FICHA ANALÍTICA
El ojo que mira lo real. Ensayo de antropología visual
Colombres, Adolfo (1944 - )
Título: El ojo que mira lo real. Ensayo de antropología visual
Autor(es): Adolfo Colombres
Fuente: Revista Cine Cubano On Line
Número: 16
Mes: Enero - Marzo
Año de publicación: 2010
En este breve ensayo procuro sistematizar, desde el ojo que mira lo real, mis anteriores abordajes a la antropología visual, la que es, en esencia, una antropología de la mirada. No me guía el simple afán cientificista de tipificarla, sino de buscar desde este ángulo nuevos aportes a su descolonización, objetivo sin el cual dicha antropología no alcanzaría a justificarse como parte de las ciencias sociales. Se sabe que la imagen cinematográfica no es un simple reflejo de la realidad externa, sino el resultado de una interacción que ella misma provoca, pues al margen del rigor que se aplique para alcanzar la mayor neutralidad posible, el ojo que mira pasa a formar parte de esa realidad, como un coproductor nunca soslayable del acontecimiento. Por otra parte, el ojo adoptado por la cámara, por mucho que se enmascare su participación en la realidad registrada, y más allá de los artificios del montaje, determinará los canales de circulación posterior del filme, o sea del uso que se le dará y su grado de contribución a la causa de los oprimidos. Un ojo inapropiado, que distorsione la realidad por acción del etnocentrismo, los estereotipos, la simplificación de lo profundo, e incluso el mero afán de jugar con la imagen del otro como una forma de vender, servirá para estigmatizarlo, aun en situaciones en que el propósito subyacente fue reivindicarlo.
Pero este tema del ojo trasciende el marco de la antropología visual, expandiéndose a la misma estética del cine, tanto documental como de ficción y las obras que conjugan ambos géneros, de las que hay numerosos ejemplos en América. Mas aun en el terreno exclusivo del arte la cuestión del ojo nunca quedará reducida a lo puramente estético, pues cada modo de mirar apareja, con mayor o menor grado de visibilidad, una ética o falencia ética que resta autonomía a la imagen. Pasemos entonces a caracterizar algunos tipos de miradas, sin el propósito de agotar con esto el espectro de lo posible.
Ojo neutro: Instituido por Dziga Vertov, pionero del nuevo cine soviético. Para él, toda la realidad era extraña y la cámara debía ser un ojo abierto a lo que se enfoca o acontece frente a ella, sin ningún tipo de prejuicio, intermediación ideológica o condicionamiento. Propone así una cámara de objetividad absoluta, capaz de funcionar como un reflejo directo de la realidad, rechazando a tal efecto los recursos dramáticos tomados del teatro, la música y la literatura. No es el ojo de la cámara el que construye el sentido, sino el proceso posterior del montaje, a cuyo desarrollo Vertov aportó considerablemente, estableciendo los principios esenciales del ritmo. Pero trasladar la tarea creativa al montaje es desplazar la mirada hacia este en una construcción de segundo grado, por lo que tal ojo pretendidamente neutro deja de ser una realidad pura, para convertirse en la elaboración plástica que un sujeto (el artista) realiza a partir de ella, con un lenguaje estético propio al que bautizó como Cine-ojo (kinoki). En la selección y ensamblaje de las tomas, así como en el orden y ritmo que imprime a las secuencias sobre la base de su teoría del montaje, entra a jugar la intención ideológica en imágenes captadas por alguien que al tomarlas se habría abstenido de mirar, disparando la cámara en una dirección sin saber lo que iba a registrar, tan solo con la esperanza de ser sorprendido por fotogramas reveladores o de convertirlos en tales mediante los artificios del montaje. Al estrenar en 1929 su filme A propósito de Niza, Jean Vigo, trabajando no lejos de este ojo neutro propuesto por Vertov, habla, para sincerarse, de un «punto de vista documentado», entendiendo que el registro de la realidad no puede ser nunca ajeno a una labor interpretativa. Así, las imágenes de esa obra cobran sentido no por sí mismas, sino a partir de un montaje que asume una clara posición ideológica, ya que su propósito era realizar una sátira mordaz de la burguesía ociosa que frecuentaba ese selecto balneario francés mediante una continua contraposición con escenas de la vida de los trabajadores y otros marginados que allí vivían.
Ojo expresionista: Hay en él una función que se impone a las otras, eliminándolas o desplazándolas a un segundo plano, con lo que niega la complejidad y polisemia de lo real. Su abordaje es frío y no comprometido con la singularidad humana de la persona, ya que solo la utiliza para transmitir una idea fuerte. A tal fin no vacila en deformar la imagen para ajustarla a lo que se quiere comunicar, renuncia así a la sutileza de apenas sugerir, que suele ser propia del arte. Su método es el grito, como en la famosa obra de Edvard Munch que lleva este nombre, pintada en 1893. Así, no importa en esta tela quién grita, ni por qué. Lo que cuenta es el grito en sí mismo, al margen de todo motivo. En el cine se recurre a menudo a grandes conjuntos humanos, incluso a multitudes, sin detenerse con ternura en una persona para recalcar su particularidad y trabajar desde allí el plano sensible: todas serán meros soportes de algo que las trasciende, ladrillos de una construcción sinfónica con la que se quiere sacudir al receptor, e incluso transmitirle un velado terror. Este ojo desprecia el alma de lo que mira, y corre el riesgo de caer en la crueldad.
Ojo impresionista: No se centra en lo real ni aspira a objetividad alguna, sino en las sensaciones que el encuentro con él le producen y las imágenes que le dispara. Es altamente subjetivo, pues toma a la llamada realidad como un sustrato crudo, o una materia bruta a la que se significará con los recursos del arte, imprimiéndole la particularidad y los caprichos visuales de un individuo por lo general imbuido de un alto grado de idealismo estético.
Ojo fijo: Cámara quieta que se monta en un punto del espacio que se considera privilegiado y se deja allí activada, para que registre todo lo que cae en su campo visual. Se supone que esto elimina la subjetividad, pero ya la elección del punto de mira, con su enfoque, cuadro y ángulo, cuestiona la fidelidad total a lo real que pretende, introduciendo esas cuñas de subjetividad que tanto desprecia. Con tal objetivo, renuncia no solo a la palabra y toda interpretación, sino también al lenguaje expresivo propio del cine. En definitiva es un ojo miope, porque al rechazar el primer plano y el detalle, minimiza o anula toda construcción de significados, piedra fundamental de los procesos simbólicos. Es el adoptado por el llamado cine observacional, desarrollado a partir del direct cinema de Richard Leacock, un antiguo colaborador de Flaherty. Dicho cine observacional filma en tiempo real, sin montaje ni síntesis temporal alguna, adoptando un campo largo o medio para observar el conjunto y no la particularidad, por cifrar en esta última el reino de la subjetividad.
