FICHA ANALÍTICA

La primera carga al machete: narrativa de excepción en el cine cubano
Río Fuentes, Joel del (1963 - )

Título: La primera carga al machete: narrativa de excepción en el cine cubano

Autor(es): Joel del Río Fuentes

Fuente: Revista Cine Cubano On Line

Número: 14

Mes: Abril - Junio

Año de publicación: 2009

Durante cuarenta años hemos escuchado reiterar el criterio de que La primera carga al machete, Memorias del subdesarrollo y Lucía constituyen la tríada principal del cine cubano. Lo raro es que no abundan los ensayos, ni siquiera los artículos enjundiosos, que intenten justificar tal jerarquía, ni existe la suficiente cantidad de estudios más o menos hermenéuticos o descriptivos, que analicen a fondo las estrategias y los códigos narrativos, cinematográficos, genéricos y transtextuales que definen la excepcionalidad de la película. Solo a partir del desarrollo de tales líneas de exploración se hace posible comprender la magnitud de la ruptura, así como los aportes formales y estructurales de la más innovadora película histórica realizada en Cuba.

En los pocos ensayos y artículos que pueden encontrarse se alude a los violentos contrastes de blanco y negro, a la mareante cualidad de la fotografía tomada cámara en mano, y tal vez se esbocen aquí y allá consideraciones sobre el montaje alternado y su ritmo, por momentos rápido y siempre forzado. Pero no bastan tales dictámenes para comprender la excepcionalidad de un filme cubano que –justo a finales de los años sesenta, en pleno apogeo de los metarrelatos modernos típicos del llamado Nuevo Cine Latinoamericano– le confirió posmoderna relevancia al discurso, el estilo y la representación. La magnificencia de La primera carga… se explica siempre a partir de las virtudes formales, es decir, en cuanto al uso del color, la fotografía y la combinación de técnicas documentales y fictivas. Sin embargo, el énfasis en los elementos estéticos y formales ha obnubilado el análisis de la brillante estructura narrativa, la frondosa transtextualidad, y los diversos niveles diegéticos, es decir, expositivos o de focalización, que manejaron Manuel Octavio Gómez y sus guionistas (Alfredo L. del Cueto, Jorge Herrera y Julio García-Espinosa) con la mayor naturalidad y destreza.

¿Documental dramatizado o ficción de componente testimonial?

Privilegiada por su atrevida estructura de reportaje periodístico, noticioso, distanciado, cuya singularidad todavía sorprende muchas décadas después, cuando semejante apariencia caracterizaba solo a ciertos documentales, a ciertos cineastas independientes y a los daneses del Dogma 95, La primera carga al machete pretendía revelar un nuevo naturalismo a partir de la expresividad de la cámara en mano y del sonido directo, treinta años antes que Los idiotas, de Lars Von Trier, o El festín, de Thomas Vinterberg pulsaran similares instrumentos. Solo que los nórdicos del controvertido grupo intentaban validar únicamente el realismo aplicado a lo contemporáneo, y Manuel Octavio se aventuró a recontar un acontecimiento de 1868, y aunque relataba un suceso histórico, sorteaba la narrativa aristotélica mediante persistentes saltos cronológicos (el cuento se mueve entre el antes y el después de la primera carga), espaciales (la narración salta entre oriente y occidente) mientras que la recurrencia a un narrador/encuestador omnisciente le permite al director y a los guionistas exponer sus puntos de vista sobre acontecimientos y personajes, y acerca de los estratos sociales y políticos implicados en la contienda. Así, más que buscar la intriga, el suspenso, el diseño coherente de los personajes y el respeto a la introducción/nudo/desenlace, el relato elude el canon cronológico-causal, y se vale de la descripción distanciada y desdramatizada de una gesta, una epopeya, una época. Entonces, el filme se presenta cual documento cuyo empaque y apariencia visual intenta hacernos creer que las escenas fueron filmadas en el propio siglo xix, a la manera de ciertos documentales históricos posteriores que dramatizan los acontecimientos relatados por un experto, o documentados por un periodista.

El filme se distingue por su estructura similar a la de un noticiario temático, que se hubiera realizado a finales de los años sesenta, pero del siglo xix (cuando aún no existía el cine). Y a ese noticiario no le faltan las impresiones personales inherentes a toda crónica ni el balance de perspectivas que caracteriza al reportaje. Entonces, asegurar que nos encontramos ante la obra formalmente más atrevida del cine cubano no implica aludir solamente a la prodigiosa informatividad de la cámara, del sonido y de la edición, sino también a elementos tan insospechados en nuestro cine de ficción como la presencia de tres personajes dedicados a incentivar la fluencia narrativa sin participar de lleno en la acción dramática: el periodista-entrevistador, típico del documental de encuesta; el narrador-comentarista en off representativo del documental de corte histórico; y el juglar (Pablo Milanés haciendo de sí mismo), que refiere y entrelaza escenas a partir de los textos de canciones compuestas especialmente para el filme, y cantadas en las mismas locaciones donde se rodó la película, especialmente el campo de batalla. La figura del cantor que dilucida musicalmente la acción dramática, sin tomar parte en esa acción, se relaciona con las funciones propias del coro griego, y más que ello, con el intervencionismo intelectual y las canciones experimentales propias del cabaré alemán a principios del siglo xx (Max Reinhardt, Frank Wedekind y Bertolt Brecht se cuentan entre sus principales valores).

