FICHA ANALÍTICA

El lector: algunas preguntas y una sola respuesta
López Sacha, Francisco (1950 - )

Título: El lector: algunas preguntas y una sola respuesta

Autor(es): Francisco López Sacha

Fuente: Revista Cine Cubano On Line

Número: 15

Mes: Julio - Diciembre

Año de publicación: 2009

Todas las palabras son difíciles cuando se habla del dolor. El lector (Stephen Daldry, EE. UU./Alemania, 2008), muestra un episodio trágico para las consecuencias de muchas vidas después de la Segunda Guerra Mundial, para la comprobación casi inasible del doloroso aprendizaje de un pueblo, para la soledad de un hombre que solo conoció el amor en el hermetismo y el silencio. El hecho de que esos tres temas aparezcan unidos entre sí afecta la serenidad de juicio, la posibilidad de establecer un criterio más justo sobre el conflicto de esta historia. Que un supuesto principio del orden sea más fuerte que la vergüenza íntima o la vida de los seres humanos, puede explicarse, quizás, por algo que escapa a los análisis políticos en la historia del pueblo alemán, por algo que está en la cultura, en la aspereza civilizatoria de un país unificado bajo la égida de una casta militar. Si esto fue cierto en determinados períodos históricos –el reinado de Federido el Grande, el imperio de Bismarck, el régimen totalitario de Adolfo Hitler–, la cultura, concepto que trajo el romanticismo germano y que incluyó en esencia el valor de las costumbres y la identidad en la cohesión de un pueblo, puede ofrecernos una respuesta y un horizonte de conocimientos para encontrar, al menos, una causa que explique el origen del fascismo, o el capitalismo junker, como una expresión de la fuerza y la voluntad de poder, «la fuerza a través de la alegría», de acuerdo con los ideólogos nazis, la estricta disciplina, la superioridad de un orden y una raza, la obediencia y el castigo impuestos a la conciencia social de una nación por su clase dominante, la misma que acompañó a Bismarck y se plegó a las exigencias de Hitler. Si fue la clase media o la alta burguesía prusiana, poco importa. Sus ideales bajaron al pueblo con el férreo control de un estado policial, se diseminaron por las universidades, entre los mismos estudiantes que quemaban los libros, entraron al ejército, a las fábricas, a los hornos de cremación. Si Alemania inició la Reforma con la prédica de Martín Lutero, y tuvo el valor necesario para tomar las armas contra el poder napoleónico, dos momentos revolucionarios y de enorme significación moral, esta, la Alemania del filme, la Alemania cautiva, derrotada, dividida, de 1958 a la época actual, hija de aquellas dramáticas contradicciones, todavía tiene que aprender, todavía tiene que sangrar las consecuencias de su elección. Aunque no es visible en el texto del filme, ni forma parte del argumento, hay un trasfondo en la conducta de estos personajes solo explicable como una consecuencia de lo advertido por Goethe a comienzos del siglo xix: «El pueblo alemán prefiere el orden a la justicia.» ¿Es cierto eso? ¿Lo fue alguna vez? ¿Podemos realmente admitirlo? ¿Podemos juzgar la tradición ética de un pueblo con ese criterio?

Naturalmente, eso está y no está en El lector, historia de una intensa pasión amorosa entre un adolescente y una mujer madura, que le enseña a amar, pero que está irremediablemente lejos de su vida. La pasión dura un verano y será determinante en su destino. Por eso el filme se concibe como un viaje de ida y vuelta al pasado que comienza en la memoria del protagonista, el abogado Michael Berg, en Berlín 1995, capital de una Alemania unificada, y pasa por las estaciones de su amor en Neudstadt, su pueblo natal, 1958, cuando conoce a Hanna y vive con ella esa historia secreta, voluptuosa, que incluye su papel de lector y lo marca para siempre; en Heidelberg, ocho años después, cuando asiste accidentalmente a su juicio en calidad de estudiante de Derecho y descubre que su antigua amante había sido guardiana SS, que es analfabeta y por tanto no pudo redactar el informe, ni pudo ser responsable principal en la muerte de trescientas mujeres judías. A pesar de saberlo, es incapaz de actuar a su favor; en Neudstadt, de nuevo, 1976, mientras retorna a casa, con su pequeña hija, y comienza a grabar los casetes que le envía a prisión. Gracias a ello, Hanna aprende a leer y a escribir; en Berlín Occidental, 1988, cuando por fin la visita, y requerido por las autoridades, le ofrece un espacio neutro, distante, al terminar la condena, porque ya no la ama aunque se sienta responsable de su desdicha; en Nueva York, a su muerte, después del suicidio, para cumplir con su última voluntad, y finalmente el retorno a la secuencia inicial, para cerrar el ciclo, el viaje con su hija a la pequeña iglesia donde está la lápida, a la conversación que sostendrá con ella, dispuesto a librarse para siempre de aquel sentimiento de culpa.

