FICHA ANALÍTICA

¿Reemplazará el cine la pintura?
Fisher, Hervé (1941 - )

Título: ¿Reemplazará el cine la pintura?

Autor(es): Hervé Fisher

Fuente: Revista Cine Cubano On Line

Número: 16

Mes: Enero - Marzo

Año de publicación: 2010

Las relaciones entre la pintura y el cine han constituido siempre un tema inagotable de reflexión. Es cierto que el cine pudiera concebirse en principio como teatro filmado; sin embargo, se inspira aún más en la pintura, puesto que en sus orígenes era mudo y recurría principalmente a un plano fijo que se rodaba ante decorados pintados a mano. El séptimo arte debe mucho también, evidentemente, a la fotografía: en incontables ocasiones se habla de la «dirección de fotografía» de una película, y todos conocemos cuánto debe este arte a la pintura (y esta relación es recíproca, no solamente en el caso de la pintura hiperrealista). Es entonces a partir del trabajo de la dirección de fotografía que la referencia plástica perdura con tanta fuerza en el cine.

Pero, ¿es que este hecho continúa siendo cierto hoy, en este mundo agitado, dominado por el movimiento, la velocidad y la discontinuidad, destructores de la estabilidad de las formas? La imagen inmóvil parece cada vez más obsoleta, lo que nos arrastraría a una transformación estética radical de nuestra percepción, que implicaría la muerte de la pintura. Podríamos entonces preguntarnos: ¿será precisamente el arte cinematográfico, nutrido de la historia de las obras de arte, el que relevará y terminará por reemplazar a la pintura?

La herencia pictórica del cine

De la pintura, el cine ha mantenido la tela blanca, virgen, extendida sobre un bastidor. El punto de partida es el mismo, así como la emoción. Michelangelo Antonioni evoca ese momento de vértigo ante la pantalla en blanco, de la siguiente manera:

    Por supuesto, uno regresa siempre al momento donde, tras haber reunido sus ideas, algunas imágenes y la intuición de un posible desarrollo –psicológico o material–, es preciso pasar verdaderamente a la creación. En el cine, como en todas las demás artes, ese es el momento más difícil: aquel donde el poeta o el escritor efectúa su primera marca sobre la página; el pintor, sobre la tela. Es el momento donde el realizador une a sus personajes, los hace hablar y moverse, y establece, gracias a la composición de imágenes diversas, la relación recíproca entre personas y cosas, entre el ritmo del diálogo y el de la secuencia completa y se asegura de que el movimiento de la cámara se ajuste a la situación psicológica. (1)

Es cierto. Pero, incluso si quisiéramos afirmar que la ligereza de la cámara pudiera semejarse a la movilidad de un pincel ante un paisaje o una escena urbana, debemos recordar que la cámara no es un pincel: más que crear a partir de una superficie en blanco, ella capta y selecciona, de hecho, tiende necesariamente a ser rígida y centralizadora ante la agitación de la vida, a falta de lo cual la imagen se desharía en un doble movimiento. Más allá del efecto de estilo, la comparación entre la cámara y el pincel es abusiva, y, además, ya sabemos que no son ni la una ni el otro los que conforman las imágenes, sino los cerebros del artista y del espectador. Por tanto, la existencia de muchos puntos en común entre el cine y la pintura es significativa.

De la pintura, el cine ha mantenido el formato rectangular, el encuadre y enfoque de la imagen. Ha tomado también la escenografía, ya sea creada en estudio con telas pintadas o seleccionada en exteriores, pero siempre encuadrada como un escenario, compuesta y arreglada previamente a partir de juegos con la luz, los planos, los objetos y los colores. El realizador de cine trabaja con igual atención los primeros y segundos planos, y los puntos de vista; coloca la cámara con el mismo cuidado con que el pintor prepara su caballete. Al terminar la producción, la película, como la pintura, debe «apropiarse del muro», captar la mirada y proponer un itinerario de lectura al ojo del espectador.

Sería errado oponer el dinamismo del cine a la inmovilidad de la pintura, en tanto esta ha conseguido sugerir el movimiento de manera asombrosa. Para convencerse, solo basta pensar en los animales pintados sobre las paredes de las grutas prehistóricas; en los caballos de Delacroix; en las bailarinas de Degas; en el perro que corre en una pieza del pintor futurista Balla; en el Desnudo bajando la escalera de Duchamp; en la pintura gestual o en la cinética. Tampoco sería acertado contraponer el carácter narrativo del cine al mutismo de la pintura. Las obras del Renacimiento, en las que aparecen numerosos personajes dispuestos en teatrales escenas, se nos presentan como instantáneas escogidas de largas historias, ya se trate de La última cena de Leonardo da Vinci; ya de cuadros de batallas; de La tentación de san Jerónimo, de Zurbarán; de escenas de la vida cotidiana, como La confidencia de Auguste Renoir, o de la actualidad: como Guernica, de Picasso. Estos son frames(2) seleccionados, como se dice en el cine. Tanto en el cine como en la pintura, la puesta en escena es concebida de igual manera y tanto la elección de los objetos que de ella forman parte como sus connotaciones simbólicas, psicológicas o sociales, responden al mismo cuidado.

