2000, Daniel Díaz Torres), Suite Habana, Entre ciclones, Barrio Cuba y El cuerno de la abundancia, sintetizan un sentir dominado por la frustración y la impotencia, observan la pobreza, el subdesarrollo y atestiguan determinadas incapacidades del Estado para elevar el nivel de vida y menguar la precariedad material de los cubanos.
Fresa y chocolate y La vida es silbar, entre algunos otros filmes de los años noventa y posteriores, verifican la bifurcación respecto al discurso oficial que proclamaba el triunfo inminente del socialismo y de sus valores. También proponen un acercamiento al individuo en un sentido más intimista, espiritual, ontológico, y postulan la salvación de todos los valores nacionales a partir de la redención cultural. La mayoría de sus protagonistas aparecen desvinculados del grupo, y si se insertan activamente en el contexto de la obra político-social es solo para constatar que las transformaciones verificadas a veces incrementaron las carencias, los inconvenientes, las insatisfacciones y las angustias generadas por el bloqueo y la agresividad del gobierno norteamericano, unido a las terribles secuelas dejadas por el desmembramiento y desaparición de la URSS y el campo socialista, que le impusieron a la Isla un estado de soledad ideológica y desamparo económico casi absolutos, en consonancia con el explicable desencanto y pesimismo respecto al futuro del socialismo. En este punto, no quedaba otra alternativa que volver los ojos a la cultura, a los valores inmarcesibles de nuestra historia, como se verifican en el «altar» de Diego en Fresa y chocolate, y en la iconografía religiosa, los motivos musicales y arquitectónicos que reúnen a los tres protagonistas de La vida es silbar.
El emigrado alcanza rango de personaje protagónico, para nada ligado a matices negativos de caracterización, desde Fresa y chocolate, donde el protagonista se ve precisado a partir asediado por la intolerancia, hasta Reina y Rey y Miel para Oshún, que relatan las estaciones del regreso a Cuba. El protagonista de Miel para Oshún fue arrancado de su país y del amor materno desde muy niño, y la película describe el reencuentro de este hombre culto, sensible e introvertido, con la patria y la madre, ambas iconizadas en la figura de Adela Legrá con su atuendo de Lucía, viviendo en una frugalidad que raya en la miseria. Madagascar y La ola aluden con franqueza a las razones que empujan a la emigración de muchos jóvenes, mientras que Vidas paralelas (1992, Pastor Vega) contrasta las ideas que sobre Cuba y Miami tienen los cubanos a ambos lados del estrecho de la Florida. Arturo Sotto en Amor vertical, Humberto Padrón en Video de familia, Juan Carlos Cremata en Nada y Viva Cuba o Humberto Solás en Barrio Cuba, también se dedican a develar algunos orígenes de la emigración, al tiempo que postulan la posibilidad, e incluso la necesidad, de una reconciliación, en el marco de los valores espirituales, filiales, entre los cubanos de «adentro» y los de «afuera».
No todo el cine de los últimos quince años ha sido trascendental y solemne. Algunos directores continuaron la tradición de comedia costumbrista aguda, instaurada para beneplácito del público en los años ochenta, pero que cambió sus espacios de escenificación y sus personajes, pues en lo adelante, suele predominar la estética del feísmo, el solar, lo marginal, y personajes que habitan los bordes de la ilegalidad o la corrupción, muy lejos de los paradigmas conductuales antes encumbrados. Daniel Díaz Torres en Kleines Tropikana (1997) y Hacerse el sueco (2000) ofrece sendos resúmenes de la crisis ideológica, la natural magnificación de lo extranjero y la falta o desorientación de las ilusiones que padece la Isla. Gerardo Chijona en Un paraíso bajo las estrellas (1999) y Perfecto amor equivocado (2004) se acerca a la llamada comedia de enredos, con equívocos de identidades y comportamientos que le permiten poner de manifiesto las acomodaciones éticas, la doble y triple moral, los rejuegos de la supervivencia, con notable carga de causticidad. Juan Carlos Cremata en Nada y Juan Carlos Tabío en Lista de espera se aplican a exponer –con un dejo final de confianza en los poderes regeneradores de la bondad humana– los desafueros, las erosiones y el caos impuestos por el Período Especial. Menos campantes, al punto de que la sonrisa buscada se convierte en mueca de ira o cansancio, Enrique Colina en Entre ciclones y Humberto Padrónen Frutas en el café manifiestan una suerte de inventario de miserias morales, actitudes marginales, irresueltas confrontaciones generacionales y transacciones con el decoro, que parecen obligatorias por la presión de las circunstancias.
Las aspiraciones viscerales de los filmes cubanos más polémicos y agudos, en 1959 y a lo largo de cinco décadas, provienen de los propósitos esbozados en el Acta Fundacional del ICAIC, donde se dejaba sentado que
[...] el cine constituye por virtud de sus características un instrumento de opinión y formación de la conciencia individual y colectiva [...] un llamado a la conciencia y contribuir a liquidar la ignorancia, a dilucidar problemas, a formular soluciones y a plantear, dramática y contemporáneamente, los grandes conflictos del hombre y de la humanidad.
Realizar películas tan polémicas y controversiales como las mencionadas, cambiar la vida mediante el compromiso con la realidad y sus dilemas cotidianos, era el espíritu inherente a un contexto social y político que intentaba mejorar mediante el señalamiento de ciertas circunstancias, realidades y costumbres negativas. Dicho de otra manera: con más frecuencia de lo que se cree la crítica fuerte a las deformaciones del socialismo cubano fue estimulada por las mismas autoridades, quienes apoyaron, consintieron e impulsaron en muchas ocasiones la contienda denodada contra los obstáculos de todo tipo en el camino a la instauración del socialismo. En estos filmes se percibe la voluntad de reconocer errores y señalarlos dignamente, con vigor, responsabilidad y sentido de pertenencia.
La labor del ICAIC ha consistido, en su diálogo incesante con las instancias gubernamentales, en tratar de demostrar que tiene tanta (o mayor) relevancia artística y social un cine anticonformista que devele, critique y denuncie, como el destinado a propagar y suscribir, con honestidad y entereza intelectual, las bondades del sistema imperante y los colosales esfuerzos por alcanzar una sociedad más justa, igualitaria y humanista. Como asegura el ministro de Cultura, Abel Prieto, en la entrevista que aparece publicada en la revista Revolución y Cultura, en el número correspondiente a enero/febrero de 1996:
[…] la cultura oficial de este país ha intentado –bueno, si dejamos a una lado las coyunturas que conocemos: el quinquenio gris…– ha intentado combinar una cultura afirmativa, digamos de exaltación legítima de la Revolución, con una cultura de la crítica, de la reflexión, de la duda, de la inquietud. […] Creo que Fresa y chocolate es un modelo de una obra profundamente crítica y profundamente revolucionaria y cubana.
Intensas han sido las polémicas. Colosales los aportes a la fibra más entrañable de la cultura nacional.
1 Sabá Cabrera Infante es hermano del escritor Guillermo Cabrera Infante, quien por entonces fungía como editor de la revista Lunes de Revolución, en torno a la cual se hallaban Néstor Almendros y otros intelectuales liberales de tendencia anticomunista.
2 PM creó disensiones y malestar porque no se ubicaba en el cauce combativo y épico que se esperaba del cine cubano en ese momento particular. Aseguró Fidel en aquel mismo discurso: «La Revolución debe tratar de ganar para sus ideas a la mayor parte del pueblo; la Revolución nunca debe renunciar a contar con la mayoría del pueblo; a contar, no solo con los revolucionarios, sino con todos los ciudadanos honestos que aunque no tengan una actitud revolucionaria ante la vida, estén con ella. La Revolución solo debe renunciar a aquellos que sean incorregiblemente reaccionarios, que sean incorregiblemente contrarrevolucionarios.» (Cine Cubano, no. 140.)
3 Véase Alfredo Guevara, «El cine cubano 1963», en Cine Cubano, no. 14-15.
4 También otros filmes se inspiraban en los héroes, el tono, el estilo y los temas que tipificaron la nueva ola francesa: Desarraigo (1965), de Fausto Canel, y La ausencia (1968), de Alberto Roldán –otro esfuerzo denodado del cine cubano por trascender el entretenimiento vano y la dramaturgia hollywoodense– que discursa sobre la necesidad de la memoria y la responsabilidad individual.
5 En su momento, la dirección del ICAIC consideró inoportuno el estreno de Un día de noviembre, habida cuenta de las circunstancias que parcialmente relatamos respecto a los primeros años de la década de los setenta.
6 «Se trataba, no de reconstruir un hecho histórico –escribió Tomás Gutiérrez Alea en 1972–, sino de tomarlo como punto de partida para una elaboración que se desarrollaba en un plano imaginativo. [...] Y se trataba, sobre todo, de hurgar en nuestro pasado más oscuro, nuestros primeros pasos, todavía al margen de la historia. En ese siglo desolado también podíamos encontrar la razón de muchas cosas sobre nosotros mismos, sobre nuestras luchas sucesivas».