Ojo duro: Distante, sin concesiones ni complicidad con los seres filmados, a los que no se toman como sujetos ni se les asigna participación alguna en la producción de la imagen, pero tampoco los manipula como el ojo expresionista. La dureza es su método estético, por considerarla el mejor camino a la objetividad. No enjuicia, pero al dejar fuera de foco las señas de humanidad, abre al receptor un campo valorativo demasiado extenso, donde lo que para unos será una simple manifestación de salvajismo, para otros resulta algo legítimo y hasta sublime. Es que los juicios de valor no son sugeridos por la fuerza reveladora de la imagen, sino que se basan más bien en los prejuicios del observador.
Ojo tierno: Se funda en una observación participante y en la construcción compartida del testimonio. Es así dialógico y abierto a la subjetividad, a la que no teme porque su apuesta se aproxima más al arte y al documento vivo que a la frialdad de la ciencia. El ejemplo más temprano es el filme Nanook, el esquimal (1922), de Robert Flaherty. No hay aquí un verdadero objeto de la imagen ni pretensión alguna de neutralidad. La misma mirada es compartida, acordada a partir del afecto recíproco y la confianza en que se sustenta la ternura. El peligro de esta mirada es caer en un romanticismo que se abstrae de las condiciones históricas y los procesos de dominación, como le ocurrió al mismo Flaherty en Moana of the South Seas (1923-1925), cuando declaró que no le interesaba la decadencia de los pueblos de los Mares del Sur como consecuencia de la dominación blanca, sino tan solo su originalidad y majestuosidad.
Ojo intelectual: Es racional, complejo, profundo y centrado en la interpretación. Los personajes, más que actuar, hablan con un lenguaje lleno de sutilezas y polisemia, sacrificando el cine a la literatura e incluso a la ciencia política. Godard y la Nouvelle vague produjeron varios ejemplos de él, aunque acaso lo que más lo representa es el filme Crónica de un verano (1960), de Jean Rouch, con el refuerzo teórico de Edgar Morin. Los personajes, reunidos en las oficinas de la célebre revista francesa Cahiers du Cinéma, no hacen más que pronunciar frases inteligentes, olvidando que el cine es imagen en movimiento, acción y pasión, no intelección pura. En Memorias del subdesarrollo (1968), de Tomás Gutiérrez Alea, se potencia esta mirada sobre una realidad convulsionada por la Revolución cubana, en la que persisten numerosos elementos del subdesarrollo.
Ojo sensual: Se complace en la forma de los seres biológicos y las recorta del contexto para cargarlas de significados, apela al detalle y el travelling lento en su afán de educar la visión, de enseñar a ver lo maravilloso de la vida, que no debe ser pasado por alto. Este ojo se complementa con los efectos del sonido, y llega a sugerir, asimismo, los descubrimientos y complacencias del tacto, el gusto y el olfato.
Ojo erótico: Es un ojo sensual que se complace en las formas del deseo más que en el factor humano que subyace bajo la piel, aunque a menudo logra sugerirlo, por más que no sea ese su objetivo.
Ojo sexual: Alejándose de la sensualidad y el erotismo, se complace en la crudeza de las escenas sexuales. Al vaciarse de profundidad y humanidad, se acerca a lo pornográfico, a menos que sea contrarrestado en el filme por otras miradas.
Ojo crítico: Su propósito central es la denuncia, por lo que quien mira está pensando en la fuerza de convicción que tendrá la imagen o la adhesión que ella suscitará entre los espectadores. Es un ojo que directamente juzga o incita a producir el juicio condenatorio que persigue. Se manifiesta con mayor pureza en los documentales de denuncia, e incluso también en la ficción, aunque esta última suele ser morigerada por concesiones a otros sentimientos ajenos al afán de justicia en sí.
Ojo ingenuo: Convierte a la simplificación en un método con un trasfondo altamente crítico, a pesar de enmascararse de acrítico. Como recurso literario fue usado por Voltaire en Cándido y El ingenuo, y por Montesquieu en Cartas persas. Jean Rouch lo utiliza en sus filmes Poco a poco y Cartas persas (ambos de 1969) para invertir el objeto de la antropología. En el primero, un peule de Níger que devino capitalista, apartándose de la sociedad pastoril, viaja a París a realizar una investigación antropológica sobre los franceses y sus extravagantes costumbres. En el segundo, un iraní, que deja un harén en su país, se sorprende, entre otras cosas, de la monogamia de la sociedad francesa; método eficaz para desmontar el colonialismo, siempre que no se quede en un mero divertimento, como ocurre en este caso.
Ojo esteticista: Se complace en lo puramente formal, sacrificando para ello la profundidad dramática y soslayando el conflicto histórico. El exceso de presencia de la imagen impone tanto al medio ambiente como a la sociedad, una estética a menudo ajena, así como significados que pertenecen a otra concepción del mundo. Se llega por esta vía a convertir al otro cultural en parte del paisaje, en un ser pasivo que no lucha por sobrevivir ni rechaza la dominación, sino que la soporta con estoicismo. Será así un simple asidero de lo bello, con un espesor moral que a veces se imposta o se sugiere, pero no se muestra de un modo convincente.
Ojo exotista: Su método es un extrañamiento exagerado, o manipulado para producir un efecto. También teñir la diferencia cultural con los colorantes de la barbarie, que impiden ver el fondo de lo real. No es una mirada antropológica, por deformar la realidad con sus artificios. El filme documental Los maestros locos (1955), de Jean Rouch, llega a lo revulsivo al registrar el ritual de los Houka, una secta de inmigrantes procedentes de Níger que no expresa formas culturales de su país de origen y menos aún de Ghana, donde se filmó. Se trata en este caso de un sistema simbólico altamente confuso, cuyo núcleo reside en el sacrificio de un perro, que es luego desollado, eviscerado y hervido para comulgar finalmente con su carne como un signo de coraje y fuerza vital. En su entusiasmo por esta rareza de más valor psicológico que etnográfico, Rouch ni siquiera se pregunta por qué ni para quién filma tal atrocidad, pues el delirio privativo de un pequeño grupo corre el riesgo de ser interpretado como algo propio de las culturas africanas. Lo que sí resulta interesante en este filme, desde el punto de vista antropológico, son los mecanismos del trance que se observan.