Esa estructura episódica, sangrada por el tiempo, permite sumergir o cifrar un importante caudal de información, prácticamente todos los sentimientos íntimos de ambos personajes. No vemos, y no podemos juzgar, después de aquel verano de 1958, las dolorosas consecuencias que tendrá para él su contacto brevísimo con Hanna, y tampoco conoceremos a fondo el dilema de conciencia que la atraviesa a ella mientras vive, mientras sufre en silencio su inferioridad. Para ambos protagonistas eso forma parte de un proceso elíptico que nunca llega a expresarse plenamente, y solo aflora en el recuerdo o en las pocas conversaciones que sostienen. Este enfoque gradúa la intensidad emotiva y concentra en el dilema moral todo el conflicto. Hanna nunca pensó que debía enfrentar personalmente, ante un tribunal, su terrible elección de aquella noche, durante la Marcha de la Muerte, y que debía callar, como hizo hasta entonces, su condición de analfabeta. Así se explica su trágico destino, cuando rechaza el ascenso en las fábricas Siemmens, en 1942, para evitar que la descubran, y termina en las filas de las SS, o cuando hace silencio, ante una propuesta similar, en los tranvías de Neudstadt, en 1958. Si renuncia a vivir es por miedo, a pesar de sus magníficas condiciones para el orden, la disciplina y el trabajo. Tampoco Michael pudo saber que aquel contacto maravilloso de sus quince años le iba a cambiar la vida, iba a marcarlo como amante, como hijo, como padre. El amor lo transformó en un hombre estéril, paradójicamente. El filme es sumamente cuidadoso en este tramado argumental, y en la caracterización, de modo que el largo aprendizaje que ellos realizan es apenas perceptible.

Pero ese es el hilo secreto de la historia, su mejor argumento, organizado de un modo subrepticio, contado desde la inocencia hacia la culpa. Primero conocemos a los amantes –un amor que comienza como un acto de humanidad hacia un desconocido–, y luego la pasión carnal, el choque de intereses, las confesiones mutuas, mientras el muchacho hace de lector y su voz domina a la mujer amada con los pasajes mágicos de La Odisea, La dama del perrito, La guerra y la paz. Ni siquiera podemos sospechar que ella tiene un pasado oculto, una especie de compuerta hacia la represión, la violencia, el fascismo. Ahora nos asomamos a otra mujer, durante el juicio, después que nuestra simpatía ha sido ganada por esa amante maternal, áspera a veces, transida de ingenua emoción ante el coro de niños de una iglesia, que apenas se atreve a confesar su amor y prefiere mantenerse aislada, sabiendo o creyendo saber que su pasión carece de futuro.

Desde luego, no era posible otro orden dramático si el filme quería conservar algo de su condición humana, es decir, la posibilidad, también emotiva, de su futuro aprendizaje y aun de su suicidio. Hanna, como carácter dramático, también tiene que purgar su pequeña bondad, la oculta vergüenza que la hacía escoger a las posibles víctimas, para que le leyeran, mientras podía retenerlas allí, mientras podía evitarles la muerte. En esa dualidad, su carácter no es cruel, sino su criterio. Hanna considera que cumplir con su deber, con su trabajo –cuidar, vigilar, controlar, seleccionar a las personas no aptas para enviarlas a los campos de exterminio–, era una labor moral y podía justificarla para siempre.