Por supuesto, el empleo de la luz en el cine, sea este en blanco y negro o en colores, no ha olvidado los efectos poéticos, dramáticos, intimistas, de claroscuro, de contraste, de deslumbramiento o de niebla impresionista de los cuales la pintura ha creado un repertorio completo. El cine también ha tomado, casi religiosamente, la tradición de la textura pictórica, gracias al grano de plata, al punto de que numerosos realizadores contemporáneos han reprochado a la proyección digital su fluidez, su inmaterialidad y la pérdida de definición que de ello resulta. El casting tampoco es, evidentemente, una invención del cine. Los pintores han puesto siempre la mayor atención al escoger sus modelos, así como la postura que estos deben adoptar, su maquillaje, su vestuario y sus joyas; incluso su desnudez.

Del mismo modo que la pintura, el cine ha conocido escuelas y períodos sucesivos, a menudo directamente basados en la historia de esa otra manifestación artística: por ejemplo, el estilo impresionista de los filmes de Abel Gance, Germaine Dulac o Jean Epstein; el surrealista, de Buñuel a Lars von Trier (Europa) o Peter Greenaway; sin olvidar el estilo mágico y tropical del cine cubano o la cinematografía realista, naturalista, verista, barroca, manierista, etc. Además, con frecuencia, en forma de citas, el cine rinde homenaje a grandes pintores, bien a partir solamente de imágenes o escenas precisas, o bien a través de atmósferas, de pastiches, de pinturas colgadas en una pared o de referencias explícitas, como aquellas de Tarkovski a la Madonna del parto en el filme Nostalgia, o las de François Truffaut al pintor Balthus y a Rodin en Domicilio conyugal y Las dos inglesas y el amor, respectivamente.

Es preciso admitir que, como en la pintura, nada en el cine es natural, incluso en el documental o en el cinéma vérité. Los cineastas extraen el lenguaje de su universo de lo imaginario y de la memoria, que son las dos caras de la misma actividad cerebral, donde las imágenes matrices –icónicas– de la historia de la pintura, desempeñan un rol determinante.

El cine continúa siendo icónico

Si bien el cine pudiera definirse como imagen en movimiento, lo cierto es que se trata de un arte esencialmente icónico. Tal afirmación resulta indiscutible una vez que se observan los carteles de cine, y las fotos seleccionadas de una película que se imprimen luego en revistas, periódicos y enciclopedias de cine. Estos frames aislados nos dan la impresión de sugerir plenamente las producciones cinematográficas y de reproducir sus principales características (el estilo, la historia, los personajes), sin suscitar frustración ni la sensación de que algo esencial nos falta para tener una idea de la película. Evidentemente, estas imágenes identitarias son escogidas cuidadosamente; pero en una obra maestra, ¿no es ese el caso de todas las imágenes que la integran? A pesar de que pasa a veinticuatro fotogramas por segundo, el cine está constituido por una sucesión de planos fijos, necesarios, además, para identificar a los personajes y comprender la historia.

Estas imágenes claves son ineludiblemente estables y, como en la pintura, frontales. Es lo visual lo que domina en ellas, y aunque la música las apoye, incluso aumente su fuerza, permanece como un elemento accesorio del cine. Lo mismo pudiera decirse de los diálogos en numerosas películas, no solo de los primeros filmes mudos, que se disfrutan mucho aun sin sonido. ¡Pensemos en Chaplin! Todavía hoy, las mejores escenas de una película son las más silenciosas; son aquellas en las que las imágenes hablan por sí solas y más poderosamente. Por otra parte, nuestros recuerdos de una buena película a menudo se relacionan con escenas o imágenes estables, cuya intensidad estética nos ha impactado.

