FICHA ANALÍTICA
Nuevos lenguajes del cine latinoamericano III: Alicia Scherson y Paz Encina
Zarza, Zaira (1983 - )
Título: Nuevos lenguajes del cine latinoamericano III: Alicia Scherson y Paz Encina
Autor(es): Zaira Zarza
Fuente: Revista Digital fnCl
Lugar de publicación: La Habana
Año: 2
Número: 2
Mes: Marzo
Año de publicación: 2010
Título: Nuevos lenguajes del cine latinoamericano III: Alicia Scherson y Paz Encina
Autor(es): Zaira Zarza
Fuente: Revista Digital fnCl
Lugar de publicación: La Habana
Año: 2
Número: 2
Mes: Marzo
Año de publicación: 2010
VI
Play de Alicia Scherson (Chile, 2005).
En una etapa en la que el cine latinoamericano con referente urbano mostró, sobre todo, sus lados oscuros de marginalidad social, sexual y racial a gran escala, una película chilena indagó en la virtualidad de la naturaleza del hombre. Una vez más una mujer cineasta, Alicia Scherson, decidió enseñarnos con Play una historia donde los problemas humanos afloran dentro de un panorama visual y cinematográfico de carácter hedonista, subjetivo, imposible de desatender por lo inédito de su lenguaje. A través de complejidades y misterios se hicieron, en pantalla, la luz y el color.
Sin referentes directos en la cinematografía de la región y más cercana al world cinema Play es una propuesta alejada de todo compromiso político evidente. Aunque se manejan las diferencias de clase y el problema internacional de la emigración, el universo sensible de los personajes, su medio y la manera en que perciben el entorno que les rodea es el eje fundamental de cuanto se narra. Estas ideas toman cuerpo, sobre todo, a través de la protagonista, una joven de origen mapuche, sola en Santiago de Chile que se emplea como enfermera y ama de llaves al servicio de un moribundo extranjero.
No sin intención, la historia manifiesta la evidente pérdida de identidad de los protagonistas. A Tristán -un antihéroe por excelencia, incapaz de defenderse-, le han robado todo lo que, convencionalmente, lo ata al mundo: sus documentos, su celular, su trabajo y su mujer. Sin embargo, esto que al inicio es motivo de depresión, más tarde, imprime sentido a su vida. Como quien se ha liberado de un gran peso, el hombre se mueve en cámara lenta por el parque, el mercado y la galería comercial del centro y su malestar desaparece al menos en ese instante cuando todo a su alrededor resulta amable. Se regodea al ver su imagen múltiple reflejada en los televisores de San Diego, como si ser uno no bastara, como si se reconociera nuevo y felizmente ajeno en esta insólita situación. En un momento dice que no recuerda su edad y es confundido más de una vez con otra persona de nombre Walter. Un loco llega a decirle en una ocasión: “tú no sabes quién eres, Walter. Ese es tu problema.”
Por su parte, a Cristina “no la conoce casi nadie” y se identifica tanto con la heroína de un videojuego japonés como con la pose de una mujer chilena de clase media alta. Y es que su propia vida no la satisface. Desde que encuentra el portafolios de Tristán se va adentrado en el universo de ese desconocido y su ex-pareja. A través de los objetos comienza a vivir las vidas de sus dueños: fuma los cigarrillos de otro, olfatea su ropa interior, escucha su ipod y revela sus fotografías. La condición de espía a que la conduce el acceso a esa información la va convirtiendo en una suerte de voyeur y así sigue a los amantes por la ciudad y entra a escondidas en la casa que ambos compartían.
Hay algo de indiscutible surrealismo en el modo en que se maneja la ficción. Los sueños, por ejemplo, representados a partir de imágenes descontextualizadas, conforman pasajes que nada tienen que ver con el eje de lo que se narra como ocurre con la perturbadora historia de la polilla encerrada en la boca del muchacho. A lo largo de la trama se introducen extraños personajes que reaparecen una y otra vez en la ciudad como la colegiala que se rasca una herida en la rodilla, el señor gordo de la camisa multicolor que se limpia los oídos todo el tiempo o la señora que lleva a su hija de la mano y sobre quien Cristina descarga su ira cuando la enfrenta en una escena recreada a lo Street fighter. Sutiles elementos validan, asimismo, un guión que se muerde la cola y propone acontecimientos cíclicos apreciados desde la perspectiva de personajes diferentes. Así sucede con la sirena de policía que se escucha mientras la joven cierra las cortinas del cuarto o en la escena en que un niño tropieza con las piernas extendidas de Tristán.
