FICHA ANALÍTICA

Entre la palabra y la imagen: los múltiples rostros de Ambrosio Fornet
López Sacha, Francisco (1950 - )

Título: Entre la palabra y la imagen: los múltiples rostros de Ambrosio Fornet

Autor(es): Francisco López Sacha

Fuente: Revista Cine Cubano On Line

Número: 15

Mes: Julio - Diciembre

Año de publicación: 2009

Cuando terminó su bachillerato, a fines de la década de los años cuarenta, nadie hubiera podido imaginar la multiplicidad de rostros que asumiría este autor nacido en 1932 en Veguitas, un pueblito enclavado entre Bayamo y Manzanillo, a uno de cuyos lados pasaba el ferrocarril y, al otro, un afluente del Yara que irrigaba la llanura… La familia Fornet se mudó para Bayamo a fines de 1939… y casi veinte años después Ambrosio publicó en Barcelona su primer libro. A partir de los años sesenta, sentó pautas y estableció cánones para la cuentística cubana y para ciertas zonas del pensamiento literario. Desarrolló por entonces un enorme trabajo como editor y se desempeñó también como hábil polemista. En la década siguiente se dio a la tarea larga y fructífera de construir la primera gran investigación sobre el movimiento editorial cubano: El libro en Cuba. En aquellos años debutó como guionista de cine y estuvo muy cerca de Tomás Gutiérrez Alea, sobre cuya obra publicaría la compilación Alea: una retrospectiva crítica (1987) y más tarde incisivos ensayos. Divulgó entre nosotros la literatura del exilio a través de los dossiers publicados por La Gaceta de Cuba en los años noventa. Hoy esa trayectoria nos plantea un misterio.

Francisco López Sacha: Ambrosio, ¿cómo es posible que tú, que publicaste en diciembre de 1958 tu primer libro, A un paso del diluvio –título profético si los hay–, que era un libro de narraciones, un libro de cuentos, luego empezaste a trabajar, recién llegada la Revolución, en el campo de la edición, de la investigación, de la crítica, y no volviste a la ficción literaria? ¿Por qué?

Ambrosio Fornet: En realidad, yo no empiezo como narrador… Cuando terminé el bachillerato traté de venir a La Habana para conseguir un trabajo y matricular en la universidad, pero no conseguí el trabajo y por consiguiente tuve que regresar a Bayamo. Pero dentro de la mala suerte, con cierta buena suerte, porque empecé a trabajar en el banco Núñez de Bayamo, en el que estuve seis años. Y en un plazo relativamente breve llegué a subcontador con un sueldo de 215 pesos mensuales, que en los años cincuenta, en Bayamo, era una fortuna. Yo vivía en mi casa. Mamá me decía: «¿Cuánto me vas a dar?», y yo le decía: «Te voy a dar cuarenta pesos»… Y ella: «Pero, ¿cómo, cuarenta pesos solamente?» Y yo: «Mamá, es que estoy ahorrando para viajar». Lo tenía todo resuelto y, efectivamente, ahorré para viajar. En el año 55 me fui de turista a México…

Siendo trabajador del banco había una revista de los bancarios de Cuba que se llamaba El Bancario, y esa revista organizó en dos años consecutivos –51 y 52 o 52 y 53, no recuerdo–, concursos literarios de ensayos. Y yo… –modestamente, ahora me da pena decirlo, pero no me queda más remedio–, me gané los dos concursos, uno tras otro. El primero lo gané con un trabajo sobre Martí, como es natural. Cualquier joven bayamés que se respetara en esa época escribía sobre Céspedes o Martí. El segundo lo gané con un ensayo acerca del genio político y el líder, que no era más que una enorme glosa de los libros de Ortega y Gasset El tema de nuestro tiempo y Mirabeau o el político. Entonces, penetrado por los libros de Ortega –me los había leído todos, además de todo Unamuno, la Generación del 98, pero en especial los libros de Ortega–, escribí ese segundo ensayo.

Quiere decir que partí como ensayista y con mi vocación de lector, que se orientó siempre hacia un cierto tipo de literatura. Yo usaba la palabra literatura con un tonito despectivo, que no sé de dónde lo saqué. Probablemente de las lecturas de Vargas Vila, que te enseñaba a pensar en términos negativos; para él todo era un desastre: era misógino, anticlerical, anarquista… y antimperialista también, sí, muy antimperialista, amigo de Martí… Entonces, las obras literarias que yo leía y que me gustaban eran las que tenían un trasfondo filosófico –Unamuno, Dostoievski, El lobo estepario, de Hermann Hesse– o aquellas novelas que tenían una trama que de algún modo significaba una búsqueda de la identidad propia, como es el caso de El filo de la navaja [de W. S. Maugham]. O sea, que siempre me estaba moviendo en esa zona en que la literatura es al mismo tiempo literatura y pensamiento, filosofía, reflexión sobre la vida o sobre la amistad y las cosas… Mi tendencia a buscar ese mundo de las ideas casaba muy bien con la ensayística y de ahí que me gustaran tanto Ortega y Unamuno. Y en el caso de los cubanos –cosa que era más difícil, porque eran menos conocidos–, los que encontraba en Bohemia: Roa, Mañach… Quiere decir que, en realidad, parto de la ensayística, pero, simultáneamente, me encuentro con la ficción. Este momento fue, creo yo, clave y decisivo. Además, me sabía todo Rubén Darío, desde luego, y toda la oda a Martí de Agustín Acosta– «¡Montañas, decidme la frase primera vosotras que tanto le amábais…!», y por supuesto, Neruda y Amado Nervo. Y creo –y que Dios me perdone– que hasta de José Ángel Buesa me sabía poemas. La lectura de poesía fue algo que siempre me gustó. No sé en qué momento descubrí las antologías de los clásicos españoles: me leí a Góngora, a Quevedo, a Garcilaso con una voracidad enorme, para no hablar de los contemporáneos, de Lorca, de Machado… Pero eso siempre fue una suerte de afición colateral, un poco de juego. La verdadera afición era la lectura de aquellas cosas que tuvieran un carácter reflexivo.

