FICHA ANALÍTICA
Nos gusta la línea peligrosa que marca la emoción Polemizando sobre el cine, amablemente, con Luis Alberto Lamata
Caballero, Rufo (1966 - 2011)
Título: Nos gusta la línea peligrosa que marca la emoción Polemizando sobre el cine, amablemente, con Luis Alberto Lamata
Autor(es): Rufo Caballero
Fuente: Revista Cine Cubano On Line
Número: 16
Mes: Enero - Marzo
Año de publicación: 2010
Rufo Caballero: Hola, amigos de Videoteca Contracorriente. Hoy tenemos invitado a un cineasta, a un pensador en imágenes (y creo que no solo en imágenes, sino del discurso en general) sobre el rumbo, sobre el destino de su Venezuela y de América Latina. Es un hombre de televisión y cine, que estudió Historia como profesión de base; que adquirió pronto prestigio internacional, a partir del éxito estrepitoso, en el año noventa, de su película Jericó, donde se aventuraba a repensar la conquista de América como un proceso no poco traumático.
Es leyenda el hecho de que el mismo proceso de peregrinaje, de calvario por el que atravesaba el sacerdote de Jericó, era protagonizado también por los hacedores de aquella película... No sé si recuerdan aquel otro filme, el argentino La película del rey (Carlos Sorín, 1985), sobre los avatares de la producción cinematográfica en nuestro subcontinente. El guión de Jericó nació en el año ochenta y cinco, y el filme consiguió estreno solo en el noventa (había sido rodado dos años antes).
El cineasta con quien conversaremos hoy es un hombre que, en virtud de sus conocimientos de Historia, ha pensado el siglo XVI, el siglo XIX, y también, desde luego, la sociedad y la cultura venezolana y latinoamericana de la contemporaneidad. Bienvenido a Videoteca Contracorriente, Luis Alberto Lamata.
R. C.: ¿Qué tal, Luis Alberto; cómo va la vida?
Luis Alberto Lamata: Pues pasando nuevamente por esa realidad histórica de la producción difícil. Estoy por estrenar una película que no sé si llegará también a ser leyenda por las dificultades, pero que tuvo bastantes, tantas como Jericó… (Risas).
R. C.: Si bien tienes una formación humanística vasta, no estudiaste propiamente cine, al menos no en términos técnicos. Pasaste unos cursos de guión (alguno de ellos con Gabriel García Márquez), pero el intríngulis de la técnica cinematográfica imagino que lo aprendiste haciendo cine. ¿Qué ventura, qué ventaja y, al propio tiempo, cuánto desvelo y sinrazón supone hacer cine, aprender a hacer cine, haciéndolo? ¿En qué se ha traducido ese proceso del aprendizaje sobre la marcha?
L. A. L.: Recién egresado de la Universidad, habiendo estudiado Historia, que es un mundo que me interesa mucho, inmediatamente comencé a escribir guiones con algunos realizadores, y esa fue, un poco, mi puerta de entrada. El cine siempre me apasionó. De hecho, mi gran duda en un momento dado estaba en la disyuntiva de estudiar Cine o Historia. Pero en algún momento tomé el segundo camino. Inmediatamente, me llamaron como asistente de dirección y me fascinó el proceso del rodaje. Para mí fue un descubrimiento extraordinario: verme en medio de esa gran aventura que es rodar una película, y lo que significa ser parte de un equipo de filmación.
En Venezuela, la industria (que no es tal; solo por momentos aparecen varias películas que logran hacerse una detrás de la otra), por aquel entonces tuvo un bajón. Yo era asistente de dirección y no había películas en las cuales ser asistente, ni guiones que me ofrecieran, y se presentó una oportunidad de trabajar en televisión. Y descubrí que también me gustaba hacer televisión, pues, en definitiva, mi pasión consiste en contar historias con una cámara. Al final, la televisión se convirtió en mi gran escuela, en la posibilidad de decir: «Aquí hay que crear un cuento, crearlo de la mejor manera, de la manera más digna, y bajo las presiones propias de la televisión, que suelen ser bastante grandes.»
R. C.: ¿Contar historias con una cámara en plan voyeurista o en plan de emular la vida?
L. A. L.: Hay de todo. A mí me gusta mucho el cine; todo el cine. Si hago mi lista de películas preferidas, aparecen siempre filmes muy diversos. Puedo disfrutar desde un drama y una comedia hasta un musical; desde algo aparentemente trivial hasta algo más profundo. Creo que la belleza del cine consiste precisamente en la diversidad. Como realizador, como director, incluso en términos de televisión, no me ha disgustado siquiera hacer cosas no escritas por mí, cosas que yo no habría hecho o que, en principio, no me interesan. Creo en el oficio. Uno debe aprender a contar incluso aquello que no le interesa. Me gusta ese reto. Muchas veces la gente me ha visto dirigir comedias enfocadas a un público muy particular.
R. C.: Y telenovelas…
Llegó el melodrama
L. A. L.: Telenovelas, por supuesto. Me parece parte de mi vida. Disfruto que sea así. Hubiera querido hacer mucho más cine que el que he podido hacer y, tal vez, menos televisión. Pero nunca he sentido algo contradictorio entre una cosa y la otra.
R. C.: En el audiovisual suele ser fatal considerar que el cine es un género mayor, rodeado de vecinos menores, de poca monta estética. No solo porque todo te entrena y te alimenta el oficio, sino porque en todos estos géneros suele haber experiencias comunicativas, culturales, muy interesantes, que aportan mucho.
Siempre me ha llamado la atención en tu cine, incluso en las películas más ambiciosas desde el punto de vista histórico (histórico en el sentido de registrar una época horizontalmente, abarcadoramente), que no te abocas a la Historia como un gran relato o un relato total, sino que la Historia es vista a través del prisma del sujeto, del mundo interior de los personajes, de la subjetividad; de la intimidad del sujeto. Diría que en ti hay como una especie de intimidad de la Historia. Es decir, te importa que lo macro salga a través de lo micro, y no enfrentar frontalmente la Historia. Se me ocurre que el puente, o el enlace entre ese plano macro de la Historia y esa intimidad del sujeto ha sido un poco el melodrama; componente genérico que ha estado, de alguna manera, en el tono de Jericó o en cierta zona de Desnudo con naranjas. Todo ese trabajo en la televisión, con el dramatizado televisual, con las telenovelas, ¿ha supuesto para ti la posibilidad de vindicar, en términos del cine, el melodrama; la opción de humanizar la Historia por medio del melodrama?
L. A. L.: Melodrama, a veces, casi suena a mala palabra, y creo que no debería ser así. Si algún aporte tiene nuestra manera de contar (y cuando digo nuestra me refiero a la de toda América Latina, toda Hispanoamérica), es que resulta muy emotiva. Pienso que ese melodrama debe superarse; que muchas veces está anclado en posiciones que tienen que desbloquearse. Pero si algo tenemos: no le tememos a la emoción, no le tememos a relacionarnos emotivamente con lo que nos ocurre. Yo siento un enorme respeto por el melodrama cubano, por ejemplo. El que viene de la literatura romántica y en algún momento desembocó en la televisión o la radionovela.
R. C.: Carrión, o en el cine, Solás, que hizo melodramas muy buenos.
L. A. L.: Exactamente. Además, con una cualidad muchas veces operática muy bien lograda; y cuando digo operática tampoco lo digo como mala palabra, sino que esa es, precisamente, la estética justa de Solás. Hay que mirar hacia atrás para tomar cosas, pero, obviamente, eso hay que desestructurarlo y seguir adelante. Pero lo que no podemos perder nunca, pienso yo, es nuestra manera de relacionarnos con la vida a través de nuestras emociones. Me duele mucho, y es una de las pocas cosas que me alejan de cierto cine, cuando nuestros realizadores tratan de imitar fríamente una manera europea de contar.
R. C.: ¿Existe una manera «europea» de contar?
L. A. L.: Lógico que todos somos seres humanos y compartimos muchas cosas, pero uno sabe que cerca del Caribe se reacciona distinto. No es casual que este sea el mundo del bolero; como no es casual que sea el mundo del tango si te vas más al sur...
R. C.: O de la ranchera. Géneros que tienen, todos, filosofías maravillosas sobre la vida, dichas con mucha gracia, además.
L. A. L.: Insisto en eso. No se trata de repetirnos, no se trata de alimentar clichés, sino de no extraviar esa vinculación emotiva con los hechos y con la vida.
R. C: Decía la literatura sobre Solás que él era viscontiano. Pero en Visconti no solo está la ópera, sino también el melodrama; todo amalgamado. No sé si recuerdas Livia (o Senso), puro melodrama.
L. A. L.: De alguna manera, eso conecta con el Neorrealismo. O sea, que no son contradictorios. De hecho, la última parte de la obra de Solás busca, precisamente, algo mucho más sencillo, mucho más directo, lo cual es también interesante. Yo creo que esas búsquedas son importantes; pero nunca perdió la conexión emotiva, al contrario.
R. C.: Y hay diálogos, segmentos, en la obra de Visconti, que están escritos por Tennessee Williams, como tú conoces. O sea, en resumen: no hay que desdeñar ninguna zona de la cultura; ni de la llamada alta cultura ni elementos provenientes de la industria cultural. A mí también me molesta mucho la suposición acerca de que la emoción implica, necesariamente, el peligro del kitsch. No hay mayor peligro de declinar hacia el kitsch que el de la presunción de alta cultura: eso sí es muy kitsch; la impostura de estatus, y tal… Apostar a la emoción no tiene que ser un problema, aunque a veces, con ello, arribemos a cumbres estéticas o nos despeñemos; pero esa es la aventura de la creación, es el riesgo de hacer cine, de contar historias y afrontar la vida de manera controversial.
Sin embargo, Luis Alberto, no es menos cierto que la literatura teórica ha señalado que existe una diferencia fundamental entre el melodrama y la tragedia, y tiene que ver con la muestra del sentimiento. En lo que la tragedia inhibe, controla, dosifica el sentimiento, potenciándolo de esa manera; el melodrama suele ser exhibicionista con el sentimiento. ¿Eso no te preocupa; no te asusta en ninguna medida?
Luis Alberto LamataL. A. L.: Hace poco estrené una película que se llama El enemigo. Es una película muy modesta en cuanto a presupuesto, porque es independiente, fue hecha con recursos básicamente personales. Versa sobre el enfrentamiento entre dos personajes muy particulares. Quise que ambos representaran maneras de ser muy distintas: él, un hombre muy contenido, que no muestra sus emociones directamente, que le cuesta comunicarse. En cambio, con ella quise correr el riesgo de que fuera como sé que son buena parte de las mujeres venezolanas. Cuando ocurre un drama parecido al de esta película, donde a una madre la inseguridad social le ha matado un hijo, uno ve que esas mujeres no pueden contener el dolor. Lo ves a diario en Venezuela, en los noticieros. O si te acercas a un pasillo de hospital, en circunstancias parecidas, eso es lo que vas a encontrar. Y fue lo que le pedí a la actriz. Le dije: «Vamos a no contenernos. Sé que la moda va por otro lado, pero vamos a no tenerle miedo a la desmesura que hay en la realidad.» Y pedí esto para mi película, porque esa desmesura existe, ese dolor extremo y esa forma extrema de comunicarlo existen. Sería engañarnos el hecho de pensar que las emociones importantes se contienen o se ocultan. Aunque todo depende también de la personalidad de cada quien.