Ojo etnográfico: Definido inicialmente por Marcel Mauss y los jóvenes etnólogos que lo seguían en África, así como por Margaret Mead y Gregory Bateson, en experiencias realizadas en los años treinta en Bali y Nueva Guinea. Al afrontar el desafío de la alteridad, despoja al ojo de toda intención estética, a fin de darle un rigor científico que resulte útil a la investigación, como una técnica más de ella. De este modo, pierde todo sentido el montaje, así como su noción de ritmo, por la distorsión que implican la cronología de los hechos y la duración real de las escenas. Claudine de France habría de distinguir posteriormente entre el cine de exploración etnográfica –en el cual el registro de la imagen es parte de la misma investigación y está signado por la incertidumbre de lo que la cámara filmará– y lo que llama cine explicativo –o sea, la descripción fílmica de los resultados de la investigación– que sería el documental antropológico en sentido estricto y no ya meras fichas filmadas, de carácter personal y no comunicativo, como el anterior. Esto implica, desde ya, una transacción con los recursos estéticos, sobre todo si se aspira a una difusión mediática.
Ojo folklorista: Deshumaniza a las culturas subalternas al detenerse en su colorido, en la habilidad manual y su devoción a los símbolos con que las dominan. Se pretende una mirada antropológica, pero no lo es, por su impotencia de profundizar en los universos simbólicos y de neutralizar sus mistificaciones etnocéntricas. También por la ideología de clase que suele caracterizarla, en tanto apropiación burguesa de la cultura popular que la despoja de sus vetas contestatarias para hacerla digerible a las buenas conciencias del consumo.
Ojo turístico: Busca el tipicismo, una identidad estereotipada hasta la tarjeta postal, sin detenerse en la intimidad de los paisajes ni en el alma de las personas. Mirada exterior, superficial y acelerada, que en su afán de mostrarlo todo en muy escaso tiempo no muestra nada, y si lo hace es para tipificarlo burdamente. Aplana así la realidad en que se posa hasta convertir a los pobladores de una región en amables muñecos vestidos con prendas llamativas. Invita de este modo al turismo masivo a visitar un «paraíso» no alcanzado por las miserias de la historia, donde podrá participar en formas culturales de vieja y noble tradición, a las que el mercado ha corrompido ya a menudo por completo.
François TruffautOjo ausente: Postulado por Richard Leacock para caracterizar su direct cinema. A diferencia del ojo neutro, que afirma su presencia en la escena, este método aboga por la no intervención del realizador en los acontecimientos que registra. De una forma más completa que cualquier otro estilo documental, se preocupa de que la cámara no altere la realidad social que registra. A tal fin, debe estar tan ausente de la acción documentada como «una mosca en la pared», que ve sin que la vean.
Ojo en trance: Sería el del cine-trance de Jean Rouch. Se deja arrastrar hacia el interior de las situaciones, entregándose con tal pasión a la cacería de imágenes, que descuida el contexto y se expone incluso a peligros. Confía en la improvisación y en el resultado que obtendrá al suprimir la objetividad y el método. A menudo, esto empobrece el nivel crítico al expandir la subjetividad de un modo exagerado. En su excelente filme La caza del león con arco (1965), la cámara participa en los rituales cinegéticos y por momentos cae en un estado de trance, pero los pueblos no participan realmente de la filmación, pues prefieren vivir el ritual con toda su fuerza que limitarse a mirarlo. Renuncian así a entrar en una situación estética y a la conciencia que ella apareja, pero aceptan que el cameraman se ocupe del rodaje, porque reconocen la importancia de dejar testimonios de su cultura a las futuras generaciones. En otros términos, antes de sumarse al trance del ojo, situándose fuera de lo real que se mira, prefieren el trance de lo real, ese acontecimiento intenso ya amenazado por la modernidad. Fuera del campo antropológico, este ojo confía en la improvisación de los actores, como en la Comedia del Arte italiana.
Ojo cedido: Sería el propiciado en Argentina por el Movimiento de Documentalistas. Pasa por sacrificar la propia mirada y sustituirla por la mirada del otro, de los excluidos sociales cuya voz no es recogida por los medios. Representa un denodado esfuerzo por no usurpar la palabra ni el protagonismo al oprimido en su lucha y consustanciarse con su mirada; para ello, el cameraman renuncia a las imágenes que más lo atraen para enfocar lo que al otro le interesa, hasta recurre a la estética del grupo por más que resulte en ciertos casos panfletaria e incluso vecina al kitsch. Las urgencias del drama humano desplazan así a toda complacencia con el paisaje y las palpitaciones laterales de la vida. Este ojo, al autosacrificarse, apunta a una transferencia a los sectores oprimidos de los medios audiovisuales, a fin de que puedan lograr su autopercepción consciente. El cameraman pasa a ser un manifestante con cámara, que no trabaja sobre la lucha de los sectores sociales, sino en la lucha y con sus protagonistas.
Ojo dialógico: No se cede el ojo, sino que se le pone a dialogar con el otro, en una interacción constante que llevará a construir la realidad de un modo compartido. Aunque no se lo planteara como tal, fue el método adoptado por Flaherty en Nanook, el esquimal, pues él y Nanook acordaron lo que iban a filmar y de qué manera; inauguró así la puesta en escena documental. En su etapa final Rouch desarrolló el concepto de un cine-diálogo permanente, como la perspectiva más interesante del cine antropológico. O sea, no robar ya secretos a los pueblos «primitivos» para alcanzar un conocimiento destinado a los centros del saber, y por lo tanto, inútil y hasta peligroso para ellos.