En cuanto a las influencias más perentorias, aparece por supuesto, en primer lugar, la asimilación transtextual de los noticiarios cinematográficos o televisivos (voz en off del entrevistador y de los narradores, entrevistas concebidas desde cuestionamientos tan periodísticos como el qué, el cuándo, el dónde y el por qué), además del evidente aire de familia con el cinema verité francés y el direct cinema norteamericano y canadiense, sin desdeñar la plasticidad del encuadre y de la composición típica de ciertos filmes de ficción histórico-literarios (de Eisenstein, Visconti o Wajda, pongamos por caso Iván El Terrible, Gatopardo o Cenizas, por solo mencionar tres paradigmas de la reconstrucción epocal), tampoco deben eludirse las referencias expresionistas (en cuanto a los violentos contrastes de blanco y negro) o nuevaoleras (extrema movilidad de la cámara a lo Raoul Coutard y Sacha Vierny, por ejemplo).

En otras de sus películas, Manuel Octavio Gómez recurre también al cambio de perspectiva y de narrador, a los distanciadores métodos del cine-encuesta, a los subtítulos y a la división brechtiana en bloques temáticos, pero probablemente sea esta la película del autor que con mayor ahínco aspira a confundir el testimonio y la escenificación, el verismo documental y la representación fictiva, en un experimento de mixtura genérica nunca antes acometido por nuestro cine, y con muy escasos continuadores en los años posteriores.

    Si bien es sabido que La primera carga al machete parte y se apropia de la rica experiencia del documental [...] no es menos cierto que va mucho más allá de una toma cómplice de un determinado lenguaje, al plantearse recrear un contexto histórico con todo el rigor de la verosimilitud que ello implica, mediante una propuesta de ficción genuina que, lejos de adulterar o modular de acuerdo con modelos sectarios, enriquece la verdad, la hace más carnal y creíble, despojándola de una connotación profesoral.–aseguró el crítico Eduardo López Morales en el artículo crítico «La primera carga... a la luz del tiempo», en la revista Cine Cubano, no. 122, de 1988.

Tal es la fidelidad a los métodos del documental, que desde el mismo título se desecha toda posibilidad de intriga, o suspenso, al evidenciar cuál será el nudo principal y el supuesto clímax de la trama. Entonces, la respuesta suspendida, que casi toda ficción postula, es allanada aquí desde antes de que el espectador se siente a ver el filme, pues el título expresa en buena parte su contenido, y por tanto visionarlo equivale a presenciar cómo va a ocurrir lo que, desde el título, sabemos inevitable. Es decir, el acicate, la pregunta sin respuesta proviene únicamente del modo en que la primera carga será representada y puesta en escena, y si bien el cine narrativo y de reconstrucción histórica, incluso el de Hollywood, había recurrido a esta especie de sucinta intriga de predestinación (recordar Charge of the Light Brigade, en versión norteamericana, de 1936, y británica, de 1968) ni Michael Curtiz ni el anticonvencional Tony Richardson violentaron los mecanismos ancestrales de la narración y jamás se atrevieron a colocar –como hicieron Manuel Octavio y su editor Nelson Rodríguez– entre las primeras imágenes de sus respectivos filmes el flash forward, prolepsis, o adelanto sintético del paisaje ruinoso y humeante, resultado de una acción muy posterior en el relato, pero vaticinada desde el mismo título. No satisfechos con adelantar en las primeras secuencias el posible núcleo dramático, los autores del filme cubano recurren a la canción-prólogo, interpretada y compuesta por Pablo Milanés, para completar el vaticinio visual y sonoro de lo que veremos hacia el final del metraje.

“La primera carga al machete”.De modo que, desde sus primeras secuencias, el filme aparece dominado por la más violenta asincronía narrativa (elusión de la linealidad y la cronología, omisión del principio causa-consecuencia que domina el relato tradicional) pues todavía no se ha extinguido en el audio la primera canción de Pablo, cuando irrumpen escenas protagonizadas por maltrechos soldados españoles, quienes se dirigen a la cámara, y a un entrevistador narratario (que será todo el tiempo escuchado por el espectador, pero nunca visto), para describir el horror de una batalla que solo podremos visualizar mucho después. Luego de esta primera entrevista con las tropas peninsulares, se procede a la exposición de una asamblea de cubanos independentistas, quienes analizan la importancia política de la primera carga, a la cual se refieren en pasado, es decir que ocurre en el tiempo mucho después de la batalla, aunque se presente en un momento todavía introductorio. Estas dos escenas, los soldados españoles regresando destruidos por la portentosa carga mambisa y la asamblea de cubanos independentistas analizando la importancia histórica del combate, corresponderían, en un relato de sesgo tradicional, a las etapas que algunos dramaturgos llaman de epílogo o decrescendo. Manuel Octavio Gómez, sus guionistas y su editor, decidieron trastocar tal ordenamiento, presuntamente inviolable, y colocaron al principio lo que pudo haber sido conclusión.