El cine continúa atado, ante todo, a su formato y a su superficie plana, que actúan como conformadores de la composición de la imagen, algo que se comprueba en lo que se ha denominado el «plano americano», típicamente icónico. Incluso las artes digitales, que valorizan no ya la imagen frontal, sino la inmersión interactiva del espectador y la experiencia multisensorial, no dejan otra memoria (si es que pueden esperar a tener una y sobrevivir al progreso tecnológico que las canibaliza) que la documentación a partir de fotografías de la pantalla –extremadamente reductoras– que nosotros producimos. Y los filmes de tema asociado a lo digital, como Matrix, que aspiran de igual forma a conducirnos por el flujo inatrapable de los píxeles, son construidos a partir de planos fijos, movidos a un ritmo desenfrenado, pero redundantes, y gracias a los cuales el espectador aún encuentra señales imprescindibles para no hundirse en un océano de impresiones fugitivas e informes, como si hubiera consumido hongos alucinógenos.

El cerebro humano, cuando nuestras sensaciones se sobreponen ante un movimiento agitado, se sirve no solamente de Gestalts (formas buenas) para construir y estabilizar nuestra percepción, sino también de una biblioteca de imágenes fijas adquiridas y memorizadas, que superpone al fondo caótico de nuestras impresiones para organizarlas. Este proceso reductor es, evidentemente, indispensable al ser humano, pues asegura su lectura del medio ambiente; su comprensión; sus movimientos; su supervivencia cotidiana. La mirada, lee. Nuestra relación con el mundo es la de una lectura, basada en la memoria de formas e imágenes. El cine está hecho también más de imágenes estables que de movimiento, las cuales precisamos reconocer para poder leer frases y seguir la historia, como las letras del alfabeto (o los fonemas de una lengua). Aun cuando pretendamos expresar el movimiento, es necesario componer a partir de lo estático. La velocidad destruye la imagen y vuelve imposible la lectura.

Sobre grandes realizadores inspirados por la pintura

Es difícil rebatir la eficacia de la pintura tanto a nivel de la creación como de la difusión. En el campo cinematográfico, numerosos realizadores no han ocultado las fuentes pictóricas que les han servido como motivo de inspiración. Entre otros muchos, Hitchcock y Disney son dos ejemplos bien diferentes, pero igualmente conocidos.

La exposición Hitchcock y el arte: coincidencias fatales, presentada en el Museo de Bellas Artes de Montreal en el año 2000, fue concebida por Guy Cogeval y el director de la Cinemateca francesa, Dominique Païni. Dicha exposición fue exhibida posteriormente en el Centro Pompidou, en París, en 2001, y dio lugar a un importante catálogo donde se encuentra una rica iconografía sobre este tema, acompañada de análisis muy agudos y convincentes. A lo largo de las salas se demostraba la estrecha e inevitable relación entre películas como Rebeca, Los pájaros, Psicosis, Con la muerte en los talones(3) y la historia de la pintura del siglo XIX, especialmente de la era victoriana, como los prerrafaelistas (Rossetti, Burne-Jones, Millais), pero también los simbolistas (Fernand Khnopff, Edvard Munch); los surrealistas, como Dalí, por supuesto, y los metafísicos como De Chirico; así como otros pintores, entre los que se hallaban, por ejemplo, William Turner, Carel Willink, Algernon Newton y Edward Hopper. Sorprendía el vínculo entre la mirada de Anthony Perkins en Psicosis y el ojo pintado por Joseph Sacco en 1844; o entre las obras de Odilon Redon y la escena de la escalera en Vértigo.

En 1939, Salvador Dalí dejó una Europa en guerra para irse a Estados Unidos, donde fue honrado con una gran exposición en el Museo de Arte Moderno. Dalí trabajó directamente con Hitchcock en la realización de la película Recuerda(4) (1945). Las razones que ofrece Hitchcock al respecto demuestran sus preocupaciones plásticas:

    Yo exigí a Dalí. (…) Lo que yo buscaba era el lado vivo de los sueños. Toda la obra de Dalí es muy clara, con ángulos agudos, perspectivas profundas y sombras negras. Una vez más, quería evitar el cliché de los filmes donde las secuencias de sueños son borrosas, lo cual es un error. Y Dalí era la persona ideal para representar los sueños, porque los sueños deberían ser como lo son en sus obras, nítidos.

Recordemos, por ejemplo, la escena del sueño, filmada en gris y blanco, en que aparecían una mujer semejante a una estatua, un hombre que corría en vano, una casa hecha con un juego de cartas, un salón de baile, una pirámide en el desierto y una chimenea: se trata de una auténtica obra maestra del cine surrealista.