Ojo político: Toma un claro partido, pero sin ceder la mirada, lo que lo lleva a menudo a transmitir una visión del otro que difiere de la suya. Así, el indigenismo pictórico andino pintó al indígena con una gran tensión dramática, en la actitud de quien reclama a gritos pan y justicia. Cuando los indígenas empezaron a pintar, prefirieron explorar su rico imaginario y no dar cuenta de sus carencias cotidianas. Este ojo, cuando no se complementa con otros, tiende a sobredimensionar lo político, dramatizando en extremo lo que el oprimido ve de otra manera, y apela incluso al humor como un modo de humanizar su realidad. En su afán de modificar una situación de poder y cambiar un orden social, llega a menudo a servirse del objeto de la imagen para fines que este no se propone, y que han servido incluso para atraer sobre él a las fuerzas represivas. Es que los pueblos de Nuestra América creen más en el recurso filoso de la risa que en los oropeles del sentimiento trágico. Buena parte del cine cubano ha preferido dar cuenta de su realidad mediante este recurso de la risa, centrándose no en las carencias sino en la creatividad que ellas generan con tal de satisfacer una necesidad.
Dziga Vertov, “Man with a Movie Camera” (1929)Ojo teórico: Es el que se ajusta estrictamente a un método y procura en todo momento serle fiel. Serían, entre otros, los casos del neorrealismo italiano, del free cinema de Gran Bretaña, del Grupo Dogma de Dinamarca, e incluso del cine iraní. Al caracterizar su cinéma-vérité, que parte del cine-ojo de Vertov, Jean Rouch señala que en este la mirada de la cámara es ya una mirada teórica, porque se basa en un método por el cual ella no se esconde, sino que participa plenamente. El filme etnográfico deviene así una ficción en la cual los personajes actúan para la cámara, aunque representando su propia realidad y no otra cosa. Un ojo que no teme ya a la subjetividad y que en algunos casos abusa de la interpretación, coartando la libertad del espectador de elaborar la suya. En el montaje posterior, el tiempo real casi se esfuma, y aparece el tiempo sintetizado del arte cinematográfico.
Ojo técnico: Sería el caso del cameraman de un cine de autor, que ejecuta una mirada ajena, la del director del filme, sin filtrar recursos estéticos propios que la desvíen de su eje, lo que equivale a cancelar casi por completo su propia forma de mirar.
El ojo onírico: Es el que en forma recurrente toma la imagen real como un soporte para trasladarse a otro lugar y otro tiempo, llevado por el recuerdo, o para imaginar escenas placenteras que corrijan o potencien esa situación. No niega el plano de lo real ni le sobreimprime una fuerte subjetividad, aunque lo pone a compartir el escenario con el campo de la memoria y el de las fantasías que dicho plano dispara, como si los tres fueran dimensiones igualmente legítimas. Sería el caso paradigmático de 8 y ½, de Fellini.
El ojo asombrado: Es otra forma del extrañamiento, aunque su finalidad no es exagerar lo real y menos aún exotizarlo, sino tan solo otorgarle su valor, enseñar al hombre a maravillarse de las pequeñas cosas de la vida, que por lo común pasan inadvertidas. Guimaraes Rosa centraba en esto la función fundamental del arte.
Ojo dramático: El que presenta como altamente conflictivos y densos hechos que el grupo social no vivencia como tal, o no a tal extremo. Su método es la exageración y su objetivo conmover con recursos que deforman lo real a fin de elevarlo a la altura de la tragedia. Por dicha razón el free cinema, movimiento cristalizado hacia 1956 y encabezado por Lindsay Anderson, Karel Reisz y Tony Richardson, optó por reducir al mínimo el recurso de la dramatización. Fernando Birri, que figura entre los fundadores del Nuevo Cine Latinoamericano, en su filme Los inundados, lleva al extremo el recurso de la desdramatización, para mostrar hasta qué punto pueden diferir las clases sociales en la apreciación de los hechos.
Como complemento del ojo que mira, y ya que el documental antropológico busca dar la palabra a quienes no son escuchados, debemos considerar cómo juega el sonido, o más bien la voz del oprimido, en relación con la imagen. Señalamos aquí seis recursos:
1.Voz en off de quien filma, dando una interpretación libre de la imagen, sin basarse en el punto de vista del documentado. Ha sido el recurso más frecuente del cine colonialista.
2.Sonido directo o sincrónico en el cual el documentado se expresa sin mediación de un intérprete y en su propio lenguaje, usando expresiones dialectales de la misma lengua. Sería el caso de Terra trema, de Visconti, filmada en 1948, cuando esas jergas no eran admitidas por el cine culto. Se trata de un recurso de solidez ética.
3.Traducción sobrepuesta a las voces de los protagonistas, que se expresan en su propia lengua, como hace Rouch en La caza del león con arco y otros de sus filmes. En gran medida este recurso es válido, aunque a menudo se interpolan en el discurso traducido, consideraciones que son ajenas a él, a fin de legitimarlas mediante este subterfugio.
4.Recreación poética, a modo de traducción libre, que deja la voz original en un play back o la elimina, para que la voz del narrador asuma su lugar, impostando a menudo su tono. Si bien suele ser eficaz como recurso estético, a menudo se torna evidente que se sacrifican los recursos estéticos de la lengua dominada para sustituirla por una poética de formato más occidental.
5.Dejar que los personajes hablen en su propia lengua y traducir con letreros a otras lenguas, como se hace con las películas en lenguas extranjeras. Es el recurso más usado hoy en África y Asia, y la vía más correcta de descolonización de la voz del otro.
6.Grabar la voz del personaje cuando se expresa en la misma lengua que el documentalista, y armar el sonido como un elemento separado de la imagen, como dos planos que se acercan por momentos y en otros se distancian. Es un recurso utilizado, entre otros, por Jorge Prelorán en muchos de sus filmes, y especialmente en Hermógenes Cayo (1969). Tiene la virtud de que no se obliga decir al documentado palabras que no pronunció, y lo que es peor, con un tono diferente. Asimismo, la grabación de la voz es un proceso más íntimo que el de la imagen, y hasta puede pasar inadvertido por el documentado, quien llega así a menudo a expresar lo más profundo de su ser. La voz toma entonces un gran protagonismo, y la imagen la sigue, tratando de enriquecer esa expresión. El sonido sincrónico tornó en muchos casos prescindible este método, pero no le quita su fuerza estética, no solo en el documental, sino también en la ficción, como ocurre en Hiroshima, mon amour y Hace un año en Marienbad, de Alain Resnais.
