FICHA ANALÍTICA
En un mundo libre, se le podrían construir baños al Papa
Fernández, Hamlet (1984 - )
Título: En un mundo libre, se le podrían construir baños al Papa
Autor(es): Hamlet Fernández
Fuente: Revista Cine Cubano On Line
Número: 15
Mes: Julio - Diciembre
Año de publicación: 2009
Hoy día valdría preguntarse: ¿cómo hacer cine manteniendo un compromiso ético y político con zonas sangrantes de la vida contemporánea sin marearse con la denuncia retórica y moralizante? Y además: ¿cómo resultar eficiente en el mercado global del espectáculo cinematográfico desde un mínimo de concesiones estéticas para conquistar a las masas de receptores, e iluminarles la conciencia? Si usted quiere saber cómo se hace, le involucro desde ya en el análisis de dos películas excepcionales. Me refiero a la uruguaya El baño del Papa (2007), de los directores César Charlone y Enrique Fernández, y a En un mundo libre… (2007), del maestro inglés Ken Loach.
Propongo esta mirada conjunta porque pienso que entre ambos filmes se puede establecer una muy provechosa conexión, en tanto logran singularizar –cada uno ajustado a la especificidad del contexto que recrea– problemáticas comunes, tales como: la dureza de la vida en espacios de la periferia económica del sistema-mundo (en una, periferia de lo periférico; en la otra, periferia de lo hegemónico); el lucro con el hambre y la pobreza humana, un negocio que no es simplemente manipulación inescrupulosa de los que están un escaño más arriba sino complicidad, pacto, mercado de intereses…; la producción de marginación humana como uno de los desechos más tóxicos de la modernización trasnacional, tanto en el interior de los emporios industriales, como en zonas donde la ausencia de industria es una fatalidad. Y todo expuesto en un tono casi aristotélico, de mimesis esencial.
Digo casi aristotélico, de mimesis esencial –y comienzo ya por el uso del lenguaje–, porque ambos directores escapan a las formas de narrar usuales en el cine posmoderno: cero juego intertextual, cero fragmentación de la estructura narrativa, cero hedonismo estético, cero regodeo paródico y cero pastiche espectacular codificado en superficies brillosas. A ambos les interesa más desmaterializar la mediación del lenguaje, en el sentido de que este no llame la atención sobre sí mismo, no imponga su materialidad, sino que se disuelva en el gesto mismo de crear realidad; una realidad estética (no estetizada) que adquiere el carácter de esencial en cuanto produce un mundo verosímil a partir de la materia prima de lo real-carnal, de los fragmentos de una realidad sí experimentada en la piel de miles de seres que luchan por su supervivencia en las sombras de la pirámide social, y que merecen que sus vidas no se agoten de manera inconsciente, como si no hubieran existido.
Por tanto, la escritura lineal, continua, fluida –en una palabra: «convencional»– con que estos directores estructuran la narración, resulta totalmente orgánica, ya que el grado de fragmentación de las vidas y la realidad representada es más que suficiente para diseminar el sentido de forma descentralizada, y enredar al receptor en un diálogo altamente productivo. Lo cual no quiere decir que estemos en presencia de dos filmes «ingenuos» en términos narrativos. Cuando el sutil equilibrio entre intención eidética y necesidad de la forma cristaliza armónicamente, la sobria sencillez suele parecer algo simple a los ojos del diletante. Sin embargo, todo creador sabe que nada resulta tan difícil como codificar la sencillez.
El baño del Papa hace explícita esta postura estética segundos antes de correr la primera secuencia de la película, cuando se lee: «Los hechos de esta historia son en esencia reales y solo el azar impidió que sucedieran como aquí se cuentan.» De este modo es declarada la intención de reconstruir la conmoción experimentada por la ciudad de Melo (noreste de Uruguay, cercana a la frontera con Brasil) cuando en mayo de 1988 fuera visitada por el Papa. Como la diferencia entre realidad histórica y realidad artística es planteada aquí en términos de azar, los directores se permitirán organizar los hechos de manera que las causas más profundas de dicha conmoción afloren a la superficie y hablen de cómo el suceso religioso para los pobres no es ni siquiera ya placebo espiritual, sino solo ilusión desesperada de progreso económico.