Salvador Dalí emprendió otra experiencia cinematográfica, esta vez con Walt Disney, para la realización de la película Destino, que no fue producida sino hasta 2003 por Roy E. Disney, sobrino de Walt. Esto lo pudimos descubrir a partir de una segunda exposición igualmente valiosa en el Museo de Bellas Artes de Montreal, en 2007: Érase una vez Walt Disney. Los orígenes del arte de los estudios Disney. Allí se expuso una serie notable de pinturas y diseños nacida de esa colaboración excepcional. Esta vez, la exposición se debió a Bruno Girveau y fue inicialmente presentada en el Grand Palais de París. Aquellos que, en un primer momento, se mostraron ofendidos de ver a Walt Disney en los grandes museos, debieron admitir inmediatamente la plena legitimidad de esa consagración. Se trataba de poner las cosas en su justo lugar, porque Walt Disney hizo de un largo viaje a Europa una visita sistemática a los grandes museos para buscar en ellos fuentes de inspiración. Y, a partir de dicha exposición, se descubrió el cúmulo de referencias pictóricas que lo motivaron directamente en su propia creación.

¡Cuántos otros grandes realizadores de cine no deberíamos citar también! Esta relación entre pintura y cine no ha cesado nunca, sean cuales sean las épocas, las culturas y los estilos. Pudiéramos remontarnos a Carl Dreyer, cuya película La pasión de Juana de Arco (1928) es una obra maestra de arte pictórico; a Eisenstein y a El acorazado Potemkin (1925) o a Fritz Lang y su filme Metrópolis (1927), ambos creadores deudores de los pintores futuristas. O pudiéramos pasar a 1968 y recordar El color de las granadas, del cineasta armenio-ruso Sergei Parajanov, quien retomó en su estética las miniaturas armenias del pintor cuyo drama representó.

También pudiéramos pensar en el cine ruso de Andrei Tarkovski, en Nostalgia (1983), cuyas imágenes fueron cuidadosamente creadas de acuerdo con criterios plásticos fácilmente reconocibles.

"La bella mentirosa"En cuanto al cine italiano, inmediatamente recordaríamos a Fellini y su Satiricón, pero también a Michelangelo Antonioni, quien ama el color rojo y, en ocasiones, pinta literalmente el decorado de sus películas. En El desierto rojo (1964), escoge un paisaje industrial decolorado para hacer vibrar el rojo de los grandes bidones metálicos que aparecen en primer plano. Pensemos en esa calle del sur de Londres, asombrosamente animada en rojo por un vendedor de autos, donde Antonioni decidió filmar las escenas de Blow-up (1966). Le vimos componer, para otra escena de la misma película, un escaparate coloreado con comestibles y objetos de consumo, el cual colocó ante una pared que luego haría explotar. En Zabriskie Point (1970), escogió el fondo gris del desierto y una cabina de un rojo vivo, ante los cuales hizo reaccionar a sus personajes. Recordemos, claro, El árbol de los zuecos (1978), de Ermanno Olmi y las obras magistrales de los hermanos Taviani, como La noche de San Lorenzo (1982), que son igualmente ilustrativas. Pero no hay que creer que este es un elemento característico y exclusivo del cine italiano. El francés Jean-Luc Godard, gran deconstructor del arte cinematográfico, nos ha legado el recuerdo del rostro pintado de azul de su Pierrot, el loco.Podríamos –deberíamos, en tanto se trata de una dimensión indiscutible y reveladora de ese arte– escribir una enciclopedia pictórica del cine.

Museos-ficciones

Al recorrer las inmensas salas del museo del Louvre, he tenido la impresión de ver todas las obras maestras animarse, liberarse de los muros; de ver a sus personajes, estáticos en la inmovilidad de los barnices, recuperar su movimiento y recomponer el gran filme de ficción del cual fueron atrapados para ser encerrados en los marcos dorados; y ofrecernos, a través de sus momentos de intimidad o de reflexión, de batallas heroicas, de traiciones, de amor y de erotismo, de fiestas familiares, de paseos o de lectura, la historia completa de Occidente.

El cine está ya en esas obras, en colores, mucho antes de su invención por los hermanos Lumière. El sonido seco del choque de las armas; los gemidos de los mártires; el silencio de la Gioconda; el bullicio de los puertos; los quejidos de los náufragos; el relincho de los caballos de Delacroix; los gritos de los revolucionarios; el discurso de Robespierre, se encadenan en secuencias que empiezan una y otra vez en nuevos escenarios, donde se unen espacio y tiempo para mi mayor placer, y que me sorprenden siempre por la audacia de los collages, el realismo de los personajes y el suspense narrativo. Tanto de orgullo; de infidelidades apasionadas; de religión; de rituales públicos; de construcción de castillos; de partidas de caza; de comidas gargantuescas y de desnudos sensuales, se atropella ante mis ojos a lo largo de las salas y de las épocas de mi Louvre-ficción. He regresado a menudo a ese lugar para contemplar de nuevo el más grande y bello fresco cinematográfico de todos los tiempos, en cada ocasión recorrido de manera diferente, según el itinerario de mi visita, pero siempre tan poderoso como la primera vez. Ese es el templo del cine clásico.