Así pasamos de la historia de amor a la crueldad, de lo más íntimo al pasado de Alemania, al desgarrador conocimiento de un episodio en el que murieron centenares de prisioneras atrapadas en el interior de una iglesia, bajo un bombardeo. Quizás pudieron salvarse, si alguna de aquellas mujeres, sentadas en la misma fila, ahora, hubiera abierto las puertas; simplemente, si alguna de aquellas carceleras hubiera determinado que esas personas eran más importantes que su función, su oficio, su puesto de trabajo, para el cual el orden, la disciplina, la obediencia, tenían más valor y más integridad que todas esas vidas.

A partir de aquí, el dato de la lectura, visto hasta ahora en el filme como un placer hedonista, como el goce del joven amante que puede entretener y erotizar a su amada, pasa a ser un límite moral, un conocimiento preciso que lo involucra a él, indirectamente, en ese crimen. Aquí se establece una barrera, un conflicto traumático que arrastrará por muchos años, y una sutil y engañosa circunstancia para ella, quien es capaz de sentir mayor vergüenza personal por no saber leer y escribir, que por no haber salvado de la muerte, esa noche, a trescientas personas. ¿Podemos justificarlo? ¿Ella puede justificarse con haber sido mejor? Aun así, gracias a la magia de la identificación, y a la posición del conflicto en el argumento, todavía conserva nuestra simpatía. De hecho, la miramos por encima de las demás, que mienten y la acusan a ella como única responsable de aquel holocausto. Sin embargo, detrás de su conducta, detrás de su franqueza, de su sinceridad, detrás del testimonio de una testigo, quien la creía humana por el trato que dispensaba a las prisioneras, porque se hacía leer las historias, porque confiaba en los libros y los necesitaba, está la oculta presencia de un pueblo sometido, incapaz de discernir entonces entre el orden y la justicia. ¿Es eso lo que aún debe aprender?

Pero El lector crece, se convierte en el amargo purgatorio y en la compensación para estos personajes que se amaron alguna vez. En la cárcel, durante los largos años de condena, ella aprende a descifrar los libros, a entrar por sí misma al universo de la imaginación. Entonces le escribe a Michael, con orgullo, esas pequeñas y delicadas notas. Esta es la conclusión humanista de una historia que no puede tener otro final sino el suicidio, cuando ella comprende que nunca será amada, que su vida será tan vacía como ha sido hasta entonces. Un día antes de salir, Hanna apila los libros en la celda y sube sobre ese extraño pedestal, y muere. A partir de esa escena, todas las alusiones del filme se hacen evidentes, no para indagar en los amantes, sino para establecer un punto más alto de reflexión. ¿Qué significa el secretismo en la literatura occidental? ¿Lo justifica a él? ¿Qué significa el nombre de Karl Jaspers y su libro La culpa alemana? ¿Qué significa la incitación del profesor Rohl, en las clases de Derecho, y aun su observación, dirigida al angustiado Michael: «Si la gente como usted no aprende de lo que pasó a la gente como yo, ¿dónde está el sentido?»

Ahora vamos a comprender la culpa trágica de Hanna, el error de Michael, el amargo destino del pueblo alemán empujado a la guerra, que ha tenido que ganar poco a poco la comprensión y la dignidad arrebatadas por sus opresores, que ha entendido, por fin, con sus mejores hombres y mujeres, que la guerra no enseña nada –«Si quiere aprender, no vaya a los campos de exterminio», le dice, años después, la única sobreviviente de aquella noche a Michael Berg, en Nueva York–, que no hay tal valor en el poder y la fuerza, que no hay razas, ni seres inferiores, ni órdenes que justifiquen la muerte. «Solo una cosa completa el alma, y esa cosa es el amor.» Con esa convicción vi este filme y solo su delicado final es aleccionador.

    El lector se exhibió a partir del 16 de julio en el circuito nacional de estrenos.



Descriptor(es)
1. CINE NORTEAMERICANO
2. COPRODUCCION
3. CRÍTICA CINEMATOGRÁFICA

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