La película focaliza el espacio-tiempo de la periferia de un país pequeño del Tercer Mundo latinoamericano, donde la vida de muchas personas no ha sido alcanzada aún por la racionalización económica del sistema-mundo; y esto, lejos de ser una ventaja, lo que produce es una precariedad material límite. Un lugar donde la imaginación carga con la responsabilidad de ingeniarse las alternativas posibles de supervivencia. Las mujeres lavan y planchan, y los hombres pedalean sesenta kilómetros diarios para traspasar la frontera con Brasil, comprar mercancía barata y revender en los mercados locales. Cuando se anuncia la posible visita del Papa, la coyuntura, sobredimensionada por el revoloteo mediático, es sentida por estas personas como la oportunidad de hacer algo que les dé un impulso de mejoría a sus vidas. En vez de vender comida, a Beto se le ocurre hacer un baño.
La forma en que se muestra esa terrible pobreza es desgarradora, sobre todo por la naturalidad, la sobriedad, la espontaneidad con que se expresa la dureza de la vida de esos seres; y todo sin la necesidad de estetizar el fenómeno, sin exotizarlo, sin desviaciones hacia los moralismos políticos o la denuncia retórica. La dignidad humana; la energía inagotable; la esperanza que resurge una y otra vez, obstinada, entre el hambre, la fatiga y el fracaso insuperable…, son los verdaderos protagonistas de esta historia. Uno de los momentos más logrados en tal sentido: la secuencia donde Silvia (la hija de Beto), lo delata ante Carmen por haber trabajado para Meleyo. Beto tartamudea, trata de explicar algo…, vemos cómo se hunde en la vergüenza ante su esposa e hija, no solo por haber mentido sino por haber pactado con el verdugo, aun cuando el fin no haya podido ser más noble. Aunque se justifique diciendo que «era pa’ terminar el baño», que al final «era para que todos pudiéramos mejorar», la aleación de angustia, vergüenza, humillación y desazón que cristaliza en el rostro de este actor (César Troncoso, quien se mantiene inmenso durante toda la película, pero que llega aquí a la cima de lo excepcional), nos hace saber que, a pesar del hambre, para estas personas no todos los medios son negociables; y eso habla de dignidad, de una dignidad olímpica. Carmen le dice «conmigo no cuente para nada», agarra un bulto de ropa y sale con la hija. Beto se queda sentado en la mesa, en shock. Mientras el plano se oscurece, sentimos cómo se le derrumba el mundo, y a uno se le hace un nudo inmenso en la garganta. Cuando Carmen y Silvia regresan, Beto aún no ha vuelto en sí, tiene los ojos rojos, fuera de órbita, con la mirada perdida y su baño desecho entre las manos. Después de que Carmen le pone sus últimos ahorros delante, yéndole el perdón en el gesto, Beto se da una vuelta, mira a su mujer, el rostro se le vuelve a iluminar, y la vida continúa.
Por su parte, en En un mundo libre… Ken Loach y Paul Laverty (guionista) hacen inmersión en el Londres periférico, el de los inmigrantes, los indocumentados, y ponen a correr ante nuestros ojos la dinámica inescrupulosa del mercado laboral temporario, en ocasiones ilícito, que maximiza las ganancias del capital industrial con el uso de la mano de obra más barata, la totalmente desamparada por la ley. En este mundo, a diferencia del Melo de El baño del Papa, no hay espacio alguno para la imaginación, pues como se dice en buen cubano, todo está inventado. La dinámica económica en este otro espacio-tiempo del sistema-mundo está totalmente racionalizada, montada en las estructuras, ahora flexibles, del capital trasnacional, y la única alternativa de supervivencia posible es entrar al juego de roles. Se sabe que la transformación estructural que experimentó el sistema capitalista, después de que el fordismo entrara en crisis a finales de la década de los años sesenta, generó un sistema mucho más flexible en términos productivos, de mercado, consumo y, lo que nos interesa, en los mercados laborales. De manera que el comportamiento actual de esta variable –algo que recrea con toda intención Ken Loach en esta película– se caracteriza por una reducción de los núcleos obreros de contratación permanente, para apelar a una fuerza de trabajo que pueda contratarse y despedirse con la misma rapidez, sin costos económicos ni, sobre todo, políticos. Con esta reestructuración, el sistema le apunta a dos problemas fundamentales, a saber: se socava el poder de la clase obrera, al reducirse los núcleos de resistencia mejor organizados, y se minimizan los costos de producción, al operarse con mano de obra barata e indefensa. Por eso muchos gobiernos del Primer Mundo miran hacia otro lugar –lo que tampoco deja de señalar Loach–, mientras que los inmigrantes, sobre todo los indocumentados, son explotados como animales.