7 En la revista Cine Cubano no. 95, salida a mediados de los años setenta, asegura el crítico Marcel Martin «El cine cubano refleja verdaderamente la realidad. Y no solamente la refleja sino que también constituye un factor de toma de conciencia para el público. Hay una dialéctica fecunda entre el reflejo y el dinamismo; es decir, la obra como reflejo, y al mismo tiempo, como elemento dinámico de la toma de conciencia. [...] Los filmes mantienen siempre una relación muy viva y cercana con la realidad que abordan.»
8 En 1977 los dos gobiernos firman acuerdos para el intercambio de diplomáticos, se establece el tratado de regulación pesquera y, poco después, ocurren las primeras visitas de emigrados cubanos a la Isla (la llamada comunidad cubana en el exterior). Paralelamente, se registra un transitorio intercambio cultural.
9 Filme más conocido por Plaff, como lo seguirá nombrando el autor en lo adelante. (N. de la E.)
10 En Patakín, el tema femenino, como el de los rezagos machistas, la corrupción administrativa, la marginalidad y la religiosidad se ven carnavalizados y tirados a choteo, a pesar de la intención didáctica y moralizante que anima esta comedia musical surrealista.
11 En el ensayo «No hay cine adulto sin herejía sistemática», escrito a dos manos con Rufo Caballero y publicado en Temas, julio-septiembre, no. 3, de 1995, aseguramos que «paralelo a su transcurrir introspectivo, intimista, Papeles secundarios teje sutiles alegorías acerca de las argucias del poder como entidad tenebrosa, frustrante y discriminadora. En el filme se verifica una gradación reflexiva que fondea en los entresijos teatrales y también alcanza con sus postulados cuestionadores a todo el sistema cultural y, en última instancia, al país entero».
12 Filme constituido por cinco cuentos: «Adriana», «Isabel», «Julia», «Laura» y «Zoe», dirigidos respectivamente por Mayra Segura, Héctor Veitía, Mayra Vilasís, Ana Rodríguez y Mario Crespo.
13 La nueva Presidencia del ICAIC apostó por que accediera a la dirección de largometrajes un grupo de realizadores sobradamente probados en el documental como Juan Carlos Cremata, Enrique Colina, Rigoberto López, Jorge Luis Sánchez. También ha apoyado la continuidad de filmografías interrumpidas por los problemas del Período Especial y además se ha preocupado por engrosar las filas de los realizadores con jóvenes talentos procedentes de las escuelas de cine y televisión: Pavel Giroud, Ian Padrón, Lester Hamlet, Humberto Padrón, Esteban Insausti, entre otros.
14 Hello Hemingway presenta a una joven empeñada en alcanzar metas personales, casi divorciada del ambiente de luchas estudiantiles que la rodea, mientras que María Antonia, además de darle continuación a los tópicos de la otredad como la negritud, la marginalidad y la mujer, referidos de forma ambigua al pasado, indicaba un fenómeno muy de los años noventa: la prostitución.
15 No solo Fresa y chocolate sino también Papeles secundarios, Guantanamera y Barrio Cuba presentaron historias de personajes que se vieron precisados a abandonar el país, empujados por la intransigencia, la falta de perspectivas o la censura. Esta comprensión de los motivos del emigrado se explaya película tras película, particularmente en Fresa y chocolate, en la cual Diego termina confesando que él no se va del país, que a él lo botan.
* Con la inestimable colaboración y apoyo de Enrique Colina.
Descriptor(es)
1. CINE CUBANO - HISTORIA
2. GUEVARA, ALFREDO (GUEVARA VALDÉS, ALFREDO), 1925-2013
3. INSTITUTO CUBANO DEL ARTE E INDUSTRIA CINEMATOGRAFICOS (ICAIC)
4. SOLÁS, HUMBERTO (SOLÁS BORREGO, HUMBERTO), 1941-2008
5. TITÓN (GUTIÉRREZ ALEA, TOMÁS), 1928-1996
Título: Algunas memorias de la polémica
Autor(es): Joel del Río Fuentes
Fuente: Revista Cine Cubano On Line
Número: 13
Año de publicación: 2009
Desde aquel mes de marzo de 1959, cuando la Revolución creó el Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficos (ICAIC) en adelante, los filmes producidos por esa entidad han sido tildados, sobre todo fuera de Cuba, de mera propaganda oficialista, encaminada a divulgar los triunfos y ocultar los errores del socialismo en la Isla; mientras que otros se detienen a exaltar algunos títulos paradigmáticos de autonomía artística y de sostenida crítica a las intemperancias de la realidad. Como casi siempre ocurre, las generalizaciones extremas impiden comprender esencias, facetas, matices y la dinámica compleja de los fenómenos culturales. De modo que el estudio de las concordancias y asincronías entre el discurso oficial y el enfoque ideológico de los filmes, puede y debe incluir otros estamentos, incidencias y categorizaciones además de la estrecha dicotomía compuesta por dos polos irradiantes de sentido: de un lado, la propaganda oficial, la épica inherente a la creación de una nueva sociedad, más justa y humana, y sus magnos éxitos, y del otro, los temas y personajes que representan inconformidad y ruptura con ese discurso, otredad, marginalidad, crítica profunda a ineficacias y errores. Existen muchos otros estamentos de análisis para caracterizar la compleja relación que ha existido entre ciertos vectores de pensamiento, dimanados de la política estatal, y las perspectivas sociológicas que traslucen algunas de las principales producciones del ICAIC (documental y ficción) en su carácter de espejo de la realidad.
A pesar de que cualquier estudio histórico de los filmes producidos por el ICAIC tropieza con evidencias, y afirmaciones demasiado frecuentadas, convertidas en comodines de la crítica, respecto a que los mejores tiempos del cine cubano quedaron en la postrimerías de los años sesenta, los setenta fueron de inmovilismo y censura, los ochenta significaron el auge del populismo y que los noventa, la época del desencanto, en estos cuatro grandes períodos resultan preeminentes tanto el compromiso con el poder revolucionario como con la crítica a disposiciones originadas por ese mismo poder.
A propósito de las características inherentes al cine revolucionario, escribió el realizador Humberto Solás, en la revista Cine Cubano:
En un país en Revolución un cine militante es aquel que explica la existencia de la Revolución, que se plantea la indagación en los aspectos socio-económico-político-culturales que han determinado el surgimiento de la Revolución y que al mismo tiempo está profundamente relacionado con la compleja problemática interna, con las contradicciones que surgen en un mundo que, por revolucionario, es un mundo en constante ruptura.
“Alicia en el pueblo de Maravillas”.Hay varios títulos, en cincuenta años, que manifiestan esa voluntad por explicar los complejos procesos de transformación a que se abocaba el país, las problemáticas internas y las contradicciones de un mundo en constante ruptura, por decirlo con las palabras del cineasta. Al principio de cada década aparece un título polémico, controversial, provocador de opiniones y posiciones encontradas, combustible para censores y autocensurados: a principios de los años sesenta está el documental PM; diez años después, Un día de noviembre; en 1981 se produce Cecilia, y para iniciar los complejos años noventa, y el Período Especial que todavía atraviesa la Isla, aparece Alicia en el pueblo de Maravillas, cuya conmoción negativa fue tan considerable, que provocó la mejor «digestión» social de otros filmes posteriores, naturalización posterior de otros filmes, mucho más cáusticos y desencantados, pero mejor aceptados por todas las instancias.
La primera disensión notable entre la política cultural de la Revolución y algunos artistas e intelectuales fue provocada por un documental que contenía cierta constatación tangencial del subdesarrollo y de la marginalidad. La prohibición del documental PM (1961), dirigido por Orlando Jiménez Leal y Sabá Cabrera Infante,1 ocurrió pocas semanas después de la invasión de Playa Girón, luego de que se había proclamado el socialismo en Cuba y con la atmósfera todavía cargada por la reciente victoria sobre la agresión norteamericana y contrarrevolucionaria. El ambiente no parecía nada propicio para la exhibición de este documental donde prima la observación, estilo cine directo, y que registra una tarde-noche en algún bar aledaño al puerto de La Habana, en el que un grupo de hombres y mujeres se entregan a la rumba, el tabaco y el alcohol, en una atmósfera bastante despreocupada y juerguista, totalmente desvinculada, en apariencia, de la convulsa realidad política que vivía el país como resultado de la agresión. El enfrentamiento por la prohibición de PM provocó tres reuniones efectuadas en la Biblioteca Nacional, con la intervención de Fidel y de la mayor parte de la comunidad intelectual y artística cubana. De esos encuentros proceden las conocidas Palabras a los intelectuales, que demarcan un campo de acción para las artes con la afirmación, devenida lema: «Dentro de la Revolución, todo; contra la Revolución nada», que ha sido sometida a las más diversas e incluso contrapuestas interpretaciones, puesto que en ocasiones la decisión de señalar lo que está dentro de la Revolución o en contra de ella, ha dependido de personales puntos de vista.2
Al igual que PM, también prescindía de los diálogos Ciclón (1963, Santiago Álvarez) el locuaz y honesto reportaje sobre la devastación que dejó a su paso el huracán Flora por las provincias de Oriente y Camagüey. Estipulado a partir de la inusual fuerza expresiva de las imágenes y del montaje, Ciclón alude tangencialmente al atraso, la falta de desenvolvimiento mental, material y espiritual, factores retardatarios que ocupan el centro de tres de los mejores documentales cubanos de todos los tiempos: Ociel del Toa (1965), de Nicolás Guillén Landrián; Vaqueros del Cauto (1965), de Oscar Valdés; y Por primera vez (1967), de Octavio Cortázar. Los dos primeros mostraron imágenes asombrosas e inéditas de cubanos cuyo descomunal ajetreo diario alcanza una dimensión casi épica (en el caso de Vaqueros...) o lírica (en Ociel..., sobre todo pensando en el modo en que el muchacho se confunde con su paisaje remoto, bucólico). A ellos, los protagonistas de estos documentales, la obra revolucionaria apenas los tocaba, incluía o transformaba. Probablemente se dedicaban a las mismas labores que sus padres, abuelos y bisabuelos, con iguales medios y análoga perspectiva para el futuro. No ocurre así en Por primera vez, que si bien pone de manifiesto, con todo respeto, la tremenda ignorancia y aislamiento en que continuaban viviendo los campesinos de las regiones montañosas orientales después de la Revolución, se concentra en el elogio de un acto que puede contribuir a mejorar las cosas: la llegada del cine-móvil. Las caras emocionadas o sonrientes de los niños ante Tiempos modernos, de Chaplin, indican en la misma medida la comprobación del tremendo rezago cultural en que sobrevivía el campesinado cubano y la certeza de que tal situación cambiará a partir de que la obra transformadora y revolucionaria alcance esos parajes.