Posteriormente a este conjunto inicial de secuencias premonitorio-introductorias, se comienza y desarrolla la línea del relato que asume temporalmente el método cronológico y causal, pues entra en acción el narrador en off diciendo: «Lo que acaban de ver y oír está sucediendo en el Departamento Oriental, en estos precisos instantes, en los últimos meses de ese dramático año de 1868...» En esta primera y extensa parrafada del narrador se relata la toma de Bayamo por los cubanos, y el hecho de que han sido enviadas dos columnas españolas para sofocar dicha rebelión. El narrador se refiere a la columna comandada por el coronel Quirós, que se posesionó del poblado de Baire, e inmediatamente la narración pasa a la entrevista con este oficial español, es decir, con el actor que lo interpreta. Aunque el relato se torne mayormente rectilíneo luego de la primera intervención del narrador en off, no faltan algunas bruscas elipsis y flash backs como aquel en el cual una cubana cuenta hipodiegéticamente (su relato se incrusta en el testimonio de Quirós) el modo en que fueron vejadas ella y sus acompañantes, de modo que la «verdad» de los colonizadores sea pulverizada por el dramático testimonio de las cubanas. Desde este diálogo en adelante, la principal línea dramática se dedica a exponer las declaraciones alternadas de cubanos y españoles –al modo de los reportajes periodísticos con encuesta incluida– a la vez que se exponen las informaciones básicas respecto a las razones y voluntades de uno u otro bando, cuyo paulatino enfrentamiento conducirá hasta la batalla anunciada, preparada, predicha, con diversos niveles de intensidad dramática y absoluto detallismo documental, desde el principio, desde el mismo título del filme.

Después de los testimonios contrastados de españoles invasores y cubanas violadas, la cronología vuelve a quebrarse y se ubica en el pasado para aportarle al espectador algunos elementos claves sobre ciertos personajes. Por ejemplo, en la escena previa a la carga, son entrevistados algunos mambises con motivo de la presencia de Máximo Gómez. Las respuestas al entrevistador, a propósito del dominicano, constituyen una breve retrospectiva verbal, sumario de la biografía del líder mambí en el período anterior a la Guerra Grande en Cuba. Es decir, que si fuera poco el «desorden» cronológico que gobierna todo el filme, en estos pasajes consagrados a la biografía y la importancia histórica de Máximo Gómez se intercalan otros momentos de mínima narratividad, como las vistas evidentemente digresivas de un caballo blanco, sin jinete, trotando y haciendo cabriolas, en imágenes que dilatan el ritmo narrativo y se afilian a los códigos hermenéutico y simbólico. A estas alturas del relato, resulta inminente que muy pronto veremos la escenificación de la contienda, y por tanto las imágenes del corcel blanco, yuxtapuestas con las opiniones no excesivamente favorables de los mambises cubanos respecto a Gómez, crean una especie de enigma o misterio, suspenden la respuesta, actúan como trampa hermenéutica momentánea para el espectador, sobre todo para quien no conozca de hecho el compromiso vertical del dominicano con los destinos de Cuba. Por otra parte, las imágenes del caballo blanco, preciosísticamente ralentizadas, vienen a ser un posible signo que apunta a resaltar la épica libertaria, la eticidad y pureza de los ideales alentados por Gómez en la gesta cubana.

Además de presentar numerosos momentos que empalman con los códigos referencial/documental, hermenéutico y simbólico, y se distancian de la proairesis o relación causal, La primera carga… se aparta también de los convencionalismos documentales, fictivos y genéricos, y contrasta métodos expositivos supuestamente excluyentes o paradójicos. Por ejemplo, hacia el final de la entrevista con el Capitán General de la Siempre Fiel Isla de Cuba, don Francisco de Lersundi, sus palabras se montan con imágenes de cuadros españoles de temática épica, que si bien son mostrados con el fin de hacer evidentes la época, el gusto decorativo imperante, el sentido representacional del filme histórico típico, las costumbres de un país, el tiempo y la clase social específicos, también actúan como pausa, interfieren la acción narrativa y paralizan el ritmo o la natural fluencia de la acción. Igualmente, abundan los sumarios verbales que adelantan la acción y anulan el suspenso en las intervenciones del narrador en off, pululan las elipsis en los diálogos y dentro de las mismas escenas, amén de los alargamientos ora digresivos, ora premonitorios, ora resúmenes, ora comentarios líricos, que conllevan las cinco participaciones de Pablo, y las cuatro canciones que le vemos interpretar. La primera vez que se escucha una canción, el texto adelanta lo que veremos, pero cuando al final del filme se repite la misma canción, entonces adquiere connotación de epílogo-sumario. En la voluntad de anillar principio y final, se percibe la voluntad de los autores por enlazar pasado y presente, insurrección decimonónica y guerrilla de los años sesenta, en obvia voluntad de aludir a la sempiterna espiral de rebeldía y búsqueda de la independencia en Latinoamérica. Tal intención se esclarece si se analiza el texto de dicha canción y, sobre todo, el modo en que se manejan los tiempos verbales, primero en pasado y luego en presente. Dice el texto de la canción:

    Cuando vagábamos solitarios en el tiempo sin presente [...] hubo que rescatar los siglos de la vida, entonces hubo que pelear al filo del machete [...] mil batallas ganar al filo del machete, que estamos dando hoy.

Manuel Octavio Gómez fue de los primeros cineastas en confiar plenamente en el Grupo de Experimentación Sonora del ICAIC –junto con Santiago Álvarez, pues son varios los Noticieros ICAIC Latinoamericanos de esta época que incluyen música del grupo– y él confió a uno de sus cantautores un papel casi protagónico en La primera carga al machete, en la cual las secuencias donde aparece Pablo Milanés son tributarias de una suerte de musical histórico, brechtiano y comprometido políticamente, que tampoco ha contado con algún continuador. Aunque Sara Gómez, Sergio Giral, Manuel Herrera, Octavio Cortázar, Oscar Valdés y Bernabé Hernández utilizaron la música del Grupo de Experimentación Sonora del ICAIC, ningún cineasta de esa época llegó tan lejos como Manuel Octavio Gómez cuando le entregó a Pablo Milanés la enorme responsabilidad de componer toda la música de uno de los filmes más experimentales que recuerda el arte cubano. Pablo aparece en el filme como una suerte de juglar-narrador, casi siempre cantando, mientras camina por las locaciones en las que transcurre, transcurrió o transcurrirá la acción del filme. Es decir, que la figura y las canciones del cantautor entran y salen de la trama tan pronto comentando lo que se presentaba como describiéndolo y sintetizándolo, en una especie de distanciamiento que muy pocas veces se volvería a intentar en nuestro cine.

