FICHA ANALÍTICA

Una película extraña
Arango, Arturo

Título: Una película extraña

Autor(es): Arturo Arango

Fuente: Revista Cine Cubano On Line

Número: 15

Mes: Julio - Diciembre

Año de publicación: 2009

Por deformación profesional o por incapacidades, suelo apreciar las películas a partir del guión. Mientras a mi lado fotógrafos y sonidistas analizan matices de la luz, del encuadre, o voces y ruiditos fuera de eje que soy incapaz de percibir, mi cabeza se queda perturbada por la coherencia del argumento y los personajes, por los planos que cuentan bien o mal la historia. Pintar o hacer el amor, de los hermanos Arnaud y Jean-Marie Larrieu, con su dilema simple, diáfano, evidente, descentró mi lectura.

El primer plano de esta película francesa, por ejemplo, podría considerarse gratuito. Madeleine, una mujer madura (Sabine Azéma) camina por un sendero en el campo. Recibe una llamada en su celular. Habla de una escalera, de pintura (de brocha gorda), detalles que luego serán absolutamente inútiles, prescindibles. Lo que importa, en cambio, es ver a Madeleine, a quien descubriremos mejor en la escena siguiente, en la que el guión sigue arriesgándose con la mala casualidad. La señora coloca un caballete en medio del prado, mira el bellísimo paisaje arbolado que pintará. De entre los árboles aparece un hombre que parece caminar a tientas, vacilante. Es Adán (Sergi López), ciego y alcalde del pueblo. Hay un diálogo perfecto. Adán pregunta quién es el que pinta. Después de escuchar la voz de Madeleine, se disculpa: «Los olores de la pintura me ocultaron su perfume». De inmediato, él la invita a visitar una casa que está en venta. ¿Por qué él va a esa casa? ¿Por qué Madeleine acepta la invitación? Porque los hermanos Larrieu lo necesitan: para que la película continúe, Madeleine y William (Daniel Auteuil) tendrán que comprar la casa y hacerse amigos de Adán y su esposa Eva (Amira Casar).

Tantas torpezas iniciales, sin embargo, se soportan medianamente bien y pueden olvidarse en los minutos que siguen. Pintar y hacer el amor es una película de autor, en el más auténtico sentido de la palabra. Los Larrieu se dieron el lujo de pasar por alto algunas sutilezas narrativas porque, obviamente, sabían muy bien adónde querían llegar, y con qué piezas iban a armar su juguete.

La historia de estos personajes, sus relaciones, se construyen de otra manera más sinuosa. Ante todo, mediante la sensualidad. Si en alguna película la belleza cumple una función narrativa es en esta. Desde el espléndido paisaje del Vercors donde está instalada la casa que compran Madeleine y William, y cuyos colores, cuya luz, casi podríamos tocarlos, como hace Adán, hasta esa casa antigua, sólida, espaciosa y laberíntica a un tiempo, y, como es natural, los cuatro actores que la protagonizan. Sabine Azéma, en su madurez, ofrece una morosa sensualidad, casi perversa en su incertidumbre, en algo que estoy tentado de llamar inocencia. Amira Casar, con un personaje que apenas se aprovecha en su individualidad, parecería estar ahí para ser mirada por Madeleine, William y los espectadores, ya que Adán solo podrá tocarla, olerla.

Hay una escena que explica, mejor que mis palabras, lo que estoy tratando de decir. Cualquier buena película, a la larga, se constituye por unos pocos momentos recordables. Eva llega a casa de Madeleine (William ha salido). Apenas se conocen todavía y Eva declara que le gustaría que Madeleine pintase un retrato suyo. Esta se disculpa: es una aficionada que se ocupa de paisajes, de naturalezas muertas. La otra insiste. «¿Ahora mismo?», pregunta Madeleine, algo sorprendida (y halagada, por supuesto). Suben al estudio. Mientras la pintora prepara sus colores, Eva se despoja de la ropa. Queda de pie, protegida tan solo por los zapatos. Madeleine se queda mirándola, candorosamente.

