FICHA ANALÍTICA
Jolgorio y responsabilidad: No hay presente lúcido que no brote de un pasado elocuente
Fernández, Hamlet (1984 - )
Título: Jolgorio y responsabilidad: No hay presente lúcido que no brote de un pasado elocuente
Autor(es): Hamlet Fernández
Fuente: Revista Cine Cubano On Line
Número: 15
Mes: Julio - Diciembre
Año de publicación: 2009
Pareciera que la dinámica existencial de esta Isla agradece ser traducida al plano de lo concreto-inteligible, como suele hacerlo el lenguaje documental. Esta pudiera ser una de las razones que explican la vivacidad con que el género ha sabido resurgir una y otra vez, siempre que se ha desgajado de la circunstancia el grado necesario de autonomía que asegura la libertad de enfoque y, en consecuencia, la sinceridad de intención. Así, la tradición documentalística cubana ha venido navegando sobre la marea de las circunstancias, ha sobrevivido a rígidas tempestades; pero, después de la oscuridad, ha logrado salir a la superficie para respirar el aire limpio de paranoias. Hoy podemos avizorar que el documental cubano suda enérgicamente una convincente salud temático-formal, tanto los ensayos de realización independiente como los proyectos producidos por el ICAIC.
Uno de los documentales con los que mejor celebra el ICAIC esta importante fecha lo es Nunca será fácil la herejía (ICAIC-2009, 60 minutos), del realizador Jorge Luis Sánchez. No hay mejor síntoma de madurez –entendida esta como autoconciencia, como la interiorización orgánica de lo que se es, un es (ser) temporal en cuanto devenir histórico– que la capacidad intelectual de articular una autorreflexión sobre ese devenir que se encarna en el presente. Pues la madurez, que es también conciencia de identidad, nunca habita un espacio ni un tiempo puro, inmutable, sino que vive en la fractura que media, entre la reconstrucción incesante de la experiencia del pasado que se arrastra y la proyección utópica del futuro que se desea; he ahí, en esa acción diferida, donde existimos, donde se articula eso que llamamos presente. Por eso, como las instituciones no son los edificios sino los hombres de carne y hueso que las habitan a diario, la madurez, la autoconciencia y la identidad que les atribuimos a estas, solo son posibles de constatar cuando se hurga allí donde un coro de memorias protagónicas –sujetos de un devenir institucional, cultural y político común– reconstruyen un pasado. Se le abren, así, posibilidades de futuro y se le confiere sentido al presente. Eso hace precisamente Jorge Luis Sánchez en Nunca será fácil la herejía.
Sánchez acierta de manera irrefutable, tanto por concebir este documental como un texto polifónico, plural, del cual queda excluido cualquier monologismo autoritario, como por encender la memoria de los entrevistados (Daniel Díaz Torres, Manuel Pérez, Fernando Pérez, Enrique Pineda Barnet y Alfredo Guevara) en aquellas zonas donde la evocación del pasado nos devuelve, no precisamente las vibraciones de los conquistados aplausos por el legado cultural del ICAIC a lo largo de medio siglo, sino una autorreflexión desde el presente sobre las implicaciones y posiciones asumidas por esta institución en los más agudos momentos de crisis, que hacen de ese lapsus temporal un espacio de lucha por la cultura y el destino de esta nación. Celebrar el medio siglo de existencia beligerante del ICAIC con un autoconsciente ejercicio de revisión crítica de las gestas que lo hicieron madurar política y culturalmente, es la forma más orgánica, audaz, valiente, ética y antiapologética de emprenderlo.
De manera introspectiva y retrospectiva, este realizador nos hace caminar hacia el interior de la experiencia de esos protagonistas, a la vez que descendemos en la línea del tiempo histórico, desde la crisis institucional desatada por Alicia en el pueblo de Maravillas, en el año 1991, hasta los sucesos de 1961, donde una chispita como PM sigue siendo un pretexto insuficiente para explicar el enrojecimiento que alcanzó el proceso de toma de posiciones en el campo de la lucha por la hegemonía del poder, no solo cultural... en aquellos primeros años de la Revolución. Por el camino, ascendiendo en sentido contrario al documental, Sánchez hace entrar a esta historia, la polémica del año 1963 sobre la política de exhibición del ICAIC, protagonizada por Alfredo Guevara y Blas Roca; al Primer Congreso de Educación y Cultura, momento en el que sentimos el hastío, el escalofrío que aún provoca en los entrevistados la evocación del fantasma del realismo socialista; así como la polémica desatada por Cecilia.