Tres documentales de Nicolás Guillén Landrián testimoniaron también el fardo descomunal de subdesarrollo y marginalismo: En un barrio viejo (1963), el ya citado Ociel del Toa, retratos –citadino uno y rural el otro– de personas simples, ajenas a la Revolución, y Reportaje (1966), en el cual se registra una simbólica marcha campesina para enterrar la ignorancia. Pero Coffea arabiga (1968), del propio realizador, sobre la fervorosa zafra cafetalera, empleaba los mismos métodos del documental didáctico y de arenga propagandística, para subvertirlos con leve ironía y fomentar algunas dudas respecto al optimismo irreflexivo y apriorístico, los lemas y las consignas, la obsesión por las metas y la vertiginosa, irreflexiva y coyuntural carrera por la productividad a ultranza. Aunque fue exhibido en su momento, Coffea arabiga no contó con el apoyo entusiasta de la dirección del ICAIC y su realizador se convirtió, paulatinamente, en persona non grata en los ambientes intelectuales y oficiales. Particularmente molesta resultó la utilización de Fool on the Hill, una bella canción de los Beatles, vinculada a imágenes de Fidel Castro. No se comprendió que el documental de Guillén Landrián no pretendía criticar, sino más bien exaltar poéticamente la capacidad de soñar y de crear.
Aseguraba Alfredo Guevara, poniendo en claro las principales cuestiones de principio que regían la producción del ICAIC, que
[…] toda búsqueda obliga a romper sujeciones, y exige que un punto en el desarrollo no sea más que ello: un punto de partida. Es en esta medida en la que puede afirmarse que el trabajo intelectual es siempre una aventura, y que el intelectual, casi automáticamente, resulta condenado a la herejía.3
El primer largometraje cubano del ICAIC marcadamente hereje, es decir, dedicado a establecer penetrantes cuestionamientos sobre disparates y mecanicismos establecidos por el socialismo caribeño, fue La muerte de un burócrata (1966), primera gran obra de Tomás Gutiérrez Alea, y de seguro la mejor comedia realizada en la historia del cine cubano, sobre todo, gracias a la combinación intertextual de géneros tradicionales como la comedia de enredos, satírica y de humor negro –en variante disparatada–, con un cine nacionalista, contemporáneo, ávido de comunicarse con su espectador natural, y decidido a encontrar narrativas y estilos modernos, adecuados y eficaces. Implacable mordacidad destilaba La muerte..., no solo ante la plaga de funcionarios esquemáticos e inflexibles que construyen la desesperación del protagonista y el caos en torno a un trámite sencillo e imprescindible, sino que fustigaba con demoledora sorna y cubanísimo choteo los rituales estereotipados y formales de los burócratas, y la retórica consignista y llena de lugares comunes, sin dejar de aludir tangencialmente a los efectos letales de estos trastornos en todos los ámbitos de la vida cotidiana e incluso del arte. Recordar el comienzo del filme, con la máquina encargada de fabricar en serie horrendos bustos de Martí, que muy pronto se truecan, por accidente, en bustos de un obrero curiosamente parecido a Stalin.
Muy inspirado en el free cinema británico (de matriz fuertemente documental), el neorrealismo subjetivo de Antonioni y, sobre todo, en la nueva ola francesa a lo Godard y Resnais,4 Sergio, el protagonista de Memorias del subdesarrollo (1968, Tomás Gutiérrez Alea) emprendía la búsqueda en su memoria del tiempo «perdido», pasado, irrecuperable, y al igual que muchos otros antihéroes nuevaoleros se desgarraba en su impotente lucidez, en la soledad y la pesadumbre que no pueden ser compartidas ni mitigadas, atrapado entre un pasado al cual podía mirar solo con ira y un presente que no le proponía los valores ni la seguridad que necesitaba. Valiéndose de la lucidez intelectual y autocrítica del protagonista, Memorias del subdesarrollo establece no solo la crítica feroz a los valores entronizados por la pequeña burguesía nacional, sino que también expone y cuestiona los rezagos, el subdesarrollo y las inmensas dificultades de todo tipo a que se enfrenta el difícil proceso de cambios, entendido el subdesarrollo como la incapacidad para relacionar las cosas, para acumular experiencias y alcanzar el progreso. Con todo y su posición crítica respecto al pasado, tampoco puede desconocerse el carácter de espejo crítico que la película posee respecto a la realidad contemporánea. El exilio interior del personaje, el ostracismo del diferente, el punto de vista alternativo y hondamente crítico respecto al contexto cultural y al discurso oficial, convirtieron a Memorias... en redescubrimiento de los placeres encarnados en el riesgo y la puesta en práctica de la libertad creativa. Se trata de un filme entendido como instrumento para mostrar la experiencia, buscar la renovación, descubrir nuevos caminos y aventurarse a caminarlos, como aseguró la revista italiana Cinema & Film en 1968. Ese mismo año, en diciembre, pocos meses después de estrenarse Memorias del subdesarrollo, y de haberse decretado oficialmente la Ofensiva Revolucionaria, certificó Gutiérrez Alea el imperativo del arte comprometido con la honestidad intelectual y la crítica responsable, cuando escribió en la revista Cine Cubano:
La lucha ideológica debe ser desarrollada en profundidad, y es una responsabilidad de los intelectuales tanto como de la dirigencia política. Es el único camino que puede conducirnos a rescatar la confianza, a sentir que participamos realmente. Es el único antídoto contra la abstinencia, la despolitización, el retiro, el enclaustramiento, los más o menos justificados silencios, y por otra parte, también contra el oportunismo servil, es decir, contra todo aquello que significaría la esterilización de nuestra cultura.
En 1970, además de que ocurrió un gran revés en la historia económica de la Revolución (no se alcanzó la meta de producir diez millones de toneladas de azúcar en la zafra, acontecimiento que hubiera significado un espaldarazo económico garante de mayor independencia política y de mejoras en el nivel de vida), no se produjo ningún largometraje de ficción. El país entero se había paralizado, consagrado al esfuerzo productivo de la llamada Zafra de los Diez Millones. Al año siguiente, 1971, ocurrió el Primer Congreso Nacional de Educación y Cultura, en el cual se hicieron varios cuestionamientos muy duros por parte de miembros del Partido a la política abierta e inclusiva del ICAIC, sobre todo en el sector de la exhibición de filmes representativos del capitalismo decadente. El Congreso había sido la culminación de la campaña de Ofensiva Revolucionaria, instaurada desde finales de los años sesenta, que implicaba la incondicionalidad al Partido en las ramas de la cultura y, por supuesto, de la economía y la política. Como resultado de esta campaña, numerosos círculos artísticos, especialmente teatrales y literarios, habían padecido la llamada «parametración», proceso que significaba la expulsión de sus trabajos, con el consiguiente baldón de antisocial y contrarrevolucionario, para todos aquellos que no cumplieran los parámetros establecidos desde un concepto muy estrecho de lo revolucionario. Quedaban fuera todos aquellos que manifestaran «excesiva» admiración por la cultura occidental, es decir, desde las melenas y la minifalda hasta los Beatles y el resto de sus congéneres anglosajones, las creencias religiosas todas, y las inclinaciones sexuales consideradas impropias, como la homosexualidad. En dicho Congreso se concluía que la radio, la televisión, el cine y la prensa «son los instrumentos más poderosos de la educación ideológica, pues moldean la conciencia colectiva, y por tanto su desarrollo no puede ser dejado a la espontaneidad ni a la improvisación». Al ICAIC, el Congreso le reclamó «la continuación e incremento de películas y documentales cubanos de carácter histórico como medio de eslabonar el presente con el pasado, y plantear diferentes formas de divulgación y educación cinematográficas». La misma semana de abril en que ocurrió el Congreso, en la sede de la UNEAC transcurría el célebre «caso Padilla», en que el autor del poemario Fuera del juego inculpaba de mil vicios burgueses, y por ende contrarrevolucionarios, a varios de su colegas, lo cual desencadenó inevitables sospechas, acusaciones y purgas en la esfera intelectual. Tales circunstancias, entre otras, ocasionaron un cine cubano que se distanció tanto de su visceral vocación cuestionadora como de elitismos y formalismos supuestamente equívocos.