Pues bien, un día, en el viaje a México justamente, pasando por una librería –no sé si ya había oído el nombre o si lo descubrí allí–, me encontré con El proceso, de Kafka. Ese libro fue decisivo en la formación de mis gustos literarios y mi posición con respecto a la literatura. Por supuesto que me leí El proceso y, como tenía una situación desahogada, tal como te dije antes, hablé con mi librero–el Galleguito, que así le decían– que tenía una tienda surtida en general y, en un rinconcito, libros… Y me decía: «¿Quieres que te mande a buscar algún libro a La Habana?» Y yo, cuando llegué de México, le dije: «Quiero que me mande a buscar todo lo que sea de Kafka. Tengo entendido que está publicado en Argentina por Emecé». Y él: «No te preocupes, que en menos de un mes está aquí.» Y, efectivamente, me fue entregando Kafka y yo me leí todo Kafka. Ese primer libro de cuentos mío, que se llama A un paso del diluvio, está muy penetrado del espíritu de Kafka. Es un libro que tiende a buscar eso mismo, la literatura como reflexión, la literatura como ejercicio no solo de la imaginación, sino la imaginación puesta en función del pensamiento.

Francisco López Sacha.FLS: Dondequiera que has estado has hecho el oficio de editor: eres Premio Nacional de Edición y desde los últimos años para acá, hace más de diez años, diriges el Consejo Editorial de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC). Yo he pensado –y me lo han dicho otros editores que han trabajado contigo– que Ambrosio Fornet es una especie de editor socrático, pues le saca a los autores el libro que ya tienen dentro y logra, de algún modo, un diálogo muy fecundo con el autor para que ponga ese trabajo en blanco y negro…, aunque En blanco y negro sea uno de tus libros más felices. De algún modo, ahí hay una labor de muchísimos años, y hay un magisterio, un magisterio que es reconocido, creo yo, por todos los editores cubanos. ¿Puedes ahondar un poco más en relación con esa vocación de editor?

AF: Como te decía, yo había pasado por un ejercicio crítico que venía de atrás. Nunca tuve, antes de la Revolución, la experiencia editorial. De hecho, en ese momento no existían editores en Cuba. Yo no sé cómo se les llamaba a las personas que trabajaban en Cultural S. A. haciendo los libros de texto, no sé si se les llamaba editores, lo dudo mucho. Nunca supe que se utilizara ese término, porque de hecho no existían aquí lo que conocemos como editores o editoriales. Existían imprentas donde llevabas tus libritos, tu original, para publicarlo – tenías que pagarlo de tu bolsillo, por supuesto– o grandes consorcios editoriales como era efectivamente Cultural y después, en los años cincuenta, Lex. De manera que el oficio de editor no existía. Al momento del triunfo de la Revolución yo vivo en el extranjero, vivo en Madrid, estoy estudiando en Madrid y regreso a Cuba en el 59. Pero ya avanzado el 59, en septiembre, porque tenía que terminar mi curso en la universidad, que no quería dejarlo inconcluso. Y cuando llego me encuentro con el clima que había en ese año, un clima de trabajo, de creatividad, de todas las posibilidades abiertas. Los grandes santones de la cultura y de la crítica… –bueno, no todos, algunos de los santones de la cultura y la crítica: Francisco Ichaso o el pobre Juan J. Remos, por ejemplo– se habían ido o simplemente estaban fuera de circulación. Y nosotros, simple y sencillamente, ocupamos los lugares, nos convertimos en los historiadores de la literatura, en los críticos de la literatura, de una manera muy primaria, pero muy consciente también, porque teníamos una vocación y una formación.

Todo eso me fue llevando al mundo que pudiéramos llamar editorial, es decir, las revistas, los periódicos, Lunes de Revolución… Colaboraba en la página cultural del periódico Revolución, que dirigía en ese momento Lisandro Otero. De manera que estábamos preparados para pasar a una fase nueva de editores, aquellos que lo quisieran hacer. Yo había acabado de publicar, como bien recordabas tú, A un paso del diluvio, en Barcelona, en el 58. Pero cuando llegué aquí me encontré que todos mis amigos, o mis nuevos amigos, a los que no conocía antes, escribían ficción –novelas, cuentos…–y me daban a mí los originales. Yo, por supuesto, los leía y opinaba. De ahí salió una frase que decía que si el libro no ha sido leído por Ambrosio, quiere decir que no va ser publicado todavía, porque el autor no se atreve a llevarlo a la imprenta o al editor antes de que Ambrosio lo lea.