La intención de hacer ambiguos los referentes del siglo xix y postular en la contemporaneidad la historia de insurrección y anticolonialismo, se esclarece en otros índices: en primer lugar, está la dedicatoria del filme a Michele Firk, cineasta, militante del Partido Comunista francés y guerrillera «caída por la liberación de América Latina» en 1968. Luego, está el vestuario que lleva Pablo, consistente sobre todo en un sombrero parecido al que usaban los juglares o trovadores, y en un poncho de inspiración andina. El cantautor devenido personaje narrador y testigo de la batalla, mira a la cámara como remarcando una aseveración relacionada con la trascendencia de los actos que presentan, al unísono, el filme y las canciones. En tercer lugar, están los movimientos del cantante-actor dentro del encuadre: en el prólogo camina en dirección a la cámara y penetra en la escena donde ocurrió la primera carga (que para el espectador se verificará en pantalla mucho después), hacia el final del filme, vemos a Pablo cantando la misma canción y retirándose de espaldas, abandonando el escenario de la contienda mientras asciende río arriba, entre la desolación y el reguero de cadáveres. Entonces se congela la imagen y termina el filme, en una especie de final abierto, suspensivo, como si la acción hubiera concluido solo de momento, pues el método circular en que el filme está expuesto parece sugerir que la acción pudiera replicarse en eterna espiral hacia el porvenir.

Es decir, La primera carga al machete destaca no solo en virtud de los subrayados estilísticos y discursivos, sino por su muy baja narratividad, más cercana al testimonio y la descripción documental que a la ficción consumada. La tupida red de transtextualidades que emplea, la evidencia del trabajo de cámara, las interferencias del corte directo, los diálogos de los actores-personajes con el entrevistador (y testigo presencial de los hechos) venido desde otra época, la participación del cantante rapsoda y de los narradores en off, entre muchos otros elementos, pueden verse cual palmarias señas de enunciación de uno de los filmes cubanos que mayor preponderancia le otorga al discurso y el estilo en desmedro de lo puramente narrativo o anecdótico. Reconcentrados en el cómo se cuenta por encima del qué se cuenta, los creadores diluyeron los nudos dramáticos, los núcleos cardinales de la acción anunciada desde el título, evidenciada en el prólogo, y consumaron la más ostentosa fuga de lo aristotélico convencional que se recuerda en el cine cubano de cualquier época. Tan es así, que en las secuencias en apariencia culminantes, es decir las que corresponden a la batalla decisiva que el filme representa, ni siquiera se puede identificar en su vorágine a los personajes centrales, mambises o españoles, más o menos perfilados hasta ese momento. En las largas secuencias que conforman la batalla solo se aportan algunos indicios de época, de atmósfera, y a pesar de que se emplean planos medios, primeros y de detalle (en lugar de las panorámicas y planos generales a que se recurre casi siempre en este tipo de escenas épicas), apenas se puede identificar con certeza a los bandos contendientes, y mucho menos personalizar la contienda, como se supone que ocurra en todo filme épico o bélico más o menos formulario. Además, la cámara se recrea en lo que el movimiento Dogma 95 condenaría muchos años después con el epíteto de «acción superficial», entiéndase violencia física, sangre, balacera, heridos, recreación en la espectacularidad, ímpetu, muertos, confusión y entrechoque, todo lo cual borra, o por lo menos desatiende, la presencia dramáticamente necesaria de los actantes o personajes expuestos hasta ese momento. Es decir, que la escenificación concreta de la primera carga desatiende las emociones y la posible identificación con los contendientes para presentar impresiones fragmentarias, secuencias expresionistas conformadas a partir de los movimientos paroxísticos y descontrolados de la cámara (¿otro sujeto de la contienda?), por el sonido atropellado y casi siempre indescifrable, por la corta duración de los planos, y por el altísimo contraste del blanco y negro que apenas permite distinguir unos cuerpos de otros. De modo que la escena culminante del filme se propuso más bien la recreación estilística del suceso en vez de mostrarlo de modo verista, o de relatarlo mediante la progresión de la acción dramática.