Al emprender El enemigo, eso constituía un riesgo; pero era también lo interesante de hacerla. Y así conversábamos originalmente, sobre cómo la íbamos a abordar desde el punto de vista actoral, qué actuación queríamos. Y decidimos acercarnos a la línea peligrosa en que las cosas pueden quedar bien o pueden quedar mal. Si no sería muy aburrido producir; sería muy predecible tu propio trabajo.
R. C.: Entonces, ¿más que de exhibicionismo del sentimiento, podríamos hablar de una especie de naturalismo?
L. A. L.: Yo diría que sí. Por lo general, aunque esto dependa también del carácter de cada cual, no somos muy contenidos en nuestros sentimientos. A veces somos exhibicionistas. Estamos rodeados de personajes sobreactuados. Uno abre el periódico, o conoce gente en festivales, como ahora mismo en La Habana, y encuentra personajes de esta naturaleza…
Cine, poesía, dramaturgia, filosofía… Con la agenda llena de problemas
R. C.: Te propongo que dentro de un rato ahondemos en El enemigo, porque ahora, sin renunciar del todo a la aventura creativa que entrañó El enemigo, quiero tomarla por guía para llegar a algo más general. Al abordar los riesgos que implican desenfundar con toda franqueza el sentimiento, la pasión, conversábamos, segundos antes de entrar a este set, acerca de uno de los puntos fundamentales en las discusiones sobre el cine latinoamericano de las últimas décadas. Muchos de los seminarios que se producen en el subcontinente tienen que ver con la relación entre poesía y dramaturgia. Ha habido sobre todo mucho cine argentino de las décadas ochenta y noventa (ya hoy bastante menos, a Dios gracias) que trataba de perseguir lo poético. Ahora ese cine, por el contrario, trata de desdramatizar las historias, de restarle trascendentalismo filosófico, y de que aflore lo poético con otra naturalidad (si es que «lo poético» logra preocupar como tal). Las películas de Truffaut pueden resultar muy poéticas; pero Truffaut nunca persiguió la poesía. Sin embargo, a uno le da la impresión de que ciertos realizadores latinoamericanos cada mañana se paran ante el espejo y se dicen: «Soy poeta; soy poeta.» De lo que resulta esa estética de la gente volando y todo ese tipo de situaciones donde los personajes quieren ser extraordinarios, y una serie de lugares recurrentes que, a mi modo de ver, fue empobreciendo una estética con grandes exponentes en algún momento, pero que se erosionó y retorizó mucho. La poesía no se deja perseguir; la poesía brota, la poesía existe o no.
Ese no deja de ser, tampoco, uno de los ríos que recorren tu cine, y una de las aventuras estéticas y creativas que has pulsado. Recuerdo que, prácticamente, el único punto discutido de Jericó tenía que ver con esa voz en off del sacerdote que, de alguna manera, romantizaba o «poetizaba» la película con su visión, angustiada, de la realidad. También eso aparece en Desnudo con naranjas. Hay en ella como un aliento, que se siente incluso hasta en la sinopsis…; se percibe la voluntad de tantear lo poético, de zorrear con lo poético. ¿Cómo concibes, en tu cine, esa posible presencia? ¿Es una condición? ¿Una cualidad? ¿Un resultado? En suma, ¿cómo te planteas la relación entre dramaturgia y poesía?
L. A. L.: Me he hecho esa misma pregunta muchas veces. Llegué a la conclusión de que es como una carga que tiene parte de mi generación. Siento que las nuevas generaciones están mucho más cerca del audiovisual que cuanto marcó a la mía. Parte de mi generación fue mucho más lectora que espectadora de televisión o de cine…
R. C.: Vamos a aclararle a los lectores que eres un hombre joven. Naciste en 1959, justo cuando triunfaba la Revolución cubana. Me hablabas de una generación con una «carga» de lecturas…
L. A. L.: Al menos yo sentí que en algún momento importante de mi vida la lectura significaba algo contundente, incluso la lectura de la poesía. Las generaciones actuales tienen la ventaja, por lo cual supongo que harán mejor cine que nosotros (aunque yo trataré de seguir haciendo cine mientras pueda), de que el audiovisual los rodea completamente, en términos de televisión, cine, video-juegos. Tienen una relación con el audiovisual mucho más estrecha.
Para mí la impronta de leer poesía; de leer, en general, resultó determinante. En cuanto a si es una carga o no, si debo asumirla o no, es algo que puede variar. Cuando hice Jericó tomé la decisión de asumirla plenamente, de decir: «Esto es lo que quiero hacer, así lo siento, y voy a correr el riesgo de que exista esa voz en off, con esa carga.» Esto lo decidí, entre otras cosas, porque una de las puertas por las que le entré al siglo XVI fue, precisamente, la de los poetas. Hubo muchos soldados poetas en la época de la Conquista, y la poesía era una manera que tenían de entenderse con la realidad. Y fue algo que me propuse atrapar.
R. C.: Fue inteligente el ardid de utilizar la palabra para referirse a la cultura occidental de ese momento, en contraposición al tratamiento mucho más icónico cuando te abocabas al mundo de los indígenas americanos.
L. A. L.: En uno de los proyectos originales de Jericó, era todavía mucho más desquiciado, porque yo pretendía que toda la primera parte española de la película fuera en verso. Quería que la primera parte sonara casi a teatro del Siglo de Oro; para que, cuando entrara el mundo indígena, el rompimiento resultara absoluto. Y es, efectivamente, como dices: en la parte indígena ni siquiera hay diálogos que se puedan descifrar. Los nuestros hablan una lengua indígena que uno no puede siquiera entender. Lo que entiendes, lo entiendes a través de la imagen o, sencillamente, no lo entiendes. Originalmente, yo quería que el rompimiento resultara más abrupto aún. Pero, ¿qué me ocurre entonces? Al cine no debe uno ponerle fronteras cerradas; me molesta mucho cuando alguien dice qué es y qué no es cine. Hay modas que van y que vienen. Tú hablabas del cine «poético» de los ochenta, y recuerdo que, en su momento, hubo trabajos que me parecieron extraordinarios. Soy, por ejemplo, un gran admirador de la obra de Subiela, aunque no sé si quisiera hacer una película así. También me molestan, y no menos, los que mecánicamente quieren imitar lo anterior. Pero todos me parecen hallazgos; como me parece igualmente importante que cambien las tendencias.
Un escritor francés decía que, en arte, la moda es como la situación que redunda de aquel a quien gusta dormir con la almohada fría, por lo que constantemente le va dando vueltas, y por lo que todo, de alguna manera, se repite. Obviamente, regresaremos al cine político, porque siempre regresa el Neorrealismo, aunque sea con otro nombre. La Nouvelle vague también regresa cada cierto tiempo: es decir, es parte del movimiento del cine. Y lo que sí creo que un realizador no puede hacer nunca es tratar de pescar esa moda, porque es un blanco móvil tan veloz que no tiene sentido tratar de pescarla. Cada cual tiene que buscar en su interior lo que realmente desea hacer. Cuando me planteé Jericó, en aquel muchacho de 23 o 24 años que escribió el guión había esa necesidad de expresión poética. Tal vez fuera torpe y no lograda del todo; pero era sincera.
R. C.: Ojo: decía Oscar Wilde que no hay poesía mala que no brote de un sentimiento sincero. Cuidado con eso, amigo. Obras son amores.
L. A. L.: Al menos tuvo, Rufo, la lucidez, a sus 23 años, de decir: «Esta es la película que quiero hacer.» Y quise hacerla así porque cuando se corre el riesgo de hacer arte, siempre estás al borde de lograrlo o de hacer el ridículo. Si tienes miedo al ridículo, no pretendas arte valiente alguno.
R. C.: Ahora sí. Eso sí: Con demasiado miedo al ridículo, tal vez no te enteres nunca, tampoco, de qué diablos es eso que llaman lo sublime.
L. A. L.: Te confieso que en absoluto temo al ridículo. Al contrario; muchas veces me he metido en proyectos en los que termino preguntándome qué hacer. Pero siempre me respondo que hay que serles fieles, que hay que creer en ellos y llevarlos hasta el final.
R. C.: Hay que ser consecuente y radical con la emoción, y no padecer la asepsia como dudosa tabla de salvamento. De todas formas, es un tema complejo y rico, Luis Alberto, porque no podemos hacer equivalente «lo poético» a lo discursivo, y, entonces, pensar que un cine más netamente audiovisual, icónico, tendente a la imagen y el sonido autosuficientes, está protegido del estigma de lo poético mal entendido. A veces hay cine sin palabras, sin verbo, en el que se descubre una voluntad poética aberrante; de hecho, termina siendo un cine monstruosamente seudopoético; aunque lo literariamente discursivo no esté presente. La revelación poética es algo que va más allá de la mediación literaria.
La literatura crítica a lo que mayormente se ha referido es a esa dramaturgia que puede ser contraproducente a fuerza de aspirar, en cada línea del guión (y estás ahora mismo, en este diciembre, como miembro del jurado de guiones inéditos; no sé si has advertido esto), a ser total, filosófica, antropológica, cacofónicamente patriótica, «continentalista», etc. Fíjate cuántas películas se han realizado a partir de la premisa de un joven que emprende un viaje por el continente, a la búsqueda, alegórica, del Padre. Joven-viaje-continente-Padre-identidad constituye, a la fecha, una cadena presumible. América es un continente joven; cada vez lo es menos, pero aún resulta joven si lo comparamos con otras culturas. Y los pueblos jóvenes necesitan todo el tiempo entenderse, fundar cosas, inventarse, explicarse, argumentarse. Eso ha llevado a que mucha literatura, pero, más que todo, mucho cine, quiera ser, en cada línea del guión, total y filosófico.
Hubo cierto cine argentino de los ochenta y principios de los noventa en que los personajes trataban todo el tiempo de definir y encontrar el país. Hablaban cada diez minutos sobre el destino del país. Cierta crítica ha sentido que eso achata las posibilidades del cine, porque todo el tiempo los personajes hablan retóricamente para el espectador y no entre ellos; todo el tiempo verbalizan –y agotan, extenúan– aquello que debe descubrir el espectador. Podríamos definirlo como un cine falsamente filosófico, o un cine donde se discursa demasiado sobre el conflicto que, acaso, puede permanecer un poco más sumergido. Esto sí no lo veo, para nada, en tu cine. En tu cine veo el riesgo de lo poético, a veces logrado, a veces menos; pero no este otro peligro. Quizás tu formación humanística te aleja del panfleto, incluso en los casos en que has hecho cine directamente político…
L. A. L.: Estamos hablando de una tentación de la cual tienes que prevenirte siempre. Es inevitable que quieras referirte a la realidad; es inevitable que quieras, de alguna manera, establecer una posición crítica, y te olvidas de que debes hablar a través de tus personajes, utilizando sus vidas, su cotidianidad, su realidad. Es terrible cuando te ocurre lo que mencionas: el «personaje filosófico» que trata de englobarlo todo.
R. C.: O sociólogo; o psicólogo. ¿Recuerdas aquello de «¡hay que follarse las mentes!»?
L. A. L.: Una tentación con la que, muchas veces, trato de pelear. Entre otras cosas, porque vengo precisamente de las Humanidades: mi visión, al haber estudiado Historia, puede resultar muy ensayística; trato de correr contra eso. El mejor antídoto ha sido, en mi caso, muchas veces, el melodrama; o sea, ir al otro extremo.