Play pone en contradicción elementos extremos de la civilización y refleja con sutileza los contrastes más fuertes entre las relaciones humanas y las nuevas tecnologías. La revista que Cristina lee al viejo húngaro –crónicas de exploradores en la cuenca amazónica, nexo sutil a su origen nativo- contrasta con lo que ella encuentra en sus paseos por el centro. Ambas referencias retratan contextos cuya pugna evidente se traduce en colonización. La adición contemporánea por el videojuego, la cultura del ipod y del celular –cuyo ciclo esta vez subvierte de manera implícita la idea de evolución cuando termina en un basurero- hacen frente a la agudeza de su sentido del olfato y al hecho de que se comunique con su familia bien al Sur aunque ella prefiera vivir en Santiago, enviarles dinero y no regresar al campo porque terminaría “pobre y con frío”. Estas son ideas que parecen revelar la seducción alienante de lo ignoto versus el peso natural de la memoria.
El diseño de la banda sonora supera cualquier otro rubro formal. Sobre todas las imágenes están el sonido y, muchas veces, la música para crear sentidos y atmósferas o describir representaciones visuales. Cuando Cristina hojea la revista sobre eventos de la Amazonia, aparece un jefe de la tribu Matí y, al segundo, se escucha su canto ceremonial, en la próxima página se dibuja un trineo al que la banda sonora también acompaña y son recurrentes el trino de la gaviota junto al zoom in sobre los tatuajes de la tendera del bar y su marido así como la canción que silba la protagonista. Participan también en otros momentos los sonajeros en la casa de Tristán, la tetera sobre la hornilla, la patrulla de policía y una alarma de seguridad. De este modo, tanto el espacio público como el doméstico tienen su referencia auditiva dentro o fuera de la diégesis. Los temas musicales superpuestos a la narración o provenientes del ipod con que la joven recorre Santiago van del bolero profundo, al instrumental dramático, a la canción chilena tradicional o a la experimentación electrónica más contemporánea.
El cuidado de la fotografía y la selección de los espacios alcanzan una perfección un tanto ideal en la cinta de Scherson. Quien, sin dudas, ha decidido captar con el lente una ciudad oculta para ojos fugaces pero que también existe hermosa, limpia, impecable. Como Tristán –que prefiere ser jirafa a pantera y adjetivo antes que verbo- la película niega toda suerte de obviedades. Su final no es conclusivo ni optimista. Sin embargo, tras lo que ya hemos presenciado durante el metraje, lo que vendrá puede quedar incógnito, a merced de suposiciones personales de cada espectador. Opera prima de lujo que deja a quien la disfruta a la espera de un futuro semejante para el cine chileno.
V.
Hamaca paraguaya de Paz Encina, (Paraguay, 2006)
Hacía treinta años que no se filmaba una película en Paraguay, quizás el país de menor cultura cinematográfica en el continente. En el año 2006 llegó entonces Hamaca paraguaya de Paz Encina, uno de los filmes de más difícil recepción en la historia audiovisual de Latinoamérica. Pero con una fuerza particular en su guión y en los escasísimos planos que la cineasta concibe para narrarlo que llena de alcances al impermeable lenguaje escogido.
Hablado totalmente en guaraní, el drama refleja un día en la monótona vida de Cándida y Ramón, una pareja de ancianos que, al principio, se debate sobre el lugar donde debe colocar la hamaca de descanso, sobre el estado del tiempo y una perra que ladra, incansable. Durante los primeros quince minutos la cámara permanece inmóvil - solo hay un par de transiciones para enfocar el cielo nublado- y capta a los personajes desde cierta distancia. Solo su voz está en primer plano. Hasta que comienzan a descubrirnos, poco a poco, el que se convertirá en leit motif de la historia: la partida de su único hijo a la guerra.
Máximo estará entonces tratado como una “presencia ausente” a lo largo del filme. En las escenas siguientes, mientras el padre trabaja la tierra y la madre lava la ropa se rememoran las últimas conversaciones con el hijo que suceden como diálogos en off por encima de las imágenes. Ambos sujetos son captados en escorzo, desde atrás, como para recordarnos que no son sus rostros lo más importantes. La despedida descubre el miedo del joven ante la posibilidad de la muerte y el dolor profundo de la pareja. Será la hamaca único testigo de sus turbaciones reveladas.