Efectivamente, me dedicaba a leer los originales de mis amigos y a opinar. Aunque nunca lo hice por escrito y en público, pero en privado sí era implacable. Yo leía los originales con un lápiz rojo y era implacable. «¿Cómo es posible –les decía– que tú concluyas esta página en medio de esta descripción tremenda, donde el personaje va a dar el salto, y te pongas a divagar? ¡Bota eso, que eso no sirve!» Entonces esto, que dicho en público o dicho a un autor muy joven podía resultar traumático, se fue convirtiendo en un hábito y los amigos empezaron a apreciar ese nivel de sinceridad, que no era más que un nivel de respeto hacia la propia obra. «Tú mereces –les decía– publicar un libro mejor; este es interesante, pero el único defecto que tiene es que le faltan tres meses de trabajo, ¡pero tres meses intensos!”. Entonces, realmente, empecé a descubrir que mis amigos agradecían ese tipo de consejo. Ya ese paso era el paso fundamental del editor. Una vez que tú estás en condiciones, como crítico, de sentarte con un autor a decir esto, ya puedes ser considerado un editor. Te faltan otros pasos para poder concebir colecciones, orientar determinado tipo de literatura –o no–, para agruparla, para estimularla o desestimularla, pero lo fundamental es el sentido crítico sobre lo que tienes en la mano y la posibilidad de establecer un diálogo con los autores para sacar de ellos lo que tú sabes que tienen, pero que todavía no han visto, porque no han estado trabajando con la perspectiva necesaria.

Pero debo añadir que no fue ese el ejercicio que tuve que hacer cuando me inicié como editor, porque yo no trabajaba autores cubanos, sino extranjeros […]. Como editores, mi compañero Edmundo Desnoes y yo fuimos herederos de la labor que había desarrollado la Imprenta Nacional entre los años 60 y 62, y pasamos a trabajar, a principios del 64, con Alejo Carpentier, entonces director de la Editorial Nacional. La Imprenta Nacional había publicado toda la literatura extranjera que tenía algún mérito, desde Homero hasta Madame Bovary, desde La guerra y la paz hasta Moby Dick, todo el siglo xx y lo anterior. Pero lo que no había publicado –por alguna razón que desconozco, porque tenía asesores magníficos– era la literatura del siglo xx. De manera que nosotros, cuando llegamos a trabajar con Carpentier, teníamos nuestro propio plan editorial. ¿Cuál era ese plan? Bueno, los tres primeros títulos, para que tengas una idea, fueron Por el camino de Swann, de Proust; Relatos, de Kafka; y Retrato del artista adolescente, de Joyce. En otras palabras, la vanguardia de la vanguardia en la narrativa del siglo xx. De manera que a lo ya hecho sobre el siglo xix y antes, nosotros le añadimos el siglo xx. Este fue, digamos, el mérito, nuestro aporte a la cultura cubana y a la cultura literaria del lector cubano. Siguiendo el principio de Marx, que me gusta tanto glosar –el artista, cuando crea una nueva obra de arte para el espectador, crea también, al mismo tiempo, un nuevo espectador para la obra de arte–, cuando publicábamos a Joyce, Kafka y Proust, sabíamos perfectamente que estábamos formando un lector capaz de leer a Joyce, Kafka y Proust, lo que equivalía a decir: capaces de insertarse en el mundo moderno, tal como la propia Revolución nos estaba insertando en el mundo moderno. Nosotros veníamos de una prehistoria: la prehistoria de la neocolonia, de un mundo en el que no se publicaban libros extranjeros, donde leer era una extravagancia, donde jamás me atreví a decir que a mí me gustaba escribir… Jamás, era incapaz de decir eso en público. Decir eso era clasificarte como algo que no te imaginas, un tipo de desviación, ya sea de la mente, ya sea del alma… Ese mundo fue el mundo que se abolió en el 59, y el otro fue el mundo al que nosotros ingresamos entonces.