Y para cambiar de registro, visito la estación de Orsay, el museo del siglo XIX. Los trenes aún pasan por ella a través de un subterráneo que se extiende a lo largo del Sena. No se los olvida. Todavía se aspira el aire de la estación y en ella el tiempo es palpable. Allí las pinturas modernas se mezclan en películas de corte más psicológico, que ponen aún más en escena la ciudad y la naturaleza, los campesinos, los obreros; la vida ordinaria de un cinéma vérité, naturalista y, con frecuencia, melodramática. En sus piezas, Courbet nos muestra el nacimiento del cine realista (El entierro en Ornans) y del cine pornográfico (El origen del mundo). El jadeo de las locomotoras y los susurros de los enamorados alternan con los ruidos de las fiestas campestres o las conversaciones de personas sencillas que desayunan sobre la hierba o que se deleitan con un paseo en bote. Los impresionistas abandonaron los estudios, los estilos y temas convencionales, para representar paisajes al aire libre y la vida popular. En sus obras también encontramos la miseria del hombre común.

A la inversa, diría que las más grandes películas son museos vivientes. Ellas reactivan nuestros recuerdos de obras maestras que hemos podido admirar en los museos y contribuyen a familiarizarnos con estas tanto como los propios museos. Son lecciones vivas de historia de la pintura. No hay que creer que este acercamiento es válido solo para la pintura figurativa. El arte abstracto nos hizo descubrir el lenguaje elemental de las artes plásticas, de la composición, del diseño, la autonomía y la dinámica de los colores. Al liberarse de toda semejanza con la realidad, nos enseñó mayor flexibilidad y creatividad en la sintaxis de las formas y los colores, de lo cual el cine se ha beneficiado enormemente. Y estas observaciones se aplican en igual medida, si no mucho más, a las artes digitales. Las imágenes generadas en computadora son diseñadas a partir de aquellas que nos son más conocidas. Comparadas con lo que pudiera ser una captación fotográfica del mundo exterior, las imágenes virtuales se construyen de un modo más abstracto. Demasiado definidas y, por tanto, paradójicamente más pobres, son inmediatamente agotadas por el ojo y no ofrecen a los creadores ni a los espectadores las sorpresas que siempre una mirada atenta sobre lo real puede hallar. En cambio, invitan a crear collages incongruentes, surrealistas o quiméricos.

Si bien es cierto que los cineastas y creadores de imágenes virtuales toman préstamos de la pintura, ellos también contribuyen, por su parte, a nuestra gran biblioteca de iconos, al imponer las figuras de James Dean, John Wayne, Marlene Dietrich, etc., que se han convertido en imágenes de referencia y en modelos de rostros y siluetas para nuestra generación. Las masas necesitan de iconos con los cuales identificar sus sueños. La relación es total cuando es el pintor Martial Raysse quien elabora el retrato de Brigitte Bardot, o es Andy Warhol quien realiza serigrafías de Mao Zedong o de Marilyn Monroe. Hay que contar también con las figuras del héroe revolucionario Che Guevara, del reportero Tintín, del cowboy justiciero Lucky Lucke, de Mickey Mouse y de los Pitufos de nuestro tiempo. El cine, como la pintura, ha adquirido el poder de crear iconos.

Los pintores cineastas

La relación entre pintura y cine es a tal punto inevitable que muchos pintores han producido sus propias películas. Pensemos en Picabia, quien escribió el guión de Entreacto (1924), realizada por René Clair. Pero también en Fernand Léger, quien se inspiró en el filme Tiempos modernos de Chaplin; pintó los decorados de la película La inhumana, de Marcel L’Herbier, donde resaltó la maquinización moderna, y en 1924 realizó su propio filme, El ballet mecánico, construido a partir del ritmo de las imágenes y no de un guión narrativo. El célebre animador canadiense Norman McLaren se lanzó a dibujar directamente sobre la película Blinkity Blank (1954) y creó obras maestras de la animación con simples objetos (como en Historia de una silla, 1957), cifras (Rythmetic, 1956) o con abstracciones geométricas. Habría que citar también, por supuesto, a Man Ray, a Andy Warhol o a Robert Lapoujade, quien pasó al cine y cuyos filmes, ciertamente menos conocidos que su pintura, se han quedado en mi memoria visual desde que vi Sócrates (premio especial del jurado en el Festival de Venecia en 1968), o La sonrisa vertical (1973). A partir del uso de polvos de colores para intensificar o modificar la coloración natural de los objetos en exteriores, literalmente pintaba sus películas como un pintor.