Si al principio se desdibujaba la imagen y era impreciso saber si los actores interpretaban frente a cámara el diálogo superpuesto, nos damos cuenta, ya en la segunda mitad del metraje, de que a la autora no le importa realmente mostrarnos a los ancianos actuando las escenas. Se permite recrear diálogos con personajes que no aparece en pantalla y juega todo el tiempo con la incertidumbre del presente. Nunca sabemos si lo que se escucha es un gran flask back, sucede en la memoria interior de los protagonistas o es completamente impostado a la imagen de ambos campesinos solos, manipulados por las circunstancias.
En las próximas escenas otros dos personajes son introducidos a través de la banda sonora: un veterinario que le cuenta a Ramón que la guerra terminó y un cartero portador de la noticia de que el hijo ha muerto en el frente. El padre sentado en el portal de la casa y la madre junto al horno dibujan el nuevo panorama visual de esta declaración –que no reconocimiento- de la pérdida. Sin acciones, la tensión dramática del filme ocurre solo por lo que se escucha. Las voces y rumores del entorno natural conforman un diseño de sonido que se muestra otra vez intenso, imprescindible.
A pesar de su inmovilidad, la potencia de la imagen plástica y lo que se dice, en su aparente insignificancia, expresa mensajes humanos universales. Si al principio los personajes hablan con mayor libertad sobre el hijo y la guerra, en las postrimerías de la historia ambos evaden el tema e incluso mienten. El dolor está marcado por un profundo ocultamiento de lo que fingen no saber. Él no le dice que la guerra ha terminado y ella no le cuenta que el cartero llegó con la noticia del hijo muerto.
La inminencia de la lluvia que no acaba de caer metaforiza la concientización de lo que callan. La necesidad y el ansia por el agua -que solo precipita al fin, pantalla en negro, como confirmación simbólica de la antítesis vida-muerte- refleja la inconformidad de los complementarios protagonistas -él no ve bien, ella apenas oye; la madre es de corazón aparentemente duro y el padre un viejo soñador con esperanzas.
Contrario a lo que pudiera pensarse, Hamaca… es una película muy experimental, de recepción difícil. Sus códigos expresivos remedan ciertos filmes del cine asiático por su tempo lento y largos silencios. La atmósfera encierra el estatismo de la vida de los protagonistas y la imposibilidad de escapar de ciertos designios que la sociedad y los preceptos morales indican. Parece que delinea un gran naturalismo fílmico para contar la tragedia pero su representación irradia, también, una aguda sensación de extrañamiento.
Play de Alicia Scherson (Chile, 2005).
En una etapa en la que el cine latinoamericano con referente urbano mostró, sobre todo, sus lados oscuros de marginalidad social, sexual y racial a gran escala, una película chilena indagó en la virtualidad de la naturaleza del hombre. Una vez más una mujer cineasta, Alicia Scherson, decidió enseñarnos con Play una historia donde los problemas humanos afloran dentro de un panorama visual y cinematográfico de carácter hedonista, subjetivo, imposible de desatender por lo inédito de su lenguaje. A través de complejidades y misterios se hicieron, en pantalla, la luz y el color.
Sin referentes directos en la cinematografía de la región y más cercana al world cinema Play es una propuesta alejada de todo compromiso político evidente. Aunque se manejan las diferencias de clase y el problema internacional de la emigración, el universo sensible de los personajes, su medio y la manera en que perciben el entorno que les rodea es el eje fundamental de cuanto se narra. Estas ideas toman cuerpo, sobre todo, a través de la protagonista, una joven de origen mapuche, sola en Santiago de Chile que se emplea como enfermera y ama de llaves al servicio de un moribundo extranjero.
No sin intención, la historia manifiesta la evidente pérdida de identidad de los protagonistas. A Tristán -un antihéroe por excelencia, incapaz de defenderse-, le han robado todo lo que, convencionalmente, lo ata al mundo: sus documentos, su celular, su trabajo y su mujer. Sin embargo, esto que al inicio es motivo de depresión, más tarde, imprime sentido a su vida. Como quien se ha liberado de un gran peso, el hombre se mueve en cámara lenta por el parque, el mercado y la galería comercial del centro y su malestar desaparece al menos en ese instante cuando todo a su alrededor resulta amable. Se regodea al ver su imagen múltiple reflejada en los televisores de San Diego, como si ser uno no bastara, como si se reconociera nuevo y felizmente ajeno en esta insólita situación. En un momento dice que no recuerda su edad y es confundido más de una vez con otra persona de nombre Walter. Un loco llega a decirle en una ocasión: “tú no sabes quién eres, Walter. Ese es tu problema.”