En medio de tan caldeada y sectaria atmósfera, Humberto Solás produce su segundo largometraje de ficción, donde reaparece «el otro» como personaje que se aísla del proceso revolucionario, porque no lo comprende o porque le resulta imposible participar activamente. Alrededor de un lustro después de que se escucharan los cuestionamientos de Sergio en Memorias del subdesarrollo, aparece el Esteban de Un día de noviembre (1972), hombre incapaz de sumarse al optimismo de la zafra, las metas laborales y la rumba, por una razón tan sólida como saberse herido por una enfermedad mortal. Esteban busca un ideal que le permita asirse a la realidad contingente, y observa insatisfecho y distante el cierto mecanicismo o frustración a que ha derivado su existencia y la vida cotidiana de sus compañeros de generación. El hermano y la cuñada del protagonista deciden abandonar Cuba y hasta se les escucha explicando sus razones, de modo que el personaje del emigrado alcanza por primera vez en este filme un tratamiento extensivo y relevante en los marcos del cine producido por el ICAIC. El personaje del emigrado recorre el cine cubano a través de obras como el documental Cerro pelado (1966, Santiago Álvarez) y el filme Memorias del subdesarrollo, en los cuales se le muestra como gusano despreciable, burgués reaccionario y pro norteamericano, traidor a la patria. La esposa de Sergio, y el amigo «gusano», son gente acomodada que jamás estaría de acuerdo con la Revolución, mientras que los familiares de Esteban son gente más sencilla, simplemente harta de privaciones e insuficiencias.
Un día de noviembre no se exhibió hasta seis años después de realizada,5 sin embargo, el documental 55 hermanos (1978, Jesús Díaz), en el cual se optaba por un tratamiento casuístico y fraternal de este grupo de emigrantes involuntarios, sí alcanzaría luego extraordinaria divulgación en todos los medios oficiales. El tratamiento ennoblecedor del tema impactó en la sociedad cubana, gracias sobre todo a que ninguno de los entrevistados era tildado de gusano, escoria, apátrida o traidor. Este es el período en que abunda como nunca antes, o después, el cine histórico que incursiona en los orígenes de la nación, continuando las huellas temáticas de Lucía y La primera carga al machete. Influido fundamentalmente por la brasileña Dios o el diablo en la tierra del sol y por la polaca Madre Juana de los Ángeles, en Una pelea cubana contra los demonios (1971) Tomás Gutiérrez Alea ilustra la atmósfera de fanatismo e histérica intolerancia que prevalecían en la Cuba del siglo xvii. La narración y el discurso están dominados por la voluntad de presentar un franco y sutil alegato contra el dogmatismo y el extremismo, representados por la Iglesia y la metrópoli española, ambas aliadas en un gobierno que impone leyes de asfixia a la iniciativa individual (el comercio), y que condena como hereje todo lo que signifique intercambio con el mundo, apertura de visión, creatividad transformadora en provecho del individuo.6
La escenificación de la última cena de Cristo y los apóstoles, por parte de un conde, dueño de un central azucarero en la Cuba del siglo xviii, ocupa la mayor parte de La última cena (1976, Tomás Gutiérrez Alea), ejemplo cimero del cine histórico, según su director, pues nos encontramos frente a un filme pleno de alusiones al presente, o más bien de postulados reflexivos intemporales sobre la demagogia y las manipulaciones del poder, la resignación ante la adversidad o la opresión y la sátira y el choteo, como vía para escapar a la solemnidad represiva y autoritaria. El conde manda traer doce esclavos y les asigna el papel de apóstoles en su mascarada de supuesta devoción puesta en escena con motivo de la Semana Santa. Al día siguiente todos los esclavos que «disfrutaron» de la presencia y generosidad del amo en la última cena, serán acusados de fomentar una rebelión y todos, excepto Sebastián que logra escapar, son decapitados para escarmiento de los demás esclavos. Asegura Gutiérrez Alea en el artículo Sobre vivencias y supervivencias: cinco respuestas que
[…] una película histórica, para mí, no es reconstruir de una manera espectacular el hecho en sí. No me interesa el trabajo arqueológico, sino aprovechar de la historia algún momento debido a la respercusión que eso puede tener en nuestro presente. Era revelador mostrar la hipocresía del conde –que es atemporal y aespacial– y cómo manipula la religión usándola para satisfacer sus intereses materiales.
Si bien se incrementó la producción de cine histórico, paralelamente se sostenía el empeño por denostar la vida en Cuba antes de 1959, como se hace evidente en Los días del agua (1971, Manuel Octavio Gómez), y se recalca aún más en el documental de archivo ¡Viva la República! (1972, Pastor Vega), y en la comedia de humor negro Los sobrevivientes (1978, Tomás Gutiérrez Alea). Entre las tres, Los días del agua emplea claves vanguardistas y performáticas, provenientes del cinema novo brasileño, la plástica y el teatro de vanguardia, para volver a combinar reportaje documental y representación fictiva –de manera menos extremada que en La primera carga al machete–. Es la historia de la curandera Antoñica Izquierdo, personaje real convertido en indicador para mostrar lo que realmente le interesa al autor, más allá de los milagros y la santería: ciertos valores culturales e idiosincrásicos y, por supuesto, el abandono social, el oscurantismo y la superstición, la corrupción de los políticos presta a cualquier manipulación de las masas. ¡Viva la República! exhibe los mismos superobjetivos, pero los cumple mediante la compilación de viejos noticiarios, fotos, caricaturas y grafismos diversos, con voz en off, para trazar la historia nacional luego de la expulsión de los españoles y a través de las sucesivas cadenas que estrecharon la dependencia de la Isla respecto a Estados Unidos. Más sardónico fue el retrato de la burguesía en la seudorrepública que ofrece Los sobrevivientes, historia de una familia poderosa que decide aislarse en su mansión del proceso revolucionario hasta llegar a la involución desintegradora. Como en Las doce sillas y Memorias del subdesarrollo, se habla de la supervivencia de costumbres y modos de vida que no sintonizan con la Revolución, como en Una pelea cubana contra los demonios y La última cena se alude a la nocividad del enclaustramiento, la intolerancia y las manipulaciones del poder.
Que los años setenta fueran un período de muy fuerte divulgación de los principios del socialismo –ya fuera promoviendo directamente los éxitos del nuevo sistema social o denostando la decadencia capitalista del pasado– no significa que no se produjeran obras desde otras coordenadas, ajenas a la propaganda directa.7 En un ambiente similar, y entre gente muy parecida a la de PM –luego rescatados en la conga delirante que sirve de prólogo a Memorias del subdesarrollo y en Hasta cierto punto (1983, Tomás Gutiérrez Alea)–,transcurren los veintinueve minutos de Escenas de los muelles (1970, Oscar Valdés), una de las primeras obras del ICAIC que reconoce la existencia de hábitos marginales no coincidentes con la ética del trabajo ponderada por la Revolución. Mediante la coincidencia de dramatización y testimonio, el realizador cuenta sobre la amistad entre dos estibadores de los muelles, en franca contradicción con la ética preconizada por la filosofía del hombre nuevo.
En el mismo nivel de las contradicciones surgidas entre los rezagos de la sociedad burguesa y las nuevas perspectivas inherentes a la Revolución, se desarrollaban las tramas de varios largometrajes de ficción de los años sesenta: Las doce sillas (1962, Tomás Gutiérrez Alea), Tránsito (1964, Eduardo Manet) y Papeles son papeles (1966, Fausto Canel), pero el tema revive con fuerza en la década siguiente con Ustedes tienen la palabra (1973, Manuel Octavio Gómez), De cierta manera (1974, Sara Gómez) y también, de algún modo, en Retrato de Teresa (1979, Pastor Vega) y No hay sábado sin sol (1979, Manuel Herrera), todas las cuales presentan heroínas en el cotidiano bregar por salir del subdesarrollo mental, asociado principalmente al machismo.
Algunos filmes continuaron evidenciando, primero tímidamente y luego de manera desembozada, la erosión material causada por el bloqueo y la ineficiencia económica interna, la pobreza e, incluso, el oscurantismo o el atraso dominante en diversos órdenes de la vida, y que no serían desterrados por decreto ni en un plazo tan breve como se pensaba en los primeros años de la Revolución. El descontrol o dispendio amiguista, rayano en el caos administrativo que muestra Ustedes tienen la palabra; los rezagos machistas y marginales, típica rémora del subdesarrollo que impide el avance de la nueva moral socialista en De cierta manera; y la incapacidad del hombre, de la familia e incluso de algunos sectores sociales para asumir la plena y total igualdad de la mujer en Retrato de Teresa, alertan sobre un mundo que dista de ser el ideal de igualdad al que se aspiraba.