Esta estrategia historiográfica no puede ser más antiautoritaria, descentralizadora y democrática, en tanto genera un espacio horizontal de reconocimiento de un pasado que nos pertenece a todos, al que todos tenemos derecho, principalmente, derecho de participación en su reconstrucción. Y como todo mensaje –en especial el artístico– se completa en el proceso de su recepción, este documental desborda la mirada de los entrevistados para enriquecerse en el espacio virtual de su concreción estética, con la experiencia ya sea vivida o aprehendida de los receptores; pero esto es posible porque Jorge Luis Sánchez supo darnos participación, no monopolizó el debate, ni pretendió agotarlo, por el contrario, se alejó de los juicios conclusivos, totalizadores, y nos dejó un espacio abierto para agregar, para disentir o afirmar, para participar…
A propósito también de la celebración de este aniversario cerrado de la fundación del ICAIC, Jorge Luis Sánchez nos entrega Dentro de 50 años (2009, 95 min), documental en el que la preocupación fundamental pasa a ser la manera en que la institución se proyecta hacia el futuro. Pero Sánchez reitera nuevamente –algo que nos está diciendo desde la forma misma en que estructura el guión general– que no hay futuro, o más bien un proyecto acertado de futuro, sin conservación crítica del pasado. Se evita incurrir así en la incapacidad de acumular experiencia, algo que el Sergio de Memorias del subdesarrollo dejó zumbando para siempre en el oído de esta Isla. Siguiendo este inteligente principio, el documental bucea en el interior del edificio ICAIC, absorbiéndole al espacio físico el pedazo esencial de historia que en él habita, al tiempo que persigue a los rostros de la experiencia humana y profesional que persisten aún dentro del laberinto de paredes blancas, para escuchar el quejido sabio de sus palabras. También son escuchados los que no persisten, pero que no dejan de tener todo el derecho de sumarse a la celebración con su experiencia, nostalgia, gratitud, reservas…, lo cual es sin dudas un desprejuiciado gesto de inclusión, de reconciliación, de respeto a la coexistencia y la diversidad de criterios.
En paralelo el documental se va desarrollando a la manera de un taller creativo, en el que Jorge Luis Sánchez guía el proceso de investigación de cuatro jóvenes realizadores (Wilbert Noguel, Karel Ducasse, Adrián Hartill y Javier Castro). Cada uno de ellos realiza un minidocumental –que es insertado por el director dentro del documental mayor– sobre cuatro áreas fundamentales del trabajo de la institución: la animación, la producción, el documental y la problemática del público. Estos cuatro ensayos creativos intentan aprehender ese pasado que se desconoce pero que se siente como la tradición sobre la cual los jóvenes debemos erguirnos, claro que sin complacencias. Por eso ese pasado es codificado por estos jóvenes realizadores desde un nervio generacional que lucha estoicamente ante la incertidumbre del futuro. El resultado global de este experimento termina siendo cinco documentales que dialogan con respecto a la coexistencia generacional. Todos se vuelven uno en el propósito. Pero quiero señalar que disiento de las zonas en que el documental (el de Sánchez) se va a los espacios hogareños de estos cuatro jóvenes para mostrarnos sus rutinas cotidianas. Siento que esto sobra, que es innecesario, pues estas ojeadas a la realidad rutinaria del cubano se están volviendo tautológicas ya, además de que esto sobredimensiona el protagonismo (dentro del documental) de creadores que, sin poner en duda sus talentos, apenas están en el umbral de sus carreras.
Especial atención deben poner los jóvenes cineastas cubanos a las palabras de Omar González, cuando en el fragmento final de la entrevista que aquí aparece les dice:
Los jóvenes cineastas tienen que pensar que esta institución la tienen que llenar, y que es su institución, no que hay que fundar otra, si hay que fundar otra tendría que ser esta misma.
Y concluye:
Tiene que haber derecho al error, a equivocarse; si no, no encontramos la verdad. No podemos aspirar a un cine modosito, que no «conflictivice», y que la sociedad, que todo el mundo sabe por donde va y a la velocidad que va, no esté reflejada en ese cine.
"Salvador de Cojímar", del realizador Ernesto Sánchez Valdés.Siguiendo la línea de los homenajes, quiero comentar ahora dos documentales sencillamente hermosos: Salvador de Cojímar, dirigido por Ernesto Sánchez Valdés, producido por el ICAIC; y Madame Molinet, dirigido por Alina Morante Lima, pero producido por el Consejo Nacional de las Artes Escénicas y la Agencia Caricatos. Ambos nos acercan a las interioridades humanas de dos seres que han invertido sus vidas en dignificar la cultura de este país: Salvador Wood y María Elena Molinet, respectivamente; maestros en sus artes específicas, que inspiran respeto y admiración por la obra de fundación que han sabido construir a lo largo de sus vidas, con una laboriosidad infatigable, guiados por la modesta convicción de que la utilidad solo respira orgullo allí donde el trabajo sigue siendo el sentido de la vida.