Por su parte, a Cristina “no la conoce casi nadie” y se identifica tanto con la heroína de un videojuego japonés como con la pose de una mujer chilena de clase media alta. Y es que su propia vida no la satisface. Desde que encuentra el portafolios de Tristán se va adentrado en el universo de ese desconocido y su ex-pareja. A través de los objetos comienza a vivir las vidas de sus dueños: fuma los cigarrillos de otro, olfatea su ropa interior, escucha su ipod y revela sus fotografías. La condición de espía a que la conduce el acceso a esa información la va convirtiendo en una suerte de voyeur y así sigue a los amantes por la ciudad y entra a escondidas en la casa que ambos compartían.
Hay algo de indiscutible surrealismo en el modo en que se maneja la ficción. Los sueños, por ejemplo, representados a partir de imágenes descontextualizadas, conforman pasajes que nada tienen que ver con el eje de lo que se narra como ocurre con la perturbadora historia de la polilla encerrada en la boca del muchacho. A lo largo de la trama se introducen extraños personajes que reaparecen una y otra vez en la ciudad como la colegiala que se rasca una herida en la rodilla, el señor gordo de la camisa multicolor que se limpia los oídos todo el tiempo o la señora que lleva a su hija de la mano y sobre quien Cristina descarga su ira cuando la enfrenta en una escena recreada a lo Street fighter. Sutiles elementos validan, asimismo, un guión que se muerde la cola y propone acontecimientos cíclicos apreciados desde la perspectiva de personajes diferentes. Así sucede con la sirena de policía que se escucha mientras la joven cierra las cortinas del cuarto o en la escena en que un niño tropieza con las piernas extendidas de Tristán.
Play pone en contradicción elementos extremos de la civilización y refleja con sutileza los contrastes más fuertes entre las relaciones humanas y las nuevas tecnologías. La revista que Cristina lee al viejo húngaro –crónicas de exploradores en la cuenca amazónica, nexo sutil a su origen nativo- contrasta con lo que ella encuentra en sus paseos por el centro. Ambas referencias retratan contextos cuya pugna evidente se traduce en colonización. La adición contemporánea por el videojuego, la cultura del ipod y del celular –cuyo ciclo esta vez subvierte de manera implícita la idea de evolución cuando termina en un basurero- hacen frente a la agudeza de su sentido del olfato y al hecho de que se comunique con su familia bien al Sur aunque ella prefiera vivir en Santiago, enviarles dinero y no regresar al campo porque terminaría “pobre y con frío”. Estas son ideas que parecen revelar la seducción alienante de lo ignoto versus el peso natural de la memoria.
El diseño de la banda sonora supera cualquier otro rubro formal. Sobre todas las imágenes están el sonido y, muchas veces, la música para crear sentidos y atmósferas o describir representaciones visuales. Cuando Cristina hojea la revista sobre eventos de la Amazonia, aparece un jefe de la tribu Matí y, al segundo, se escucha su canto ceremonial, en la próxima página se dibuja un trineo al que la banda sonora también acompaña y son recurrentes el trino de la gaviota junto al zoom in sobre los tatuajes de la tendera del bar y su marido así como la canción que silba la protagonista. Participan también en otros momentos los sonajeros en la casa de Tristán, la tetera sobre la hornilla, la patrulla de policía y una alarma de seguridad. De este modo, tanto el espacio público como el doméstico tienen su referencia auditiva dentro o fuera de la diégesis. Los temas musicales superpuestos a la narración o provenientes del ipod con que la joven recorre Santiago van del bolero profundo, al instrumental dramático, a la canción chilena tradicional o a la experimentación electrónica más contemporánea.
El cuidado de la fotografía y la selección de los espacios alcanzan una perfección un tanto ideal en la cinta de Scherson. Quien, sin dudas, ha decidido captar con el lente una ciudad oculta para ojos fugaces pero que también existe hermosa, limpia, impecable. Como Tristán –que prefiere ser jirafa a pantera y adjetivo antes que verbo- la película niega toda suerte de obviedades. Su final no es conclusivo ni optimista. Sin embargo, tras lo que ya hemos presenciado durante el metraje, lo que vendrá puede quedar incógnito, a merced de suposiciones personales de cada espectador. Opera prima de lujo que deja a quien la disfruta a la espera de un futuro semejante para el cine chileno.