Las emociones tienen su rigor, y las metáforas, su historia
R. C.: Ahorita hablábamos de Truffaut. Siempre digo que, en el cine actual, hace mucha más falta Truffaut que Tarkovski. Todo el mundo trata de hacer grandes alegorías, de ser profundo…; mientras que Truffaut logró ser consistente, intenso, sin necesidad de cierta filosofía explícita, dudosa. En ninguna película de Truffaut se encuentra un tratado sobre nada. No aspiraba a la filosofía ni a la poesía, sino a la vida; a contar historias del mejor modo. Eso lo protegía de la retórica hueca.
Claro, aun así, debemos protegernos de la escolástica: también tiene que existir un Tarkovski. Los que a veces molestan son los epígonos de Tarkovski, quienes, dicho sea y no de paso, no suelen tener ni la cultura ni la suerte del autor ruso para negociar con la emoción.
L. A. L.: Siempre se dijo que el primero que escribió la metáfora «tus dientes blancos como perlas» fue un genio. Todos los que lo hicieron después fueron simples imitadores. Truffaut termina su primera película, Los cuatrocientos golpes, con un niño que quiere ver el mar, y esa fue una imagen genial. Pero tú mismo has criticado a todos esos realizadores que han repetido la imagen del hombre que quiere ver el mar. Truffaut fue, quizás, el genio primero.
R. C.: En arte, o en los productos culturales, incluido con mucha fuerza el audiovisual, no se debe pretender que cada pieza resulte una obra maestra: esa es otra presunción fatua, una pretensión insana. Apostar a hacer arte en cada película es fatal. Quizás se deba pensar que estás haciendo productos comunicativos, que estás compartiendo emociones. Hacer textos culturales es algo mucho más sano que pretender la obra de arte en cada realización.
A menudo en el arte, y en la cultura, en general, importa mucho más el cómo que el qué. Efectivamente, se ha vuelto un tópico el hecho de que un personaje, o el autor detrás del personaje, quiera ser poético, sensible; la idea de que quieren conocer el mar…; o la idea de querer volar, y ridiculeces como esas. Cuando vi la excelente y austera película argentina El custodio, me gustó mucho. El valor de los planos, la importancia conceptual de la definición del encuadre, en ese filme, son rotundos. Sin embargo, ¿cómo entiende que debe terminar? Con el personaje que va a conocer el mar. Y así pasa, que recuerde ahora, con Detrás del Sol, de Walter Salles; con Hotel Atlántico, la más reciente película de Susana Amaral; con Gigante, la notable ópera prima uruguaya... ¿Mera cadena intertextual? ¿Guiños a Los cuatrocientos golpes? Francamente, no creo. Empieza a ser sospechoso cuando, en tantas películas, los personajes adquieren (supuesta) carta de legitimidad poética cuando tienen que conocer el mar. Resulta tan obvia y tan sobada la metáfora, que deja de serlo.
L. A. L.: Porque la metáfora se gasta; la verdad es esa.
R. C.: Y los recursos tropológicos de la comunicación tienen su historicidad. En determinado momento, cuando Truffaut, por ejemplo, la metáfora era fresca. Pero, con el tiempo, se puede empobrecer, achatarse, volverse retórica vacía.
Qué encuentro tan poco diplomático, caramba
R. C.: Me impresionó la valentía que tuviste a la largo del segundo lustro de los ochenta, mientras procesabas Jericó. Te adelantaste, temporal y conceptualmente, a las celebraciones por el quinto centenario del llamado «Encuentro de culturas». Cuando se te entrevistó en esa época, hubieras podido parecer muy moderno, muy avant-garde, muy in (¡el cineasta venezolano in!), haciéndote cómplice de ese eufemismo que se creó entonces. Tamaña y sangrienta colisión había sido nomás un «encuentro». ¡Mira tú! Todo sea por la «ciencia».
No nos conocíamos, pero yo leía tus declaraciones desde entonces, y me llamó mucho la atención el arrojo con que dijiste que aquello, mucho más que un «diálogo» aportador en ambos sentidos, había sido un choque de culturas muy violento. ¿En estos diecinueve años, después del estreno de Jericó, has vuelto a ver la película, y conservas aquella filosofía; o asoma algún matiz, al paso del tiempo?
L. A. L.: Básicamente, la conservo. Hay reflexiones que, de repente, te haces, y te das cuenta de que las analizas de otra forma. Por lo general, me gusta ver la posición contraria a lo que pienso. De hecho, la busco; trato de averiguar qué piensa el que no lo hace como yo. Pero sigo creyendo que ese fue un choque cargado de crueldad, cargado de violencia. Sin embargo, somos producto de ese choque; cosa que no podemos negar. Nuestra herencia española es tan importante como nuestra herencia indígena. Creo que cualquier postura forzada que niegue una o la otra, resulta falsa, en tanto no da cuenta de la realidad de lo que somos. Somos producto de ese choque cruel, como buena parte de la humanidad lo es. La película no la he vuelto a ver. No suelo volver a ver las películas mucho después del largo proceso de posproducción, o de verlas en los estrenos.
R. C.: ¿Por qué? ¿Te da miedo?
L. A. L.: Presumo que, en el fondo, debe ser algo de miedo. Porque cuando las vuelves a ver, descubres cosas, dudas de que haya sido la mejor manera de hacerlas, comienzas a percibir los errores, las costuras. Hace unas tres semanas, Jericó fue transmitida por televisión en Venezuela, y mi esposa quiso verla. Yo hice algo muy tramposo: me fui a la sala a trabajar. Pero la escuchaba. Y escucharla, para mí, es como verla, puesto que sé qué imagen acompaña cada uno de los diálogos. Es decir: de alguna manera, la vi sin verla, y con el miedo de descubrirle las costuras. Pero es un miedo relativo porque, si algo asumí en la vida es, precisamente, que esto es un oficio, y que el balance final de lo que uno hace es no más que eso, un balance final; algo que ocurre después...
R. C.: Además, por psicología sabemos que el error es parte del aprendizaje: No hay crecimiento sin error, sin asunción del error…
L. A. L.: Por mi parte, he llegado incluso al extremo de decir: «Quiero crecer; no sé si lo estoy haciendo o no, pero sé que me gusta esta manera de vivir y rodar.» Tal vez mi cercanía a la televisión ha tenido siempre que ver con eso: con que los tiempos del cine, las dificultades para hacerlo, son tales, que yo no me vería nunca como realizadores que admiro muchísimo. Tal es el caso de Kubrick, capaz de vivir con un proyecto durante diez años.
R. C.: O como Víctor Erice también.
L. A. L.: En efecto. Yo, lamentablemente, no pudiera hacerlo así. No tengo ni el talento ni la paciencia. Tengo una gran necesidad de acometer mi oficio, y no lo puedo evitar.
R. C.: ¿Una relación compulsiva con el cine?
Una relación compulsiva con el cine
L. A. L.: Exacto, y la asumí hace tiempo. Muchas veces la gente critica películas por encargo que me ha tocado hacer. Pero siempre me he dicho que el encargo es parte de la vida de un cineasta. En mi caso, como es lógico, hay películas más personales o autorales, mientras que hay otras que son encargos que uno trata de enfrentar con la mayor dignidad posible. Por supuesto: nunca voy a hacer algo que éticamente esté en contra de lo que yo pueda pensar, pero si es una historia a la que le encuentro el hilo narrativo, no aguanto que me lo pidan dos veces.
R. C.: ¿La comedia musical que hiciste (me enteré en tu filmografía; lamentablemente, no la he visto) fue por encargo?
L. A. L.: Sí, fue un encargo de un grupo musical juvenil y resultó una película muy exitosa. Es, en los años noventa, la película venezolana con mayor cantidad de público. Pero, más allá de eso, disfruté muchísimo haciéndola. Una película cuyo público era, fundamentalmente, unas niñas entre los doce y los dieciocho años. Estoy muy lejos de eso, la verdad. Pero me encantó tratar de ponerme ese sombrero y decir: «le estoy contando esto a una niña de entre doce y dieciocho años, y se lo voy a contar con todo el respeto del mundo, porque quiero que le guste esta película». Lo mismo me ocurre con la telenovela. Cuando me toca dirigir una, trato de hacerlo con la mayor dignidad y el mayor respeto a quienes la ven, porque son millones de espectadores en América Latina, y creo que merecen que lo hagas con la mayor entrega.
Debe ser alguna falla; pero me encanta eso de ponerme un sombrero que no sea el mío, y preguntarme cómo hacer para echarle el cuento a una señora que está en su casa planchando...
El mismo cine responsable, entre dos estéticas
R. C.: Se dice que todo hombre toma decisiones y luego se limita a ser consecuente con ellas. Un hombre que estudió Historia, debe saberlo como nadie. Desde Jericó y otras películas, se veía y se sentía a las claras que eres un hombre de izquierda, un demócrata, alguien que no mira a su ombligo; alguien a quien, cuando menos, le importa la suerte de los demás. En 2007 hiciste un trabajo audiovisual, como serie televisiva en primera instancia, después como montaje de cine, donde te afiliabas ya, deliberada y abiertamente, a un cine político. En estos tiempos, no es poco. Tratabas, con Miranda regresa, las vicisitudes de un personaje histórico, Francisco de Miranda, sus coordenadas, sus coyunturas, la complejidad de su actuación en la Historia, y cómo el entorno lo veía. Fueron una serie y una película de gran puesta en escena. Ahí desplegaste un conocimiento sobre la puesta realmente abrumador.
Después, en 2008, vuelves a hacer un cine responsable y comprometido, aunque en este caso de vocación más social que expresamente política. Me refiero a El enemigo, basado en la pieza teatral Un corrido muy mentado. En el sentido de la estética de la puesta en escena, se advertía, en El enemigo, todo lo contrario a Miranda regresa. Se sentía que El enemigo era un filme alternativo en términos productivos, y no solo a nivel de las ideas. Te pregunto: el escueto presupuesto, ¿pudo «resentir» la puesta de El enemigo? ¿Existe, en el cine, una relación demasiado trabada entre presupuesto y posibilidades expresivas de la puesta en escena? ¿O trabajaste igual de cómodo en ese formato más mínimal, más desnudo? ¿Miras esas dos películas y te satisfacen por igual en cuanto a puesta; o el rebajamiento de recursos supuso, necesariamente, por decirlo de algún modo, una cierta mengua estética?