Estos dos realizadores recurren a un guión de estructura lineal, que sienta en el centro a los protagonistas y les invita a conversar sobre sus vidas. Tanto Wood como Molinet lo hacen tan bien que nos inmiscuimos en sus historias profesionales, acompañadas siempre de pinceladas de intimidad, de una forma increíblemente amena. En Salvador de Cojímar el director va apoyando la memoria de Wood, que es envidiablemente lúcida, con fotos, fotogramas y fragmentos de sus películas más importantes; también se escuchan las opiniones de algunos habitantes del histórico pueblo de pescadores, que le admiran por el hombre «chévere», sencillo, abierto y bondadoso que es. Por su parte, en Madame Molinet, Alina Morante acompaña el autorrelato biográfico de esta maestra de generaciones del diseño de vestuario para teatro y cine, con fotos de distintos momentos de su vida, bocetos de sus diseños, fragmentos de su actuación en uno de los cuentos de Lucía y demás material documental. También son entrevistados los diseñadores Miriam Dueñas y Jesús Ruiz, quienes aportan un merecido relieve a la calidad humana de Molinet y a su labor decisiva dentro de esta rama del diseño, alguien que con su talento y perseverancia creó puertas para las generaciones posteriores.
Estos dos documentales-homenajes son sensibles testimonios de ternura, calidez humana, experiencia, modesta sabiduría, entereza y mucho amor, un amor ecuménico. Si ambos realizadores lograron sintonizar para nosotros la desenfadada vitalidad de estos dos ancianos venerables, es porque se acercaron respetuosamente para descubrirles, y redescubrírnoslos, en sus espacios y ámbitos más íntimos. María Elena en su resistente casona de finales del siglo xix (1898), y Salvador junto al mar, el mar que le curó a Yolandita (hoy la profesora, investigadora y crítica de arte, doctora Yolanda Wood). Entonces, la importancia capital de estas dos obras reside en que invalidarán en un futuro a las posibles construcciones idealizadas, edulcoradas, apologéticas o de fría perfección de ambos artistas.
En Madame Molinet hablará para siempre esa mujer de collares, hija de un general mambí, que supo darle sensualidad y elegancia al teatro y al cine de la Revolución; sensualidad y elegancia que en ella son los componentes más visibles de una belleza que seduce desde el gesto, la profusión ágil de ideas, la alegría y la pasión con que nos invade cuando asistimos a su encuentro. Una hermosa mujer cubana que a sus ochenta y nueve años aún continua inmersa en el trabajo, que gusta de clavar el bastón en la tierra y removerla, para ver lo que sucede. «Soy una mujer feliz, porque he hecho lo que he querido» –así se despide, también con una espléndida sonrisa.
Salvador Wood desgaja su humor al ritmo de las olas que le baten detrás. Nos enseña lo que es, lo que ha sido y lo que quiere seguir siendo: un hombre de pueblo, familiar, afable, noble, leal, sereno... Un hombre que habla de su trabajo actoral con una naturalidad que pareciera desconocer la excepcionalidad de su legado para el cine cubano. Pero es que Salvador, santiaguero de origen, es humilde sin poses. Entre la arrogancia de creerse importante –una importancia más que merecida por demás– y la ingenuidad vivaracha que emana de la galería de guajiros que dejó interpretados en el cine, Salvador no puede siquiera pretender elegir, porque cuando la sinceridad es intrínseca al carácter de un hombre, su temple aflorará siempre incontaminado, sin importar las circunstancias. A sus ochenta años, toma de la mano a su compañera de seis décadas (Yolanda Pujols) y camina hacia el mar; así se despide.
Ahora debo volver a Jorge Luis Sánchez –que ha tenido un fértil año de desvelo creativo– para terminar este comentario con su serie documental Benny Moré: La voz entera del son (ICAIC-2009).
Lo primero que pone de relieve esta nueva entrega de Sánchez es la seriedad de la investigación que llevó a cabo para la realización de su película El Benny. Pues esta serie vendría siendo como el «subproducto artístico» de la obra de ficción, en el sentido de que fue realizada con gran parte del material recopilado por este director durante el proceso de preparación del filme; pero, ojo, aquí el «subproducto» es tan eficaz que logra saciar expectativas que el producto primogénito había dejado insatisfechas. Sobre este punto volveré después.
Esta vez Sánchez completa el rompecabezas de la vida del Bárbaro del Ritmo en una serie documental de cuatro capítulos que intentan cubrir los momentos más significativos de su historia. Titula cada parte con frases de canciones antológicas del repertorio del Benny (Lajas, mi rincón querido; Dos ciudades que son como hermanas; Qué banda tiene usted, y Te quedarás); así la simbiosis entre vida y música se convierte en un principio estructurador, gesto en el que hay ya un gran acierto del director.