Pero la verdadera complejidad de un fenómeno radica siempre en la red de mediaciones que lo produce, y justo ahí es que instala su historia este experimentado director, en el espacio de las complejas relaciones humanas que media entre el capital y su materia prima. Este espacio lo ocupa en la película el negocio de la contratación de trabajo temporal, en el que Angie, involucrando a su amiga Rose, se aventura hasta crear su propia empresa.
Angie, la protagonista de esta historia, interpretada a la medida por Kierston Wareing, es un personaje complejo, lleno de matices, yo diría monádico, en el sentido de que sus contradicciones son las contradicciones del sistema, en tanto termina como encarnación del sistema mismo: reproduce, automáticamente, aquella lógica. Hubiese sido mucho más fácil irse a los grandes contrastes –poderosos empresarios explotando a los infelices inmigrantes–, pero no: Ken Loach demuestra una vez más que es un maestro, por eso prefiere la complejidad del ser humano. Así, la película comienza con una Angie desempleada, es decir, marginada por el sistema, que pretende, como desquite, jugar con las reglas del juego y crear su propia empresa. En este primer momento, los objetivos de esta mujer (ganar solvencia y estabilidad económica) no parecen excluir la posibilidad del gesto humanitario, solidario, la sensibilidad más primaria ante la miseria del Otro. Por eso, cuando comienza a prosperar en su negocio, no sentimos que explota a los inmigrantes; por el contrario, les consigue trabajo, subsistencia; les da vida a polacos, ucranianos, iraníes y demás nacionalidades de la pobreza que deambulan por el Primer Mundo. Ken Loach nos hace ver lo verdaderamente complejo de esta relación, donde no solo hay explotación, sino también complicidad, pacto, mercado de intereses y, en alguna medida, humanidad. Piensen en la familia iraní, sin más elección que pasar frío y hambre en los márgenes de Londres o sufrir cárcel y opresión en su país. «Huimos [de la dictadura] y vinimos aquí» –dice la madre de esta familia. «Pedimos asilo, pero nos lo denegaron. Nos dijeron que abandonáramos el país. La elección era terrible. O volver a Irán, donde le meterían en la cárcel [a su esposo, por vender libros equivocados], o escondernos, toda la familia, y esperar las consecuencias.» «Voy a intentar ayudarles» –dice Angie–, les da un plato de sopa, una noche caliente y les consigue trabajo. ¿Es posible moralizar el asunto? Creo que no. La vida es dura, muy dura, para todos.
Pero la película avanza y Angie transita hacia un segundo estadio. Después de pasar la frontera de la legalidad, primero por humanidad, lo sigue haciendo pero para salir adelante ella misma, para ganar más plata, más, más…, y es cuando se sorprende pensando como el sistema, operando igual, inescrupulosamente. Pudiéramos pensar que en el fondo es una persona arribista, avariciosa, individualista. Pero no, sería muy simple. Aquí hay un problema de estructuras: pareciera que después que se entra al juego de roles, las estructuras terminan devorando al sujeto. Angie es una víctima más. No hay marcha atrás. Eso nos dice Ken Loach al final. En la última secuencia, en Kiev, cuando entrevista a una ucraniana, vemos cómo la señora deposita en sus manos sus ahorros y su esperanza; habla, Angie pregunta: «¿Qué ha dicho?», la asistente le traduce: «Que deja aquí a sus dos hijos. Espera que Arco Iris (se refiere a la empresa de Angie) le traiga suerte.» «Lo hará» –responde ella y, mientras cuenta el dinero que le ha dado la señora, su rostro nos expresa algo muy difícil de descodificar. No es ni siquiera cinismo, sino una especie de resignación, de repugnancia de ella misma; pero a su vez se destila vergüenza. Angie mira con compasión a la señora. Arriba así el personaje a un tercer estadio de degradación. Es totalmente consciente de que vive de la miseria y las ilusiones de seres humanos; pero no puede, o no sabe, cómo detenerse.