FLS: Precisamente, ese tránsito de un mundo a otro lo sentía yo –cuando era estudiante de secundaria y de pre en La Habana, porque estudié aquí–, en una frase que escribe Balzac en Papá Goriot, cuando dice: «Angulema era una ciudad tan atrasada que todavía el té se vendía en las boticas.» Yo me quedé de una pieza, porque en Manzanillo, en los años sesenta, todavía el té se vendía en las boticas […] Ustedes estaban plantando la semilla no solo de una manera de entender la literatura y de fomentar un tipo de lector –precisamente, un lector a la altura de lo que la Revolución cubana estaba abriendo a la contemporaneidad– sino un tipo de enfoque literario que te ha acompañado siempre, como polemista, como crítico, como investigador, hasta tal punto que has sido tú uno de los dichosos intelectuales cubanos que ha nombrado épocas, movimientos, estilos… Yo recuerdo, en particular, el término de «literatura de campaña» para nombrar la colección de diarios y de otros documentos que publicaron algunos generales mambises y algunos escritores cubanos que fueron a la manigua en el siglo xix… Recuerdo, en particular, tus enfoques sobre el cuento cubano, la manera tan audaz de enfocar esos criterios, el ataque –que aún no te he perdonado– a Luis Felipe Rodríguez, que, según tú, fue la peor desgracia que le ocurrió a la literatura cubana después de la disolución del Círculo Delmontino. Pero también están tus análisis de la novelística cubana y tus polémicas alrededor de ella, está el término que hizo fortuna y que originalmente apareció para calificar una época literaria y se convirtió en una calificación histórica: elQuinquenio Gris. Y también, ya en el orden de crítica, una aproximación muy profunda a la relación entre sociedad, literatura, estilo, época…, que ha matizado y que ha engrosado también el pensamiento literario cubano, donde está lo que me parece un hallazgo extraordinario, en el orden de la teoría literaria: el descubrimiento de los nexos musicales en la obra de Alejo Carpentier, que pueden ser aplicados también a otros creadores… En este caso, el descubrimiento parte del análisis de Viaje a la semilla y otros textos de Carpentier, incluidos en «Carpenteriana», aquella segunda parte de tu libro Las máscaras del tiempo. Y una preocupación –no solo tuya, pero que tú has convertido en bandera– que, a mi juicio, es esencial: el grado de responsabilidad del intelectual cubano con su cultura, donde quiera que esta se exprese, puesto que, donde quiera que se exprese, fecunda la matriz esencial y devuelve, no como decía Vallejo, «amargas contraseñas sin fortuna», sino precisamente todo lo contrario: contraseñas audaces y necesarias para comprender las fases por las que pasa una cultura que todavía está en proceso de definición. Me refiero a tus trabajos sobre la literatura cubana del exilio. Es decir, todo esto ha llenado una época hasta el día de hoy, hasta la muy reciente polémica en torno a los desastrosos resultados del Quinquenio Gris en la cultura cubana, que tuvo lugar en 2006 y que tú abriste, precisamente, con una conferencia magistral en la Casa de las Américas [en una sala] llena, como dicen los yorubas, de bote en bote y con centenares de muchachos en los bajos de la institución pidiendo a gritos entrar para escucharte.

AF: Bueno, me dejas un poco sin aliento… En ese panorama siento como que me pierdo, como Pulgarcito en el bosque, así…, que no sabe y tiene que ir dejando migajitas para saber cuál es el camino. Por cierto, lo que has dicho del punto de partida, etc., me hizo recordar que no he mencionado siquiera a una persona que, sin embargo, significó para mí mucho y ejerció un magisterio callado pero absolutamente decisivo, que fue Herminio Almendros, el pedagogo que creó la Editora Juvenil, que asesoró y dirigió en buena parte la publicación de las Obras completas de Martí, que concibió libros que todos los niños, incluyendo mis nietos, leyeron [u oyeron leer] con pasión, como era Había una vez… Mi primer trabajo como editor, revisando originales y revisando textos ya concluidos fue, precisamente, con Herminio Almendros, en el Ministerio de Educación […].

FLS: Ambrosio, en tu denominación del Quinquenio Gris veo lo gris como lo más sórdido, como lo que no puede aceptarse... Y creo que eso no siempre fue bien entendido, porque algunos críticos hablan de Decenio Negro. Esto no es un problema de color, es un problema de sordidez, de una especie de delimitación muy parca de los espacios que una verdadera literatura tiene el deber de conquistar, para que los escritores y los lectores tengamos el deber de defenderla, como también nos enseñaste tú. De ahí se debe también tu participación, por ejemplo, en esa polémica del año 2006…

AF: Sí, no resultaba fácil hacer una definición justa. Voy a contarte una pequeña anécdota que va a revelar el porqué de la dificultad. Era evidente que se había entrado en una etapa de mediocridad, de grisura y de normatividad, es decir, de «la literatura debe ser esto o lo otro», etc. Como la única alternativa a la vanguardia de la que veníamos hablando era el realismo socialista, pues todo lo que no pareciera «realista socialista» parecía ponerse en tela de juicio. Había también algo verdaderamente triste por parte de algunas de las personas que ejercían ese tipo de pensamiento, y es que uno, desde fuera, se compadecía de ellos. Es como si al hombre que tú conoces, inteligente, activo, amigo, conversador, lo ves de pronto babeando. Y uno se pregunta: ¿cuándo fue que este hombre se volvió loco o se volvió idiota? Entonces, uno veía personas que se suponía que tuvieran una relación con la literatura, con la cultura –la cultura cubana o internacional– y que, de pronto, empezaban a decir lo que suele llamarse boberías…, porque desde la óptica nuestra, desde la óptica de los que aspirábamos a ese tipo de apertura, a ese tipo de proyección abarcadora, internacional, ecuménica, aquello eran boberías. Así pueden hablar los muchachos de secundaria, pero no personas con un criterio, que dirigen instituciones culturales. De manera que, para referirnos a esa bobería, parecía que lo más adecuado era hablar de un tipo de grisura, como que la mediocridad se imponía a través de un pensamiento que no tenía aristas contradictorias.

La falta de un pensamiento contradictorio, de aristas contradictorias, de polémicas, de enfrentamiento, es un drama. Es un drama espantoso, porque hay un momento en que lo que se produce es una especie de estancamiento. Ya el pensamiento no tiene por dónde circular, porque no encuentra declives. Entonces, poco a poco, tú vas viendo cómo se rebosa y ahí es donde se aquieta: ese aquietamiento se llama muerte, se llama parálisis en el pensamiento y en la literatura. De ahí que nos preocupe tanto la falta de polémica, la falta de crítica, la falta de un pensamiento dinámico que sea capaz de generar polémica.