Tenemos entonces que La primera carga al machete se apoya en una estrategia de realización exactamente contraria a la enunciada por Christian Metz en Histoire/Discours, donde el teórico postula que los filmes tradicionales borran las señas de enunciación, y la cámara intenta denodadamente convertirse en un agente «invisible», que hace avanzar la historia y se dedica a mostrar el discurrir «natural» de la anécdota. En todo caso, el filme cubano parece mucho más afín con el repertorio de expedientes estilísticos expuestos por Raymond Bellour y Marie-Claire Ropars-Wuilleumier (ambos citados in extenso por David Bordwell en La narración en el filme de ficción) cuando caracterizan el intervencionismo evidente del sujeto-director. El primero de los ensayistas mencionados se refiere a marcas específicas de enunciación como la posición y los movimientos de cámara extremadamente notorios, o la mirada directa de los personajes al tomavistas. Ropars-Wuilleumier observa, por su parte, que en este tipo de filmes más discursivos que narrativos suele presentarse el montaje discontinuo, la no concordancia entre sonido e imagen, los primeros planos repentinos y la manipulación del tiempo fílmico. Tanto las dos cualidades apuntadas por Bellour como las cuatro añadidas por Ropars-Wuilleumier alcanzan preeminencia en el filme de Manuel Octavio Gómez pues, como ya hemos dicho o insinuado, abundan los movimientos nerviosos y convulsos de la cámara, el diálogo constante de los personajes-actores con la cámara-entrevistadora, el montaje discontinuo y sus cortes directos (para introducir recursos como las elipsis, los adelantamientos y las retrospectivas, los insertos), los primeros planos en brusca alternancia con las tomas panorámicas, así como las voces distanciadoras de los narradores en off, y las canciones de Pablo que muchas veces aparecen sin correspondencia directa con lo que estamos viendo en pantalla.

Son raros, rarísimos, los filmes cubanos que se exponen con semejante complejidad y riqueza en la alternancia de sus diversos narradores, niveles representativos y sintagmas espaciales o temporales. No recuerdo ningún otro título de ficción cubano donde predomine en tal medida la voluntad por distanciar al espectador, a fuerza de impedirle la concentración en alguna historia personal, íntima o particular.

En el nivel estrictamente visual, el filme zanja, sin proponérselo tal vez como primer objetivo, aquella polémica (luego de Citizen Kane, del Neorrealismo italiano y de la Nueva Ola francesa) sobre el modus operandi propio del cine de arte y de autor, puesto a elegir entre el plano secuencia, la profundidad de campo y la riqueza asociativa del montaje fragmentario. Manuel Octavio Gómezy sus principales colaboradores (vale insistir en la autoría compartida con el fotógrafo Jorge Herrera y el editor Nelson Rodríguez) juegan al mismo tiempo con ambas herramientas sin colocarlas en artificiosa colisión. La fotografía y el montaje se valen del corte directo, la edición nerviosa, la veloz sucesión de planos muy cortos, sin desdeñar momentos más reposados, de planos secuencias y complicadas cabriolas de la cámara, al tiempo que se prescinde de elementos sintácticos, caros al cine de época, como los fundidos y las disolvencias, los cuales hubieran impuesto un aire nostálgico o de remembranza, y un ritmo más lánguido, a uno de los filmes más bizarros, impetuosos y potentes jamás realizados en Cuba, una obra capaz de transformar la visión museológica y archivera que dominara buena parte del cine cubano cuando intentaba acercarse a sucesos históricos.

El autor incomprensiblemente preterido

De izquierda a derecha: Manuel Octavio Gómez, el camarógrafo asistente Armando Achong y el director de fotografía Jorge Herrera, en el rodaje de “Los días del agua”.Resulta desoladora la escasez de investigaciones, monografías o reseñas que profundicen, se apropien e intenten explicar los diez largometrajes que consiguiera realizar uno de nuestros más prolíficos y originales cineastas, quien confesara en una entrevista realizada por Enrique Colina, para la revista Cine Cubano, nos. 56-57: «Yo concibo el cine como una ruptura, y no está en mí el ceñirme de por vida a un solo tema...» La vocación rupturista de Manuel Octavio aparece deslumbrante en Tulipa (1967), La primera carga al machete (1969), Los días del agua (1971) y Ustedes tienen la palabra (1973), las cuatro películas más redondas y coherentes que consiguió realizar el cineasta en su periplo por el largometraje de ficción, un itinerario que se inaugura con La salación (1965) y cierra en Gallego (1987).

Graduado de periodismo, estudiante de sociología, con formación cinematográfica predominantemente cineclubista, Manuel Octavio Gómez le imprimió a todos y cada uno de sus filmes un fuerte matiz documental, verista y testimonial que los identifica con alguno de los géneros clásicos del periodismo: la nota informativa, la crónica, el reportaje. Y evidentemente fue la estética documental un terreno propicio para aplicar su interés humano, periodístico, a temáticas y personajes desmesurados, altisonantes, épicos. La filmografía completa de Manuel Octavio abarca los documentales El tejedor de yarey, Biblioteca Nacional, El agua, Cooperativas agrícolas, Una escuela en el campo, Guacanayabo, Historia de una batalla y Cuentos del Alhambra (entre 1959 y 1963), el corto de ficción «El encuentro» (para la trilogía Un poco más de azul), el polémico documental Nuevitas, realizado «a destiempo», cuando ya Manuel Octavio era conocido por los largometrajes de ficción La salación (1965), Tulipa (1967), La primera carga al machete (1969), Los días del agua (1971), Ustedes tienen la palabra (1973), La tierra y el cielo (1976), Una mujer, un hombre, una ciudad... (1978), Patakín (1982),1 El señor Presidente (1983) y Gallego (1987), las cuales recorren todos «los momentos» decisivos del cine cubano, excluida la última década del siglo xx, desde aquellos años fundacionales, cuando la cinematografía nacional adoptaba formas y conceptos neorrealistas, que alcanzaran validez artística y reflejaran auténtico nacionalismo, hasta la etapa de las imprescindibles coproducciones con países europeos, sobre todo con España, y las ambiciosas adaptaciones de importantes obras literarias.