Descriptor(es)
1. ANTROPOLOGIA VISUAL
2. SOCIEDAD Y CINE
3. SOCIOLOGIA DEL CINE
4. TEORÍA DEL CINE
Título: El ojo que mira lo real. Ensayo de antropología visual
Autor(es): Adolfo Colombres
Fuente: Revista Cine Cubano On Line
Número: 16
Mes: Enero - Marzo
Año de publicación: 2010
En este breve ensayo procuro sistematizar, desde el ojo que mira lo real, mis anteriores abordajes a la antropología visual, la que es, en esencia, una antropología de la mirada. No me guía el simple afán cientificista de tipificarla, sino de buscar desde este ángulo nuevos aportes a su descolonización, objetivo sin el cual dicha antropología no alcanzaría a justificarse como parte de las ciencias sociales. Se sabe que la imagen cinematográfica no es un simple reflejo de la realidad externa, sino el resultado de una interacción que ella misma provoca, pues al margen del rigor que se aplique para alcanzar la mayor neutralidad posible, el ojo que mira pasa a formar parte de esa realidad, como un coproductor nunca soslayable del acontecimiento. Por otra parte, el ojo adoptado por la cámara, por mucho que se enmascare su participación en la realidad registrada, y más allá de los artificios del montaje, determinará los canales de circulación posterior del filme, o sea del uso que se le dará y su grado de contribución a la causa de los oprimidos. Un ojo inapropiado, que distorsione la realidad por acción del etnocentrismo, los estereotipos, la simplificación de lo profundo, e incluso el mero afán de jugar con la imagen del otro como una forma de vender, servirá para estigmatizarlo, aun en situaciones en que el propósito subyacente fue reivindicarlo.
Pero este tema del ojo trasciende el marco de la antropología visual, expandiéndose a la misma estética del cine, tanto documental como de ficción y las obras que conjugan ambos géneros, de las que hay numerosos ejemplos en América. Mas aun en el terreno exclusivo del arte la cuestión del ojo nunca quedará reducida a lo puramente estético, pues cada modo de mirar apareja, con mayor o menor grado de visibilidad, una ética o falencia ética que resta autonomía a la imagen. Pasemos entonces a caracterizar algunos tipos de miradas, sin el propósito de agotar con esto el espectro de lo posible.
Ojo neutro: Instituido por Dziga Vertov, pionero del nuevo cine soviético. Para él, toda la realidad era extraña y la cámara debía ser un ojo abierto a lo que se enfoca o acontece frente a ella, sin ningún tipo de prejuicio, intermediación ideológica o condicionamiento. Propone así una cámara de objetividad absoluta, capaz de funcionar como un reflejo directo de la realidad, rechazando a tal efecto los recursos dramáticos tomados del teatro, la música y la literatura. No es el ojo de la cámara el que construye el sentido, sino el proceso posterior del montaje, a cuyo desarrollo Vertov aportó considerablemente, estableciendo los principios esenciales del ritmo. Pero trasladar la tarea creativa al montaje es desplazar la mirada hacia este en una construcción de segundo grado, por lo que tal ojo pretendidamente neutro deja de ser una realidad pura, para convertirse en la elaboración plástica que un sujeto (el artista) realiza a partir de ella, con un lenguaje estético propio al que bautizó como Cine-ojo (kinoki). En la selección y ensamblaje de las tomas, así como en el orden y ritmo que imprime a las secuencias sobre la base de su teoría del montaje, entra a jugar la intención ideológica en imágenes captadas por alguien que al tomarlas se habría abstenido de mirar, disparando la cámara en una dirección sin saber lo que iba a registrar, tan solo con la esperanza de ser sorprendido por fotogramas reveladores o de convertirlos en tales mediante los artificios del montaje. Al estrenar en 1929 su filme A propósito de Niza, Jean Vigo, trabajando no lejos de este ojo neutro propuesto por Vertov, habla, para sincerarse, de un «punto de vista documentado», entendiendo que el registro de la realidad no puede ser nunca ajeno a una labor interpretativa. Así, las imágenes de esa obra cobran sentido no por sí mismas, sino a partir de un montaje que asume una clara posición ideológica, ya que su propósito era realizar una sátira mordaz de la burguesía ociosa que frecuentaba ese selecto balneario francés mediante una continua contraposición con escenas de la vida de los trabajadores y otros marginados que allí vivían.
Ojo expresionista: Hay en él una función que se impone a las otras, eliminándolas o desplazándolas a un segundo plano, con lo que niega la complejidad y polisemia de lo real. Su abordaje es frío y no comprometido con la singularidad humana de la persona, ya que solo la utiliza para transmitir una idea fuerte. A tal fin no vacila en deformar la imagen para ajustarla a lo que se quiere comunicar, renuncia así a la sutileza de apenas sugerir, que suele ser propia del arte. Su método es el grito, como en la famosa obra de Edvard Munch que lleva este nombre, pintada en 1893. Así, no importa en esta tela quién grita, ni por qué. Lo que cuenta es el grito en sí mismo, al margen de todo motivo. En el cine se recurre a menudo a grandes conjuntos humanos, incluso a multitudes, sin detenerse con ternura en una persona para recalcar su particularidad y trabajar desde allí el plano sensible: todas serán meros soportes de algo que las trasciende, ladrillos de una construcción sinfónica con la que se quiere sacudir al receptor, e incluso transmitirle un velado terror. Este ojo desprecia el alma de lo que mira, y corre el riesgo de caer en la crueldad.
Ojo impresionista: No se centra en lo real ni aspira a objetividad alguna, sino en las sensaciones que el encuentro con él le producen y las imágenes que le dispara. Es altamente subjetivo, pues toma a la llamada realidad como un sustrato crudo, o una materia bruta a la que se significará con los recursos del arte, imprimiéndole la particularidad y los caprichos visuales de un individuo por lo general imbuido de un alto grado de idealismo estético.
Ojo fijo: Cámara quieta que se monta en un punto del espacio que se considera privilegiado y se deja allí activada, para que registre todo lo que cae en su campo visual. Se supone que esto elimina la subjetividad, pero ya la elección del punto de mira, con su enfoque, cuadro y ángulo, cuestiona la fidelidad total a lo real que pretende, introduciendo esas cuñas de subjetividad que tanto desprecia. Con tal objetivo, renuncia no solo a la palabra y toda interpretación, sino también al lenguaje expresivo propio del cine. En definitiva es un ojo miope, porque al rechazar el primer plano y el detalle, minimiza o anula toda construcción de significados, piedra fundamental de los procesos simbólicos. Es el adoptado por el llamado cine observacional, desarrollado a partir del direct cinema de Richard Leacock, un antiguo colaborador de Flaherty. Dicho cine observacional filma en tiempo real, sin montaje ni síntesis temporal alguna, adoptando un campo largo o medio para observar el conjunto y no la particularidad, por cifrar en esta última el reino de la subjetividad.