Alguna vez, hablando con muchachos, les he preguntado: «¿Cuáles son los grandes marxistas que ustedes conocen?» Te pueden citar a Lenin, a Marx, a Engels… [aunque Marx decía que él no era marxista], hasta a Plejanov creo que pueden citar. Y asimismo a Gramsci, a Mariátegui… Entonces yo les preguntaba: «¿Alguno de ellos nació en el mundo socialista?» «No, no, ninguno.» «Ah, eso quiere decir algo» […] Todos nacieron en el capitalismo, enfrentándose ideológicamente al adversario en una batalla de ideas que no cesaba nunca, porque de lo contrario corrías el riesgo de que la hegemonía –para usar el concepto de Gramsci– pasara al enemigo [o más bien siguiera siendo la del enemigo]. Por consiguiente, tú batallabas y afilabas los instrumentos. Te preparabas para una lucha, esa lucha permanente que sale de la dinámica de una cultura viva. Cuando esa lucha permanente cesa, ya la cultura deja de ser una cultura viva: es la cultura del pasado o de lo que el Che llamaba «los becarios del pensamiento oficial», aquellos que recomiendan solo «lo que entiende todo el mundo», que es, precisamente, «lo que entienden los funcionarios». Ese pensamiento del Che más claro y transparente no puede ser.

Eso fue lo que se impuso en el Quinquenio Gris. Y hay siempre el peligro de que resurja porque es, digamos, el estado ideal, el estado donde no se mueve ni una mosca, ese mundo donde los becarios del pensamiento oficial –que ahora llamamos burócratas–, tratan de imponer una especie de statu quo permanente y dicen que ese es el estado natural de la sociedad. No, el estado natural de la sociedad es el movimiento, la contradicción, la dinámica… Si no, ya habríamos llegado. En el Paraíso no había contradicciones. Hasta que la serpiente no les ofreció la famosa manzana a Adán y Eva y ellos la mordieron, aquello era plácido, no se movía nada allí, no pasaba nada. Empezó a pasar luego del incidente de la manzana: «Ganarás el pan con el sudor de tu frente, parirás con dolor…» Bien, el destino del hombre es morder permanentemente la manzana. ¿Para qué? Para que se mueva la historia, para que la historia avance y el pensamiento se desarrolle de acuerdo con las condiciones que cada momento exige. Para –como decía Martí– hacer en cada momento lo que en cada momento sea necesario hacer.

El Quinquenio Gris fue un intento de congelar esa posibilidad. De ahí que fuera necesario, digamos, despejar, dilucidar su esencia. Eso de que cada cual hable de la feria según como le fue en la feria, me parece absolutamente normal. La experiencia de algunos de nuestros compañeros más valiosos, revolucionarios, que se pasaron diez y doce años sin publicar, no es la misma que la de otros a quienes no les ocurrió nada. Conocí una vez a una muchacha que me decía: «Sí, pero es que en el 71 yo publiqué mi primer libro, y asistí a mis primeros talleres, y escribí no sé cuántos artículos...» Y yo me digo: «Caramba, verdad que sí…» Es decir, no puede ser que yo esté criticando un pensamiento que no se mueve y esté, al mismo tiempo, tratando de imponer este pensamiento mío como si fuera inmóvil y eterno. No, es que para esta muchacha el año 71 no significaba lo mismo que para mí. Para mí fue un momento de ruptura y catástrofe cultural, mientras que para ella significó el momento en que ingresó al mundo de la cultura. Por consiguiente, eso hay que tenerlo en cuenta también: no solo hay una dinámica interna natural, sino que hay una dinámica generacional normal.

El filme "Retrato de Teresa:" guión de Ambrosio Fornet y Pastor Vega. FLS: […] Tú seguiste, en los años setenta, una dirección, yo no diría que nueva, sino distinta. No nueva, porque estaba –como está en tu generación de intelectuales– el hecho de haber participado en todo, haber opinado de todo… Cuando trabajaste en la Casa de las Américas, en la Editoral Nacional, en el Instituto Cubano del Libro, cuando trabajaste en tantas cosas.., hasta en el Censo, creo que trabajaste [risas]. Y de buenas a primeras, aparece Ambrosio Fornet como escritor de cine. De buenas a primeras, yo veo una película que se llama Retrato de Teresa y, cuando veo los créditos, salto asombrado de mi asiento… Y me digo: «Caramba, Ambrosio Fornet, el gran crítico, ¿ha escrito el guión de esta excelente película?» De hecho, fue una de las películas más polémicas de fines de los años setenta; a mi juicio, la gran película que hizo Pastor Vega como director, sin duda alguna. Pero luego hiciste otra tan polémica como esa, que fue Habanera, de otro enfoque, otro problema relativo también a la mujer; como lo había sido Aquella larga noche, de Enrique Pineda Barnet. O sea, hay como una corriente temática que te acerca a esos problemas en el cine.

Aquí, en el ICAIC, lo pudimos constatar un grupo de amigos y compañeros cuando iniciaste el primer taller de guión cinematográfico en esta misma institución, en 1985. En ese momento, grandes guionistas fueron tus alumnos: Eliseo Alberto, Luis Rogelio Nogueras, Eduardo Heras León, Daniel Chavarría, Senel Paz, sobre todo, Mirta Yáñez… Yo fui un mal alumno, participé en el taller para disfrutar de ti, pero no he escrito ni una pulgada de guión cinematográfico. Ahora bien, aprendí mucho en aquel taller, sobre todo de la relación entre cine y literatura, cosa en la que no has cesado de indagar, hasta el punto de haber creado un nuevo término: la «cinelitura». Háblame de tu relación con el cine a partir de los años setenta.