La poética de Manuel Octavio se traza, como la de cualquier otro autor, a partir de ciertas constantes estéticas e ideotemáticas que si bien no aparecen con la nitidez obsesiva propia de Tomás Gutiérrez Alea y Humberto Solás, se confirman a lo largo de toda su filmografía: la experimentación visual, con el color y los escorzos descritos por la cámara (La primera carga al machete, Los días del agua); el mundo de la representación escénica, del artificio, la teatralidad y el distanciamiento autorreflexivo (Cuentos del Alhambra, Tulipa, Patakín); el héroe cotidiano, común, de pueblo (Historia de una batalla, La salación, Los días del agua, Un hombre, una mujer, una ciudad…, Gallego); en contraste con el antihéroe, el marginal o el perdedor (Los días del agua, Ustedes tienen la palabra, Nuevitas, La tierra y el cielo, Patakín), y la preeminencia de articulaciones entre métodos documentales y fictivos caracterizan una obra que se distinguió también por avanzar por dos grandes derroteros: la inspiración en relatos preexistentes, de origen literario, teatral o histórico, y los filmes que abrevan documentalmente en hechos reales, documentados. Sus más altos logros devinieron de la confluencia entre ambas predisposiciones. Así, están los filmes de Manuel Octavio que parten de obras literarias o teatrales (Manuel Reguera Saumell en Tulipa, la historias reales y legendarias de Antoñica Izquierdo en Los días del agua; de la primera insurrección mambisa en La primera carga al machete; Antonio Benítez Rojo en La tierra y el cielo; la fábula yoruba que da lugar a Patakín; Miguel Ángel Asturias en El señor Presidente; y Miguel Barnet en Gallego); y aquellos otros que recrean sucesos y personajes reales (clasifican en este rubro, por supuesto, sus mejores documentales, Historia de una batalla, Cuentos del Alhambra y Nuevitas, así como los filmes inspirados en realidades históricas comprobadas: La primera carga al machete, Los días del agua y Ustedes tienen la palabra). Precisamente la etapa final de su obra se explica mejor cuando se aprecia el abandono de las técnicas documentales manipuladas por Manuel Octavio en sus mejores películas. El terreno en que mejor se movía el autor nunca fue el de la ficción pura, genérica, y cuando su obsesión por la historia y la literatura hispanoamericanas lo arrastró lejos de su particular hálito interdisciplinario, entonces parecía que a los filmes les faltaba vida y calor, fibra y verosimilitud, como ocurre con El señor Presidente y Gallego.

La primera carga al machete, Los días del agua y Ustedes tienen la palabra pueden, deben, considerarse obras definitivas dentro de sus respectivas etapas, ya sea si el análisis lo inducen intereses retrospectivo-jerárquicos o si la demarcación obedece a consideraciones de índole temática, formal o expresiva. En todos los acápites, cualquiera que sea la aproximación panorámica e indagatoria, o la relatoría de las obras maestras, aparece ante el estudioso del cine cubano alguno de estos títulos. Cuando el cine, y el arte cubano en general, apostaban por todo lo que fuera, o pareciera, absolutamente nuevo, la segunda obra de Manuel Octavio Gómez «se limitaba» a proponer una mirada al pasado plena de conmiseración y humanidad, al tiempo que desnudaba la intimidad del ser humano, del artista derrotado por las circunstancias, arrastrado por tragedias tan ancestrales como la vejez y el irrespeto a la dignidad individual.

Más allá de la simple anécdota, en Tulipa Manuel Octavio describe, a través del universo del circo ambulante, a ciertos personajes que operaban en un nivel social que trasciende la carpa, en una época marcada por las frustraciones, el oportunismo, la falsedad y la sensación generalizada de encontrarse ante un callejón sin salida. La historia de Tula, el personaje, es la historia de su conflicto casi diario con los dueños del circo, la de una mujer a quien solo le queda su infatigable capacidad para mantenerse erguida. Es la artista declinante que se niega a ceder el puesto y a perder la dignidad en el cambio. Tal es el eje dramático sobre el cual se erige esta dolorosa disquisición sobre el artista que envejece y sus relaciones con el público. Tula emerge de la sordidez reinante gracias a su claridad de ideas respecto al decoro y a la respetabilidad, y enarbola estos ideales aunque se sabe condenada a la soledad y al olvido, bailarina con tarifa de diez centavos, en un circo de mala muerte cuya impúdica decadencia es subrayada por el realizador –transcurría la etapa en que el cine cubano miraba al pasado solo para magnificar sus máculas– aunque no falten numerosas salvedades, matices, que humanizan estos seres atrapados en la infinitud circular de un tiovivo inapagable.

Plena de resonancias fellinescas y hasta bergmanianas –tanto La strada como La noche de los titiriteros serían figuras tutelares– Tulipa resulta por momentos incluso más pesimista que las obras de los maestros citados, en tanto su trama elude todo intersticio para la redención o el triunfo de la nobleza. En el filme cubano domina la gritería del gentío y la fanfarria ambulante. La artista que envejece es sustituida, pero la vida continúa, the show must go on, y «triunfa» una nueva reina de la maroma sicalíptica. Los perdedores son desechados, expulsados de la carpa, porque, como se dice en algún momento del filme, se trata de «una bachata que no acaba», en abierta alusión a la realidad republicana, al inacabable ciclo de rumberas, lupanares y sensualidad despreocupada y bailadora.