Ojo duro: Distante, sin concesiones ni complicidad con los seres filmados, a los que no se toman como sujetos ni se les asigna participación alguna en la producción de la imagen, pero tampoco los manipula como el ojo expresionista. La dureza es su método estético, por considerarla el mejor camino a la objetividad. No enjuicia, pero al dejar fuera de foco las señas de humanidad, abre al receptor un campo valorativo demasiado extenso, donde lo que para unos será una simple manifestación de salvajismo, para otros resulta algo legítimo y hasta sublime. Es que los juicios de valor no son sugeridos por la fuerza reveladora de la imagen, sino que se basan más bien en los prejuicios del observador.
Ojo tierno: Se funda en una observación participante y en la construcción compartida del testimonio. Es así dialógico y abierto a la subjetividad, a la que no teme porque su apuesta se aproxima más al arte y al documento vivo que a la frialdad de la ciencia. El ejemplo más temprano es el filme Nanook, el esquimal (1922), de Robert Flaherty. No hay aquí un verdadero objeto de la imagen ni pretensión alguna de neutralidad. La misma mirada es compartida, acordada a partir del afecto recíproco y la confianza en que se sustenta la ternura. El peligro de esta mirada es caer en un romanticismo que se abstrae de las condiciones históricas y los procesos de dominación, como le ocurrió al mismo Flaherty en Moana of the South Seas (1923-1925), cuando declaró que no le interesaba la decadencia de los pueblos de los Mares del Sur como consecuencia de la dominación blanca, sino tan solo su originalidad y majestuosidad.
Ojo intelectual: Es racional, complejo, profundo y centrado en la interpretación. Los personajes, más que actuar, hablan con un lenguaje lleno de sutilezas y polisemia, sacrificando el cine a la literatura e incluso a la ciencia política. Godard y la Nouvelle vague produjeron varios ejemplos de él, aunque acaso lo que más lo representa es el filme Crónica de un verano (1960), de Jean Rouch, con el refuerzo teórico de Edgar Morin. Los personajes, reunidos en las oficinas de la célebre revista francesa Cahiers du Cinéma, no hacen más que pronunciar frases inteligentes, olvidando que el cine es imagen en movimiento, acción y pasión, no intelección pura. En Memorias del subdesarrollo (1968), de Tomás Gutiérrez Alea, se potencia esta mirada sobre una realidad convulsionada por la Revolución cubana, en la que persisten numerosos elementos del subdesarrollo.
Ojo sensual: Se complace en la forma de los seres biológicos y las recorta del contexto para cargarlas de significados, apela al detalle y el travelling lento en su afán de educar la visión, de enseñar a ver lo maravilloso de la vida, que no debe ser pasado por alto. Este ojo se complementa con los efectos del sonido, y llega a sugerir, asimismo, los descubrimientos y complacencias del tacto, el gusto y el olfato.
Ojo erótico: Es un ojo sensual que se complace en las formas del deseo más que en el factor humano que subyace bajo la piel, aunque a menudo logra sugerirlo, por más que no sea ese su objetivo.
Ojo sexual: Alejándose de la sensualidad y el erotismo, se complace en la crudeza de las escenas sexuales. Al vaciarse de profundidad y humanidad, se acerca a lo pornográfico, a menos que sea contrarrestado en el filme por otras miradas.
Ojo crítico: Su propósito central es la denuncia, por lo que quien mira está pensando en la fuerza de convicción que tendrá la imagen o la adhesión que ella suscitará entre los espectadores. Es un ojo que directamente juzga o incita a producir el juicio condenatorio que persigue. Se manifiesta con mayor pureza en los documentales de denuncia, e incluso también en la ficción, aunque esta última suele ser morigerada por concesiones a otros sentimientos ajenos al afán de justicia en sí.
Ojo ingenuo: Convierte a la simplificación en un método con un trasfondo altamente crítico, a pesar de enmascararse de acrítico. Como recurso literario fue usado por Voltaire en Cándido y El ingenuo, y por Montesquieu en Cartas persas. Jean Rouch lo utiliza en sus filmes Poco a poco y Cartas persas (ambos de 1969) para invertir el objeto de la antropología. En el primero, un peule de Níger que devino capitalista, apartándose de la sociedad pastoril, viaja a París a realizar una investigación antropológica sobre los franceses y sus extravagantes costumbres. En el segundo, un iraní, que deja un harén en su país, se sorprende, entre otras cosas, de la monogamia de la sociedad francesa; método eficaz para desmontar el colonialismo, siempre que no se quede en un mero divertimento, como ocurre en este caso.
Ojo esteticista: Se complace en lo puramente formal, sacrificando para ello la profundidad dramática y soslayando el conflicto histórico. El exceso de presencia de la imagen impone tanto al medio ambiente como a la sociedad, una estética a menudo ajena, así como significados que pertenecen a otra concepción del mundo. Se llega por esta vía a convertir al otro cultural en parte del paisaje, en un ser pasivo que no lucha por sobrevivir ni rechaza la dominación, sino que la soporta con estoicismo. Será así un simple asidero de lo bello, con un espesor moral que a veces se imposta o se sugiere, pero no se muestra de un modo convincente.
Ojo exotista: Su método es un extrañamiento exagerado, o manipulado para producir un efecto. También teñir la diferencia cultural con los colorantes de la barbarie, que impiden ver el fondo de lo real. No es una mirada antropológica, por deformar la realidad con sus artificios. El filme documental Los maestros locos (1955), de Jean Rouch, llega a lo revulsivo al registrar el ritual de los Houka, una secta de inmigrantes procedentes de Níger que no expresa formas culturales de su país de origen y menos aún de Ghana, donde se filmó. Se trata en este caso de un sistema simbólico altamente confuso, cuyo núcleo reside en el sacrificio de un perro, que es luego desollado, eviscerado y hervido para comulgar finalmente con su carne como un signo de coraje y fuerza vital. En su entusiasmo por esta rareza de más valor psicológico que etnográfico, Rouch ni siquiera se pregunta por qué ni para quién filma tal atrocidad, pues el delirio privativo de un pequeño grupo corre el riesgo de ser interpretado como algo propio de las culturas africanas. Lo que sí resulta interesante en este filme, desde el punto de vista antropológico, son los mecanismos del trance que se observan.