AF: Fíjate, en el 71 yo me aparto del Instituto del Libro, pido una licencia para trabajar El libro en Cuba. El 72 había sido declarado Año Internacional del Libro y hablo con Rolando Rodríguez –que en ese momento era el director del Instituto– y le digo: «Oye, sería bueno que me dieras esa licencia.» Hacía tiempo que veníamos pensando en un taller literario, en un taller de crítica y, por distintas circunstancias, nunca se había dado. Cuando se produce el Congreso de Educación y Cultura, se critica seriamente la colección de teatro que yo dirigía. Mis asesores eran nada menos que Virgilio Piñera y José Triana. Te imaginarás que los títulos que Virgilio y Triana recomendaban eran Los biombos, de Genet; El teatro y su doble, de Artaud, etc. Era la supervanguardia: el teatro del absurdo, de la crueldad… Eso fue duramente criticado en el Congreso de Educación y Cultura, que tenía en la mirilla, justamente, a los teatristas…, y estos eran libros que, desde luego, «pervertían»a los teatristas, de eso no me cabe la menor duda. Y bueno, pensé que había llegado el momento de entregar el bâton a otra persona. Ya lo había tratado de hacer antes, pero la persona que me sustituyó –un joven muy valioso, de apellido Castañeda– había sufrido una tragedia y…, en conclusión, yo había vuelto a dirigir. Esto aparte, lo cierto es que aprovecho aquella coyuntura para hacer una especie de mutis elegante y me pongo a trabajar en El libro en Cuba. Paradójicamente, hice el cuento de esta muchacha que se estrenó como escritora en el 71, y resulta que fue ese el año en que yo, por fin, pude empezar a trabajar en la investigación de El libro en Cuba, que venía planeando desde hacía tiempo. Me atraía mucho no solo ser editor, sino ser también una especie de historiador de los editores. Entonces, gracias al 71, al Quinquenio Gris,pude yo dedicarle tres años de trabajo, prácticamente cuatro, a El libro en Cuba y terminarlo (aunque no apareció hasta muchos años después).

FLS: ¿Y la relación con el cine?

AF: En aquel momento está Marcia Leiseca dirigiendo el Departamento de Cine Educativo del Ministerio de Educación. Este departamento hacía documentales didácticos para las escuelas, especialmente para las secundarias y el preuniversitario. Marcia es una gran amiga, una persona muy querida y muy capaz, una gran organizadora, de manera que yo sabía que si Marcia se ponía a hacer cine educativo, documentales para las escuelas, pues iba a haber documentales para las escuelas…, y de máxima calidad. Sí, de ella fue la iniciativa: hice tres documentales, que no eran más que crítica literaria por otros medios. El primero fue un documental sobre Cecilia Valdés, el segundo sobre Nicolás Guillén y el tercero sobre la literatura de campaña… Por cierto, me fui a Bayamo a filmar ese documental, que sería inolvidable para mí. O sea, que en lugar de la crítica escrita, me puse a hacer crítica fílmica, digamos, crítica en celuloide sobre figuras y momentos de la literatura cubana.

Bien, pues me quedó esa experiencia. Pero, por otra parte, yo venía colaborando con el ICAIC en la asesoría de narraciones para documentales. De manera que había una relación: el cine [didáctico] por un lado y lo de la asesoría por el otro. Hasta que un buen día se me apareció Enrique Pineda y me dijo: «Quiero que me escribas el guión de la historia de Lydia y Clodomira, las mensajeras de Fidel y del Che en la Sierra.» «¿Yo?» «Tú, sí.» Y nada, comenzamos, hicimos Aquella larga noche. Y, por supuesto, después vino Pastor –ya se estaba dirigiendo, en cierta forma, a un «profesional»– y me dice: «Quiero que hagas un guión [el de Retrato de Teresa].» Y yo le pregunto: «¿Sobre qué?» «Los conflictos de las mujeres –me dice–, los conflictos que tienen. He estado visitando al psiquiatra; he estado visitando distintos lugares donde se plantean los problemas de la mujer actual y me he encontrado con estos casos: casos de desajuste social, casos de conflictos domésticos.» Y yo le digo: «Caramba, eso es muy interesante, es una cosa de alcance social. Es un gran melodrama socialista; no realismo socialista, sino melodrama socialista. Qué buena idea»… Y empezamos a trabajar haciendo entrevistas a mujeres, etc. Me fui un par de días a la textilera Ariguanabo, donde conocí el trabajo de las obreras, hablé con muchas de ellas y bueno, era un tema que estaba tan a flor de piel, tan en el candelero, que en la calle tú oías frases… Hay frases en la película que fueron sacadas del vocabulario doméstico, callejero. Una de las que más me gustan, por cierto, es la de la madre de Teresa cuando esta le cuenta el problema que tiene… Y la madre responde: «No, es que el hombre siempre será hombre y la mujer siempre será mujer. Dios lo quiso así. Eso no puede cambiarlo ni Fidel.» […]

Bueno, Retrato de Teresa tuvo un impacto grande. Entonces fue que nos embullamos para adentramos en el terreno de Habanera, la historia de una psiquiatra que no tenía problemas de ningún tipo, sino solo el problema que le planteaba [sin ella saberlo] la misteriosa relación del marido con una de sus pacientes. Aquello fue otra historia, que no te quiero contar porque la reacción [del público y la crítica] fue de rechazo. La gente decía: «Pero, ¿cómo?, ¿esta mujer no va al mercado, no va al agro? ¿Esta mujer no coge guagua?» Bueno, sí, realmente nos equivocamos, parecía que estábamos haciendo un drama sueco.