El conjunto formado por la trilogía Un día de noviembre, Ustedes tienen la palabra y De cierta manera, amén de algunas ediciones del Noticiero ICAIC Latinoamericano realizadas en el breve período 1977-1979 por Daniel Díaz Torres y Rolando Díaz, con sus opiniones directas y muy críticas sobre la contemporaneidad, así como las múltiples alusiones al presente implícitas en Una pelea cubana contra los demonios, La última cena y Los sobrevivientes, demuestran que en los años setenta –además de toda una producción pensada para acompañar los tiempos conservadores y dogmáticos que vivía la Isla– se registra un perceptible decaimiento de aquel entusiasmo sincero y dialéctico de los primeros tiempos, en tanto los filmes mencionados tienden a corroborar algunas fallas materiales y espirituales en el arduo proceso de metamorfosis sociopolítica y cultural.
El lapso que conecta los años setenta y los ochenta se relaciona con un modestísimo debilitamiento en las constantes tensiones entre los gobiernos de Cuba y Estados Unidos.8 Poco después, la breve distensión se resquebraja por los sucesos de la embajada de Perú (sede diplomática invadida por centenares de cubanos en busca de una vía para emigrar), y por el éxodo masivo a través del puerto de Mariel. Todo ello derivó en que ambos países firmaran un acuerdo migratorio, en 1987, mediante el cual Estados Unidos se comprometía a recibir 20 000 inmigrantes cubanos cada año y Cuba recibiría de vuelta a 2 500 cubanos presos en cárceles norteamericanas desde que comenzó el éxodo por el Mariel. A estas alturas –segundo lustro de los años ochenta–, había comenzado en la URSS el proceso de reforma económica (perestroika) y transparencia informativa (glásnost), que repercutió fuertemente en Cuba y concluiría en los años noventa dando al traste con el llamado socialismo real de Europa oriental. La versión cubana de estos fenómenos políticos y sociales se conoció como proceso de rectificación de errores y tendencias negativas, y sus principales consecuencias fueron, por un lado, el modesto impulso a las relaciones mercantiles sobre la base de la oferta y la demanda (mercados campesinos o agropecuarios, y mercados paralelos de productos industriales), y por otro, el estímulo a la crítica y la autocrítica en todos los medios de comunicación.
Antes de que el ICAIC se hiciera eco de todas estas transformaciones, se estrenó el largometraje de ficción Cecilia, que marcó la crisis de la Productora, en tanto motor impulsora de un cine de autor de inclinación histórica o literaria. La polémica superproducción fue discutida en todos los niveles, como jamás se había debatido en Cuba sobre una película, y propició un cambio de dirección, y de política de producción, en el ICAIC, pues el principal signo del cine cubano, en los años ochenta, derivaría hacia lo contemporáneo y genérico, principalmente dentro de los códigos de la comedia de costumbres.
Desde 1975, en el texto Una imagen recorre el mundo, Julio García-Espinosa se había referido críticamente a la actitud aristocrática de quienes desdeñaban el cine comercial, y sostenía la necesidad de una dramaturgia de lo cotidiano, que ofreciera respuestas a las exigencias del público y a los principios industriales del cine. En 1980, se publica La dialéctica del espectador, de Tomás Gutiérrez Alea, que ponderaba la voluntad de lograr un cine cubano que el público pueda disfrutar, espectacular en el mejor y más práctico sentido, además de integralmente revolucionario, movilizador, estimulante y popular. Las dos primeras películas que representaron esta voluntad expedita de acercamiento al espectador masivo, luego de la crisis marcada por Cecilia, fueron Se permuta (1983, Juan Carlos Tabío) y Los pájaros tirándole a la escopeta (1984, Rolando Díaz), dos comedias citadinas de sátira costumbrista, que impusieron algunos de los grandes temas predominantes en esta década: la nueva generación, el relevo juvenil y su búsqueda de un lugar satisfactorio en la sociedad. Este arribo de los jóvenes, con su frescura y exigencias naturales, y su manifiesta propensión a la renovación y el cuestionamiento, se manifestó en una larga relación de filmes, humorísticos o dramáticos, como Se permuta y Los pájaros…, En tres y dos (1985, Rolando Díaz), Como la vida misma (1985, Víctor Casaus), De tal Pedro tal astilla (1985, de Luis Felipe Bernaza), Demasiado miedo a la vida o Plaff 9(1988, Juan Carlos Tabío), En el aire (1988, Pastor Vega), Vals de La Habana Vieja (1988, Luis Felipe Bernaza) La vida en rosa (1989, Rolando Díaz), Venir al mundo (1989, Miguel Torres), Papeles secundarios (1989, Orlando Rojas), Alicia en el pueblo de Maravillas (1990, Daniel Díaz Torres) y Adorables mentiras (1991, Gerardo Chijona). Todas estas películas expresan diferentes niveles de la lucha por el relevo generacional, en el marco social y familiar, donde resultaba fuente de conflictos la dinámica acción de los jóvenes en contra de ancestrales prejuicios y dogmas no tan antiguos, pero igualmente retardatarios.
Auténticos muestrarios de tales contradicciones generacionales resulta el cine de Juan Carlos Tabío, particularmente Se permuta y Plaff. En la primera de ellas, el personaje de Rosa Fornés (uno de los primeros empeños por presentar un personaje femenino contemporáneo que no es agente de cambio social, sino ejemplo de mentalidad acomodaticia y pequeño-burguesa) fue contrarrestado por la hija, una estudiante de arquitectura con vocación dubitativa, pero al final nítidamente proletaria. Plaff ofrece similar contraposición de actitudes entre suegra y nuera, la primera cerrada a cal y canto en su intolerancia, doble moral, esquemas y temor a toda transformación, mientras que la muchacha representa una generación franca, activa, ávida de logros e innovaciones. Su inconformidad renovadora resulta constantemente saboteada por los burócratas de turno, o por la mentalidad de su suegra, un ser impermeable a la dialéctica.
En añadidura al tema juvenil contemporáneo, se mantiene la crítica constante al principal escollo que impedía la plena integración femenina a la sociedad: el machismo, rémora del subdesarrollo. Con los años ochenta se continúa avanzando en esta tendencia, solo que los filmes de esa época suelen profundizar más en la introspección del personaje femenino, y subrayan lo particular de su perspectiva y sensibilidad: Techo de vidrio (1982, Sergio Giral), Patakín10(1982, Manuel Octavio Gómez), Hasta cierto punto, Los pájaros tirándole a la escopeta, Habanera (1984, Pastor Vega) y Otra mujer (1986, Daniel Díaz Torres) entre otras, son protagonizadas por mujeres que alcanzaron el poder para decidir sobre su destino y sobre el modo en que conducirán su vida, en tanto agentes participativos y críticos de la renovación social e intelectual. Además, el tema femenino muchas veces fue vehículo para presentar otros conflictos interrelacionados.
En Techo de vidrio y en Hasta cierto punto, reaparecen la impaciencia crítica ante los problemas laborales de ineficacia y negligencia, y las manifestaciones de corrupción. Sobre todo en Hasta cierto punto se procede a la denuncia del acomodamiento y de los prejuicios que dominan a algunos intelectuales y artistas con sus representaciones estereotipadas sobre la realidad. Asimismo, en esa película de Gutiérrrez Alea y en el documental El Fanguito (1990, Jorge Luis Sánchez) aflora la visión del negro marcado por el estigma de la marginalidad, miembro de una clase social desfavorecida, reducido (por múltiples causas históricas y mentales) al borde del desarrollo social, como se insinuaba en el documental PM, en la aparentemente disgregativa conga que da inicio a Memorias del subdesarrollo, en De cierta manera y en la reinterpretación de las relaciones entre las deidades yorubas que se verifica en Patakín, enteramente interpretada por actores negros o mulatos. Un mundo social y racial parecido es recreado en María Antonia (1990, Sergio Giral), suerte de melodrama femenino, de suburbios, ambientado en los años cincuenta, pero con evidentes señales, e incluso anacronismos, que apuntaban a un presente de inextinguible espíritu prostibulario y marginal.