L. A. L.: En realidad, no. Yo siento que El enemigo es como debía ser, o, al menos, como lo concebimos. La historia de dos personajes hablando en un pasillo, lo cual suena, y es, tan árido como difícil. Pero era precisamente lo que me interesaba de la historia. Me interesaban esos dos personajes conversando desde dos mundos, dos visiones, dos realidades tan distintas. De hecho, El enemigo es una película, en alguna medida, tramposa, porque lanza, en algunos momentos, la intención de poder convertirse en un filme de suspenso, o en un melodrama…
R. C.: ¿Falsas pistas?
L. A. L.: Sí, digamos que falsas pistas, pero que siempre llevan a un solo asunto. Quería ser fiel a cuanto conversaban dos personas diferentes en aquel pasillo. Sabía de antemano que era difícil y complicado; pero, justamente, era el reto. Como decías, fue una película con un presupuesto muy exiguo, en el sentido de que no tiene respaldo económico de ninguna institución pública o privada importante. Es casi una película –diría yo– casera: la actriz protagónica es mi esposa; el actor es un buen amigo. Fue una película hecha entre amigos, y estábamos conscientes de los riesgos. Decidimos, al contar ese gran diálogo, qué se dijeron, pero también qué no se dijeron. En El enemigo resultan importantes las cosas que el espectador sabe que los protagonistas nunca se confesaron…
R. C.: Un cine discursivo también puede suponer la elipsis. En este Festival, si te dejara tiempo la revisión de los guiones, no te pierdas una película de Mika Kaurismäki titulada Tres hombres sabios. El filme es, casi todo el tiempo, la discusión de tres amigos, y el verbalismo no afecta en absoluto el clamoroso mito de «lo cinematográfico», o «lo específicamente cinematográfico». Si descontáramos el cine discursivo, no existiría Woody Allen. Woody Allen es mero parloteo todo el tiempo, y pocos resultan tan netamente cinematográficos como él. Claro, hay que estudiar también el tipo de «discurso» de Allen…
El cine, uno y muchos
L. A. L.: Lo interesante del cine es eso: que se puede pasear por panoramas muy amplios. A mí, por ejemplo, me encanta el cine silente. Mis primeros cortometrajes son silentes: por entonces, sentía yo una fascinación muy especial por el cine sin palabras. El cine silente logró picos extraordinarios en la narrativa. Pero una cosa es cierta: el cine habló, y, desde entonces, no ha dejado de hacerlo. Debemos (saber) usar esa herramienta a disposición, ya sea con un sentido o con otro. Para mí, la que manda es la historia. Hay historias, como hay personajes, que ameritan un mayor diálogo; mientras que hay historias y personajes que lo demandan menos.
Volviendo un poco sobre el asunto de la narración en Jericó, para mí la voz en off ha sido una herramienta que por momentos me gusta y por momentos no. Hay voces en off que considero extraordinarias, como en Taxi Driver, filme que resulta inconcebible sin ella…
R. C.: Hay narradores muy útiles cinematográficamente. No sé si recuerdas De eso no se habla, de María Luisa Bemberg. Ahí el narrador, que parecía heterodiegético pero que, próximo el final, sabremos que hacía parte de la historia, como testigo, es absolutamente determinante. Ese estereotipo de que el narrador afecta «el específico cinematográfico» (por fin, ¿cuál es «el específico cinematográfico»? ¿Hay uno solo?) resulta muy estrecho.
L. A. L.: Como te decía al comienzo, lo que me molesta es que alguien se convierta en agrimensor del cine y comience a ponerle vallas, fronteras, con el objetivo de decir que el cine va desde aquí hasta acá...
Con El enemigo por pretexto, antídotos contra la violencia
R. C.: No conozco la temporalidad puntual o precisa que maneja la obra de teatro inspiradora de El enemigo. De todas formas, en la película se me hizo evidente que tratabas de registrar («recrear» me resultaría un término demasiado perverso para una realidad tan dura) la violencia sorda en la Venezuela contemporánea. No creo que haya estado en los propósitos un período muy demarcado en términos temporales. No sé si sería un poco peligroso, o indiscreto, preguntarte cuánto de todo eso ha cambiado con Chávez. ¿Sientes que esa realidad sorda, sórdida, eléctrica y electrizante, ha sabido de matices importantes en los últimos años? ¿O no ha podido Chávez desintoxicarla todo lo que, sabemos, ha querido?
L. A. L.: Se han hecho grandes esfuerzos, se han tomado iniciativas importantes. Ha habido, incluso, una manera interesante de encarar el asunto: darle a la gente más necesitada la posibilidad de ser alguien. Ha habido esfuerzos para que no existan excluidos en la sociedad. Pero no es menos cierto que la violencia no ha podido ser frenada; es un hecho evidente. Mi ciudad, mi aldea, mi casa, sigue siendo una de las ciudades más violentas de América Latina y del mundo. Pareciera una marea difícil de contener; se requiere de una gran imaginación política, social, económica, para enfrentarla. El enemigo es una película hecha desde esa angustia: una película sobre la violencia, que, sin embargo, no es una película violenta. Apenas hay dos o tres escenas con ese carácter.
R. C.: Me gusta la frase: desde esa angustia, y no por fuera o por encima de esa angustia, como hacen otros, que no vienen ahora al caso…
L. A. L.: Quería enfrentarme, de alguna manera, a lo contemporáneo de mi ciudad, desde mi ciudad. Esa es, realmente, la mayor angustia de cualquier caraqueño; algo que, evidentemente, se ha desbordado. Y, como te digo, creo que el Estado necesita de imaginación. No se me ocurre otra palabra: imaginación política, imaginación económica, para afrontar un problema mayor, todavía irresuelto.
R. C.: No sé si viste Tropa de élite, una ópera prima bien interesante. En esa película se habla de cómo la violencia en las favelas brasileñas ha llegado a tales niveles que solo con la misma violencia se puede socavar. Tal vez sea ese un camino poco imaginativo.
L. A. L.: No creo que sea la solución. La pura represión es, simplemente, inútil. El problema es mucho más complejo.
R. C.: ¿Qué criterios o qué expectativas te merecen estos llamados Socialismos del siglo XXI ? Tú, que has abordado a Francisco de Miranda; que, de alguna manera, has flirteado con la utopía de la América integrada, o que por lo menos has abordado en tu cine ese sueño de una América convergente, ¿cómo ves la experiencia de Ecuador, de Bolivia, entre otras?
L. A. L.: Con la esperanza de que se produzcan cambios que son fundamentales. Estamos hablando de un continente que tenía reprimida una necesidad de cambio que finalmente estalló. Y estalló con aciertos, estalló con errores; pero el camino que se está comenzando a transitar es muy importante. Sí pienso que hay que saber mirar con valentía las experiencias del pasado, lo que fue exitoso y lo que fue fallido, y no temer a enfrentar lo fallido para resolverlo. La solución de los problemas de nuestro continente pasa por lo social, y al decir «pasa por lo social», me refiero precisamente al socialismo. Hay que tener una visión colectiva para resolver esos problemas. No existe otra solución. Ahora, ¿cómo implementar esa solución? Rescato de la frase «socialismo del siglo XXI » el hecho de que pretende mirar hacia el futuro. Eso me gusta, porque significa, creo yo, «quiero hacer algo distinto; quiero aprender del camino transitado».
R. C.: El egoísmo salvaje del capitalismo no puede ser el único camino. Los errores del socialismo, innegables, no alcanzan a argumentar la ilusión de afiliarse a ese otro camino, tortuoso camino, como única continuidad posible.
L. A. L.: Ya está probado también. Así como le hemos encontrado errores al socialismo del siglo XX , el capitalismo ha mostrado su propio fracaso. No veo que podamos decir que el capitalismo ha sido una experiencia exitosa. Me inclino porque se piense que la solución tiene que ser social. Pero tampoco se puede ser mecánicamente socialista, y cuando digo «mecánicamente», me refiero, insisto, a repetir modelos que han sido poco exitosos o que han fracasado en algunas áreas.
R. C.: Los interesados por la suerte de los Otros tenemos que probar, con imaginación, como tú dirías, caminos que nos ayuden a vindicar esa suerte. Me interesa mucho, por ejemplo, el discurso del presidente de Ecuador, porque cuando estos senderos se enfrentan con cultura, con preparación humanística, la lucidez puede acompañar mejor el proceso.
El viejo Kurosawa todavía seduce
"Jericó"R. C.: En el año noventa confesaste, en varias entrevistas, que el realizador que más te importaba era Akira Kurosawa. Casi veinte años después, ¿cuál es el cine que más te mueve?
L. A. L.: Me interesa todo, pero por Kurosawa siento una especie de devoción que yo mismo no he podido desentrañar.
R. C.: Ahora sí no me queda la menor duda acerca de que eres un hombre leal a tus pasiones.
L. A. L.: La verdad que sí, incluso a las políticas. Kurosawa para mí es extraordinario. Agradezco de él esa capacidad para pasearse de lo épico a lo dramático o a la comedia, y hacerlo todo con una gran imaginación y gran oficio cinematográfico.
R. C.: Como a ti, le encantaba trabajar la intimidad de la Historia.
L. A. L.: Cuando uno se pasea por la totalidad de su trabajo, y no solamente por los picos de calidad, sino también por las obras que son parte, si se quiere, de la industria japonesa (películas de yudocas, de peleas, etc.), son películas muy bien hechas, con un fondo humano asombroso. Lo que más admiro y al mismo tiempo envidio de él es esa capacidad de haber llegado a una edad tan avanzada haciendo cine. Si algo yo quisiera, es llegar a alguna edad respetable y todavía tener la fuerza, el ánimo y la disposición para seguir haciendo cine.
Ah, los críticos
R. C.: Me confesabas que habías leído lo que escribí sobre Miranda regresa y otras críticas. He visto a muchos cineastas latinoamericanos emprenderla, furibundamente, contra la crítica. Veo que tu ética lo recorre todo, y puedes tener un diálogo amable con los especialistas. ¿Cuánto sirve a Luis Alberto Lamata el discurso crítico?
L. A. L.: Mucho. Del cine me gusta no solo verlo, sino también leerlo. O sea, que me gusta mucho el trabajo de los críticos. Por supuesto que ha habido observaciones sobre mis películas con las que eventualmente no concuerdo, y me molestan, y, en ocasiones, siento la tentación de decir: «vamos a conversarlo». Tengo muchos amigos críticos en Venezuela, incluso algunos que han sido muy críticos con mi trabajo. Trato de no enemistarme con ellos. Pienso que es parte del oficio. Cuando tú haces algo público, estás expuesto a lo público.
Por comentarte algo que comparto con Kurosawa: siento gran amor por el baseball. Cuando te sientas a ver un juego de baseball, te conviertes en manager de alguno de los dos equipos y pretendes saber más que el que está allí. Así es el cine. Te sientas a ver una película, y te sientes con el derecho, y además lo tienes, de pensar lo que quieras sobre cómo ha debido ser el filme. Es inevitable, sobre todo porque se trata de un hecho público. Uno, como realizador, tiene que estar expuesto a eso con naturalidad.
Los estilos de la natación
R. C.: ¿Pudiera decirse que eres un cineasta contracorriente?
L. A. L.: De alguna manera, sí; en algunas cosas. Me gusta nadar. A veces me gusta también dejarme llevar por la corriente. A veces me gusta llegar a las orillas. A veces me gusta enfrentarme a la corriente. Creo que es parte del disfrute de la vida, y de este oficio maravilloso que es hacer cine.
R. C.: Gracias, Luis Alberto, por tu cine y tu pensamiento, tan ricos, tan plurales y no por ello menos responsables ni comprometidos. Para Videoteca Contracorriente, para Cine Cubano, para mí, ha sido un gusto. Y hombre, claro que sí: Ya verás que la vida va a coronar esa pasión tuya por cumplir muchos años más de la mano del cine. ¡Que Jericó te escuche!