FLS: No, yo pienso que era otra mirada, una mirada a un mundo que también existía.

AF: Claro que también existía.

F.L.S.: Solo que, desdichadamente, no representaba los intereses de la mayoría, como sí los representó Retrato de Teresa.

En Las trampas del oficio tú hablas mucho y muy bien –creo que, hasta ahora, mejor que nadie– sobre la importancia que tiene el cine de Tomás Gutiérrez Alea, que ha sido, de algún modo, una figura muy estudiada en tu trabajo como teórico del cine. El ensayo este es muy valioso, muy iluminador, sobre todo desde el punto de vista del proceso de montaje y de la imaginación extraña, podemos decir, que tenía Titón, en la que mezclaba a Eisenstein con Brecht, es decir, lo dulce y lo salado…, que, como dice la canción popular, sabe sabroso. De ahí salía algo tan raro como Memorias del subdesarrollo o como Los sobrevivientes, donde mezclaba la comedia con la tragedia, con el humor negro, etc. Es decir, hacía cosas muy extrañas mezclando los lenguajes de cine, como habitualmente lo hizo desde Las doce sillas en adelante.

A mí me parece un aporte importante para la teoría del cine cubano tu enfoque de Titón y, de paso, recomiendo la lectura de este libro, que es una suerte de obra compendiada de tu labor como cineasta, desde la lejana Cinemateca de Bayamo, inaugurada en los años cincuenta –en la que el público te rechazó después de haber puesto Umberto D, una película casi ininteligible para el público bayamés de los años cincuenta y, quizás, hasta para el público bayamés de hoy– hasta todo el trabajo que realizaste en el cine documental, en la teoría del cine, como guionista, como profesor de guión, como historiador del cine cubano… De manera que has podido quizás completar El libro en Cuba, como hazaña intelectual –yo dije entonces, y digo hoy, que es la novela del libro cubano, una hazaña intelectual brillantemente escrita–, con una visión del cine cubano que puedes compartir con críticos de tan alto nivel como Reynaldo González o Rufo Caballero –que han trabajado también una cuerda de investigación muy amplia– o con quien es para mí, todavía, el principal ensayista del cine cubano, Julio García-Espinosa. Este, ya desde los años sesenta, dio muestras de un interés enfocado a darle un empujón al cine cubano en una dirección que puede ser discutida o no, polémica o no, como todo lo que ese pensamiento realizó entonces...

Realmente, tu vida abarca mucho más, lo sé, pero desdichadamente, el tiempo de que disponemos no es muy grande… Pero hay algo que dices tú en En blanco y negro, y que yo cito con orgullo y con emoción. En el prólogo de ese libro memorable, dices: «Yo quisiera que los cinco mil ejemplares de esta edición fueran a parar a manos de los jóvenes, porque solamente con los jóvenes, repito, solo con los jóvenes se puede hablar de literatura.» Gracias a eso, ese libro llegó a mis manos y llegó a las manos de mi generación y de generaciones posteriores […] Es muy grande tu trabajo, el trabajo de lo publicado, de lo dicho, de lo imaginado, una acción callada –como en tu cita de Horacio– que crece con el trabajo oculto del tiempo. Tu mano está, tu impronta está en la influencia que has ejercido en prácticamente todos los narradores cubanos de más de una generación y, naturalmente, está también tu gran valentía para enfrentarte a los criterios en contra de la literatura, en contra de la cultura, y para rectificar tus propios puntos de vista y entrar en nuevas dimensiones del pensamiento, tal como lo demuestran los ensayos más recientes que has publicado. De manera que quizás te dé la palabra ahora para que hables en contra tuya, para que digas algo contra ti que no hayas podido realizar plenamente y, sobre todo, para que nos hables de qué sentido tiene el haber trabajado cincuenta años en todos estos campos, en la Revolución, en la cultura, desde las más humildes posiciones culturales hasta la cima de un pensamiento ya establecido.

AF: Bueno, lo que acabas de decir, te lo confieso, me abruma. Me remite a lo que se dijo tradicionalmente en Cuba, que «el que tiene un amigo tiene un central» (lo que quizás no sea aprovechable en circunstancias en que los centrales están en crisis). Agradezco tu generosidad, agradezco tu entusiasmo; lo atribuyo realmente a tu propio carácter, que es un carácter generoso y, permíteme decirlo así, exuberante en su generosidad. Pero al mismo tiempo, me doy cuenta de que –como crítico exigente que eres, como narrador exigente que eres y como persona que tiene una visión de los problemas de la cultura muy por encima de la media– lo que estás diciendo tiene, aunque específicamente ahora se refiera a mí, un trasfondo de verdad que atañe a todo el mundo, a todo el que de algún modo se dedica a los problemas de la cultura y se plantea el problema del destino nacional, palabras estas que a veces caen en desuso pero que siempre mantienen una resonancia, un vigencia especial.

