FICHA ANALÍTICA

El cine y los cines: diálogo entre géneros cinematográficos y tipologías arquitectónicas
Alonso Pereira, José Ramón

Título: El cine y los cines: diálogo entre géneros cinematográficos y tipologías arquitectónicas

Autor(es): José Ramón Alonso Pereira

Fuente: Revista Cine Cubano On Line

Número: 16

Mes: Enero - Marzo

Año de publicación: 2010

Introducción

Paramount Cinema, Londres El cine es el arte por excelencia de nuestro tiempo. Es la «fábrica de sueños», como la denominó el poeta ruso Ehrenburg. Una fábrica que es a la vez una industria y un espectáculo de masas, y el emblema de la cultura del siglo XX.

La interacción con la arquitectura ha acompañado al cine desde sus orígenes. Las relaciones entre cine y arquitectura son múltiples y han sido objeto de estudio en muchas de sus angulaciones.(1) La presente ponencia pretende referirse al diálogo que se establece entre la arquitectura y el cine en términos de contenedor y contenido: de tipos arquitectónicos y géneros cinematográficos. Un diálogo en el que las cajas de la arquitectura y los contenidos del cine no son ajenos entre sí.

Para ello se plantea una reflexión que, remontándose a los orígenes de la industria cinematográfica y sus barracones de exhibición, nos lleve a los teatros con pianola del cine mudo, a las salas «a la americana» del sonoro, al esplendor de los grandes cines de los años del cinemascope, a las salas de arte y ensayo de los años setenta y los minicines de los ochenta, e incluso al cine de hoy, que casi simultanea el estreno y la descarga digital, en formatos que parecen eludir la caja arquitectónica.

Antecedentes y tipologías

Hablando de teatro y cine, Eugenio d’Ors solía empezar dibujando un paralelogramo. «Esta es –decía– la boca del escenario, la pantalla del cine. Pues bien, la primera regla es que lo que ustedes vean dentro sea más interesante que lo que puedan ver fuera.» Nosotros, sin embargo, vamos a intentar equilibrar el dentro y el fuera: el cine y la arquitectura del cine, el contenido y el continente, buscando una valoración pareja entre ambos. Para ello abordaremos nuestro estudio a través de los conceptos de género cinematográfico y de tipo arquitectónico.

Sería improcedente intentar definir aquí el primero. En cuanto al segundo, de un modo empírico, podemos verlo como conjunto-intersección de las componentes vitrubianas: firmitas, utilitas, venustas.(2) Esto es, llamaremos tipo arquitectónico a la unión de una determinada utilitas y una determinada firmitas, expresada con una venustas determinada. El tipo no es tanto una imagen a imitar como una regla ideal, y su evolución, la evolución tipológica, proporciona consecuencias muy interesantes para nuestro estudio y facilita claves de lectura que traspasan el origen tipológico para adquirir un valor histórico superior.

Así, en esta aproximación a la arquitectura del cine, podemos partir de la evolución que experimenta el teatro griego en su paso hacia el teatro romano, y continuar con los teatros barroco y burgués, trascendiendo su origen histórico.

Tanto el teatro griego como el romano constan de dos partes esenciales: la escena y la cávea o graderío para el público, ligados o articulados por una tercera destinada al coro, que los griegos denominaban orquesta.(3) La variación que experimenta como género literario la utilitas del teatro griego, en su paso hacia el teatro helenístico y romano, va acompañada de un cambio paralelo en su firmitas y una variación en la forma del edificio destinado a su representación. Así, el menor interés concedido al coro en la literatura romana, hace que en el teatro romano la orquesta disminuya de tamaño y cambie su forma, tornándose semicircular, lo que se refleja en la forma del graderío que, cambiando su firmitas, pasó de estar simplemente apoyado en el terreno, a edificarse sobre él.

Algo similar ocurre en el mundo barroco.(4) Frente a los espectáculos medievales, desarrollados en las plazas o los pórticos de las iglesias, en el barroco, el teatro se especializó tanto literaria como arquitectónicamente, requiriendo espacios y formas propias. Se definieron entonces dos tipos distintos: el «teatro a la italiana» y el «teatro a la española». Este último –el corral o casa de comedias– se origina a partir de locales efímeros, donde la escenografía bastaba para transformar el lugar en ámbito para la representación. Por su parte, el «teatro a la italiana» se liga al desarrollo de un espectáculo muy particular: la ópera, cuyas exigencias ópticas y acústicas obligaron a adoptar una planta de forma oval, rodeando su patio central por un anillo de múltiples pisos, con galerías corridas o palcos particulares.