Ojo etnográfico: Definido inicialmente por Marcel Mauss y los jóvenes etnólogos que lo seguían en África, así como por Margaret Mead y Gregory Bateson, en experiencias realizadas en los años treinta en Bali y Nueva Guinea. Al afrontar el desafío de la alteridad, despoja al ojo de toda intención estética, a fin de darle un rigor científico que resulte útil a la investigación, como una técnica más de ella. De este modo, pierde todo sentido el montaje, así como su noción de ritmo, por la distorsión que implican la cronología de los hechos y la duración real de las escenas. Claudine de France habría de distinguir posteriormente entre el cine de exploración etnográfica –en el cual el registro de la imagen es parte de la misma investigación y está signado por la incertidumbre de lo que la cámara filmará– y lo que llama cine explicativo –o sea, la descripción fílmica de los resultados de la investigación– que sería el documental antropológico en sentido estricto y no ya meras fichas filmadas, de carácter personal y no comunicativo, como el anterior. Esto implica, desde ya, una transacción con los recursos estéticos, sobre todo si se aspira a una difusión mediática.
Ojo folklorista: Deshumaniza a las culturas subalternas al detenerse en su colorido, en la habilidad manual y su devoción a los símbolos con que las dominan. Se pretende una mirada antropológica, pero no lo es, por su impotencia de profundizar en los universos simbólicos y de neutralizar sus mistificaciones etnocéntricas. También por la ideología de clase que suele caracterizarla, en tanto apropiación burguesa de la cultura popular que la despoja de sus vetas contestatarias para hacerla digerible a las buenas conciencias del consumo.
Ojo turístico: Busca el tipicismo, una identidad estereotipada hasta la tarjeta postal, sin detenerse en la intimidad de los paisajes ni en el alma de las personas. Mirada exterior, superficial y acelerada, que en su afán de mostrarlo todo en muy escaso tiempo no muestra nada, y si lo hace es para tipificarlo burdamente. Aplana así la realidad en que se posa hasta convertir a los pobladores de una región en amables muñecos vestidos con prendas llamativas. Invita de este modo al turismo masivo a visitar un «paraíso» no alcanzado por las miserias de la historia, donde podrá participar en formas culturales de vieja y noble tradición, a las que el mercado ha corrompido ya a menudo por completo.
François TruffautOjo ausente: Postulado por Richard Leacock para caracterizar su direct cinema. A diferencia del ojo neutro, que afirma su presencia en la escena, este método aboga por la no intervención del realizador en los acontecimientos que registra. De una forma más completa que cualquier otro estilo documental, se preocupa de que la cámara no altere la realidad social que registra. A tal fin, debe estar tan ausente de la acción documentada como «una mosca en la pared», que ve sin que la vean.
Ojo en trance: Sería el del cine-trance de Jean Rouch. Se deja arrastrar hacia el interior de las situaciones, entregándose con tal pasión a la cacería de imágenes, que descuida el contexto y se expone incluso a peligros. Confía en la improvisación y en el resultado que obtendrá al suprimir la objetividad y el método. A menudo, esto empobrece el nivel crítico al expandir la subjetividad de un modo exagerado. En su excelente filme La caza del león con arco (1965), la cámara participa en los rituales cinegéticos y por momentos cae en un estado de trance, pero los pueblos no participan realmente de la filmación, pues prefieren vivir el ritual con toda su fuerza que limitarse a mirarlo. Renuncian así a entrar en una situación estética y a la conciencia que ella apareja, pero aceptan que el cameraman se ocupe del rodaje, porque reconocen la importancia de dejar testimonios de su cultura a las futuras generaciones. En otros términos, antes de sumarse al trance del ojo, situándose fuera de lo real que se mira, prefieren el trance de lo real, ese acontecimiento intenso ya amenazado por la modernidad. Fuera del campo antropológico, este ojo confía en la improvisación de los actores, como en la Comedia del Arte italiana.
Ojo cedido: Sería el propiciado en Argentina por el Movimiento de Documentalistas. Pasa por sacrificar la propia mirada y sustituirla por la mirada del otro, de los excluidos sociales cuya voz no es recogida por los medios. Representa un denodado esfuerzo por no usurpar la palabra ni el protagonismo al oprimido en su lucha y consustanciarse con su mirada; para ello, el cameraman renuncia a las imágenes que más lo atraen para enfocar lo que al otro le interesa, hasta recurre a la estética del grupo por más que resulte en ciertos casos panfletaria e incluso vecina al kitsch. Las urgencias del drama humano desplazan así a toda complacencia con el paisaje y las palpitaciones laterales de la vida. Este ojo, al autosacrificarse, apunta a una transferencia a los sectores oprimidos de los medios audiovisuales, a fin de que puedan lograr su autopercepción consciente. El cameraman pasa a ser un manifestante con cámara, que no trabaja sobre la lucha de los sectores sociales, sino en la lucha y con sus protagonistas.
Ojo dialógico: No se cede el ojo, sino que se le pone a dialogar con el otro, en una interacción constante que llevará a construir la realidad de un modo compartido. Aunque no se lo planteara como tal, fue el método adoptado por Flaherty en Nanook, el esquimal, pues él y Nanook acordaron lo que iban a filmar y de qué manera; inauguró así la puesta en escena documental. En su etapa final Rouch desarrolló el concepto de un cine-diálogo permanente, como la perspectiva más interesante del cine antropológico. O sea, no robar ya secretos a los pueblos «primitivos» para alcanzar un conocimiento destinado a los centros del saber, y por lo tanto, inútil y hasta peligroso para ellos.