A pesar de no hacer películas ellos mismos, numerosos artistas han sido influenciados por el cine. Son los casos, señalados a menudo, de Cindy Sherman, Tony Oursler o Diane Arbus, marcados por Hitchcock. Jacques Monory claramente asumió del cine la composición en contrapicado, la edición que sugiere un travelling, incluso la coloración azulosa de la luz artificial. La exposición del Grand Palais de París consagrada a Walt Disney mostró una serie de pinturas de Roy Lichtenstein, Claes Oldenburg, Andy Warhol, Peter Saul, Gary Baseman, Christian Boltanski y Bertrand Lavier, en las que retoman personajes del maestro norteamericano. El ejercicio de integración de pintura y cine se completa con el videoarte, creado por Nam June Paik en los años sesenta, practicado en los setenta por incontables artistas (entre los que resaltan Bill Viola, Chantal Akerman y Jean-Christophe Averty) y que continúa su trayectoria actualmente gracias a autores tan reconocidos como Pierre Huyghe.

No citaremos aquí el inmenso repertorio de películas sobre artistas plásticos, a menudo debidas a grandes realizadores, quienes han traducido en la estética de sus filmes la de los pintores que evocan o han establecido un diálogo visual con sus obras. Han sido excelentes las de Orson Welles, Martin Scorsese, Jack Hazan y Maurice Pialat. Todos admiramos Van Gogh, de Alain Resnais; La bella mentirosa, de Jacques Rivette; La joven de la perla, de Peter Webber; Sobreviviendo a Picasso, de James Ivory; Klimt, de Raoul Ruiz; Gauguin, de Alain Resnais; El misterio Picasso, de Clouzot, y tantas otras.

El predominio de las imágenes icónicas

No sería fácil mencionar películas cuyas imágenes nieguen las creadas por los pintores, o las priven de su carga cultural para pretender alcanzar un simple realismo. ¿Cómo pudiera ser de otra manera? Ante todo, es la pintura la que nos ha dado todas las imágenes con las cuales miramos el mundo, la naturaleza, la sociedad, a nosotros mismos. Es la pintura la que ha impuesto todo el simbolismo visual, los signos y los colores con los cuales interpretamos y representamos ese mundo. Son las imágenes de la pintura las matrices de nuestras percepciones, de nuestras cosmogonías; los iconos de referencia estructural, formal, cromática y temática de nuestra imagen del mundo.

Es también la pintura la base de la escultura. Fue la pintura del Renacimiento –y no la experiencia ordinaria del cuerpo– la que inventó la tercera dimensión, la profundidad euclidiana del espacio y el volumen de los objetos, ya que la pintura primitiva, la egipcia y la de la Edad Media occidental, permanecían simbólicas. Y se trata de un procedimiento de ilusión visual que no tiene nada de natural. Las pinturas de Cézanne y de los pintores cubistas son planas: es a partir de la deformación de esa imagen plana que sugieren la profundidad. Además, fueron una vez más los pintores, como Gauguin, Matisse y Delaunay, los que rechazaron la apariencia engañosa de la perspectiva y del volumen, y nos legaron el nuevo vocabulario visual necesario para llevar a cabo nuestra actual lectura del mundo, basada en las configuraciones del pensamiento en forma de arabesco laberíntico y no ya en la causalidad lineal.

Fueron los pintores y los fotógrafos los que concibieron las representaciones del tiempo, del movimiento, de la velocidad, incluso de una explosión. ¿Acaso un dibujo plano de trazos simplificados no expresa mejor la violencia de una explosión, que todas las animaciones en imágenes 3D generadas por computadora que nos quieran mostrar? Esto se constata en el tratamiento simplificado de la imagen en el cómic. El artista puede forzar el trazo, pero también condensar o deformar la figura, suprimir el detalle inútil o que crea confusión. Y cuando se habla de iconos, somos conscientes de que se trata de imágenes reductoras, cuyo dibujo, composición cromática y tema, son lo suficientemente sintéticos como para posibilitar su fácil memorización.