Después de este trabajo no quedan dudas acerca de que Jorge Luis Sánchez es un realizador autorizado. Lo digo sobre todo porque se necesita una especial destreza para lograr narrar una historia, o no solo narrarla sino armarla tanteando en la memoria de quienes por diversas razones estuvieron implicados en los hechos que llenan la vida de un hombre. Este es un método del que Sánchez hace gala. Los cuatro capítulos conforman un rico mosaico de perspectivas posibles a la hora de imaginar el carácter, el talento y las peripecias existenciales de un músico que es hoy una leyenda popular. Esto se logra con un trabajo de confrontación, combinación y sincronización de la multiplicidad de visiones que emanan de las subjetividades que son convocadas a dialogar, además de la inteligente apoyatura en material de archivo (fotos, grabaciones, fragmentos de otros documentales, etc.). No faltan tampoco los guiños intertextuales a un clásico como PM para reflejar los ambientes de madrugada, música y alcohol de La Habana de entonces; más la utilización de algunas secuencias de la película (El Benny), que funcionan, pienso, como la visión más íntima del director, su aporte ficcional al imaginario colectivo que intenta consensuar la inmortalidad musical de este cubano. La música, por supuesto, también es una herramienta esencial en las manos de este realizador, que sabe dosificarla en función de hacer encarnar en el documental el espíritu festivo, alegre, rítmico, etílico, arriesgado, guarachero que vibra en la voz del Benny y los coros de metales de su Jazz Band.
La galería de personas que son entrevistadas para conformar este relato, como decía antes, muestra el rigor con que Jorge L. Sánchez indagó sobre la vida de Benny Moré. Se agradece mucho el testimonio de personas tan importantes como sus hermanos (Teodoro Moré y Pedro Moré); de amigos de su infancia que aún son moradores de Lajas (Petronila Cabrera, Alberto Veloz, Roberto Fabá); de personas que le conocieron en México y que fueron sus compañeros de trabajo (las bailarinas: Tongolele y Amalia Aguilar, el cantante Tony Camargo); de compositores, músicos y arreglistas que trabajaron con él (El Conde Negro, Bebo Valdés, Generoso Jiménez, Francisco Escorcia, Senén Suárez, Rubén Bermúdez); de su hija Hilda Moré; de Israel Castellanos (Muelita), el administrador de su orquesta; de la viuda y la hija (Pilar del Alba y Maritza Simeón, respectivamente); de Max Pérez, el empresario que le estafó en Venezuela; de expertos en la vida y obra de Benny Moré como Eduardo Rosillo (el destacado locutor de radio), y Senobio Faguet (biógrafo del Benny); además de muchas otras personas que también hacen valiosos aportes al documental.
Ahora bien, sin ánimo de establecer comparaciones que para nada son pertinentes, sí quisiera agregar que en este trabajo Jorge L. Sánchez logra esclarecer con mucho más éxito algunas zonas de la vida del Benny, que en la película no quedaron muy bien resueltas. Por ejemplo, en el documental nos enteramos, entre otras cosas, que su tatarabuelo (Ramón Cundo) fue el primer presidente del Casino de los Congos (sociedad de descendientes de esclavos africanos que provenían del África occidental) –espacio donde de niño el Benny pudo respirar de primera mano los diferentes ritmos de la música africana. Su bisabuelo (Simeón Armenteros) fue un coronel mambí; y su tío bisabuelo (Genaro Benítez) fue una autoridad religiosa, quizás uno de los primeros babalaos que hubo en Cuba. Este origen étnico, religioso y patriótico-militar que representan esos tres importantes antecesores, en la película solo queda esbozado en el personaje del abuelo, concebido a partir de una fusión de la figura del coronel Armenteros con Genaro Benítez, su padrino espiritual. De igual forma, en los capítulos 2 y 3 quedan muy bien explicadas las relaciones que sostuvo Benny con figuras tan relevantes de la música cubana como los hermanos Matamoros, Pérez Prado, Rafael de Paz, Mariano Mercerón, Bebo Valdés, entre otros; músicos que tuvieron una incidencia importante en su formación y maduración como cantante, por lo que esto no es un aspecto a ignorar, sino un punto clave para poder comprender que la dimensión musical que alcanza Benny Moré al frente de su Banda Gigante no salió de la nada, en parte fue el resultado de muchos años de aprendizaje bajo el mando de grandes de la música de este país. Otro detalle interesante que aporta Eduardo Rosillo, casi al final del segundo capítulo, es que Benny Moré comienza a armar su propia orquesta en Santiago de Cuba, no en La Habana. De lo que no se habla en ninguno de los cuatro capítulos de esta serie es del tema de los amoríos del Benny, algo que se extraña, pues en la película sí ocupa un espacio importante.
Por todo, pienso que hay que agradecerle a Jorge Luis Sánchez el meritorio trabajo de rescate de esta figura imprescindible de la cultura cubana, lo que ha sabido concretar estéticamente tanto desde la ficción como ahora en esta serie documental. Y esperemos que el clima cálido de las circunstancias siga haciendo sudar vitalidad al documental cubano, para que la dinámica existencial de esta isla azotada por ciclones continúe cristalizando estéticamente en la forma orgánica, libre, sincera...