Desde el punto de vista narrativo, sería una escena para tachar. No vemos una sola línea o pincelada de Madeleine y, lo peor del caso, el cuadro por pintar queda totalmente olvidado hasta por los hermanos Larrieu. La cámara permanece tan lejos de la piel de Eva como la mirada de Madeleine, y Eva se permite una única confesión, que resulta casi pudorosa: «Hace tiempo que nadie me ve desnuda.» Pero tampoco se regresa a una línea de texto que podría abrir toda una subtrama. La escena, sin embargo, puede ser memorable tan solo por su intrínseca belleza, por su sensualidad delicadísima. Ese «tan solo» que acabo de escribir es también inexacto: mejor decir «sobre todo», porque en Pintar o hacer el amor la belleza y la sensualidad, más que incorporarse a la narración, se tematizan. Esta es una película que trata de la lucha entre la vida y el tiempo, tal vez de la humanización del tiempo.

Madeleine y William, llegados a una edad en que podrían guardar las armas, atraviesan por una sucesión de descubrimientos de aquello otro que podrían estar perdiéndose: la prejubilación de William les permite una progresiva liberación, una nueva intensidad rejuvenecedora. La naturaleza, la antigua casa campestre, el sexo entre ellos, la nueva amistad del alcalde y su esposa, el intercambio de parejas con Adán y Eva, los intercambios entre los cuatro, la liberación final, cuando advierten que ya no necesitan de los otros dos para hacer lo que les venga en ganas y seguir amándose y ser felices, son los pasos más evidentes de esa sucesión de descubrimientos emancipadores.

Hay otros dos hallazgos en la realización que me afianzan en la idea de que Pintar o hacer el amor es una película bien llamada de autor. El primero de ellos es la manera como apuestan por la sugerencia. La sensualidad, el intenso erotismo que va ganando esta película, se logra con solo dos desnudos femeninos, una mano por aquí, otra por acá, algunos besos, y muchísimas miradas, intenciones, ansiedades contenidas o desbordadas. También sonidos. Desde la audaz escena en que los Larrieu mantienen durante dos minutos la pantalla en negro, mientras Adán guía a Madeleine y William de una a otra casa en medio de la profunda noche (y tropiezan, algo como un jabalí se atraviesa en el camino de ella, y suponemos que los cuerpos chocan unos con otros, que ellos mismos disfrutan equívocos y contactos), hasta la secuencia final en que una pareja de desconocidos pasa, casi por azar, por su adorable casa de campo, hay un uso eficaz, narrativo, de una banda sonora que se añade también a esa construcción de sentidos desde los sentidos, y nunca mejor venida una redundancia.

El segundo hallazgo es la firmeza con que sostienen el protagonismo de Madeleine y William. Es Adán quien lleva las riendas de las acciones desde que aparece en pantalla, incluso, a veces, a su pesar. Pero los Larrieu tienen muy claro que los conflictos pertenecen a Madeleine y a William. Cada vez que se abocan a una situación disyuntiva, se quedan solos. O la cámara registra los rostros, en el desconcierto o el atrevimiento, de uno de los dos. Y cuando, alcanzada lo que parece la plenitud, la película podría convertirse en la historia de amor de los cuatro, Adán y Eva desaparecen y los otros dos pueden continuar por sí mismos su camino de descubrimientos y liberaciones.

He escrito en el título de esta nota que me parece una película extraña, y también lo sería por el tono apacible con que trata aquello que otras resolverían mediante el regodeo escandaloso. Si algo me gusta en Pintar o hacer el amor es su amoralidad. Madeleine y William, es evidente, están rompiendo sus propios prejuicios morales, pero la intensidad, el valor de lo que encuentran es tal, que desechan casi todo debate acerca de la pertinencia de lo que hacen. El conflicto no se establece entre el bien o el mal, entre los buenos o los malos comportamientos, sino entre la existencia de estos personajes (de toda persona, a fin de cuentas) y el tiempo que se empeña en disolverla.

    Pintar o hacer el amor se exhibió a partir del 27 de agosto en el circuito nacional de estrenos

Descriptor(es)
1. CINE FRANCÉS
2. CRÍTICA CINEMATOGRÁFICA

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