A pesar de la crítica explícita a la estulticia y sordidez del circo ambulante, en Tulipa resultan innegables ciertos guiños cómplices al arte popular genuino: los créditos del filme a manera de marquesina pintarrajeada; la escena afectiva y vernacular del gallego, el negrito y la mulata; el respeto por la música utilizada, las rumbas y el danzón; los atisbos de dignidad artística en algunos de los cirqueros, explotados por mercachifles e ignorantes… Junto con sus contemporáneas Nosotros, la música (1964, Rogelio París) y Un día en el solar (1965, Eduardo Manet), Tulipa potencia y recrea arquetipos escénicos y culturales que brillarían por su ausencia en nuestro cine hasta muchos años después. Son... o no son (1980), de Julio García-Espinosa; Patakín (1982), del propio Manuel Octavio; La bella del Alhambra (1989), de Enrique Pineda Barnet, Un paraíso bajo las estrellas (1999), de Gerardo Chijona y El Benny (2006), de Jorge Luis Sánchez, explayarían desde sus notables desigualdades ese regusto por el sentido espectacular de la cultura popular y de masas que, con todo y el dramatismo reinante, también domina en Tulipa, que trascendió

    [...] como el filme cubano mejor actuado hasta el momento en que fue realizado [...] a la vez que genera una profunda empatía por las tres mujeres, vistas como alegorías de las frustraciones a que se veían forzados los artistas por aquellas circunstancias, según asegura Michael Chanan en el ensayo «Current of Experimentalism», parte del libro The Cuban Image: Cinema and Cultural Politics in Cuba. La flamante visualidad aportada por Jorge Herrera en algunas escenas de Tulipa (los cirqueros levando la carpa, la persecución de Beba a lo largo del tren, los elocuentes e introspectivos primeros planos) alcanzaría pináculo en La primera carga al machete, a la cual ya le dedicamos un aparte, y en Los días del agua, en la que Manuel Octavio quiso patentizar su admiración por la visualidad ecléctica, barroca y a veces teatralizada del Cinema Novo brasileño –en particular, de Glauber Rocha– y validar manifestaciones de la cultura popular como el cabaré, el circo y el carnaval. La influencia del Cinema Novo en Manuel Octavio se percibió desde La primera carga al machete, pues el personaje de Pablo Milanés, el juglar-narrador, es muy afín con la figura de Julio, el trovador ciego de Deus e o diabo na terra do sol (1964), de Glauber Rocha.

Los días del agua utiliza la cita culterana en alternancia con la imaginería popular o marginal (por ejemplo, en el segmento titulado «El evangelio según Tony Guaracha») para adentrarse en el sincretismo de la religiosidad popular, y en otros muchos aspectos caracterizadores de esos «seres apáticos y sin aliento» que somos los cubanos, según la definición que en el filme se escucha. La capacidad amenazante y denigradora que simboliza el circo en Tulipa, la tiene la multitud que persigue y acecha a la pobre curandera en Los días del agua.

    En la figura de Antoñica, admirablemente construida a nivel de dirección y de interpretación, se da una fuerza moral que surge directamente de los valores simples de una mujer de pueblo, el amor maternal, la generosidad, el desprecio de la fatiga, la dignidad. Es decir, se logra algo muy difícil, evitar que la exaltación mística del personaje le gane a su autenticidad popular y humana, haciéndolo extraordinario o ridículo– asegura Ambreta Marrosa, en la revista venezolana Cine al día, no. 15, enero de 1972.

El caos folclorista y el aquelarre doliente que representa Los días del agua se racionaliza mediante el método del cine-encuesta. Tal vez concebido cual alter ego del cineasta, el periodista es uno de los principales personajes, en tanto participa de la creación del mito de la santa que el filme refiere y deconstruye. Del periodista se vale el guión para contraponer múltiples opiniones en torno a los milagros curativos, y aunque no deje de aflorar la intención materialista-dialéctica del director, al personaje de Antoñica Izquierdo le son concedidas tan altas virtudes como pueden serlo la entereza, el decoro, la conmiseración y la inocencia. Su fe inquebrantable, aunque a veces parezca patética, también alcanza las cimas del estoicismo. La protagonista de Los días del agua pone en crisis ciertas conclusiones apresuradas de quienes juzgan el cine cubano de los años setenta como un período gris o insalvable. Para matizar tales aseveraciones serviría de mucho el análisis de la concepción del héroe que en este tiempo se verifica, y las tensiones y contradicciones que habitan en los protagonistas de Los días del agua, La última cena, De cierta manera y Un día de noviembre, todos bien distantes del diseño heroico reductor y marmóreo, del esquema positivista impuesto por la peor variante del realismo socialista.

No solo en cuanto al reconocimiento de un mesianismo otro (de tipo religioso o espiritual), se distingue Los días del agua entre el cine de su época. Fuertemente imantado por la estética propia del teatro del absurdo, por la acción plástica y el performance, el filme expone su trama desde el sesgo carnavalizante y distanciador, muy poco frecuente en aquellos tiempos. Tan conscientemente trabajó el realizador con los niveles de barroquismo interdisciplinario, distanciador, y tan nítida resultó la autoconciencia cultural y artística, que en una entrevista con Julianne Burton, titulada «Manuel Octavio Gómez Interviewed: Popular Culture, Perpetual Quest», en la revista Jump Cut, no. 20, mayo de 1979, la acreditada estudiosa reconoce que «lo más atractivo en Los días del agua es su pronunciado interés en la cultura nacional, y la excepcional habilidad del director para explorar simultáneamente las máculas y limitaciones de las tradiciones culturales populares, desde una perspectiva que no es elitista ni paternalista». Semejante capacidad para contemplar la realidad desde sus múltiples facetas, desde la visión cómplice, partícipe, que no destierra el criticismo, ni la objetividad, es tal vez otra de las características más notorias de las mejores obras firmadas por Manuel Octavio Gómez. Objetos de su distanciada, y al mismo tiempo afectuosa perspectiva, resultan los numerosos personajes que pululan en estos «días del agua»: la curandera y sus fanáticos, el periodista a la caza de la noticia sensacionalista, el oportunista-manipulador-mitómano (Tony Guaracha), el cura, el alcalde, el campesino ignorante y el boticario tacaño, todos más o menos plegados a la majestad de esta mujer imponente, comprometida solo con su fe, y que por ello representa un peligro para todos los poderes establecidos y los intereses creados. Ella no hace concesiones a unos ni a otros. La guían su intuición y un sentido ancestral del decoro.