Descriptor(es)
1. CINE CUBANO
2. INSTITUTO CUBANO DEL ARTE E INDUSTRIA CINEMATOGRAFICOS (ICAIC)
Título: Jolgorio y responsabilidad: No hay presente lúcido que no brote de un pasado elocuente
Autor(es): Hamlet Fernández
Fuente: Revista Cine Cubano On Line
Número: 15
Mes: Julio - Diciembre
Año de publicación: 2009
Pareciera que la dinámica existencial de esta Isla agradece ser traducida al plano de lo concreto-inteligible, como suele hacerlo el lenguaje documental. Esta pudiera ser una de las razones que explican la vivacidad con que el género ha sabido resurgir una y otra vez, siempre que se ha desgajado de la circunstancia el grado necesario de autonomía que asegura la libertad de enfoque y, en consecuencia, la sinceridad de intención. Así, la tradición documentalística cubana ha venido navegando sobre la marea de las circunstancias, ha sobrevivido a rígidas tempestades; pero, después de la oscuridad, ha logrado salir a la superficie para respirar el aire limpio de paranoias. Hoy podemos avizorar que el documental cubano suda enérgicamente una convincente salud temático-formal, tanto los ensayos de realización independiente como los proyectos producidos por el ICAIC.
Uno de los documentales con los que mejor celebra el ICAIC esta importante fecha lo es Nunca será fácil la herejía (ICAIC-2009, 60 minutos), del realizador Jorge Luis Sánchez. No hay mejor síntoma de madurez –entendida esta como autoconciencia, como la interiorización orgánica de lo que se es, un es (ser) temporal en cuanto devenir histórico– que la capacidad intelectual de articular una autorreflexión sobre ese devenir que se encarna en el presente. Pues la madurez, que es también conciencia de identidad, nunca habita un espacio ni un tiempo puro, inmutable, sino que vive en la fractura que media, entre la reconstrucción incesante de la experiencia del pasado que se arrastra y la proyección utópica del futuro que se desea; he ahí, en esa acción diferida, donde existimos, donde se articula eso que llamamos presente. Por eso, como las instituciones no son los edificios sino los hombres de carne y hueso que las habitan a diario, la madurez, la autoconciencia y la identidad que les atribuimos a estas, solo son posibles de constatar cuando se hurga allí donde un coro de memorias protagónicas –sujetos de un devenir institucional, cultural y político común– reconstruyen un pasado. Se le abren, así, posibilidades de futuro y se le confiere sentido al presente. Eso hace precisamente Jorge Luis Sánchez en Nunca será fácil la herejía.
Sánchez acierta de manera irrefutable, tanto por concebir este documental como un texto polifónico, plural, del cual queda excluido cualquier monologismo autoritario, como por encender la memoria de los entrevistados (Daniel Díaz Torres, Manuel Pérez, Fernando Pérez, Enrique Pineda Barnet y Alfredo Guevara) en aquellas zonas donde la evocación del pasado nos devuelve, no precisamente las vibraciones de los conquistados aplausos por el legado cultural del ICAIC a lo largo de medio siglo, sino una autorreflexión desde el presente sobre las implicaciones y posiciones asumidas por esta institución en los más agudos momentos de crisis, que hacen de ese lapsus temporal un espacio de lucha por la cultura y el destino de esta nación. Celebrar el medio siglo de existencia beligerante del ICAIC con un autoconsciente ejercicio de revisión crítica de las gestas que lo hicieron madurar política y culturalmente, es la forma más orgánica, audaz, valiente, ética y antiapologética de emprenderlo.
De manera introspectiva y retrospectiva, este realizador nos hace caminar hacia el interior de la experiencia de esos protagonistas, a la vez que descendemos en la línea del tiempo histórico, desde la crisis institucional desatada por Alicia en el pueblo de Maravillas, en el año 1991, hasta los sucesos de 1961, donde una chispita como PM sigue siendo un pretexto insuficiente para explicar el enrojecimiento que alcanzó el proceso de toma de posiciones en el campo de la lucha por la hegemonía del poder, no solo cultural... en aquellos primeros años de la Revolución. Por el camino, ascendiendo en sentido contrario al documental, Sánchez hace entrar a esta historia, la polémica del año 1963 sobre la política de exhibición del ICAIC, protagonizada por Alfredo Guevara y Blas Roca; al Primer Congreso de Educación y Cultura, momento en el que sentimos el hastío, el escalofrío que aún provoca en los entrevistados la evocación del fantasma del realismo socialista; así como la polémica desatada por Cecilia.