Entonces, yo pregunto ¿qué sentido tiene, cuando lo viviste todo ya, es decir, cuando ya han pasado cincuenta años y miras hacia atrás y te das cuenta de que te quedan, como suele decirse, dos afeitadas…? A mí, creo que me queda una satisfacción […]. Siempre que empiezas un trabajo, sabes que tienes acumulada una experiencia, que tienes acumulado un cierto dominio, pero escribes la primera página y, cuando la lees, te dices: «Caramba, pero esto no era exactamente lo que yo quería escribir…» Cuando los muchachos me preguntan: «Profe, ¿cuál es el secreto para escribir bien?», yo les digo: «Reescríbanlo tres veces, y si pueden escribirlo cinco veces, mucho mejor… A la quinta vez estará saliendo algo que sea muy cercano a lo perfecto.» Es un problema de depuración, de práctica… Pero, independientemente de eso –de la experiencia acumulada, del ir partiendo de sucesivos puntos de vista, que son como momentos más altos en la espiral de tu carrera–, lo fundamental, yo diría, es descubrir que haciendo, tú te haces a ti mismo. Es decir, que en la práctica –ya sea de un oficio, ya sea de una determinada relación, ya sea de una determinada actividad– tú te «construyes» de tal manera que hay un momento en que dices: «Este es el que yo quería ser, he llegado al punto en que me he dado cuenta de que el que yo quería ser, es este que soy.» No significa que hayas llegado al punto de haber hecho todo lo que querías hacer, sino al punto en que estás en condiciones de mirarte a ti mismo sin tener que decir: «Qué lástima que te convertiste en esto, qué lástima que partieras de aquella ambición, de aquel ideal y hoy en día, cincuenta años después, seas lo que eres, hayas cometido las traiciones a ti mismo que has cometido, hayas dejado de hacer tantas cosas que pudiste haber hecho.» Cuando te das cuenta de que algo se cumplió de tus proyectos, de que eres una persona mejor, una persona que ha conquistado para sí y para los demás la convicción de que uno se hace en la práctica, y –vamos a decirlo así, con una frase– de que un mundo mejor es posible, y que ese mundo puede compartirse y legarse, y que una parte de ti está en él… En fin, cuando tienes ya tus hijos y tus nietos y sabes que ellos, de algún modo, van a recibir también una parte de esa cuota, de esa región, de ese territorio que tú ayudaste a construir… entonces es cuando dices: «Caramba, valió la pena… Pude haber hecho más, es cierto, pero…» A mí siempre me han criticado las personas que me aprecian, diciéndome: «¡Pero qué poco tú has escrito!....» Yo siempre respondía en broma: «Bueno, como decía Forster, mi fama crece con cada libro que no escribo.» Cada vez que no escribo un libro, me dicen: «¿Cuándo vas a escribir…?». Eso quiere decir que aprecian lo que escribo; si no, no me pedirían nuevos libros.

Pero aunque no pudieras hacerlo todo, el hecho de mirar atrás y llegar a la conclusión de que el esfuerzo valió la pena porque el resultado lo justificó –y porque, además, lo que hiciste se diseminó, ya fuera a través de un libro, de una clase, de una relación personal, de la propia visión de las cosas que un día le trasmitiste a alguien, acaso sin darte cuenta, en una conversación…–, creo que eso te da el derecho a decir: «Bueno, estoy tranquilo, ahora que sea lo que Dios quiera... Sí, las tareas se cumplieron.» En medidas muy modestas, pero, a fin de cuentas, las tareas se cumplieron.» Yo creo que eso es lo más a que uno puede aspirar. ¿Cuál es mi idea de la felicidad? Es hacer algo que me cueste trabajo y al final ver que quedó bien. Esa es mi idea de la felicidad: cuando veo que el trabajo me quedó bien, que mi esfuerzo estuvo a la altura de mi objetivo, de mi deseo, de mi aspiración… Esa es la felicidad para mí. Lo demás, por supuesto, todo lo que te puedas imaginar: la salud, la familia, la relación con los amigos… Pero en lo cotidiano, a lo que más me gusta aspirar es a eso: que lo que yo haga tenga la dignidad a la que aspiro.

FLS: Creo que es verdad. Al menos yo, como lector –y en este caso, no como lector generoso, sino crítico, porque bien sabes que en el orden personal hemos discrepado muchas veces–, no dejo de reconocer que los libros que has escrito, los que no has escrito, la imaginación que has proyectado socialmente y lo que me ha devuelto la cultura que has analizado, me permiten pensar que lo que has hecho resume tu dignidad como escritor, como ser humano, como artista en la Revolución.

Versión de la entrevista realizada el 17 de junio de 2009 para la Videoteca Contracorriente del ICAIC.

Descriptor(es)
1. FORNET, AMBROSIO, 1932-
2. INSTITUTO CUBANO DEL ARTE E INDUSTRIA CINEMATOGRAFICOS (ICAIC)
3. SOCIEDAD Y CINE

Web: http://www.cubacine.cult.cu/sitios/revistacinecubano/digital15/cap01.htm