Respecto a la marginalidad y a prácticas más o menos antisociales, existe una serie de documentales que muestran gente aislada, en parajes remotos, parcialmente desconectados del discurso central de la sociedad –Mineros (1981, Fernando Pérez), Madera (1980, Daniel Díaz Torres), Jíbaro (1982, Daniel Díaz Torres), El corazón sobre la tierra (1982, Constante Diego), Mientras el río pasa (1986, Guillermo Centeno)–, hacen notorio ciertos niveles de atraso, alejamiento y escisión. Pedro cero por ciento (1980, Luis Felipe Bernaza) y El corazón sobre la tierra se acercaban a problemas agropecuarios y a conflictos propios de la instauración de fórmulas socialistas entre el campesinado, desde la óptica un tanto simplista del realismo socialista: héroe positivo, culto al trabajo, sacrificio estoico por el colectivo... Paralelamente, y en oposición a estos, aparecían documentales que reseñaban críticamente la convivencia citadina, reprendían malos hábitos instaurados en nuestra cotidianidad o denunciaban ciertas costumbres desfavorables relacionadas con la negligencia social o estatal, como Estética (1984), Yo también te haré llorar (1984), Vecinos (1985), Más vale tarde... que nunca (1986) y Chapucerías (1987), todos de Enrique Colina; No es tiempo de cigüeñas (1987, Mario Crespo), El desayuno más caro del mundo (1988, Gerardo Chijona) y los cortometrajes de ficción La entrevista (1987, Juan Carlos Tabío), y La soledad de la jefa de despacho (1987, de Rigoberto López), dos compendios de actitudes oportunistas y acomodaticias realizados en clave burlesca. Tomados en su conjunto, esta relación de documentales y cortometrajes construyen un verdadero manual de los problemas habituales del cubano en los años ochenta, en una vertiente de cine periodístico que nunca fue tan fuerte entre nosotros como en esa década –intentando tal vez suplir la escasez, e incluso la ausencia, de crítica compleja y responsable en la prensa plana, la radio y la televisión.
Mientras Papeles secundarios presentaba la pugna entre varias actrices de un grupo teatral que se debaten por los mejores personajes de Requiem por Yarini, Plaff desplegaba conflictos acerca de la visión del mundo y actitudes vitales entre una suegra y su nuera. Ambas películas les asignan a las mujeres de mayor edad atributos como la inflexibilidad y el autoritarismo, pero Papeles..., además, presenta el relevo juvenil escindido en actitudes que no descuentan el interés egoísta, la corrupción y el tráfico de intereses. Plaff, pastiche genérico de melodrama, comedia satírica y de enredos, intriga policiaca y pinceladas autorreflexivas de cine dentro del cine, abuchea la moral caduca, se burla de quienes obedecen las arbitrariedades sin cuestionarlas, y lleva al absurdo sus ironías respecto a los desconfiados de pensamiento cuadriculado, las metas irracionales, los dirigentes demagogos apostados a mucha distancia de las dificultades que atraviesa el pueblo... Tonos y estilos muy diferentes se aprecian en el filme de Orlando Rojas. Posmoderno, reflexivo y sombrío, colmado de “Fresa y chocolate”.apropiaciones, citas y referencias culturales disímiles, Papeles secundarios magnificó estéticamente un submundo claustrofóbico de traiciones y fingimientos, en el cual siempre le toca perder a Mirta, la actriz representante de una generación malograda por la persecución, las delaciones y los prejuicios morales.11 El filme presentaba a un grupo de actrices marcadas en diferente medida por la acción del poder: la directora del grupo, una mujer ambiciosa y sin escrúpulos; la joven arribista, dispuesta a hacerlo todo por llegar adonde quiere; y la generación intermedia, con un pasado traumático. La historia del poeta empujado al exilio (una culpa que paga Mirta cargando con suspicacias políticas de todo tipo, solo por haberse quedado en Cuba), introduce problemáticas para analizar las causas de la emigración que no tenían precedente en el cine cubano. Tal perspectiva de comprensión del individuo que desea partir, y de crítica a los errores de quienes representan la Revolución, sería continuada en el cine posterior en títulos como Mujer transparente (1990),12 Fresa y chocolate (1993, Tomás Gutiérrez Alea y Juan Carlos Tabío), Madagascar (1994, Fernando Pérez), La ola (1995, Enrique Álvarez), Viva Cuba (2005, Juan Carlos Cremata), entre algunas otras, mientras que la diatriba que establece Papeles secundarios contra la doble moral de algunos dirigentes, funcionarios y burócratas se vería postergada en Alicia en el pueblo de Maravillas(1990, Daniel Díaz Torres), Adorables mentiras (1991, Gerardo Chijona), Guantanamera (1995, Tomás Gutiérrez Alea y Juan Carlos Tabío), y Nada (2001, Juan Carlos Cremata). Aunque es asunto casi obvio a estas alturas del texto, vale subrayar que en los años ochenta, y mucho más en los noventa, disminuyó el carácter propagandístico y militante –que constituyó una de las normas en el cine cubano de los años sesenta y setenta.
El ICAIC penetra en los años noventa marcado por dos grandes crisis: el derrumbe del campo socialista –con la desintegración de la URSS y el Período Especial consiguiente (carestía, escasez, crisis de valores e ideológica)–, además de que el Instituto se coloca al borde de la desaparición luego de la confrontación con instancias gubernamentales que significó Alicia en el pueblo de Maravillas, cuya fuerte sátira de la desorganización, la incompetencia, la doble moral, el cinismo y el acomodamiento de algunos dirigentes, el estado de vigilancia y la delación entronizados, derivó en la satanización de la película. La acumulación de problemas irresueltos en estos años, unida a la crisis mundial de la izquierda y a los problemas económicos cada vez más graves generados por la desaparición del apoyo soviético, desemboca en un proceso de repliegue ideológico, cuestionamiento intensivo o penetrante desencanto, muy cercanos a la desmovilización y el agobio. Disminuyen, por supuesto, las producciones del ICAIC a sus niveles históricos más bajos, casi desaparece el documental, colapsa la red de exhibición nacional por la imposibilidad de reconstrucción y remozamiento, cobran mayor importancia los productos audiovisuales de las escuelas de cine –y ocasionalmente los de la televisión–, al tiempo que se desarrolla la producción alternativa con recursos propios como cámaras digitales y edición en computadora. Toda esta producción ajena a los planes de producción institucionales, suele mantenerse en contacto con el ICAIC a través de la Muestra de Nuevos Realizadores, de frecuencia anual a partir de 2002.
A la situación difícil de la industria audiovisual a lo largo de la década de los años noventa y del primer lustro del siglo xxi (reflejo de problemas que atravesaba el país todo), se añade el normal cansancio creativo de los iniciadores, e incluso el fallecimiento de algunos principales baluartes en el cine nacional: Tomás Gutiérrez Alea, Santiago Álvarez, Oscar Valdés. Además, debe señalarse el largo hiato productivo que tuvieron en este período algunos eminentes realizadores, como el recientemente fallecido Humberto Solás (de El siglo de las luces, en 1992, a Miel para Oshún, en 2002) y Orlando Rojas (de Papeles secundarios, en 1989, a Noches de Constantinopla, en 2001).13
El tema femenino, visto críticamente, alcanzó cumplido epítome en Mujer transparente, que significó una especie de corolario de la larga tradición del cine cubano relativo al machismo, y al subdesarrollo como su causa. En este filme, como en Hasta cierto punto o Papeles secundarios, los problemas trascienden el análisis puramente sociológico y se concentran más en situaciones dramáticas relacionadas con la intimidad y con lo espiritual. La misma revalidación de lo individual y personalísimo se verifica en Hello Hemingway (1990, Fernando Pérez) y María Antonia, que si bien son filmes retro, o históricos, no parecen obsesionados por el convencimiento de que todo tiempo anterior a la Revolución fue peor.14 Igual calado en las peculiaridades de lo personal, en aspiraciones, rasgos y dones muy particulares de sus protagonistas femeninas, se muestran en Reina y Rey (1994, Julio García-Espinosa), Un paraíso bajo las estrellas (1999, Gerardo Chijona), Las profecías de Amanda (1999, Pastor Vega) y Nada. En esta última, Thais Valdés vuelve a interpretar –al igual que en Plaff o en Alicia en el pueblo de Maravillas– a una joven inconforme, iracunda, negada a claudicar con el unanimismo y con el poco espacio de aceptación que le han conferido las generaciones que le antecedieron.
Los personajes de Mirta Ibarra, en los dos filmes codirigidos por Tomás Gutiérrez Alea y Juan Carlos Tabío, ilustran el modo en que ha cambiado la presentación del personaje femenino. Nancy, en Fresa y chocolate es absoluta representante de la doble moral entronizada (jefa de Vigilancia del Comité de Defensa, y al mismo tiempo compra y vende en el mercado negro, y es amiga de «antisociales» como el homosexual). Gina, la esposa del burócrata Adolfo en Guantanamera, es modelo de tolerancia y flexibilidad, hasta el punto de que el público no puede comprender qué hace una mujer como ella de pareja con un hombre tan insoportable. Termina, por supuesto, abandonando al funcionario pesado y emparrillada en la bicicleta del camionero pobre, pero simpático. Guantanamera expone el conflicto de generaciones por dos vías, primero de manera elíptica, a través de la historia referida a la hija ausente (emigrada), y luego en variante simbólica, cuando se intercala la disgresión de la leyenda yoruba sobre el aguacero que ahogó a los viejos, puesto que los jóvenes se salvaron por su capacidad para subir a los árboles.