Los teatros del siglo XIX (5) son herederos de estos «teatros a la italiana», y sus edificios ejemplifican la organización y el funcionamiento del espectáculo, donde tan importante era la obra representada como el ver y ser visto en sociedad. Con una capacidad media de dos mil espectadores, sus plantas reflejan una descomposición elemental en tres partes: el escenario, la sala, y las áreas sociales, cuya diversidad se unifica al exterior por medio de cubos más o menos unitarios de fachadas monumentales. Grandes puertas dan acceso a elegantes vestíbulos a los que acometen el patio de butacas y las escaleras que, a su vez, conducen a los salones y a los palcos, cuyos anillos envuelven la sala. En los escenarios de estos teatros del XIX no solo se representaron óperas, sino también ballets, comedias y dramas.

Junto a estos grandes teatros burgueses, verdaderos centros sociales y emblemas ciudadanos –llamados en Italia teatroni–, aparece a lo largo del XIX toda una serie de teatros menores –llamados, por contraste, teatrini– donde se unieron en una tipología común una pluralidad de funciones:(6) teatro-circo, salón de variedades o de varietés, café-concierto, cabaré, etc., que protagonizaron la escena menor en los años del cambio de siglo, y cuyos edificios –muchas veces de vida accidentada– fueron un importante eslabón de la cadena que une los teatros y los cines, pues en su pluralidad suponen la epigonía teatral, antes de que irrumpa ese nuevo espectáculo que tiene su origen en la «fábrica de sueños» de los hermanos Lumière. Dada a conocer en París, en diciembre de 1895, esa «nueva linterna mágica» sienta las bases para la conversión del espacio teatral en cinematógrafo.

La nueva linterna mágica

El nuevo espectáculo se introduce con el cambio de siglo y se extiende por el mundo de manera fulminante, llegando a todas las clases sociales. A pesar de que las salas de proyecciones, los «cines», solo adquieren impronta arquitectónica en los años veinte, desde comienzos de siglo, el cine se ve como un espectáculo innovador, capaz de atraer no solo por sus contenidos, sino por ejemplificar la idea de lo moderno, relacionándose íntimamente el espectáculo y la caja que lo alberga.

Lo que empezó como diversión de feria –o, en América, pasatiempo de inmigrantes que no iban al teatro porque no entendían inglés–, se establece pronto en locales fijos, consigue la atención de la burguesía, y acaba por convertirse en el espectáculo más característico del siglo XX.

Más propio de ferias que de teatros, la «nueva linterna mágica» no parecía necesitar de arquitectura propia. Inicialmente concebidas como simples salas de proyección, a veces al aire libre y siempre en construcciones provisionales o utilizando transitoriamente locales teatrales con un telón blanco en la embocadura del escenario, cualquier sala, barracón o teatrini parecía convenirle por igual.(7) Solo a lo largo de los años hallará un nuevo tipo arquitectónico que lo albergue. Ese tipo surgirá de la transformación del lugar teatral.(8)

Su emplazamiento en locales de apariencia provisional, permitió la creación de edificios de destino incierto, que acusaban lo diverso de sus representaciones con la escasa identificación tipológica de sus arquitecturas, pues en la mayor parte de las primeras salas, la disposición permitía un uso variado, en que el cine era tan solo uno de los espectáculos posibles.

Frente a la forma convergente en los teatroni de mayor tamaño, en los teatrini o locales de menor importancia, se recurre a una sencilla planta rectangular que sitúa la cabina entre los accesos. Obviamente, en un espacio tan elemental no quedaba opción para otras propuestas que no fueran las meramente decorativas. Ello hizo de estas salas el objeto predilecto de las vanguardias artísticas de su tiempo, en busca de ese estilo moderno y atrayente que el carácter lúdico e innovador del cine parecía reclamar.(9) Así, buena parte del modernismo español se concentró en las precarias salas cinematográficas del momento, hoy solo nos queda como una muestra tardía el Cine Doré de Madrid, sede de la Filmoteca Nacional.

Las primeras cajas arquitectónicas

Se ha dicho que Edison, rival de los Lumière en la invención cinematográfica, lo había inventado todo menos la proyección de la película en la pantalla. Esta pantalla es la esencia del cine, la unión de cine y arquitectura: como diálogo entre la filmación y la exhibición, entre la industria y el espectáculo, ligados y articulados entre sí.

Inicialmente y con ligeras excepciones, los nuevos edificios cinematográficos se basan en la tipología clásica del teatro decimonónico. Sin embargo, el nuevo espectáculo requerirá tres mutaciones funcionales:(10) la eliminación del escenario, que se reduce a un plano y se integra en la sala; la supresión o pérdida de sentido de los palcos, al concentrarse la visión en dicho plano-escenario; y la aparición de las llamadas «salas a la americana» o «teatros de clase única», que garantizaban la visión tanto en el patio de butacas como en los anfiteatros, dentro de una homogeneidad de localidades. Estas tres iban a ser las exigencias reclamadas por las nuevas salas. Estas mutaciones en la utilitas aparecen ligadas a un cambio en la firmitas, y del brazo de un nuevo material, el hormigón armado, que a través del cine se consagra universalmente, posibilitando la búsqueda de soluciones espaciales nuevas y audaces.