V.
Hamaca paraguaya de Paz Encina, (Paraguay, 2006)
Hacía treinta años que no se filmaba una película en Paraguay, quizás el país de menor cultura cinematográfica en el continente. En el año 2006 llegó entonces Hamaca paraguaya de Paz Encina, uno de los filmes de más difícil recepción en la historia audiovisual de Latinoamérica. Pero con una fuerza particular en su guión y en los escasísimos planos que la cineasta concibe para narrarlo que llena de alcances al impermeable lenguaje escogido.
Hablado totalmente en guaraní, el drama refleja un día en la monótona vida de Cándida y Ramón, una pareja de ancianos que, al principio, se debate sobre el lugar donde debe colocar la hamaca de descanso, sobre el estado del tiempo y una perra que ladra, incansable. Durante los primeros quince minutos la cámara permanece inmóvil - solo hay un par de transiciones para enfocar el cielo nublado- y capta a los personajes desde cierta distancia. Solo su voz está en primer plano. Hasta que comienzan a descubrirnos, poco a poco, el que se convertirá en leit motif de la historia: la partida de su único hijo a la guerra.
Máximo estará entonces tratado como una “presencia ausente” a lo largo del filme. En las escenas siguientes, mientras el padre trabaja la tierra y la madre lava la ropa se rememoran las últimas conversaciones con el hijo que suceden como diálogos en off por encima de las imágenes. Ambos sujetos son captados en escorzo, desde atrás, como para recordarnos que no son sus rostros lo más importantes. La despedida descubre el miedo del joven ante la posibilidad de la muerte y el dolor profundo de la pareja. Será la hamaca único testigo de sus turbaciones reveladas.
Si al principio se desdibujaba la imagen y era impreciso saber si los actores interpretaban frente a cámara el diálogo superpuesto, nos damos cuenta, ya en la segunda mitad del metraje, de que a la autora no le importa realmente mostrarnos a los ancianos actuando las escenas. Se permite recrear diálogos con personajes que no aparece en pantalla y juega todo el tiempo con la incertidumbre del presente. Nunca sabemos si lo que se escucha es un gran flask back, sucede en la memoria interior de los protagonistas o es completamente impostado a la imagen de ambos campesinos solos, manipulados por las circunstancias.
En las próximas escenas otros dos personajes son introducidos a través de la banda sonora: un veterinario que le cuenta a Ramón que la guerra terminó y un cartero portador de la noticia de que el hijo ha muerto en el frente. El padre sentado en el portal de la casa y la madre junto al horno dibujan el nuevo panorama visual de esta declaración –que no reconocimiento- de la pérdida. Sin acciones, la tensión dramática del filme ocurre solo por lo que se escucha. Las voces y rumores del entorno natural conforman un diseño de sonido que se muestra otra vez intenso, imprescindible.
A pesar de su inmovilidad, la potencia de la imagen plástica y lo que se dice, en su aparente insignificancia, expresa mensajes humanos universales. Si al principio los personajes hablan con mayor libertad sobre el hijo y la guerra, en las postrimerías de la historia ambos evaden el tema e incluso mienten. El dolor está marcado por un profundo ocultamiento de lo que fingen no saber. Él no le dice que la guerra ha terminado y ella no le cuenta que el cartero llegó con la noticia del hijo muerto.
La inminencia de la lluvia que no acaba de caer metaforiza la concientización de lo que callan. La necesidad y el ansia por el agua -que solo precipita al fin, pantalla en negro, como confirmación simbólica de la antítesis vida-muerte- refleja la inconformidad de los complementarios protagonistas -él no ve bien, ella apenas oye; la madre es de corazón aparentemente duro y el padre un viejo soñador con esperanzas.
Contrario a lo que pudiera pensarse, Hamaca… es una película muy experimental, de recepción difícil. Sus códigos expresivos remedan ciertos filmes del cine asiático por su tempo lento y largos silencios. La atmósfera encierra el estatismo de la vida de los protagonistas y la imposibilidad de escapar de ciertos designios que la sociedad y los preceptos morales indican. Parece que delinea un gran naturalismo fílmico para contar la tragedia pero su representación irradia, también, una aguda sensación de extrañamiento.