Esta estrategia historiográfica no puede ser más antiautoritaria, descentralizadora y democrática, en tanto genera un espacio horizontal de reconocimiento de un pasado que nos pertenece a todos, al que todos tenemos derecho, principalmente, derecho de participación en su reconstrucción. Y como todo mensaje –en especial el artístico– se completa en el proceso de su recepción, este documental desborda la mirada de los entrevistados para enriquecerse en el espacio virtual de su concreción estética, con la experiencia ya sea vivida o aprehendida de los receptores; pero esto es posible porque Jorge Luis Sánchez supo darnos participación, no monopolizó el debate, ni pretendió agotarlo, por el contrario, se alejó de los juicios conclusivos, totalizadores, y nos dejó un espacio abierto para agregar, para disentir o afirmar, para participar…
A propósito también de la celebración de este aniversario cerrado de la fundación del ICAIC, Jorge Luis Sánchez nos entrega Dentro de 50 años (2009, 95 min), documental en el que la preocupación fundamental pasa a ser la manera en que la institución se proyecta hacia el futuro. Pero Sánchez reitera nuevamente –algo que nos está diciendo desde la forma misma en que estructura el guión general– que no hay futuro, o más bien un proyecto acertado de futuro, sin conservación crítica del pasado. Se evita incurrir así en la incapacidad de acumular experiencia, algo que el Sergio de Memorias del subdesarrollo dejó zumbando para siempre en el oído de esta Isla. Siguiendo este inteligente principio, el documental bucea en el interior del edificio ICAIC, absorbiéndole al espacio físico el pedazo esencial de historia que en él habita, al tiempo que persigue a los rostros de la experiencia humana y profesional que persisten aún dentro del laberinto de paredes blancas, para escuchar el quejido sabio de sus palabras. También son escuchados los que no persisten, pero que no dejan de tener todo el derecho de sumarse a la celebración con su experiencia, nostalgia, gratitud, reservas…, lo cual es sin dudas un desprejuiciado gesto de inclusión, de reconciliación, de respeto a la coexistencia y la diversidad de criterios.
En paralelo el documental se va desarrollando a la manera de un taller creativo, en el que Jorge Luis Sánchez guía el proceso de investigación de cuatro jóvenes realizadores (Wilbert Noguel, Karel Ducasse, Adrián Hartill y Javier Castro). Cada uno de ellos realiza un minidocumental –que es insertado por el director dentro del documental mayor– sobre cuatro áreas fundamentales del trabajo de la institución: la animación, la producción, el documental y la problemática del público. Estos cuatro ensayos creativos intentan aprehender ese pasado que se desconoce pero que se siente como la tradición sobre la cual los jóvenes debemos erguirnos, claro que sin complacencias. Por eso ese pasado es codificado por estos jóvenes realizadores desde un nervio generacional que lucha estoicamente ante la incertidumbre del futuro. El resultado global de este experimento termina siendo cinco documentales que dialogan con respecto a la coexistencia generacional. Todos se vuelven uno en el propósito. Pero quiero señalar que disiento de las zonas en que el documental (el de Sánchez) se va a los espacios hogareños de estos cuatro jóvenes para mostrarnos sus rutinas cotidianas. Siento que esto sobra, que es innecesario, pues estas ojeadas a la realidad rutinaria del cubano se están volviendo tautológicas ya, además de que esto sobredimensiona el protagonismo (dentro del documental) de creadores que, sin poner en duda sus talentos, apenas están en el umbral de sus carreras.
Especial atención deben poner los jóvenes cineastas cubanos a las palabras de Omar González, cuando en el fragmento final de la entrevista que aquí aparece les dice:
Los jóvenes cineastas tienen que pensar que esta institución la tienen que llenar, y que es su institución, no que hay que fundar otra, si hay que fundar otra tendría que ser esta misma.
Y concluye:
Tiene que haber derecho al error, a equivocarse; si no, no encontramos la verdad. No podemos aspirar a un cine modosito, que no «conflictivice», y que la sociedad, que todo el mundo sabe por donde va y a la velocidad que va, no esté reflejada en ese cine.
"Salvador de Cojímar", del realizador Ernesto Sánchez Valdés.Siguiendo la línea de los homenajes, quiero comentar ahora dos documentales sencillamente hermosos: Salvador de Cojímar, dirigido por Ernesto Sánchez Valdés, producido por el ICAIC; y Madame Molinet, dirigido por Alina Morante Lima, pero producido por el Consejo Nacional de las Artes Escénicas y la Agencia Caricatos. Ambos nos acercan a las interioridades humanas de dos seres que han invertido sus vidas en dignificar la cultura de este país: Salvador Wood y María Elena Molinet, respectivamente; maestros en sus artes específicas, que inspiran respeto y admiración por la obra de fundación que han sabido construir a lo largo de sus vidas, con una laboriosidad infatigable, guiados por la modesta convicción de que la utilidad solo respira orgullo allí donde el trabajo sigue siendo el sentido de la vida.