A la simplificación de la forma del espacio, sucede la de la ubicación de los asistentes, reduciendo los tipos de localidades. Solo a veces una diferenciación entre «preferencia» o «general» marca alguna clasificación en el patio de butacas. Y si los pisos altos mantienen al principio algunos palcos, no es por variar la oferta, sino por aprovechar más las localidades. De este modo, la mayoría de los espectadores de las galerías altas ocupan grandes anfiteatros que la tecnología constructiva del hormigón permite volar sobre el patio de butacas.

Pese a mantenerse mucho tiempo en Europa las tendencias tradicionales, «van siendo corrientes –se decía en 1923– las disposiciones extranjeras de avanzar los anfiteatros sobre la sala para que el aforo sea mayor; con esa disposición desaparece la continuidad en los antepechos de los pisos y los palcos extremos quedan cortados».(11)

Aún así, durante mucho tiempo, en España y en toda Europa se siguieron elevando modelos híbridos que compatibilizaban teatro y cine, pues los primeros cines de alguna categoría arquitectónica no aparecen hasta después de la Guerra Europea. En las décadas iniciales del siglo XX , los cines no son un elemento con impronta social, arquitectónica ni urbana propia, su esplendor corresponde a períodos sucesivos, coincidentes con la visión metropolitana.(12)

Una visión de un arte y una industria que, aunque empezaron siendo europeos, pronto pasaron el protagonismo a Norteamérica, que tuvo el doble mérito de acertar con la fórmula de unos productos a la medida del gran público, y de poner a su servicio una organización de distribución mundial. En la cima del imperio norteamericano estaría Hollywood, y allí, cuatro gigantes: Metro, Paramount, Fox y Warner.

Del cine mudo al cine sonoro

El cambio arquitectónico es casi coincidente con el paso del cine mudo al sonoro a finales de los años veinte,(13) que abre una segunda edad para el arte y la industria cinematográfica.

La idea de combinar las imágenes con sonido es tan antigua como el cine, pero hasta 1926 las películas eran mudas y, además, en blanco y negro. Ausente de sonido y de color, el cine había abordado durante varias décadas la realidad y la fantasía, la acción y la magia, la épica y la lírica. Son los grandes géneros iniciales del cine. Pero si hay algún género que pudiera representar de modo emblemático al cine mudo, era la comedia y, más aún, el cine cómico.

Las comedias del cine mudo daban un gran significado al lenguaje corporal y la expresión facial, reforzados a veces con subtítulos para presentar las escenas o aclarar las situaciones. A ello se solía unir la voz de un narrador o explicador que comentaba la acción, y las expresiones del público: risas, exclamaciones, etc., que formaban parte sustancial del espectáculo. Además, desde el principio se reconocía la música como parte esencial para ambientar la acción filmada. Aunque en algún caso y en grandes salas metropolitanas se llegó a contar con orquestas tras la pantalla que interpretaban partituras ligadas a la película, lo habitual era que la música fuese improvisada por un pianista local, que hacía de la música en vivo un acompañamiento obligado del cine.

El cine sonoro fue un reto a la imaginación tanto artística como industrial. La Warner presentó los primeros efectos sonoros en 1926; un año después, se estrenaba El cantor de jazz de Crosland, que ya era un filme cantado; y en 1928, Luces de Nueva York, hablada en su totalidad. Su éxito fulminante marcó el fin de la era muda e hizo del sonoro un fenómeno universal.

Si el cine mudo había dado verdaderas obras maestras en Europa y América, como El nacimiento de una nación (1915) o Intolerancia (1916) de Griffith, Octubre o El acorazado Potemkin (1925) de Eisenstein, y obras deliciosas de la comedia como Tiempos modernos o La quimera del oro (1925) de Chaplin, el cine sonoro, aunque más lento en sus inicios, mostraría ya al final de los años treinta, obras maestras como Lo que el viento se llevó (1939), La diligencia (1939) de Ford, Ciudadano Kane (1941) de Welles, u otras excelentes producciones –míticas hoy muchas de ellas– de los años cuarenta y principios de los cincuenta.