L. A. L.: ¡Gracias a ustedes!
Descriptor(es)
1. CABALLERO, RUFO (CABALLERO MORA, RUFO), 1966-2011
2. ENTREVISTA
3. KUROSAWA, AKIRA, 1910-1998
4. LITERATURA
5. MELODRAMA
6. TELENOVELA
7. VENEZUELA
Título: Nos gusta la línea peligrosa que marca la emoción Polemizando sobre el cine, amablemente, con Luis Alberto Lamata
Autor(es): Rufo Caballero
Fuente: Revista Cine Cubano On Line
Número: 16
Mes: Enero - Marzo
Año de publicación: 2010
Rufo Caballero: Hola, amigos de Videoteca Contracorriente. Hoy tenemos invitado a un cineasta, a un pensador en imágenes (y creo que no solo en imágenes, sino del discurso en general) sobre el rumbo, sobre el destino de su Venezuela y de América Latina. Es un hombre de televisión y cine, que estudió Historia como profesión de base; que adquirió pronto prestigio internacional, a partir del éxito estrepitoso, en el año noventa, de su película Jericó, donde se aventuraba a repensar la conquista de América como un proceso no poco traumático.
Es leyenda el hecho de que el mismo proceso de peregrinaje, de calvario por el que atravesaba el sacerdote de Jericó, era protagonizado también por los hacedores de aquella película... No sé si recuerdan aquel otro filme, el argentino La película del rey (Carlos Sorín, 1985), sobre los avatares de la producción cinematográfica en nuestro subcontinente. El guión de Jericó nació en el año ochenta y cinco, y el filme consiguió estreno solo en el noventa (había sido rodado dos años antes).
El cineasta con quien conversaremos hoy es un hombre que, en virtud de sus conocimientos de Historia, ha pensado el siglo XVI, el siglo XIX, y también, desde luego, la sociedad y la cultura venezolana y latinoamericana de la contemporaneidad. Bienvenido a Videoteca Contracorriente, Luis Alberto Lamata.
R. C.: ¿Qué tal, Luis Alberto; cómo va la vida?
Luis Alberto Lamata: Pues pasando nuevamente por esa realidad histórica de la producción difícil. Estoy por estrenar una película que no sé si llegará también a ser leyenda por las dificultades, pero que tuvo bastantes, tantas como Jericó… (Risas).
R. C.: Si bien tienes una formación humanística vasta, no estudiaste propiamente cine, al menos no en términos técnicos. Pasaste unos cursos de guión (alguno de ellos con Gabriel García Márquez), pero el intríngulis de la técnica cinematográfica imagino que lo aprendiste haciendo cine. ¿Qué ventura, qué ventaja y, al propio tiempo, cuánto desvelo y sinrazón supone hacer cine, aprender a hacer cine, haciéndolo? ¿En qué se ha traducido ese proceso del aprendizaje sobre la marcha?
L. A. L.: Recién egresado de la Universidad, habiendo estudiado Historia, que es un mundo que me interesa mucho, inmediatamente comencé a escribir guiones con algunos realizadores, y esa fue, un poco, mi puerta de entrada. El cine siempre me apasionó. De hecho, mi gran duda en un momento dado estaba en la disyuntiva de estudiar Cine o Historia. Pero en algún momento tomé el segundo camino. Inmediatamente, me llamaron como asistente de dirección y me fascinó el proceso del rodaje. Para mí fue un descubrimiento extraordinario: verme en medio de esa gran aventura que es rodar una película, y lo que significa ser parte de un equipo de filmación.
En Venezuela, la industria (que no es tal; solo por momentos aparecen varias películas que logran hacerse una detrás de la otra), por aquel entonces tuvo un bajón. Yo era asistente de dirección y no había películas en las cuales ser asistente, ni guiones que me ofrecieran, y se presentó una oportunidad de trabajar en televisión. Y descubrí que también me gustaba hacer televisión, pues, en definitiva, mi pasión consiste en contar historias con una cámara. Al final, la televisión se convirtió en mi gran escuela, en la posibilidad de decir: «Aquí hay que crear un cuento, crearlo de la mejor manera, de la manera más digna, y bajo las presiones propias de la televisión, que suelen ser bastante grandes.»
R. C.: ¿Contar historias con una cámara en plan voyeurista o en plan de emular la vida?
L. A. L.: Hay de todo. A mí me gusta mucho el cine; todo el cine. Si hago mi lista de películas preferidas, aparecen siempre filmes muy diversos. Puedo disfrutar desde un drama y una comedia hasta un musical; desde algo aparentemente trivial hasta algo más profundo. Creo que la belleza del cine consiste precisamente en la diversidad. Como realizador, como director, incluso en términos de televisión, no me ha disgustado siquiera hacer cosas no escritas por mí, cosas que yo no habría hecho o que, en principio, no me interesan. Creo en el oficio. Uno debe aprender a contar incluso aquello que no le interesa. Me gusta ese reto. Muchas veces la gente me ha visto dirigir comedias enfocadas a un público muy particular.
R. C.: Y telenovelas…
Llegó el melodrama
L. A. L.: Telenovelas, por supuesto. Me parece parte de mi vida. Disfruto que sea así. Hubiera querido hacer mucho más cine que el que he podido hacer y, tal vez, menos televisión. Pero nunca he sentido algo contradictorio entre una cosa y la otra.
R. C.: En el audiovisual suele ser fatal considerar que el cine es un género mayor, rodeado de vecinos menores, de poca monta estética. No solo porque todo te entrena y te alimenta el oficio, sino porque en todos estos géneros suele haber experiencias comunicativas, culturales, muy interesantes, que aportan mucho.
Siempre me ha llamado la atención en tu cine, incluso en las películas más ambiciosas desde el punto de vista histórico (histórico en el sentido de registrar una época horizontalmente, abarcadoramente), que no te abocas a la Historia como un gran relato o un relato total, sino que la Historia es vista a través del prisma del sujeto, del mundo interior de los personajes, de la subjetividad; de la intimidad del sujeto. Diría que en ti hay como una especie de intimidad de la Historia. Es decir, te importa que lo macro salga a través de lo micro, y no enfrentar frontalmente la Historia. Se me ocurre que el puente, o el enlace entre ese plano macro de la Historia y esa intimidad del sujeto ha sido un poco el melodrama; componente genérico que ha estado, de alguna manera, en el tono de Jericó o en cierta zona de Desnudo con naranjas. Todo ese trabajo en la televisión, con el dramatizado televisual, con las telenovelas, ¿ha supuesto para ti la posibilidad de vindicar, en términos del cine, el melodrama; la opción de humanizar la Historia por medio del melodrama?
L. A. L.: Melodrama, a veces, casi suena a mala palabra, y creo que no debería ser así. Si algún aporte tiene nuestra manera de contar (y cuando digo nuestra me refiero a la de toda América Latina, toda Hispanoamérica), es que resulta muy emotiva. Pienso que ese melodrama debe superarse; que muchas veces está anclado en posiciones que tienen que desbloquearse. Pero si algo tenemos: no le tememos a la emoción, no le tememos a relacionarnos emotivamente con lo que nos ocurre. Yo siento un enorme respeto por el melodrama cubano, por ejemplo. El que viene de la literatura romántica y en algún momento desembocó en la televisión o la radionovela.
R. C.: Carrión, o en el cine, Solás, que hizo melodramas muy buenos.
L. A. L.: Exactamente. Además, con una cualidad muchas veces operática muy bien lograda; y cuando digo operática tampoco lo digo como mala palabra, sino que esa es, precisamente, la estética justa de Solás. Hay que mirar hacia atrás para tomar cosas, pero, obviamente, eso hay que desestructurarlo y seguir adelante. Pero lo que no podemos perder nunca, pienso yo, es nuestra manera de relacionarnos con la vida a través de nuestras emociones. Me duele mucho, y es una de las pocas cosas que me alejan de cierto cine, cuando nuestros realizadores tratan de imitar fríamente una manera europea de contar.
R. C.: ¿Existe una manera «europea» de contar?
L. A. L.: Lógico que todos somos seres humanos y compartimos muchas cosas, pero uno sabe que cerca del Caribe se reacciona distinto. No es casual que este sea el mundo del bolero; como no es casual que sea el mundo del tango si te vas más al sur...
R. C.: O de la ranchera. Géneros que tienen, todos, filosofías maravillosas sobre la vida, dichas con mucha gracia, además.
L. A. L.: Insisto en eso. No se trata de repetirnos, no se trata de alimentar clichés, sino de no extraviar esa vinculación emotiva con los hechos y con la vida.
R. C: Decía la literatura sobre Solás que él era viscontiano. Pero en Visconti no solo está la ópera, sino también el melodrama; todo amalgamado. No sé si recuerdas Livia (o Senso), puro melodrama.
L. A. L.: De alguna manera, eso conecta con el Neorrealismo. O sea, que no son contradictorios. De hecho, la última parte de la obra de Solás busca, precisamente, algo mucho más sencillo, mucho más directo, lo cual es también interesante. Yo creo que esas búsquedas son importantes; pero nunca perdió la conexión emotiva, al contrario.
R. C.: Y hay diálogos, segmentos, en la obra de Visconti, que están escritos por Tennessee Williams, como tú conoces. O sea, en resumen: no hay que desdeñar ninguna zona de la cultura; ni de la llamada alta cultura ni elementos provenientes de la industria cultural. A mí también me molesta mucho la suposición acerca de que la emoción implica, necesariamente, el peligro del kitsch. No hay mayor peligro de declinar hacia el kitsch que el de la presunción de alta cultura: eso sí es muy kitsch; la impostura de estatus, y tal… Apostar a la emoción no tiene que ser un problema, aunque a veces, con ello, arribemos a cumbres estéticas o nos despeñemos; pero esa es la aventura de la creación, es el riesgo de hacer cine, de contar historias y afrontar la vida de manera controversial.
Sin embargo, Luis Alberto, no es menos cierto que la literatura teórica ha señalado que existe una diferencia fundamental entre el melodrama y la tragedia, y tiene que ver con la muestra del sentimiento. En lo que la tragedia inhibe, controla, dosifica el sentimiento, potenciándolo de esa manera; el melodrama suele ser exhibicionista con el sentimiento. ¿Eso no te preocupa; no te asusta en ninguna medida?
Luis Alberto LamataL. A. L.: Hace poco estrené una película que se llama El enemigo. Es una película muy modesta en cuanto a presupuesto, porque es independiente, fue hecha con recursos básicamente personales. Versa sobre el enfrentamiento entre dos personajes muy particulares. Quise que ambos representaran maneras de ser muy distintas: él, un hombre muy contenido, que no muestra sus emociones directamente, que le cuesta comunicarse. En cambio, con ella quise correr el riesgo de que fuera como sé que son buena parte de las mujeres venezolanas. Cuando ocurre un drama parecido al de esta película, donde a una madre la inseguridad social le ha matado un hijo, uno ve que esas mujeres no pueden contener el dolor. Lo ves a diario en Venezuela, en los noticieros. O si te acercas a un pasillo de hospital, en circunstancias parecidas, eso es lo que vas a encontrar. Y fue lo que le pedí a la actriz. Le dije: «Vamos a no contenernos. Sé que la moda va por otro lado, pero vamos a no tenerle miedo a la desmesura que hay en la realidad.» Y pedí esto para mi película, porque esa desmesura existe, ese dolor extremo y esa forma extrema de comunicarlo existen. Sería engañarnos el hecho de pensar que las emociones importantes se contienen o se ocultan. Aunque todo depende también de la personalidad de cada quien.