Estos dos realizadores recurren a un guión de estructura lineal, que sienta en el centro a los protagonistas y les invita a conversar sobre sus vidas. Tanto Wood como Molinet lo hacen tan bien que nos inmiscuimos en sus historias profesionales, acompañadas siempre de pinceladas de intimidad, de una forma increíblemente amena. En Salvador de Cojímar el director va apoyando la memoria de Wood, que es envidiablemente lúcida, con fotos, fotogramas y fragmentos de sus películas más importantes; también se escuchan las opiniones de algunos habitantes del histórico pueblo de pescadores, que le admiran por el hombre «chévere», sencillo, abierto y bondadoso que es. Por su parte, en Madame Molinet, Alina Morante acompaña el autorrelato biográfico de esta maestra de generaciones del diseño de vestuario para teatro y cine, con fotos de distintos momentos de su vida, bocetos de sus diseños, fragmentos de su actuación en uno de los cuentos de Lucía y demás material documental. También son entrevistados los diseñadores Miriam Dueñas y Jesús Ruiz, quienes aportan un merecido relieve a la calidad humana de Molinet y a su labor decisiva dentro de esta rama del diseño, alguien que con su talento y perseverancia creó puertas para las generaciones posteriores.
Estos dos documentales-homenajes son sensibles testimonios de ternura, calidez humana, experiencia, modesta sabiduría, entereza y mucho amor, un amor ecuménico. Si ambos realizadores lograron sintonizar para nosotros la desenfadada vitalidad de estos dos ancianos venerables, es porque se acercaron respetuosamente para descubrirles, y redescubrírnoslos, en sus espacios y ámbitos más íntimos. María Elena en su resistente casona de finales del siglo xix (1898), y Salvador junto al mar, el mar que le curó a Yolandita (hoy la profesora, investigadora y crítica de arte, doctora Yolanda Wood). Entonces, la importancia capital de estas dos obras reside en que invalidarán en un futuro a las posibles construcciones idealizadas, edulcoradas, apologéticas o de fría perfección de ambos artistas.
En Madame Molinet hablará para siempre esa mujer de collares, hija de un general mambí, que supo darle sensualidad y elegancia al teatro y al cine de la Revolución; sensualidad y elegancia que en ella son los componentes más visibles de una belleza que seduce desde el gesto, la profusión ágil de ideas, la alegría y la pasión con que nos invade cuando asistimos a su encuentro. Una hermosa mujer cubana que a sus ochenta y nueve años aún continua inmersa en el trabajo, que gusta de clavar el bastón en la tierra y removerla, para ver lo que sucede. «Soy una mujer feliz, porque he hecho lo que he querido» –así se despide, también con una espléndida sonrisa.
Salvador Wood desgaja su humor al ritmo de las olas que le baten detrás. Nos enseña lo que es, lo que ha sido y lo que quiere seguir siendo: un hombre de pueblo, familiar, afable, noble, leal, sereno... Un hombre que habla de su trabajo actoral con una naturalidad que pareciera desconocer la excepcionalidad de su legado para el cine cubano. Pero es que Salvador, santiaguero de origen, es humilde sin poses. Entre la arrogancia de creerse importante –una importancia más que merecida por demás– y la ingenuidad vivaracha que emana de la galería de guajiros que dejó interpretados en el cine, Salvador no puede siquiera pretender elegir, porque cuando la sinceridad es intrínseca al carácter de un hombre, su temple aflorará siempre incontaminado, sin importar las circunstancias. A sus ochenta años, toma de la mano a su compañera de seis décadas (Yolanda Pujols) y camina hacia el mar; así se despide.
Ahora debo volver a Jorge Luis Sánchez –que ha tenido un fértil año de desvelo creativo– para terminar este comentario con su serie documental Benny Moré: La voz entera del son (ICAIC-2009).
Lo primero que pone de relieve esta nueva entrega de Sánchez es la seriedad de la investigación que llevó a cabo para la realización de su película El Benny. Pues esta serie vendría siendo como el «subproducto artístico» de la obra de ficción, en el sentido de que fue realizada con gran parte del material recopilado por este director durante el proceso de preparación del filme; pero, ojo, aquí el «subproducto» es tan eficaz que logra saciar expectativas que el producto primogénito había dejado insatisfechas. Sobre este punto volveré después.
Esta vez Sánchez completa el rompecabezas de la vida del Bárbaro del Ritmo en una serie documental de cuatro capítulos que intentan cubrir los momentos más significativos de su historia. Titula cada parte con frases de canciones antológicas del repertorio del Benny (Lajas, mi rincón querido; Dos ciudades que son como hermanas; Qué banda tiene usted, y Te quedarás); así la simbiosis entre vida y música se convierte en un principio estructurador, gesto en el que hay ya un gran acierto del director.