“La muerte de un burócrata”.Plaff, Alicia en el pueblo de Maravillas, Adorables mentiras y Guantanamera presentan personajes-epítome de funcionarios-burócratas en pleno «perfeccionamiento» como espécimen apoyado en tres expedientes cada vez más potentes y devastadores: la doble o triple moral vestida de retórica flexible e intercambiable, el oportunismo que sabe cómo complacer a los poderosos y el dogmatismo que convierte en algo vertical, inmutable, e indiscutible todo lo que venga «de arriba». Si bien en Las doce sillas y Memorias del subdesarrollo los esquemáticos y sectarios con filosofía de portero y decisiones de manual inquisidor, tienen una presencia discreta pero ostensible, Gutiérrez Alea amplía el tratamiento de este tipo de personajes en La muerte de un burócrata, Fresa y chocolate y Guantanamera. En la primera, es el delirante mecanismo burocrático, con su papeleo, sus cuños y sus claustrofóbicas oficinas, el principal recurso que provoca la risa, mientras que en Fresa y chocolate, los funcionarios y burócratas, especialmente de la esfera cultural, no aparecen nunca, su presencia y decisiones se reflejan en los diálogos de Diego y finalmente en su decisión de abandonar Cuba.15 En Guantanamera le toca al burócrata el papel ridículo de marido disfuncional en el triángulo amoroso, mientras que en toda la trama se comporta cual envilecido cumple-órdenes, soberbio y grandilocuente espécimen de
[…] una raza especial de gente con la que tenemos que convivir –como los llamaba Gutiérrez Alea– son los que se creen depositarios únicos del legado revolucionario [...] los burócratas (con o sin buró); los que conocen el alma del pueblo y hablan de él como si fuera un niño [...] son los mismos que nos dicen cómo tenemos que vestirnos, y cómo tenemos que pelarnos.
Gutiérrez Alea presenta en Guantanamera la sostenida mofa al dirigente inflexible, plúmbeo y oportunista, que lanza discursos solemnes y retóricos a la menor oportunidad, y termina vociferando su alegato ante nadie. Para nada resulta fortuito que en sus filmes los burócratas se asocien con lo caduco y reaccionario, lo sombrío y lo rastrero, e incluso se encadenen, en la resolución del conflicto, con la muerte o con la más imbatible soledad.
Fue la última década del siglo xx, con su carga de decepciones y naufragios, la que aportó conflictos no solo generacionales, o con determinados burócratas, sino de absoluta distancia o incomprensión respecto a lo que está ocurriendo en la nación. Pero la joven instructora de arte en Alicia en el pueblo de Maravillas todavía está comprometida con el mejoramiento de su entorno y arremete contra quienes desgobiernan y permiten el predominio de la deshonestidad. De cualquier modo, los jóvenes protagonistas de Madagascar, Fresa y chocolate, La ola, Amor vertical (1997, Arturo Sotto), La vida es silbar (1998, Fernando Pérez), Nada, Noches de Constantinopla, Miradas (2001, Enrique Álvarez), Video de familia (2001, Humberto Padrón), Suite Habana (2005, Fernando Pérez), Entre ciclones (2003, Enrique Colina), Frutas en el café (2005, Humberto Padrón), Barrio Cuba (2006, Humberto Solás) y El cuerno de la abundancia (2008, Juan Carlos Tabío) aparecen distanciados, enajenados, aplastados y desesperanzados, o indiferentes, respecto a la realidad sociopolítica y al proyecto mancomunado de eficacia colectiva. Si ofrecen alguna parcela de realización para la solidaridad, los sueños y el desprendimiento, todo ello tendrá un carácter completamente individual, personal.
En este ambiente gravado por los ingentes problemas económicos del Período Especial, se pusieron en crisis los estamentos que permitían la existencia sistemática del cine histórico y retro del modo en que se hacía en las décadas anteriores. El siglo de las luces fue uno de los pocos frescos épicos y líricos. Fielmente apoyado en la novela homónima de Alejo Carpentier, y que de acuerdo con la opinión de su realizador «es una Misa Mayor sobre la condición humana, sobre el destino de las ideologías y de las pasiones, sobre el ascenso, la decadencia y el reconocimiento de la voluntad de los pueblos», el filme traza el itinerario de ascenso político de Víctor Hughes, un hombre de acción, revolucionario iluminista por convicción, devenido político pragmático, capaz de validar mañana la misma acción que hoy lo llevó a firmar sentencias de muerte. La superproducción de Humberto Solás es tal vez la única película cubana del ICAIC que caracteriza a un líder revolucionario como déspota y manipulador, culpable en buena medida de los grandes errores del proceso que lidera.
El descreimiento a veces teñido de cinismo, y otras veces de fatídico desencanto, que se respira en las comedias Alicia en el pueblo de Maravillas, Adorables mentiras, Amor vertical, los dramas Papeles secundarios, Madagascar, Reina y Rey, Guantanamera, La vida es silbar y Frutas en el café, por solo mencionar unos pocos, obedece sin dudas al imperativo de reflejar las insuficiencias y los huecos negros en el socialismo cubano, de los cuales algunos de estos filmes redactan una suerte de inventario, pero no desde la cómoda distancia y la despreocupación, sino desde el afecto y el compromiso con el destino de la nación. Así, se entronizó una poética del desgaste y el deterioro, el canto a la ruina y la suciedad, a la desesperanza y la claustrofobia: Madagascar, Fresa y chocolate (por ejemplo, en sus observaciones sobre el estado ruinoso de la capital), Reina y Rey, La vida es silbar, Hacerse el sueco (2000, Daniel Díaz Torres), Suite Habana, Entre ciclones, Barrio Cuba y El cuerno de la abundancia, sintetizan un sentir dominado por la frustración y la impotencia, observan la pobreza, el subdesarrollo y atestiguan determinadas incapacidades del Estado para elevar el nivel de vida y menguar la precariedad material de los cubanos.
Fresa y chocolate y La vida es silbar, entre algunos otros filmes de los años noventa y posteriores, verifican la bifurcación respecto al discurso oficial que proclamaba el triunfo inminente del socialismo y de sus valores. También proponen un acercamiento al individuo en un sentido más intimista, espiritual, ontológico, y postulan la salvación de todos los valores nacionales a partir de la redención cultural. La mayoría de sus protagonistas aparecen desvinculados del grupo, y si se insertan activamente en el contexto de la obra político-social es solo para constatar que las transformaciones verificadas a veces incrementaron las carencias, los inconvenientes, las insatisfacciones y las angustias generadas por el bloqueo y la agresividad del gobierno norteamericano, unido a las terribles secuelas dejadas por el desmembramiento y desaparición de la URSS y el campo socialista, que le impusieron a la Isla un estado de soledad ideológica y desamparo económico casi absolutos, en consonancia con el explicable desencanto y pesimismo respecto al futuro del socialismo. En este punto, no quedaba otra alternativa que volver los ojos a la cultura, a los valores inmarcesibles de nuestra historia, como se verifican en el «altar» de Diego en Fresa y chocolate, y en la iconografía religiosa, los motivos musicales y arquitectónicos que reúnen a los tres protagonistas de La vida es silbar.
El emigrado alcanza rango de personaje protagónico, para nada ligado a matices negativos de caracterización, desde Fresa y chocolate, donde el protagonista se ve precisado a partir asediado por la intolerancia, hasta Reina y Rey y Miel para Oshún, que relatan las estaciones del regreso a Cuba. El protagonista de Miel para Oshún fue arrancado de su país y del amor materno desde muy niño, y la película describe el reencuentro de este hombre culto, sensible e introvertido, con la patria y la madre, ambas iconizadas en la figura de Adela Legrá con su atuendo de Lucía, viviendo en una frugalidad que raya en la miseria. Madagascar y La ola aluden con franqueza a las razones que empujan a la emigración de muchos jóvenes, mientras que Vidas paralelas (1992, Pastor Vega) contrasta las ideas que sobre Cuba y Miami tienen los cubanos a ambos lados del estrecho de la Florida. Arturo Sotto en Amor vertical, Humberto Padrón en Video de familia, Juan Carlos Cremata en Nada y Viva Cuba o Humberto Solás en Barrio Cuba, también se dedican a develar algunos orígenes de la emigración, al tiempo que postulan la posibilidad, e incluso la necesidad, de una reconciliación, en el marco de los valores espirituales, filiales, entre los cubanos de «adentro» y los de «afuera».
No todo el cine de los últimos quince años ha sido trascendental y solemne. Algunos directores continuaron la tradición de comedia costumbrista aguda, instaurada para beneplácito del público en los años ochenta, pero que cambió sus espacios de escenificación y sus personajes, pues en lo adelante, suele predominar la estética del feísmo, el solar, lo marginal, y personajes que habitan los bordes de la ilegalidad o la corrupción, muy lejos de los paradigmas conductuales antes encumbrados. Daniel Díaz Torres en Kleines Tropikana (1997) y Hacerse el sueco (2000) ofrece sendos resúmenes de la crisis ideológica, la natural magnificación de lo extranjero y la falta o desorientación de las ilusiones que padece la Isla. Gerardo Chijona en Un paraíso bajo las estrellas (1999) y Perfecto amor equivocado (2004) se acerca a la llamada comedia de enredos, con equívocos de identidades y comportamientos que le permiten poner de manifiesto las acomodaciones éticas, la doble y triple moral, los rejuegos de la supervivencia, con notable carga de causticidad. Juan Carlos Cremata en Nada y Juan Carlos Tabío en Lista de espera se aplican a exponer –con un dejo final de confianza en los poderes regeneradores de la bondad humana– los desafueros, las erosiones y el caos impuestos por el Período Especial. Menos campantes, al punto de que la sonrisa buscada se convierte en mueca de ira o cansancio, Enrique Colina en Entre ciclones y Humberto Padrónen Frutas en el café manifiestan una suerte de inventario de miserias morales, actitudes marginales, irresueltas confrontaciones generacionales y transacciones con el decoro, que parecen obligatorias por la presión de las circunstancias.