Al emprender El enemigo, eso constituía un riesgo; pero era también lo interesante de hacerla. Y así conversábamos originalmente, sobre cómo la íbamos a abordar desde el punto de vista actoral, qué actuación queríamos. Y decidimos acercarnos a la línea peligrosa en que las cosas pueden quedar bien o pueden quedar mal. Si no sería muy aburrido producir; sería muy predecible tu propio trabajo.
R. C.: Entonces, ¿más que de exhibicionismo del sentimiento, podríamos hablar de una especie de naturalismo?
L. A. L.: Yo diría que sí. Por lo general, aunque esto dependa también del carácter de cada cual, no somos muy contenidos en nuestros sentimientos. A veces somos exhibicionistas. Estamos rodeados de personajes sobreactuados. Uno abre el periódico, o conoce gente en festivales, como ahora mismo en La Habana, y encuentra personajes de esta naturaleza…
Cine, poesía, dramaturgia, filosofía… Con la agenda llena de problemas
R. C.: Te propongo que dentro de un rato ahondemos en El enemigo, porque ahora, sin renunciar del todo a la aventura creativa que entrañó El enemigo, quiero tomarla por guía para llegar a algo más general. Al abordar los riesgos que implican desenfundar con toda franqueza el sentimiento, la pasión, conversábamos, segundos antes de entrar a este set, acerca de uno de los puntos fundamentales en las discusiones sobre el cine latinoamericano de las últimas décadas. Muchos de los seminarios que se producen en el subcontinente tienen que ver con la relación entre poesía y dramaturgia. Ha habido sobre todo mucho cine argentino de las décadas ochenta y noventa (ya hoy bastante menos, a Dios gracias) que trataba de perseguir lo poético. Ahora ese cine, por el contrario, trata de desdramatizar las historias, de restarle trascendentalismo filosófico, y de que aflore lo poético con otra naturalidad (si es que «lo poético» logra preocupar como tal). Las películas de Truffaut pueden resultar muy poéticas; pero Truffaut nunca persiguió la poesía. Sin embargo, a uno le da la impresión de que ciertos realizadores latinoamericanos cada mañana se paran ante el espejo y se dicen: «Soy poeta; soy poeta.» De lo que resulta esa estética de la gente volando y todo ese tipo de situaciones donde los personajes quieren ser extraordinarios, y una serie de lugares recurrentes que, a mi modo de ver, fue empobreciendo una estética con grandes exponentes en algún momento, pero que se erosionó y retorizó mucho. La poesía no se deja perseguir; la poesía brota, la poesía existe o no.
Ese no deja de ser, tampoco, uno de los ríos que recorren tu cine, y una de las aventuras estéticas y creativas que has pulsado. Recuerdo que, prácticamente, el único punto discutido de Jericó tenía que ver con esa voz en off del sacerdote que, de alguna manera, romantizaba o «poetizaba» la película con su visión, angustiada, de la realidad. También eso aparece en Desnudo con naranjas. Hay en ella como un aliento, que se siente incluso hasta en la sinopsis…; se percibe la voluntad de tantear lo poético, de zorrear con lo poético. ¿Cómo concibes, en tu cine, esa posible presencia? ¿Es una condición? ¿Una cualidad? ¿Un resultado? En suma, ¿cómo te planteas la relación entre dramaturgia y poesía?
L. A. L.: Me he hecho esa misma pregunta muchas veces. Llegué a la conclusión de que es como una carga que tiene parte de mi generación. Siento que las nuevas generaciones están mucho más cerca del audiovisual que cuanto marcó a la mía. Parte de mi generación fue mucho más lectora que espectadora de televisión o de cine…
R. C.: Vamos a aclararle a los lectores que eres un hombre joven. Naciste en 1959, justo cuando triunfaba la Revolución cubana. Me hablabas de una generación con una «carga» de lecturas…
L. A. L.: Al menos yo sentí que en algún momento importante de mi vida la lectura significaba algo contundente, incluso la lectura de la poesía. Las generaciones actuales tienen la ventaja, por lo cual supongo que harán mejor cine que nosotros (aunque yo trataré de seguir haciendo cine mientras pueda), de que el audiovisual los rodea completamente, en términos de televisión, cine, video-juegos. Tienen una relación con el audiovisual mucho más estrecha.
Para mí la impronta de leer poesía; de leer, en general, resultó determinante. En cuanto a si es una carga o no, si debo asumirla o no, es algo que puede variar. Cuando hice Jericó tomé la decisión de asumirla plenamente, de decir: «Esto es lo que quiero hacer, así lo siento, y voy a correr el riesgo de que exista esa voz en off, con esa carga.» Esto lo decidí, entre otras cosas, porque una de las puertas por las que le entré al siglo XVI fue, precisamente, la de los poetas. Hubo muchos soldados poetas en la época de la Conquista, y la poesía era una manera que tenían de entenderse con la realidad. Y fue algo que me propuse atrapar.
R. C.: Fue inteligente el ardid de utilizar la palabra para referirse a la cultura occidental de ese momento, en contraposición al tratamiento mucho más icónico cuando te abocabas al mundo de los indígenas americanos.
L. A. L.: En uno de los proyectos originales de Jericó, era todavía mucho más desquiciado, porque yo pretendía que toda la primera parte española de la película fuera en verso. Quería que la primera parte sonara casi a teatro del Siglo de Oro; para que, cuando entrara el mundo indígena, el rompimiento resultara absoluto. Y es, efectivamente, como dices: en la parte indígena ni siquiera hay diálogos que se puedan descifrar. Los nuestros hablan una lengua indígena que uno no puede siquiera entender. Lo que entiendes, lo entiendes a través de la imagen o, sencillamente, no lo entiendes. Originalmente, yo quería que el rompimiento resultara más abrupto aún. Pero, ¿qué me ocurre entonces? Al cine no debe uno ponerle fronteras cerradas; me molesta mucho cuando alguien dice qué es y qué no es cine. Hay modas que van y que vienen. Tú hablabas del cine «poético» de los ochenta, y recuerdo que, en su momento, hubo trabajos que me parecieron extraordinarios. Soy, por ejemplo, un gran admirador de la obra de Subiela, aunque no sé si quisiera hacer una película así. También me molestan, y no menos, los que mecánicamente quieren imitar lo anterior. Pero todos me parecen hallazgos; como me parece igualmente importante que cambien las tendencias.
Un escritor francés decía que, en arte, la moda es como la situación que redunda de aquel a quien gusta dormir con la almohada fría, por lo que constantemente le va dando vueltas, y por lo que todo, de alguna manera, se repite. Obviamente, regresaremos al cine político, porque siempre regresa el Neorrealismo, aunque sea con otro nombre. La Nouvelle vague también regresa cada cierto tiempo: es decir, es parte del movimiento del cine. Y lo que sí creo que un realizador no puede hacer nunca es tratar de pescar esa moda, porque es un blanco móvil tan veloz que no tiene sentido tratar de pescarla. Cada cual tiene que buscar en su interior lo que realmente desea hacer. Cuando me planteé Jericó, en aquel muchacho de 23 o 24 años que escribió el guión había esa necesidad de expresión poética. Tal vez fuera torpe y no lograda del todo; pero era sincera.
R. C.: Ojo: decía Oscar Wilde que no hay poesía mala que no brote de un sentimiento sincero. Cuidado con eso, amigo. Obras son amores.
L. A. L.: Al menos tuvo, Rufo, la lucidez, a sus 23 años, de decir: «Esta es la película que quiero hacer.» Y quise hacerla así porque cuando se corre el riesgo de hacer arte, siempre estás al borde de lograrlo o de hacer el ridículo. Si tienes miedo al ridículo, no pretendas arte valiente alguno.
R. C.: Ahora sí. Eso sí: Con demasiado miedo al ridículo, tal vez no te enteres nunca, tampoco, de qué diablos es eso que llaman lo sublime.
L. A. L.: Te confieso que en absoluto temo al ridículo. Al contrario; muchas veces me he metido en proyectos en los que termino preguntándome qué hacer. Pero siempre me respondo que hay que serles fieles, que hay que creer en ellos y llevarlos hasta el final.
R. C.: Hay que ser consecuente y radical con la emoción, y no padecer la asepsia como dudosa tabla de salvamento. De todas formas, es un tema complejo y rico, Luis Alberto, porque no podemos hacer equivalente «lo poético» a lo discursivo, y, entonces, pensar que un cine más netamente audiovisual, icónico, tendente a la imagen y el sonido autosuficientes, está protegido del estigma de lo poético mal entendido. A veces hay cine sin palabras, sin verbo, en el que se descubre una voluntad poética aberrante; de hecho, termina siendo un cine monstruosamente seudopoético; aunque lo literariamente discursivo no esté presente. La revelación poética es algo que va más allá de la mediación literaria.
La literatura crítica a lo que mayormente se ha referido es a esa dramaturgia que puede ser contraproducente a fuerza de aspirar, en cada línea del guión (y estás ahora mismo, en este diciembre, como miembro del jurado de guiones inéditos; no sé si has advertido esto), a ser total, filosófica, antropológica, cacofónicamente patriótica, «continentalista», etc. Fíjate cuántas películas se han realizado a partir de la premisa de un joven que emprende un viaje por el continente, a la búsqueda, alegórica, del Padre. Joven-viaje-continente-Padre-identidad constituye, a la fecha, una cadena presumible. América es un continente joven; cada vez lo es menos, pero aún resulta joven si lo comparamos con otras culturas. Y los pueblos jóvenes necesitan todo el tiempo entenderse, fundar cosas, inventarse, explicarse, argumentarse. Eso ha llevado a que mucha literatura, pero, más que todo, mucho cine, quiera ser, en cada línea del guión, total y filosófico.
Hubo cierto cine argentino de los ochenta y principios de los noventa en que los personajes trataban todo el tiempo de definir y encontrar el país. Hablaban cada diez minutos sobre el destino del país. Cierta crítica ha sentido que eso achata las posibilidades del cine, porque todo el tiempo los personajes hablan retóricamente para el espectador y no entre ellos; todo el tiempo verbalizan –y agotan, extenúan– aquello que debe descubrir el espectador. Podríamos definirlo como un cine falsamente filosófico, o un cine donde se discursa demasiado sobre el conflicto que, acaso, puede permanecer un poco más sumergido. Esto sí no lo veo, para nada, en tu cine. En tu cine veo el riesgo de lo poético, a veces logrado, a veces menos; pero no este otro peligro. Quizás tu formación humanística te aleja del panfleto, incluso en los casos en que has hecho cine directamente político…
L. A. L.: Estamos hablando de una tentación de la cual tienes que prevenirte siempre. Es inevitable que quieras referirte a la realidad; es inevitable que quieras, de alguna manera, establecer una posición crítica, y te olvidas de que debes hablar a través de tus personajes, utilizando sus vidas, su cotidianidad, su realidad. Es terrible cuando te ocurre lo que mencionas: el «personaje filosófico» que trata de englobarlo todo.
R. C.: O sociólogo; o psicólogo. ¿Recuerdas aquello de «¡hay que follarse las mentes!»?
L. A. L.: Una tentación con la que, muchas veces, trato de pelear. Entre otras cosas, porque vengo precisamente de las Humanidades: mi visión, al haber estudiado Historia, puede resultar muy ensayística; trato de correr contra eso. El mejor antídoto ha sido, en mi caso, muchas veces, el melodrama; o sea, ir al otro extremo.