En El baño del Papa queda también muy sutilmente apuntado cómo las situaciones límites pueden desembocar en pactos entre explotados y explotadores. Cuando Beto tiene la soga al cuello, termina negociando con el verdugo. ¿Le queda otra, tiene opción? Hay un momento sumamente logrado en el que los directores, alejando a sus personajes del estereotipo, nos acercan a dos sujetos hartos de contradicciones, y por esta vía se neutraliza cualquier posibilidad de moralizar el asunto. Mientras el Papa pronuncia sus últimas palabras en Melo, Beto (que pedalea a todo tren con la taza del váter para llegar a tiempo) se cruza en el camino con Meleyo, este se ofrece para llevarle y quiere pagarle el dinero que le debe, Beto se resiste, lo rechaza, se impone su dignidad, pero Meleyo le recuerda (airado, por la insubordinación): «¿Quién te da vida, Beto, el Papa ese, los milicos…, eh? ¿Papá te da vida, el hijo de puta, el hijo de puta de la móvil te da vida, Beto?», y termina diciéndole: «Elegí, Beto, elegí.»
De esta película solo hay que lamentar que casi al final los directores pierdan el tono que llevaba el filme. La secuencia de imágenes donde se nos muestran las montañas de desperdicios que dejó a su paso el Papa, acompañada de una música rimbombante, resulta efectista, en el sentido de que se hace muy evidente la intención de acentuar la tragedia y la ruina de todos los que, como Beto, invirtieron en el Papa. Algo que a esas alturas se vuelve gratuito, por redundante, pues ya la película había logrado, suficientemente, desautomatizar la percepción de los receptores respecto a esa dura realidad social, y había ganado, hasta ese momento de manera sutil y espontánea, un sincero sentimiento de solidaridad, de respeto, sobre todo de admiración, para esos personajes. Pero felizmente el cierre vuelve a ser genial, cuando Beto, desde dentro del baño del Papa, exclama: «¡Carmen, tengo una idea!»
Mientras, En un mundo libre… tampoco está exenta de problemas. El guión deja algunos cabos sueltos. Por ejemplo, la salida de la acción de Rose, la compañera de piso de Angie y su socia en el negocio, está débilmente justificada. Uno siente también que la aventura con Karol, el joven polaco, está un poco forzada, que no se integra orgánicamente a la dinámica de la trama central. Tampoco llegamos a saber si Angie finalmente resolvió ser responsable de su hijo...
Pero estas dos películas, y retomo el pretexto inicial, son un ilustrativo ejemplo de las estrategias estéticas y políticas mediante las que aún se puede llegar a un auténtico arte de resistencia. Uno de los secretos: no es posible jugar y alcanzar visibilidad más allá del sistema, ni es posible deconstruir sus estructuras desde fuera, sino, como aconsejaría Derrida, es necesario adecuar los golpes de la deconstrucción habitando el interior mismo de las estructuras, extrayéndole a la estructura todos los recursos estratégicos y económicos de la subversión. Eso es precisamente lo que hacen estos creadores contemporáneos, entre los que se puede hallar, como me comentara vía e-mail un amigo, «un punto de meditación convergente, algo así como la humildad expositiva o la ilusión cultural de la transparencia a la hora de abordar “el negocio” de la miseria».
Al terminar, otra verdad de Perogrullo: la resistencia, para que sea eficaz, no puede situarse tampoco en la periferia de la estructura de los problemas, sino minar de disidencia el centro. Por eso, otro de los grandes aciertos de estas dos películas es que enfilan los cañones hacia el corazón mismo de la crisis actual del sistema-mundo, a saber: la manera alarmante en que la marginación humana, que es complejamente multifactorial, ha dejado de ser, hace mucho tiempo, un problema periférico, de márgenes, para ganar ya el centro. Psíquicamente, es el centro. Y el inconsciente de la sociedad global, saturado de resentimiento, frustraciones, fatiga, desesperanza, hambre y violencia, mucha violencia, podría erupcionar cual animal neurótico, hasta petrificar radicalmente el paisaje, como lo haría un volcán.
El baño del Papa se exhibió a partir del 16 de julio, y En un mundo libre, desde el 15 de octubre, ambos en el circuito nacional de estrenos.