Las aspiraciones viscerales de los filmes cubanos más polémicos y agudos, en 1959 y a lo largo de cinco décadas, provienen de los propósitos esbozados en el Acta Fundacional del ICAIC, donde se dejaba sentado que
[...] el cine constituye por virtud de sus características un instrumento de opinión y formación de la conciencia individual y colectiva [...] un llamado a la conciencia y contribuir a liquidar la ignorancia, a dilucidar problemas, a formular soluciones y a plantear, dramática y contemporáneamente, los grandes conflictos del hombre y de la humanidad.
Realizar películas tan polémicas y controversiales como las mencionadas, cambiar la vida mediante el compromiso con la realidad y sus dilemas cotidianos, era el espíritu inherente a un contexto social y político que intentaba mejorar mediante el señalamiento de ciertas circunstancias, realidades y costumbres negativas. Dicho de otra manera: con más frecuencia de lo que se cree la crítica fuerte a las deformaciones del socialismo cubano fue estimulada por las mismas autoridades, quienes apoyaron, consintieron e impulsaron en muchas ocasiones la contienda denodada contra los obstáculos de todo tipo en el camino a la instauración del socialismo. En estos filmes se percibe la voluntad de reconocer errores y señalarlos dignamente, con vigor, responsabilidad y sentido de pertenencia.
La labor del ICAIC ha consistido, en su diálogo incesante con las instancias gubernamentales, en tratar de demostrar que tiene tanta (o mayor) relevancia artística y social un cine anticonformista que devele, critique y denuncie, como el destinado a propagar y suscribir, con honestidad y entereza intelectual, las bondades del sistema imperante y los colosales esfuerzos por alcanzar una sociedad más justa, igualitaria y humanista. Como asegura el ministro de Cultura, Abel Prieto, en la entrevista que aparece publicada en la revista Revolución y Cultura, en el número correspondiente a enero/febrero de 1996:
[…] la cultura oficial de este país ha intentado –bueno, si dejamos a una lado las coyunturas que conocemos: el quinquenio gris…– ha intentado combinar una cultura afirmativa, digamos de exaltación legítima de la Revolución, con una cultura de la crítica, de la reflexión, de la duda, de la inquietud. […] Creo que Fresa y chocolate es un modelo de una obra profundamente crítica y profundamente revolucionaria y cubana.
Intensas han sido las polémicas. Colosales los aportes a la fibra más entrañable de la cultura nacional.
1 Sabá Cabrera Infante es hermano del escritor Guillermo Cabrera Infante, quien por entonces fungía como editor de la revista Lunes de Revolución, en torno a la cual se hallaban Néstor Almendros y otros intelectuales liberales de tendencia anticomunista.
2 PM creó disensiones y malestar porque no se ubicaba en el cauce combativo y épico que se esperaba del cine cubano en ese momento particular. Aseguró Fidel en aquel mismo discurso: «La Revolución debe tratar de ganar para sus ideas a la mayor parte del pueblo; la Revolución nunca debe renunciar a contar con la mayoría del pueblo; a contar, no solo con los revolucionarios, sino con todos los ciudadanos honestos que aunque no tengan una actitud revolucionaria ante la vida, estén con ella. La Revolución solo debe renunciar a aquellos que sean incorregiblemente reaccionarios, que sean incorregiblemente contrarrevolucionarios.» (Cine Cubano, no. 140.)
3 Véase Alfredo Guevara, «El cine cubano 1963», en Cine Cubano, no. 14-15.
4 También otros filmes se inspiraban en los héroes, el tono, el estilo y los temas que tipificaron la nueva ola francesa: Desarraigo (1965), de Fausto Canel, y La ausencia (1968), de Alberto Roldán –otro esfuerzo denodado del cine cubano por trascender el entretenimiento vano y la dramaturgia hollywoodense– que discursa sobre la necesidad de la memoria y la responsabilidad individual.
5 En su momento, la dirección del ICAIC consideró inoportuno el estreno de Un día de noviembre, habida cuenta de las circunstancias que parcialmente relatamos respecto a los primeros años de la década de los setenta.
6 «Se trataba, no de reconstruir un hecho histórico –escribió Tomás Gutiérrez Alea en 1972–, sino de tomarlo como punto de partida para una elaboración que se desarrollaba en un plano imaginativo. [...] Y se trataba, sobre todo, de hurgar en nuestro pasado más oscuro, nuestros primeros pasos, todavía al margen de la historia. En ese siglo desolado también podíamos encontrar la razón de muchas cosas sobre nosotros mismos, sobre nuestras luchas sucesivas».
7 En la revista Cine Cubano no. 95, salida a mediados de los años setenta, asegura el crítico Marcel Martin «El cine cubano refleja verdaderamente la realidad. Y no solamente la refleja sino que también constituye un factor de toma de conciencia para el público. Hay una dialéctica fecunda entre el reflejo y el dinamismo; es decir, la obra como reflejo, y al mismo tiempo, como elemento dinámico de la toma de conciencia. [...] Los filmes mantienen siempre una relación muy viva y cercana con la realidad que abordan.»
8 En 1977 los dos gobiernos firman acuerdos para el intercambio de diplomáticos, se establece el tratado de regulación pesquera y, poco después, ocurren las primeras visitas de emigrados cubanos a la Isla (la llamada comunidad cubana en el exterior). Paralelamente, se registra un transitorio intercambio cultural.
9 Filme más conocido por Plaff, como lo seguirá nombrando el autor en lo adelante. (N. de la E.)
10 En Patakín, el tema femenino, como el de los rezagos machistas, la corrupción administrativa, la marginalidad y la religiosidad se ven carnavalizados y tirados a choteo, a pesar de la intención didáctica y moralizante que anima esta comedia musical surrealista.
11 En el ensayo «No hay cine adulto sin herejía sistemática», escrito a dos manos con Rufo Caballero y publicado en Temas, julio-septiembre, no. 3, de 1995, aseguramos que «paralelo a su transcurrir introspectivo, intimista, Papeles secundarios teje sutiles alegorías acerca de las argucias del poder como entidad tenebrosa, frustrante y discriminadora. En el filme se verifica una gradación reflexiva que fondea en los entresijos teatrales y también alcanza con sus postulados cuestionadores a todo el sistema cultural y, en última instancia, al país entero».
12 Filme constituido por cinco cuentos: «Adriana», «Isabel», «Julia», «Laura» y «Zoe», dirigidos respectivamente por Mayra Segura, Héctor Veitía, Mayra Vilasís, Ana Rodríguez y Mario Crespo.
13 La nueva Presidencia del ICAIC apostó por que accediera a la dirección de largometrajes un grupo de realizadores sobradamente probados en el documental como Juan Carlos Cremata, Enrique Colina, Rigoberto López, Jorge Luis Sánchez. También ha apoyado la continuidad de filmografías interrumpidas por los problemas del Período Especial y además se ha preocupado por engrosar las filas de los realizadores con jóvenes talentos procedentes de las escuelas de cine y televisión: Pavel Giroud, Ian Padrón, Lester Hamlet, Humberto Padrón, Esteban Insausti, entre otros.
14 Hello Hemingway presenta a una joven empeñada en alcanzar metas personales, casi divorciada del ambiente de luchas estudiantiles que la rodea, mientras que María Antonia, además de darle continuación a los tópicos de la otredad como la negritud, la marginalidad y la mujer, referidos de forma ambigua al pasado, indicaba un fenómeno muy de los años noventa: la prostitución.
15 No solo Fresa y chocolate sino también Papeles secundarios, Guantanamera y Barrio Cuba presentaron historias de personajes que se vieron precisados a abandonar el país, empujados por la intransigencia, la falta de perspectivas o la censura. Esta comprensión de los motivos del emigrado se explaya película tras película, particularmente en Fresa y chocolate, en la cual Diego termina confesando que él no se va del país, que a él lo botan.
* Con la inestimable colaboración y apoyo de Enrique Colina.
Descriptor(es)
1. CINE CUBANO - HISTORIA
2. GUEVARA, ALFREDO (GUEVARA VALDÉS, ALFREDO), 1925-2013
3. INSTITUTO CUBANO DEL ARTE E INDUSTRIA CINEMATOGRAFICOS (ICAIC)
4. SOLÁS, HUMBERTO (SOLÁS BORREGO, HUMBERTO), 1941-2008
5. TITÓN (GUTIÉRREZ ALEA, TOMÁS), 1928-1996
Web: http://www.cubacine.cult.cu/sitios/revistacinecubano/digital13/cap01.htm