Este hecho no excluye la riqueza del detalle, como ocurre en las obras del pintor holandés Hieronymus Bosch, pero en ese caso nuestra memoria tiende a conservar figuras aisladas representativas del conjunto. No escapamos a la «iconización». Y este hecho se aplica también al cine. Incluso en el cinéma vérité, que se dice absolutamente realista, se ha hablado de imágenes akeiropoyéticas(5) a propósito de Jean-Luc Godard; es decir, de imágenes que se dicen reales, como esas telas que han guardado la impresión directa del rostro o del cuerpo de Cristo (Santa Verónica-el icono verdadero) y han devenido sagradas. El poder icónico de la pintura compensa ampliamente la aparente facilidad con que se asimila el cine y que este debe a la fuerte impresión de realidad que crea, y que a primera vista lo vuelve más accesible. La pintura anuncia el esfuerzo de atención que exige, mayor que el cine, y su reconocimiento social es generalmente más lento que el de una película, la cual, si no alcanza un éxito inmediato, corre el riesgo de ser poco vista y pronto olvidada. Por el contrario, una obra maestra de la pintura es reconocida de manera inmediata en escasas ocasiones, pero su perdurabilidad material le asegura que el tiempo pueda hacer su labor y ser descubierta, incluso mucho tiempo después.

Una gran iconoteca mundial

Con los museos, cinematecas y centros de archivos del mundo entero, hemos constituido una enorme fuente de imágenes referenciales, que se han vuelto accesibles mediante internet de manera progresiva y que conforman una verdadera «iconoteca» mundial. A propósito de este hecho podríamos retomar el relato de Jorge Luis Borges, La biblioteca de Babel, en el que el escritor habla del universo («que otros llaman la Biblioteca»)… Esta metáfora de la literatura, que incluye todos los libros posibles, ya escritos o por escribir a partir de todas las combinaciones imaginables de las letras de los alfabetos, convendría también a esa vasta iconoteca mundial que hemos creado a lo largo de los siglos en el seno de las diversas culturas. Pero, ¿habría que concebirla como Borges, como un laberinto? Ciertamente, aunque sería uno mucho menos inaccesible u oscuro que el de los libros. A este respecto, hay una gran diferencia entre producciones textuales y visuales. Los iconos visuales –africanos, japoneses, rusos, americanos, etc.– circulan mucho más fácil y rápidamente que los textos literarios. Una de las grandes ventajas de la imagen icónica es, como ha señalado Walter Benjamin, que se reproduce muy bien de forma mecánica, a bajo costo, sin pérdida mayor del sentido de la obra original, lo cual permite que su difusión sea mucho más exitosa que la de la literatura o el cine. Una pintura, más allá del museo donde se exponga, permite su multiplicación en postales, libros y revistas de arte, programas de televisión y sitios de internet, sin contar sus apropiaciones publicitarias, alimentarias, de vestuario, etc., que la vuelven más asequible a todos, casi en su totalidad. Su carácter sintético permite, además, su memorización mucho más fácilmente que una obra literaria o cinematográfica y, como es estática, puede ser contemplada durante horas, mientras el cine siempre es fugaz sobre la pantalla; el proyector lo borra. Y la caja de un casete de vídeo no nos muestra más que un fotograma para sugerir los miles de planos del largometraje.

De aquí se desprende también que la imagen icónica atraviesa sin problemas las fronteras lingüísticas y culturales, es cierto que con el riesgo de sufrir interpretaciones y apropiaciones diferentes, mas no sin dejar una impresión fuerte y fácilmente recordable. La pintura dispone entonces de una ventaja evidente y mayor sobre la literatura, pero también sobre el cine y a fortiori con respecto a las artes digitales, tan efímeras.

Por otra parte, observemos que es la imagen fija la que hace circular las obras tanto escultóricas como arquitectónicas, incluso las cinematográficas o las digitales. Esa alfabetización transnacional de imágenes referenciales, sean de Dios; de Confucio; de la Gioconda; de un vaso de iris de Van Gogh; de Elvis Presley o de una lata de sopa Campbell’s, el cine la da a conocer tanto como contribuye a crearla. Esta iconoteca mundial nos da acceso a la diversidad de las culturas, sean tropicales, nórdicas, continentales, marítimas, antiguas o actuales, indígenas o parisinas, neoyorquinas o amazónicas. Ellas son la base del lenguaje cinematográfico y nos llegan desde siempre a través de las artes visuales.

El futuro de la pintura y el del cine

Mientras la pintura sigue siendo una actividad individual, flexible y poco costosa, el cine está sometido a las trabas de una industria cultural y, aún hoy, al dominio comercial de Hollywood. Para hacer una película, un realizador debe someterse a múltiples exigencias, proclives a alterar su producción y limitar su difusión. Es este hecho el que hizo decir –exageradamente– a Salvador Dalí, después de sus experiencias cinematográficas: «No creo que el cine pueda ser algún día una forma artística. Es una forma secundaria, porque demasiadas personas intervienen en su creación.» Hay que tener un ego hipertrofiado para llegar a semejante conclusión. Fellini, Chaplin, Hitchcock y otros muchos grandes cineastas, impusieron su nombre y su marca personal en la historia del cine, al punto de convertirse en creadores tan célebres y con un estilo tan personal como el propio Dalí.