Las emociones tienen su rigor, y las metáforas, su historia
R. C.: Ahorita hablábamos de Truffaut. Siempre digo que, en el cine actual, hace mucha más falta Truffaut que Tarkovski. Todo el mundo trata de hacer grandes alegorías, de ser profundo…; mientras que Truffaut logró ser consistente, intenso, sin necesidad de cierta filosofía explícita, dudosa. En ninguna película de Truffaut se encuentra un tratado sobre nada. No aspiraba a la filosofía ni a la poesía, sino a la vida; a contar historias del mejor modo. Eso lo protegía de la retórica hueca.
Claro, aun así, debemos protegernos de la escolástica: también tiene que existir un Tarkovski. Los que a veces molestan son los epígonos de Tarkovski, quienes, dicho sea y no de paso, no suelen tener ni la cultura ni la suerte del autor ruso para negociar con la emoción.
L. A. L.: Siempre se dijo que el primero que escribió la metáfora «tus dientes blancos como perlas» fue un genio. Todos los que lo hicieron después fueron simples imitadores. Truffaut termina su primera película, Los cuatrocientos golpes, con un niño que quiere ver el mar, y esa fue una imagen genial. Pero tú mismo has criticado a todos esos realizadores que han repetido la imagen del hombre que quiere ver el mar. Truffaut fue, quizás, el genio primero.
R. C.: En arte, o en los productos culturales, incluido con mucha fuerza el audiovisual, no se debe pretender que cada pieza resulte una obra maestra: esa es otra presunción fatua, una pretensión insana. Apostar a hacer arte en cada película es fatal. Quizás se deba pensar que estás haciendo productos comunicativos, que estás compartiendo emociones. Hacer textos culturales es algo mucho más sano que pretender la obra de arte en cada realización.
A menudo en el arte, y en la cultura, en general, importa mucho más el cómo que el qué. Efectivamente, se ha vuelto un tópico el hecho de que un personaje, o el autor detrás del personaje, quiera ser poético, sensible; la idea de que quieren conocer el mar…; o la idea de querer volar, y ridiculeces como esas. Cuando vi la excelente y austera película argentina El custodio, me gustó mucho. El valor de los planos, la importancia conceptual de la definición del encuadre, en ese filme, son rotundos. Sin embargo, ¿cómo entiende que debe terminar? Con el personaje que va a conocer el mar. Y así pasa, que recuerde ahora, con Detrás del Sol, de Walter Salles; con Hotel Atlántico, la más reciente película de Susana Amaral; con Gigante, la notable ópera prima uruguaya... ¿Mera cadena intertextual? ¿Guiños a Los cuatrocientos golpes? Francamente, no creo. Empieza a ser sospechoso cuando, en tantas películas, los personajes adquieren (supuesta) carta de legitimidad poética cuando tienen que conocer el mar. Resulta tan obvia y tan sobada la metáfora, que deja de serlo.
L. A. L.: Porque la metáfora se gasta; la verdad es esa.
R. C.: Y los recursos tropológicos de la comunicación tienen su historicidad. En determinado momento, cuando Truffaut, por ejemplo, la metáfora era fresca. Pero, con el tiempo, se puede empobrecer, achatarse, volverse retórica vacía.
Qué encuentro tan poco diplomático, caramba
R. C.: Me impresionó la valentía que tuviste a la largo del segundo lustro de los ochenta, mientras procesabas Jericó. Te adelantaste, temporal y conceptualmente, a las celebraciones por el quinto centenario del llamado «Encuentro de culturas». Cuando se te entrevistó en esa época, hubieras podido parecer muy moderno, muy avant-garde, muy in (¡el cineasta venezolano in!), haciéndote cómplice de ese eufemismo que se creó entonces. Tamaña y sangrienta colisión había sido nomás un «encuentro». ¡Mira tú! Todo sea por la «ciencia».
No nos conocíamos, pero yo leía tus declaraciones desde entonces, y me llamó mucho la atención el arrojo con que dijiste que aquello, mucho más que un «diálogo» aportador en ambos sentidos, había sido un choque de culturas muy violento. ¿En estos diecinueve años, después del estreno de Jericó, has vuelto a ver la película, y conservas aquella filosofía; o asoma algún matiz, al paso del tiempo?
L. A. L.: Básicamente, la conservo. Hay reflexiones que, de repente, te haces, y te das cuenta de que las analizas de otra forma. Por lo general, me gusta ver la posición contraria a lo que pienso. De hecho, la busco; trato de averiguar qué piensa el que no lo hace como yo. Pero sigo creyendo que ese fue un choque cargado de crueldad, cargado de violencia. Sin embargo, somos producto de ese choque; cosa que no podemos negar. Nuestra herencia española es tan importante como nuestra herencia indígena. Creo que cualquier postura forzada que niegue una o la otra, resulta falsa, en tanto no da cuenta de la realidad de lo que somos. Somos producto de ese choque cruel, como buena parte de la humanidad lo es. La película no la he vuelto a ver. No suelo volver a ver las películas mucho después del largo proceso de posproducción, o de verlas en los estrenos.
R. C.: ¿Por qué? ¿Te da miedo?
L. A. L.: Presumo que, en el fondo, debe ser algo de miedo. Porque cuando las vuelves a ver, descubres cosas, dudas de que haya sido la mejor manera de hacerlas, comienzas a percibir los errores, las costuras. Hace unas tres semanas, Jericó fue transmitida por televisión en Venezuela, y mi esposa quiso verla. Yo hice algo muy tramposo: me fui a la sala a trabajar. Pero la escuchaba. Y escucharla, para mí, es como verla, puesto que sé qué imagen acompaña cada uno de los diálogos. Es decir: de alguna manera, la vi sin verla, y con el miedo de descubrirle las costuras. Pero es un miedo relativo porque, si algo asumí en la vida es, precisamente, que esto es un oficio, y que el balance final de lo que uno hace es no más que eso, un balance final; algo que ocurre después...
R. C.: Además, por psicología sabemos que el error es parte del aprendizaje: No hay crecimiento sin error, sin asunción del error…
L. A. L.: Por mi parte, he llegado incluso al extremo de decir: «Quiero crecer; no sé si lo estoy haciendo o no, pero sé que me gusta esta manera de vivir y rodar.» Tal vez mi cercanía a la televisión ha tenido siempre que ver con eso: con que los tiempos del cine, las dificultades para hacerlo, son tales, que yo no me vería nunca como realizadores que admiro muchísimo. Tal es el caso de Kubrick, capaz de vivir con un proyecto durante diez años.
R. C.: O como Víctor Erice también.
L. A. L.: En efecto. Yo, lamentablemente, no pudiera hacerlo así. No tengo ni el talento ni la paciencia. Tengo una gran necesidad de acometer mi oficio, y no lo puedo evitar.
R. C.: ¿Una relación compulsiva con el cine?
Una relación compulsiva con el cine
L. A. L.: Exacto, y la asumí hace tiempo. Muchas veces la gente critica películas por encargo que me ha tocado hacer. Pero siempre me he dicho que el encargo es parte de la vida de un cineasta. En mi caso, como es lógico, hay películas más personales o autorales, mientras que hay otras que son encargos que uno trata de enfrentar con la mayor dignidad posible. Por supuesto: nunca voy a hacer algo que éticamente esté en contra de lo que yo pueda pensar, pero si es una historia a la que le encuentro el hilo narrativo, no aguanto que me lo pidan dos veces.
R. C.: ¿La comedia musical que hiciste (me enteré en tu filmografía; lamentablemente, no la he visto) fue por encargo?
L. A. L.: Sí, fue un encargo de un grupo musical juvenil y resultó una película muy exitosa. Es, en los años noventa, la película venezolana con mayor cantidad de público. Pero, más allá de eso, disfruté muchísimo haciéndola. Una película cuyo público era, fundamentalmente, unas niñas entre los doce y los dieciocho años. Estoy muy lejos de eso, la verdad. Pero me encantó tratar de ponerme ese sombrero y decir: «le estoy contando esto a una niña de entre doce y dieciocho años, y se lo voy a contar con todo el respeto del mundo, porque quiero que le guste esta película». Lo mismo me ocurre con la telenovela. Cuando me toca dirigir una, trato de hacerlo con la mayor dignidad y el mayor respeto a quienes la ven, porque son millones de espectadores en América Latina, y creo que merecen que lo hagas con la mayor entrega.
Debe ser alguna falla; pero me encanta eso de ponerme un sombrero que no sea el mío, y preguntarme cómo hacer para echarle el cuento a una señora que está en su casa planchando...
El mismo cine responsable, entre dos estéticas
R. C.: Se dice que todo hombre toma decisiones y luego se limita a ser consecuente con ellas. Un hombre que estudió Historia, debe saberlo como nadie. Desde Jericó y otras películas, se veía y se sentía a las claras que eres un hombre de izquierda, un demócrata, alguien que no mira a su ombligo; alguien a quien, cuando menos, le importa la suerte de los demás. En 2007 hiciste un trabajo audiovisual, como serie televisiva en primera instancia, después como montaje de cine, donde te afiliabas ya, deliberada y abiertamente, a un cine político. En estos tiempos, no es poco. Tratabas, con Miranda regresa, las vicisitudes de un personaje histórico, Francisco de Miranda, sus coordenadas, sus coyunturas, la complejidad de su actuación en la Historia, y cómo el entorno lo veía. Fueron una serie y una película de gran puesta en escena. Ahí desplegaste un conocimiento sobre la puesta realmente abrumador.
Después, en 2008, vuelves a hacer un cine responsable y comprometido, aunque en este caso de vocación más social que expresamente política. Me refiero a El enemigo, basado en la pieza teatral Un corrido muy mentado. En el sentido de la estética de la puesta en escena, se advertía, en El enemigo, todo lo contrario a Miranda regresa. Se sentía que El enemigo era un filme alternativo en términos productivos, y no solo a nivel de las ideas. Te pregunto: el escueto presupuesto, ¿pudo «resentir» la puesta de El enemigo? ¿Existe, en el cine, una relación demasiado trabada entre presupuesto y posibilidades expresivas de la puesta en escena? ¿O trabajaste igual de cómodo en ese formato más mínimal, más desnudo? ¿Miras esas dos películas y te satisfacen por igual en cuanto a puesta; o el rebajamiento de recursos supuso, necesariamente, por decirlo de algún modo, una cierta mengua estética?