Descriptor(es)
1. CINE INGLES
2. CINE URUGUAYO
Título: En un mundo libre, se le podrían construir baños al Papa
Autor(es): Hamlet Fernández
Fuente: Revista Cine Cubano On Line
Número: 15
Mes: Julio - Diciembre
Año de publicación: 2009
Hoy día valdría preguntarse: ¿cómo hacer cine manteniendo un compromiso ético y político con zonas sangrantes de la vida contemporánea sin marearse con la denuncia retórica y moralizante? Y además: ¿cómo resultar eficiente en el mercado global del espectáculo cinematográfico desde un mínimo de concesiones estéticas para conquistar a las masas de receptores, e iluminarles la conciencia? Si usted quiere saber cómo se hace, le involucro desde ya en el análisis de dos películas excepcionales. Me refiero a la uruguaya El baño del Papa (2007), de los directores César Charlone y Enrique Fernández, y a En un mundo libre… (2007), del maestro inglés Ken Loach.
Propongo esta mirada conjunta porque pienso que entre ambos filmes se puede establecer una muy provechosa conexión, en tanto logran singularizar –cada uno ajustado a la especificidad del contexto que recrea– problemáticas comunes, tales como: la dureza de la vida en espacios de la periferia económica del sistema-mundo (en una, periferia de lo periférico; en la otra, periferia de lo hegemónico); el lucro con el hambre y la pobreza humana, un negocio que no es simplemente manipulación inescrupulosa de los que están un escaño más arriba sino complicidad, pacto, mercado de intereses…; la producción de marginación humana como uno de los desechos más tóxicos de la modernización trasnacional, tanto en el interior de los emporios industriales, como en zonas donde la ausencia de industria es una fatalidad. Y todo expuesto en un tono casi aristotélico, de mimesis esencial.
Digo casi aristotélico, de mimesis esencial –y comienzo ya por el uso del lenguaje–, porque ambos directores escapan a las formas de narrar usuales en el cine posmoderno: cero juego intertextual, cero fragmentación de la estructura narrativa, cero hedonismo estético, cero regodeo paródico y cero pastiche espectacular codificado en superficies brillosas. A ambos les interesa más desmaterializar la mediación del lenguaje, en el sentido de que este no llame la atención sobre sí mismo, no imponga su materialidad, sino que se disuelva en el gesto mismo de crear realidad; una realidad estética (no estetizada) que adquiere el carácter de esencial en cuanto produce un mundo verosímil a partir de la materia prima de lo real-carnal, de los fragmentos de una realidad sí experimentada en la piel de miles de seres que luchan por su supervivencia en las sombras de la pirámide social, y que merecen que sus vidas no se agoten de manera inconsciente, como si no hubieran existido.
Por tanto, la escritura lineal, continua, fluida –en una palabra: «convencional»– con que estos directores estructuran la narración, resulta totalmente orgánica, ya que el grado de fragmentación de las vidas y la realidad representada es más que suficiente para diseminar el sentido de forma descentralizada, y enredar al receptor en un diálogo altamente productivo. Lo cual no quiere decir que estemos en presencia de dos filmes «ingenuos» en términos narrativos. Cuando el sutil equilibrio entre intención eidética y necesidad de la forma cristaliza armónicamente, la sobria sencillez suele parecer algo simple a los ojos del diletante. Sin embargo, todo creador sabe que nada resulta tan difícil como codificar la sencillez.
El baño del Papa hace explícita esta postura estética segundos antes de correr la primera secuencia de la película, cuando se lee: «Los hechos de esta historia son en esencia reales y solo el azar impidió que sucedieran como aquí se cuentan.» De este modo es declarada la intención de reconstruir la conmoción experimentada por la ciudad de Melo (noreste de Uruguay, cercana a la frontera con Brasil) cuando en mayo de 1988 fuera visitada por el Papa. Como la diferencia entre realidad histórica y realidad artística es planteada aquí en términos de azar, los directores se permitirán organizar los hechos de manera que las causas más profundas de dicha conmoción afloren a la superficie y hablen de cómo el suceso religioso para los pobres no es ni siquiera ya placebo espiritual, sino solo ilusión desesperada de progreso económico.