Es cierto que las tecnologías digitales ofrecen la posibilidad de una producción cinematográfica nuevamente independiente, de bajo presupuesto y más artística que la industria actual, pero el cine seguirá siendo una creación sometida a numerosos impedimentos. En comparación, el pintor permanece en extremo libre de componer sus obras estrictamente como lo entienda y de explorar todos los temas y modos de expresión. Su arte es difícil, pero su tecnología es ligera en relación con la del cine. Está mucho menos sometido a las leyes perversas del dinero que el realizador de cine. No se le exige hacer concesiones. El pintor puede, entonces, ser libre mucho más fácilmente en su creación que el cineasta. Eso contribuye en considerable medida a que le sea permitido mantener –si tiene talento– un rol artístico de pionero.

Y si pasamos del creador al espectador, forzoso es admitir que la imagen cinematográfica exige un ritual; una postura sedente e inmóvil; una distancia determinada respecto de la pantalla; una sala oscura; butacas y una tecnología costosa, con inversiones y modos de presentación que crean muchas dificultades de acceso y que la pintura ignora en sus formas de reproducción más comunes. No estoy entonces seguro de que el cine alcance más a «las masas» que la pintura. Es una verdad infalible de manera inmediata, pero ciertamente no a largo plazo. Además, los públicos de las cinematecas y de los museos no se comparan, desgraciadamente.

Es curioso que, a pesar de la velocidad y la discontinuidad del mundo actual, hayamos asistido, con la explosión de la fotografía digital, a un retorno generalizado a la imagen fija, tal vez para resistir la dictadura de este nuevo espacio-tiempo y su carácter efímero. Numerosos artistas contemporáneos se expresan mediante fotografías manipuladas, recoloreadas, de gran formato y escenas imaginarias, compuestas a la manera teatral de las grandes pinturas del Renacimiento o del siglo XVIII.

¿Se puede declarar entonces que la pintura está obsoleta? Definitivamente no. Finalmente, ¿qué ganaríamos al abandonar la pintura en favor del cine? No existe una evolución lineal ni progreso estético de un medio a otro, ni en el arte en general, sea pictórico, cinematográfico o digital. El diálogo entre pintura y cine no cesará, esperemos, a menos que uno de los dos desaparezca, lo cual sigue siendo improbable y también poco deseable. La especificidad de estas artes permanece como un valor a cultivar. El cine digital, ¿nos anuncia nuevas evoluciones estéticas, que pudieran alejarlo aún más de su tradición pictórica? Esto también es improbable y de ningún modo conveniente. Esperemos que la estética del cine digital no adopte la pobreza de la imagen televisiva. ¿Qué ganaría el cine con ello? Habría que resistir ciertamente esta degeneración. La televisión es una comodidad, que tiene otras funciones y otros inconvenientes como el cine, y de la que esperamos aún, a cincuenta años de su nacimiento, que devenga eventualmente un medio artístico.

Perdura el hecho de que una sociedad se percibe según las imágenes que se le ofrecen de sí misma, así como que la pintura constituye todavía hoy una fuente inevitable para la dirección fotográfica de una película. Y si la pintura desapareciera realmente en beneficio del cine y de las artes digitales, ¿adónde iría a parar el cine? ¿Al cine interactivo, al cine-videojuego, según el modelo de Matrix 2 y 3? Estas no fueron ciertamente obras maestras y no pueden considerarse como tal desde el punto de vista del cine. El cine no gana nada con el juego ni con la interactividad, que no son del todo su problema. Por el contrario, el juego tiene una inmensa necesidad de realizadores y de directores de fotografía formados en el cine.

La pintura puede, por supuesto, mirar hacia el cine y explorar nuevas estéticas. Esa es una opción, aunque secundaria para ella. A la inversa, el cine tiene siempre la misma inmensa necesidad de inspirarse en la pintura. Entonces, es preciso que la pintura sea buena, creadora, actual y poderosamente icónica para que el cine también evolucione.

1 En Cahiers du Cinéma, octubre de 1960.
2 En inglés en el original. (N. del T.)
3 El título original en inglés es North by Northwest. Esta película también es conocida en español como Intriga internacional. (N. del T.)
4 El título original en inglés es Spellbound. Esta película también es conocida en español como Cuéntame tu vida. (N. del T.)
5 Del griego, que significa «no realizado por mano de hombres». (N. del T.)



Traducción: Yelsy Hernández Zamora

 

Descriptor(es)
1. ARTES PLASTICAS Y CINE
2. HISTORIA DEL CINE

Web: http://www.cubacine.cult.cu/sitios/revistacinecubano/digital16/cap01.htm