Así de problemático, agudo y controversial quiso ser este brillante ensayo fílmico, colmado de encuadres barrocos y enardecidos planos secuencias, reflexión vertical sobre los estados de histeria colectiva, sobre la frustración y el vacío a que conduce la falta de fe, sobre la necesidad del otro, del enajenado que se distancia, del que se niega a fluir en los consensos mayoritarios y además se mantiene consecuente con su negativa.

Sobre la superioridad de quienes saben decir no, antes que afirmar ciegamente y sin convencimiento, versaba también una de las pocas películas de tema contemporáneo realizadas por el ICAIC en los años setenta: Ustedes tienen la palabra, cuya acción transcurría en el pasado reciente, 1967, pero que presentaba una cadena de negligencias, cambalacheos, indisciplinas, desidia, oportunismo de algunos dirigentes, desórdenes éticos, y donde se promovía una discusión totalmente contemporánea. Los rastros de su criticismo pudieron rastrearse en numerosos filmes posteriores como Demasiado miedo a la vida o Plaff, Alicia en el pueblo de Maravillas o Nada. A medias, entre el llamado cine de tesis y el judicial (la checa El acusado, la soviética El premio resultaron paradigmas inspiradores), Ustedes tienen la palabra contrapone la dura realidad de la vida agraria, las tragedias cotidianas de muchos trabajadores, a las fórmulas de manual esgrimidas por algunos dirigentes y a las soluciones proclamadas en las consignas.

Si bien algunos críticos le atribuyeron a la controversial película, lucidez y rigor solo a partir de sus propósitos didácticos, Ustedes tienen la palabra desencadenaba un intenso y doloroso proceso de reflexión social, e incluso introspectivo, justo en el momento en que ya no importa tanto saber quiénes eran los culpables de ciertas catástrofes económicas, sino comprender el carácter adventicio con que se enraíza en la conciencia colectiva cierto relajamiento moral y profesional, amén de la connivencia con delitos y fechorías de enorme costo ético y económico. Todo ello se muestra en reiteradas y cada vez más vigorosas retrospectivas, que se las arreglan para sostener un alto sentido de la intriga, pues si bien el filme parece dispersarse en conflictos y personajes demasiado numerosos, termina anudándolos todos en la escena del juicio, y en el propósito moralizante, generalizador, racionalista, que sitúa a Ustedes tienen la palabra entre las obras más mesuradas de un director cuya filmografía prosperó a partir de la desmesura formal y el desborde temático.

Tulipa, La primera carga al machete, Los días del agua y Ustedes tienen la palabra patentizan una tremenda coherencia en términos estéticos y conceptuales que se vería disminuida en la filmografía posterior de Manuel Octavio Gómez. Las películas que realizó sin el fotógrafo Jorge Herrera, y sin la presencia dominante e iluminadora de Idalia Anreus –su pareja y actriz principalísima de aquella época– no alcanzarían similar vuelo o relieve. No obstante, se mantuvo vertical el interés del cineasta por ciertos paradigmas del arte popular (Patakín) además de su atención perenne a la perspectiva del perdedor, del otro (Gallego) cuya ajena mirada puede alumbrar complejas zonas del entramado social visto nación adentro. En todos y cada uno de los relatos mencionados, se descubre la tendencia a favorecer la focalización múltiple, el relato coral y episódico, capaz de establecer visiones contrastantes respecto a los conflictos generados por la precariedad de algunos ideales humanísticos, incapaces de resistir las inclementes presiones del prejuicio colectivo.

Después de leer La agonía de hacer cine (1988, de Edmundo Aray), uno de los pocos estudios (compilatorios) dedicados íntegramente al autor de Los días del agua, se pudiera inferir que se estaba hablando de un autor agónico e intermitente. En vez de semejante sensación desoladora y amarga, volver a ver algunas de las películas de Manuel Octavio Gómez, repasarlas y repensarlas, significa más bien enfrentarse a los embates del formalismo, y de la imaginación creadora más delirantes que pueda uno encontrar en el cine de este país. Porque la ambigüedad genérica, estilística y conceptual constituye tal vez uno de los máximos atractivos de un legado cinematográfico a todas luces irradiante, quizás no tanto para el presente como para esa región en perennes tinieblas que llamamos futuro.

 

1 Aunque la película se conoce así, el título real es Patakín (quiere decir ¡fábula!). (N. de la E.)

Descriptor(es)
1. CINE CUBANO
2. CRÍTICA CINEMATOGRÁFICA
3. GÓMEZ MARTÍNEZ DE LA HIDALGA, MANUEL OCTAVIO (MANUEL OCTAVIO GÓMEZ), 1934-1988

Web: http://www.cubacine.cult.cu/sitios/revistacinecubano/digital14/cap01.htm