La película focaliza el espacio-tiempo de la periferia de un país pequeño del Tercer Mundo latinoamericano, donde la vida de muchas personas no ha sido alcanzada aún por la racionalización económica del sistema-mundo; y esto, lejos de ser una ventaja, lo que produce es una precariedad material límite. Un lugar donde la imaginación carga con la responsabilidad de ingeniarse las alternativas posibles de supervivencia. Las mujeres lavan y planchan, y los hombres pedalean sesenta kilómetros diarios para traspasar la frontera con Brasil, comprar mercancía barata y revender en los mercados locales. Cuando se anuncia la posible visita del Papa, la coyuntura, sobredimensionada por el revoloteo mediático, es sentida por estas personas como la oportunidad de hacer algo que les dé un impulso de mejoría a sus vidas. En vez de vender comida, a Beto se le ocurre hacer un baño.
La forma en que se muestra esa terrible pobreza es desgarradora, sobre todo por la naturalidad, la sobriedad, la espontaneidad con que se expresa la dureza de la vida de esos seres; y todo sin la necesidad de estetizar el fenómeno, sin exotizarlo, sin desviaciones hacia los moralismos políticos o la denuncia retórica. La dignidad humana; la energía inagotable; la esperanza que resurge una y otra vez, obstinada, entre el hambre, la fatiga y el fracaso insuperable…, son los verdaderos protagonistas de esta historia. Uno de los momentos más logrados en tal sentido: la secuencia donde Silvia (la hija de Beto), lo delata ante Carmen por haber trabajado para Meleyo. Beto tartamudea, trata de explicar algo…, vemos cómo se hunde en la vergüenza ante su esposa e hija, no solo por haber mentido sino por haber pactado con el verdugo, aun cuando el fin no haya podido ser más noble. Aunque se justifique diciendo que «era pa’ terminar el baño», que al final «era para que todos pudiéramos mejorar», la aleación de angustia, vergüenza, humillación y desazón que cristaliza en el rostro de este actor (César Troncoso, quien se mantiene inmenso durante toda la película, pero que llega aquí a la cima de lo excepcional), nos hace saber que, a pesar del hambre, para estas personas no todos los medios son negociables; y eso habla de dignidad, de una dignidad olímpica. Carmen le dice «conmigo no cuente para nada», agarra un bulto de ropa y sale con la hija. Beto se queda sentado en la mesa, en shock. Mientras el plano se oscurece, sentimos cómo se le derrumba el mundo, y a uno se le hace un nudo inmenso en la garganta. Cuando Carmen y Silvia regresan, Beto aún no ha vuelto en sí, tiene los ojos rojos, fuera de órbita, con la mirada perdida y su baño desecho entre las manos. Después de que Carmen le pone sus últimos ahorros delante, yéndole el perdón en el gesto, Beto se da una vuelta, mira a su mujer, el rostro se le vuelve a iluminar, y la vida continúa.
Por su parte, en En un mundo libre… Ken Loach y Paul Laverty (guionista) hacen inmersión en el Londres periférico, el de los inmigrantes, los indocumentados, y ponen a correr ante nuestros ojos la dinámica inescrupulosa del mercado laboral temporario, en ocasiones ilícito, que maximiza las ganancias del capital industrial con el uso de la mano de obra más barata, la totalmente desamparada por la ley. En este mundo, a diferencia del Melo de El baño del Papa, no hay espacio alguno para la imaginación, pues como se dice en buen cubano, todo está inventado. La dinámica económica en este otro espacio-tiempo del sistema-mundo está totalmente racionalizada, montada en las estructuras, ahora flexibles, del capital trasnacional, y la única alternativa de supervivencia posible es entrar al juego de roles. Se sabe que la transformación estructural que experimentó el sistema capitalista, después de que el fordismo entrara en crisis a finales de la década de los años sesenta, generó un sistema mucho más flexible en términos productivos, de mercado, consumo y, lo que nos interesa, en los mercados laborales. De manera que el comportamiento actual de esta variable –algo que recrea con toda intención Ken Loach en esta película– se caracteriza por una reducción de los núcleos obreros de contratación permanente, para apelar a una fuerza de trabajo que pueda contratarse y despedirse con la misma rapidez, sin costos económicos ni, sobre todo, políticos. Con esta reestructuración, el sistema le apunta a dos problemas fundamentales, a saber: se socava el poder de la clase obrera, al reducirse los núcleos de resistencia mejor organizados, y se minimizan los costos de producción, al operarse con mano de obra barata e indefensa. Por eso muchos gobiernos del Primer Mundo miran hacia otro lugar –lo que tampoco deja de señalar Loach–, mientras que los inmigrantes, sobre todo los indocumentados, son explotados como animales.