L. A. L.: En realidad, no. Yo siento que El enemigo es como debía ser, o, al menos, como lo concebimos. La historia de dos personajes hablando en un pasillo, lo cual suena, y es, tan árido como difícil. Pero era precisamente lo que me interesaba de la historia. Me interesaban esos dos personajes conversando desde dos mundos, dos visiones, dos realidades tan distintas. De hecho, El enemigo es una película, en alguna medida, tramposa, porque lanza, en algunos momentos, la intención de poder convertirse en un filme de suspenso, o en un melodrama…
R. C.: ¿Falsas pistas?
L. A. L.: Sí, digamos que falsas pistas, pero que siempre llevan a un solo asunto. Quería ser fiel a cuanto conversaban dos personas diferentes en aquel pasillo. Sabía de antemano que era difícil y complicado; pero, justamente, era el reto. Como decías, fue una película con un presupuesto muy exiguo, en el sentido de que no tiene respaldo económico de ninguna institución pública o privada importante. Es casi una película –diría yo– casera: la actriz protagónica es mi esposa; el actor es un buen amigo. Fue una película hecha entre amigos, y estábamos conscientes de los riesgos. Decidimos, al contar ese gran diálogo, qué se dijeron, pero también qué no se dijeron. En El enemigo resultan importantes las cosas que el espectador sabe que los protagonistas nunca se confesaron…
R. C.: Un cine discursivo también puede suponer la elipsis. En este Festival, si te dejara tiempo la revisión de los guiones, no te pierdas una película de Mika Kaurismäki titulada Tres hombres sabios. El filme es, casi todo el tiempo, la discusión de tres amigos, y el verbalismo no afecta en absoluto el clamoroso mito de «lo cinematográfico», o «lo específicamente cinematográfico». Si descontáramos el cine discursivo, no existiría Woody Allen. Woody Allen es mero parloteo todo el tiempo, y pocos resultan tan netamente cinematográficos como él. Claro, hay que estudiar también el tipo de «discurso» de Allen…
El cine, uno y muchos
L. A. L.: Lo interesante del cine es eso: que se puede pasear por panoramas muy amplios. A mí, por ejemplo, me encanta el cine silente. Mis primeros cortometrajes son silentes: por entonces, sentía yo una fascinación muy especial por el cine sin palabras. El cine silente logró picos extraordinarios en la narrativa. Pero una cosa es cierta: el cine habló, y, desde entonces, no ha dejado de hacerlo. Debemos (saber) usar esa herramienta a disposición, ya sea con un sentido o con otro. Para mí, la que manda es la historia. Hay historias, como hay personajes, que ameritan un mayor diálogo; mientras que hay historias y personajes que lo demandan menos.
Volviendo un poco sobre el asunto de la narración en Jericó, para mí la voz en off ha sido una herramienta que por momentos me gusta y por momentos no. Hay voces en off que considero extraordinarias, como en Taxi Driver, filme que resulta inconcebible sin ella…
R. C.: Hay narradores muy útiles cinematográficamente. No sé si recuerdas De eso no se habla, de María Luisa Bemberg. Ahí el narrador, que parecía heterodiegético pero que, próximo el final, sabremos que hacía parte de la historia, como testigo, es absolutamente determinante. Ese estereotipo de que el narrador afecta «el específico cinematográfico» (por fin, ¿cuál es «el específico cinematográfico»? ¿Hay uno solo?) resulta muy estrecho.
L. A. L.: Como te decía al comienzo, lo que me molesta es que alguien se convierta en agrimensor del cine y comience a ponerle vallas, fronteras, con el objetivo de decir que el cine va desde aquí hasta acá...
Con El enemigo por pretexto, antídotos contra la violencia
R. C.: No conozco la temporalidad puntual o precisa que maneja la obra de teatro inspiradora de El enemigo. De todas formas, en la película se me hizo evidente que tratabas de registrar («recrear» me resultaría un término demasiado perverso para una realidad tan dura) la violencia sorda en la Venezuela contemporánea. No creo que haya estado en los propósitos un período muy demarcado en términos temporales. No sé si sería un poco peligroso, o indiscreto, preguntarte cuánto de todo eso ha cambiado con Chávez. ¿Sientes que esa realidad sorda, sórdida, eléctrica y electrizante, ha sabido de matices importantes en los últimos años? ¿O no ha podido Chávez desintoxicarla todo lo que, sabemos, ha querido?
L. A. L.: Se han hecho grandes esfuerzos, se han tomado iniciativas importantes. Ha habido, incluso, una manera interesante de encarar el asunto: darle a la gente más necesitada la posibilidad de ser alguien. Ha habido esfuerzos para que no existan excluidos en la sociedad. Pero no es menos cierto que la violencia no ha podido ser frenada; es un hecho evidente. Mi ciudad, mi aldea, mi casa, sigue siendo una de las ciudades más violentas de América Latina y del mundo. Pareciera una marea difícil de contener; se requiere de una gran imaginación política, social, económica, para enfrentarla. El enemigo es una película hecha desde esa angustia: una película sobre la violencia, que, sin embargo, no es una película violenta. Apenas hay dos o tres escenas con ese carácter.
R. C.: Me gusta la frase: desde esa angustia, y no por fuera o por encima de esa angustia, como hacen otros, que no vienen ahora al caso…
L. A. L.: Quería enfrentarme, de alguna manera, a lo contemporáneo de mi ciudad, desde mi ciudad. Esa es, realmente, la mayor angustia de cualquier caraqueño; algo que, evidentemente, se ha desbordado. Y, como te digo, creo que el Estado necesita de imaginación. No se me ocurre otra palabra: imaginación política, imaginación económica, para afrontar un problema mayor, todavía irresuelto.
R. C.: No sé si viste Tropa de élite, una ópera prima bien interesante. En esa película se habla de cómo la violencia en las favelas brasileñas ha llegado a tales niveles que solo con la misma violencia se puede socavar. Tal vez sea ese un camino poco imaginativo.
L. A. L.: No creo que sea la solución. La pura represión es, simplemente, inútil. El problema es mucho más complejo.
R. C.: ¿Qué criterios o qué expectativas te merecen estos llamados Socialismos del siglo XXI ? Tú, que has abordado a Francisco de Miranda; que, de alguna manera, has flirteado con la utopía de la América integrada, o que por lo menos has abordado en tu cine ese sueño de una América convergente, ¿cómo ves la experiencia de Ecuador, de Bolivia, entre otras?
L. A. L.: Con la esperanza de que se produzcan cambios que son fundamentales. Estamos hablando de un continente que tenía reprimida una necesidad de cambio que finalmente estalló. Y estalló con aciertos, estalló con errores; pero el camino que se está comenzando a transitar es muy importante. Sí pienso que hay que saber mirar con valentía las experiencias del pasado, lo que fue exitoso y lo que fue fallido, y no temer a enfrentar lo fallido para resolverlo. La solución de los problemas de nuestro continente pasa por lo social, y al decir «pasa por lo social», me refiero precisamente al socialismo. Hay que tener una visión colectiva para resolver esos problemas. No existe otra solución. Ahora, ¿cómo implementar esa solución? Rescato de la frase «socialismo del siglo XXI » el hecho de que pretende mirar hacia el futuro. Eso me gusta, porque significa, creo yo, «quiero hacer algo distinto; quiero aprender del camino transitado».
R. C.: El egoísmo salvaje del capitalismo no puede ser el único camino. Los errores del socialismo, innegables, no alcanzan a argumentar la ilusión de afiliarse a ese otro camino, tortuoso camino, como única continuidad posible.
L. A. L.: Ya está probado también. Así como le hemos encontrado errores al socialismo del siglo XX , el capitalismo ha mostrado su propio fracaso. No veo que podamos decir que el capitalismo ha sido una experiencia exitosa. Me inclino porque se piense que la solución tiene que ser social. Pero tampoco se puede ser mecánicamente socialista, y cuando digo «mecánicamente», me refiero, insisto, a repetir modelos que han sido poco exitosos o que han fracasado en algunas áreas.
R. C.: Los interesados por la suerte de los Otros tenemos que probar, con imaginación, como tú dirías, caminos que nos ayuden a vindicar esa suerte. Me interesa mucho, por ejemplo, el discurso del presidente de Ecuador, porque cuando estos senderos se enfrentan con cultura, con preparación humanística, la lucidez puede acompañar mejor el proceso.
El viejo Kurosawa todavía seduce
"Jericó"R. C.: En el año noventa confesaste, en varias entrevistas, que el realizador que más te importaba era Akira Kurosawa. Casi veinte años después, ¿cuál es el cine que más te mueve?
L. A. L.: Me interesa todo, pero por Kurosawa siento una especie de devoción que yo mismo no he podido desentrañar.
R. C.: Ahora sí no me queda la menor duda acerca de que eres un hombre leal a tus pasiones.
L. A. L.: La verdad que sí, incluso a las políticas. Kurosawa para mí es extraordinario. Agradezco de él esa capacidad para pasearse de lo épico a lo dramático o a la comedia, y hacerlo todo con una gran imaginación y gran oficio cinematográfico.
R. C.: Como a ti, le encantaba trabajar la intimidad de la Historia.
L. A. L.: Cuando uno se pasea por la totalidad de su trabajo, y no solamente por los picos de calidad, sino también por las obras que son parte, si se quiere, de la industria japonesa (películas de yudocas, de peleas, etc.), son películas muy bien hechas, con un fondo humano asombroso. Lo que más admiro y al mismo tiempo envidio de él es esa capacidad de haber llegado a una edad tan avanzada haciendo cine. Si algo yo quisiera, es llegar a alguna edad respetable y todavía tener la fuerza, el ánimo y la disposición para seguir haciendo cine.
Ah, los críticos
R. C.: Me confesabas que habías leído lo que escribí sobre Miranda regresa y otras críticas. He visto a muchos cineastas latinoamericanos emprenderla, furibundamente, contra la crítica. Veo que tu ética lo recorre todo, y puedes tener un diálogo amable con los especialistas. ¿Cuánto sirve a Luis Alberto Lamata el discurso crítico?
L. A. L.: Mucho. Del cine me gusta no solo verlo, sino también leerlo. O sea, que me gusta mucho el trabajo de los críticos. Por supuesto que ha habido observaciones sobre mis películas con las que eventualmente no concuerdo, y me molestan, y, en ocasiones, siento la tentación de decir: «vamos a conversarlo». Tengo muchos amigos críticos en Venezuela, incluso algunos que han sido muy críticos con mi trabajo. Trato de no enemistarme con ellos. Pienso que es parte del oficio. Cuando tú haces algo público, estás expuesto a lo público.
Por comentarte algo que comparto con Kurosawa: siento gran amor por el baseball. Cuando te sientas a ver un juego de baseball, te conviertes en manager de alguno de los dos equipos y pretendes saber más que el que está allí. Así es el cine. Te sientas a ver una película, y te sientes con el derecho, y además lo tienes, de pensar lo que quieras sobre cómo ha debido ser el filme. Es inevitable, sobre todo porque se trata de un hecho público. Uno, como realizador, tiene que estar expuesto a eso con naturalidad.
Los estilos de la natación
R. C.: ¿Pudiera decirse que eres un cineasta contracorriente?
L. A. L.: De alguna manera, sí; en algunas cosas. Me gusta nadar. A veces me gusta también dejarme llevar por la corriente. A veces me gusta llegar a las orillas. A veces me gusta enfrentarme a la corriente. Creo que es parte del disfrute de la vida, y de este oficio maravilloso que es hacer cine.
R. C.: Gracias, Luis Alberto, por tu cine y tu pensamiento, tan ricos, tan plurales y no por ello menos responsables ni comprometidos. Para Videoteca Contracorriente, para Cine Cubano, para mí, ha sido un gusto. Y hombre, claro que sí: Ya verás que la vida va a coronar esa pasión tuya por cumplir muchos años más de la mano del cine. ¡Que Jericó te escuche!
L. A. L.: ¡Gracias a ustedes!
Descriptor(es)
1. CABALLERO, RUFO (CABALLERO MORA, RUFO), 1966-2011
2. ENTREVISTA
3. KUROSAWA, AKIRA, 1910-1998
4. LITERATURA
5. MELODRAMA
6. TELENOVELA
7. VENEZUELA
Web: http://www.cubacine.cult.cu/sitios/revistacinecubano/digital16/cap01.htm