Ojo político: Toma un claro partido, pero sin ceder la mirada, lo que lo lleva a menudo a transmitir una visión del otro que difiere de la suya. Así, el indigenismo pictórico andino pintó al indígena con una gran tensión dramática, en la actitud de quien reclama a gritos pan y justicia. Cuando los indígenas empezaron a pintar, prefirieron explorar su rico imaginario y no dar cuenta de sus carencias cotidianas. Este ojo, cuando no se complementa con otros, tiende a sobredimensionar lo político, dramatizando en extremo lo que el oprimido ve de otra manera, y apela incluso al humor como un modo de humanizar su realidad. En su afán de modificar una situación de poder y cambiar un orden social, llega a menudo a servirse del objeto de la imagen para fines que este no se propone, y que han servido incluso para atraer sobre él a las fuerzas represivas. Es que los pueblos de Nuestra América creen más en el recurso filoso de la risa que en los oropeles del sentimiento trágico. Buena parte del cine cubano ha preferido dar cuenta de su realidad mediante este recurso de la risa, centrándose no en las carencias sino en la creatividad que ellas generan con tal de satisfacer una necesidad.
Dziga Vertov, “Man with a Movie Camera” (1929)Ojo teórico: Es el que se ajusta estrictamente a un método y procura en todo momento serle fiel. Serían, entre otros, los casos del neorrealismo italiano, del free cinema de Gran Bretaña, del Grupo Dogma de Dinamarca, e incluso del cine iraní. Al caracterizar su cinéma-vérité, que parte del cine-ojo de Vertov, Jean Rouch señala que en este la mirada de la cámara es ya una mirada teórica, porque se basa en un método por el cual ella no se esconde, sino que participa plenamente. El filme etnográfico deviene así una ficción en la cual los personajes actúan para la cámara, aunque representando su propia realidad y no otra cosa. Un ojo que no teme ya a la subjetividad y que en algunos casos abusa de la interpretación, coartando la libertad del espectador de elaborar la suya. En el montaje posterior, el tiempo real casi se esfuma, y aparece el tiempo sintetizado del arte cinematográfico.
Ojo técnico: Sería el caso del cameraman de un cine de autor, que ejecuta una mirada ajena, la del director del filme, sin filtrar recursos estéticos propios que la desvíen de su eje, lo que equivale a cancelar casi por completo su propia forma de mirar.
El ojo onírico: Es el que en forma recurrente toma la imagen real como un soporte para trasladarse a otro lugar y otro tiempo, llevado por el recuerdo, o para imaginar escenas placenteras que corrijan o potencien esa situación. No niega el plano de lo real ni le sobreimprime una fuerte subjetividad, aunque lo pone a compartir el escenario con el campo de la memoria y el de las fantasías que dicho plano dispara, como si los tres fueran dimensiones igualmente legítimas. Sería el caso paradigmático de 8 y ½, de Fellini.
El ojo asombrado: Es otra forma del extrañamiento, aunque su finalidad no es exagerar lo real y menos aún exotizarlo, sino tan solo otorgarle su valor, enseñar al hombre a maravillarse de las pequeñas cosas de la vida, que por lo común pasan inadvertidas. Guimaraes Rosa centraba en esto la función fundamental del arte.
Ojo dramático: El que presenta como altamente conflictivos y densos hechos que el grupo social no vivencia como tal, o no a tal extremo. Su método es la exageración y su objetivo conmover con recursos que deforman lo real a fin de elevarlo a la altura de la tragedia. Por dicha razón el free cinema, movimiento cristalizado hacia 1956 y encabezado por Lindsay Anderson, Karel Reisz y Tony Richardson, optó por reducir al mínimo el recurso de la dramatización. Fernando Birri, que figura entre los fundadores del Nuevo Cine Latinoamericano, en su filme Los inundados, lleva al extremo el recurso de la desdramatización, para mostrar hasta qué punto pueden diferir las clases sociales en la apreciación de los hechos.
Como complemento del ojo que mira, y ya que el documental antropológico busca dar la palabra a quienes no son escuchados, debemos considerar cómo juega el sonido, o más bien la voz del oprimido, en relación con la imagen. Señalamos aquí seis recursos:
1.Voz en off de quien filma, dando una interpretación libre de la imagen, sin basarse en el punto de vista del documentado. Ha sido el recurso más frecuente del cine colonialista.
2.Sonido directo o sincrónico en el cual el documentado se expresa sin mediación de un intérprete y en su propio lenguaje, usando expresiones dialectales de la misma lengua. Sería el caso de Terra trema, de Visconti, filmada en 1948, cuando esas jergas no eran admitidas por el cine culto. Se trata de un recurso de solidez ética.
3.Traducción sobrepuesta a las voces de los protagonistas, que se expresan en su propia lengua, como hace Rouch en La caza del león con arco y otros de sus filmes. En gran medida este recurso es válido, aunque a menudo se interpolan en el discurso traducido, consideraciones que son ajenas a él, a fin de legitimarlas mediante este subterfugio.
4.Recreación poética, a modo de traducción libre, que deja la voz original en un play back o la elimina, para que la voz del narrador asuma su lugar, impostando a menudo su tono. Si bien suele ser eficaz como recurso estético, a menudo se torna evidente que se sacrifican los recursos estéticos de la lengua dominada para sustituirla por una poética de formato más occidental.
5.Dejar que los personajes hablen en su propia lengua y traducir con letreros a otras lenguas, como se hace con las películas en lenguas extranjeras. Es el recurso más usado hoy en África y Asia, y la vía más correcta de descolonización de la voz del otro.
6.Grabar la voz del personaje cuando se expresa en la misma lengua que el documentalista, y armar el sonido como un elemento separado de la imagen, como dos planos que se acercan por momentos y en otros se distancian. Es un recurso utilizado, entre otros, por Jorge Prelorán en muchos de sus filmes, y especialmente en Hermógenes Cayo (1969). Tiene la virtud de que no se obliga decir al documentado palabras que no pronunció, y lo que es peor, con un tono diferente. Asimismo, la grabación de la voz es un proceso más íntimo que el de la imagen, y hasta puede pasar inadvertido por el documentado, quien llega así a menudo a expresar lo más profundo de su ser. La voz toma entonces un gran protagonismo, y la imagen la sigue, tratando de enriquecer esa expresión. El sonido sincrónico tornó en muchos casos prescindible este método, pero no le quita su fuerza estética, no solo en el documental, sino también en la ficción, como ocurre en Hiroshima, mon amour y Hace un año en Marienbad, de Alain Resnais.
Descriptor(es)
1. ANTROPOLOGIA VISUAL
2. SOCIEDAD Y CINE
3. SOCIOLOGIA DEL CINE
4. TEORÍA DEL CINE
Web: http://www.cubacine.cult.cu/sitios/revistacinecubano/digital16/cap01.htm