Pero la verdadera complejidad de un fenómeno radica siempre en la red de mediaciones que lo produce, y justo ahí es que instala su historia este experimentado director, en el espacio de las complejas relaciones humanas que media entre el capital y su materia prima. Este espacio lo ocupa en la película el negocio de la contratación de trabajo temporal, en el que Angie, involucrando a su amiga Rose, se aventura hasta crear su propia empresa.
Angie, la protagonista de esta historia, interpretada a la medida por Kierston Wareing, es un personaje complejo, lleno de matices, yo diría monádico, en el sentido de que sus contradicciones son las contradicciones del sistema, en tanto termina como encarnación del sistema mismo: reproduce, automáticamente, aquella lógica. Hubiese sido mucho más fácil irse a los grandes contrastes –poderosos empresarios explotando a los infelices inmigrantes–, pero no: Ken Loach demuestra una vez más que es un maestro, por eso prefiere la complejidad del ser humano. Así, la película comienza con una Angie desempleada, es decir, marginada por el sistema, que pretende, como desquite, jugar con las reglas del juego y crear su propia empresa. En este primer momento, los objetivos de esta mujer (ganar solvencia y estabilidad económica) no parecen excluir la posibilidad del gesto humanitario, solidario, la sensibilidad más primaria ante la miseria del Otro. Por eso, cuando comienza a prosperar en su negocio, no sentimos que explota a los inmigrantes; por el contrario, les consigue trabajo, subsistencia; les da vida a polacos, ucranianos, iraníes y demás nacionalidades de la pobreza que deambulan por el Primer Mundo. Ken Loach nos hace ver lo verdaderamente complejo de esta relación, donde no solo hay explotación, sino también complicidad, pacto, mercado de intereses y, en alguna medida, humanidad. Piensen en la familia iraní, sin más elección que pasar frío y hambre en los márgenes de Londres o sufrir cárcel y opresión en su país. «Huimos [de la dictadura] y vinimos aquí» –dice la madre de esta familia. «Pedimos asilo, pero nos lo denegaron. Nos dijeron que abandonáramos el país. La elección era terrible. O volver a Irán, donde le meterían en la cárcel [a su esposo, por vender libros equivocados], o escondernos, toda la familia, y esperar las consecuencias.» «Voy a intentar ayudarles» –dice Angie–, les da un plato de sopa, una noche caliente y les consigue trabajo. ¿Es posible moralizar el asunto? Creo que no. La vida es dura, muy dura, para todos.
Pero la película avanza y Angie transita hacia un segundo estadio. Después de pasar la frontera de la legalidad, primero por humanidad, lo sigue haciendo pero para salir adelante ella misma, para ganar más plata, más, más…, y es cuando se sorprende pensando como el sistema, operando igual, inescrupulosamente. Pudiéramos pensar que en el fondo es una persona arribista, avariciosa, individualista. Pero no, sería muy simple. Aquí hay un problema de estructuras: pareciera que después que se entra al juego de roles, las estructuras terminan devorando al sujeto. Angie es una víctima más. No hay marcha atrás. Eso nos dice Ken Loach al final. En la última secuencia, en Kiev, cuando entrevista a una ucraniana, vemos cómo la señora deposita en sus manos sus ahorros y su esperanza; habla, Angie pregunta: «¿Qué ha dicho?», la asistente le traduce: «Que deja aquí a sus dos hijos. Espera que Arco Iris (se refiere a la empresa de Angie) le traiga suerte.» «Lo hará» –responde ella y, mientras cuenta el dinero que le ha dado la señora, su rostro nos expresa algo muy difícil de descodificar. No es ni siquiera cinismo, sino una especie de resignación, de repugnancia de ella misma; pero a su vez se destila vergüenza. Angie mira con compasión a la señora. Arriba así el personaje a un tercer estadio de degradación. Es totalmente consciente de que vive de la miseria y las ilusiones de seres humanos; pero no puede, o no sabe, cómo detenerse.