Después de este trabajo no quedan dudas acerca de que Jorge Luis Sánchez es un realizador autorizado. Lo digo sobre todo porque se necesita una especial destreza para lograr narrar una historia, o no solo narrarla sino armarla tanteando en la memoria de quienes por diversas razones estuvieron implicados en los hechos que llenan la vida de un hombre. Este es un método del que Sánchez hace gala. Los cuatro capítulos conforman un rico mosaico de perspectivas posibles a la hora de imaginar el carácter, el talento y las peripecias existenciales de un músico que es hoy una leyenda popular. Esto se logra con un trabajo de confrontación, combinación y sincronización de la multiplicidad de visiones que emanan de las subjetividades que son convocadas a dialogar, además de la inteligente apoyatura en material de archivo (fotos, grabaciones, fragmentos de otros documentales, etc.). No faltan tampoco los guiños intertextuales a un clásico como PM para reflejar los ambientes de madrugada, música y alcohol de La Habana de entonces; más la utilización de algunas secuencias de la película (El Benny), que funcionan, pienso, como la visión más íntima del director, su aporte ficcional al imaginario colectivo que intenta consensuar la inmortalidad musical de este cubano. La música, por supuesto, también es una herramienta esencial en las manos de este realizador, que sabe dosificarla en función de hacer encarnar en el documental el espíritu festivo, alegre, rítmico, etílico, arriesgado, guarachero que vibra en la voz del Benny y los coros de metales de su Jazz Band.
La galería de personas que son entrevistadas para conformar este relato, como decía antes, muestra el rigor con que Jorge L. Sánchez indagó sobre la vida de Benny Moré. Se agradece mucho el testimonio de personas tan importantes como sus hermanos (Teodoro Moré y Pedro Moré); de amigos de su infancia que aún son moradores de Lajas (Petronila Cabrera, Alberto Veloz, Roberto Fabá); de personas que le conocieron en México y que fueron sus compañeros de trabajo (las bailarinas: Tongolele y Amalia Aguilar, el cantante Tony Camargo); de compositores, músicos y arreglistas que trabajaron con él (El Conde Negro, Bebo Valdés, Generoso Jiménez, Francisco Escorcia, Senén Suárez, Rubén Bermúdez); de su hija Hilda Moré; de Israel Castellanos (Muelita), el administrador de su orquesta; de la viuda y la hija (Pilar del Alba y Maritza Simeón, respectivamente); de Max Pérez, el empresario que le estafó en Venezuela; de expertos en la vida y obra de Benny Moré como Eduardo Rosillo (el destacado locutor de radio), y Senobio Faguet (biógrafo del Benny); además de muchas otras personas que también hacen valiosos aportes al documental.
Ahora bien, sin ánimo de establecer comparaciones que para nada son pertinentes, sí quisiera agregar que en este trabajo Jorge L. Sánchez logra esclarecer con mucho más éxito algunas zonas de la vida del Benny, que en la película no quedaron muy bien resueltas. Por ejemplo, en el documental nos enteramos, entre otras cosas, que su tatarabuelo (Ramón Cundo) fue el primer presidente del Casino de los Congos (sociedad de descendientes de esclavos africanos que provenían del África occidental) –espacio donde de niño el Benny pudo respirar de primera mano los diferentes ritmos de la música africana. Su bisabuelo (Simeón Armenteros) fue un coronel mambí; y su tío bisabuelo (Genaro Benítez) fue una autoridad religiosa, quizás uno de los primeros babalaos que hubo en Cuba. Este origen étnico, religioso y patriótico-militar que representan esos tres importantes antecesores, en la película solo queda esbozado en el personaje del abuelo, concebido a partir de una fusión de la figura del coronel Armenteros con Genaro Benítez, su padrino espiritual. De igual forma, en los capítulos 2 y 3 quedan muy bien explicadas las relaciones que sostuvo Benny con figuras tan relevantes de la música cubana como los hermanos Matamoros, Pérez Prado, Rafael de Paz, Mariano Mercerón, Bebo Valdés, entre otros; músicos que tuvieron una incidencia importante en su formación y maduración como cantante, por lo que esto no es un aspecto a ignorar, sino un punto clave para poder comprender que la dimensión musical que alcanza Benny Moré al frente de su Banda Gigante no salió de la nada, en parte fue el resultado de muchos años de aprendizaje bajo el mando de grandes de la música de este país. Otro detalle interesante que aporta Eduardo Rosillo, casi al final del segundo capítulo, es que Benny Moré comienza a armar su propia orquesta en Santiago de Cuba, no en La Habana. De lo que no se habla en ninguno de los cuatro capítulos de esta serie es del tema de los amoríos del Benny, algo que se extraña, pues en la película sí ocupa un espacio importante.
Por todo, pienso que hay que agradecerle a Jorge Luis Sánchez el meritorio trabajo de rescate de esta figura imprescindible de la cultura cubana, lo que ha sabido concretar estéticamente tanto desde la ficción como ahora en esta serie documental. Y esperemos que el clima cálido de las circunstancias siga haciendo sudar vitalidad al documental cubano, para que la dinámica existencial de esta isla azotada por ciclones continúe cristalizando estéticamente en la forma orgánica, libre, sincera...
Descriptor(es)
1. CINE CUBANO
2. INSTITUTO CUBANO DEL ARTE E INDUSTRIA CINEMATOGRAFICOS (ICAIC)
Web: http://www.cubacine.cult.cu/sitios/revistacinecubano/digital15/cap04.htm