En El baño del Papa queda también muy sutilmente apuntado cómo las situaciones límites pueden desembocar en pactos entre explotados y explotadores. Cuando Beto tiene la soga al cuello, termina negociando con el verdugo. ¿Le queda otra, tiene opción? Hay un momento sumamente logrado en el que los directores, alejando a sus personajes del estereotipo, nos acercan a dos sujetos hartos de contradicciones, y por esta vía se neutraliza cualquier posibilidad de moralizar el asunto. Mientras el Papa pronuncia sus últimas palabras en Melo, Beto (que pedalea a todo tren con la taza del váter para llegar a tiempo) se cruza en el camino con Meleyo, este se ofrece para llevarle y quiere pagarle el dinero que le debe, Beto se resiste, lo rechaza, se impone su dignidad, pero Meleyo le recuerda (airado, por la insubordinación): «¿Quién te da vida, Beto, el Papa ese, los milicos…, eh? ¿Papá te da vida, el hijo de puta, el hijo de puta de la móvil te da vida, Beto?», y termina diciéndole: «Elegí, Beto, elegí.»
De esta película solo hay que lamentar que casi al final los directores pierdan el tono que llevaba el filme. La secuencia de imágenes donde se nos muestran las montañas de desperdicios que dejó a su paso el Papa, acompañada de una música rimbombante, resulta efectista, en el sentido de que se hace muy evidente la intención de acentuar la tragedia y la ruina de todos los que, como Beto, invirtieron en el Papa. Algo que a esas alturas se vuelve gratuito, por redundante, pues ya la película había logrado, suficientemente, desautomatizar la percepción de los receptores respecto a esa dura realidad social, y había ganado, hasta ese momento de manera sutil y espontánea, un sincero sentimiento de solidaridad, de respeto, sobre todo de admiración, para esos personajes. Pero felizmente el cierre vuelve a ser genial, cuando Beto, desde dentro del baño del Papa, exclama: «¡Carmen, tengo una idea!»
Mientras, En un mundo libre… tampoco está exenta de problemas. El guión deja algunos cabos sueltos. Por ejemplo, la salida de la acción de Rose, la compañera de piso de Angie y su socia en el negocio, está débilmente justificada. Uno siente también que la aventura con Karol, el joven polaco, está un poco forzada, que no se integra orgánicamente a la dinámica de la trama central. Tampoco llegamos a saber si Angie finalmente resolvió ser responsable de su hijo...
Pero estas dos películas, y retomo el pretexto inicial, son un ilustrativo ejemplo de las estrategias estéticas y políticas mediante las que aún se puede llegar a un auténtico arte de resistencia. Uno de los secretos: no es posible jugar y alcanzar visibilidad más allá del sistema, ni es posible deconstruir sus estructuras desde fuera, sino, como aconsejaría Derrida, es necesario adecuar los golpes de la deconstrucción habitando el interior mismo de las estructuras, extrayéndole a la estructura todos los recursos estratégicos y económicos de la subversión. Eso es precisamente lo que hacen estos creadores contemporáneos, entre los que se puede hallar, como me comentara vía e-mail un amigo, «un punto de meditación convergente, algo así como la humildad expositiva o la ilusión cultural de la transparencia a la hora de abordar “el negocio” de la miseria».
Al terminar, otra verdad de Perogrullo: la resistencia, para que sea eficaz, no puede situarse tampoco en la periferia de la estructura de los problemas, sino minar de disidencia el centro. Por eso, otro de los grandes aciertos de estas dos películas es que enfilan los cañones hacia el corazón mismo de la crisis actual del sistema-mundo, a saber: la manera alarmante en que la marginación humana, que es complejamente multifactorial, ha dejado de ser, hace mucho tiempo, un problema periférico, de márgenes, para ganar ya el centro. Psíquicamente, es el centro. Y el inconsciente de la sociedad global, saturado de resentimiento, frustraciones, fatiga, desesperanza, hambre y violencia, mucha violencia, podría erupcionar cual animal neurótico, hasta petrificar radicalmente el paisaje, como lo haría un volcán.
El baño del Papa se exhibió a partir del 16 de julio, y En un mundo libre, desde el 15 de octubre, ambos en el circuito nacional de estrenos.
Descriptor(es)
1. CINE INGLES
2. CINE URUGUAYO
Web: http://www.cubacine.cult.cu/sitios/revistacinecubano/digital15/cap02.htm