Por su parte, tiene también trascendencia arquitectónica el paso del cine en blanco y negro al cine en color, y su paradójico contraste con las cajas arquitectónicas. Tanto en la fotografía como en el cine, el blanco y negro supone toda una manera abstracta de ver la realidad, cuyo origen industrial conllevó, con el paso del tiempo, códigos propios de lectura. En el cine, ello vino acompañado, por contraposición, de un exceso de color en las cajas arquitectónicas: en el decorado de los cines, cuya plástica colorista justificó muchas de las visiones de Hollywood como «fábrica de sueños»,(14) con «salas ricas y fantásticas como conviene al nombre y la naturaleza del establecimiento». Más tarde, cuando la industria permita introducir el color en el cine, por aparente paradoja, los cines renunciarán a él, volviéndose casi monocromos. Se podría decir que eso es así por la revolución plástica que las vanguardias tienen en estos años, mas, aunque ello fuera cierto, solo explicaría parcialmente el fenómeno. En todo caso, el perfeccionamiento técnico e industrial del color, llevará consigo su generalización universal a partir de los años inmediatos a la Guerra Mundial.

Los grandes palacios del cine

Cine Dore, MadridConsolidado el cine sonoro y en colores, se consolida también la industria y el espectáculo cinematográfico, se abre así una nueva era arquitectónica, la de los «palacios del cine»,(15) que se extienden por Europa y por América.

Resulta particularmente ilustrativo la política seguida por la Paramount que promoverá y elevará salas cinematográficas en las principales ciudades de América y aun de Europa, como parte de su labor industrial cinematográfica. En el ámbito europeo, serán bien conocidos nombres como el de Frank Verity, pionero en el proyecto de cines de lujo, que actuó como consultor europeo de la compañía, y erigió para ella numerosos cines, tanto en las áreas centrales de Londres como en una cadena de salas locales: «a string of provincial key cinemas».(16) La influencia de Verity llegó a la arquitectura española, ligada al impulso de la Paramount, al que se vincularon salas de la calidad e importancia del Palacio de la Música o el Capitol de Madrid.

Pero la influencia americana o angloamericana no fue la única en la arquitectura europea de esas décadas. A los cines «a la americana» se opondrían los cines «a la alemana», promovidos por la potente industria cinematográfica germana de la época. Si en el campo artístico destaca el nombre de Fritz Lang unido a Metrópolis, en el campo arquitectónico, fue Erich Mendelsohn quien marcaría con su impronta la nueva tipología de los cines de su tiempo, con el cine Universum de Berlín como obra paradigmática. Sus ecos fueron numerosos en la arquitectura española, bien con nombres nacionales o con colaboraciones germanas, como la de Paul Linder, ligado, entre otros, al cine Tívoli de Madrid. Tanto Mendelsohn y Linder como Verity, estaban considerados por entonces como especialistas en esos «palacios del cine», obras que ligaban siempre un cuidado clasicismo exterior y unos expresivos interiores.

Si tomamos a modo de ejemplo el madrileño,(17) notamos que el proyecto de estos «palacios del cine» recorre un proceso que, partiendo de modelos novecentistas, llega al expresionismo del cine Barceló o del Capitol.

El primer eslabón de esa cadena fue el Real Cinema, antes Cine de la Ópera (1920), el mayor de España en su tiempo y el primero que dio aquí rango y jerarquía a este espectáculo, pese a ser motivo de apasionados comentarios por la inusual plasticidad de sus exteriores.

Otros eslabones importantes fueron el Palacio de la Música, inaugurado en 1926 como cine Sage, uno de los cines más grandes de Europa; el Palacio de la Prensa, el cine Avenida o el cine Callao (1928), este de Gutiérrez Soto, quien ejecutará poco después dos obras importantes: el cine Europa (1928), y el Barceló (1930), edificios de evidente raíz mendelsohniana y de fulgurante éxito en su momento. Emblema de la arquitectura de los años treinta, sus aciertos plásticos fueron imitados en los años siguientes en toda España, quizás el mejor de sus ecos fue el cine Capitol (1931), de Feduchi y Eced, faro emblemático del Madrid metropolitano.

En todos ellos y, en general, en los cines de cierta importancia, el tipo más utilizado en esos años será el de un edificio que superpone tres salas de espectáculos: una sala de fiestas en el sótano, bajo el patio de butacas; el cine propiamente dicho, con dos e incluso tres anfiteatros; y un espacio en cubierta para proyecciones al aire libre.

Punto de interés será también el exterior o «carácter» que debe tener como elemento ciudadano. «El cine –escribía Anasagasti– viene a ser una cámara o cuarto oscuro donde se proyecta la imagen y, como tal, al exterior necesita pocos, poquísimos huecos. ¿Que la carencia de estos le hará hosco el semblante? ¡Qué nos importa si esa es la realidad y a ella hemos de servir sin prejuicios!»(18) Pero enseguida proyectistas y empresarios encontrarán el elemento caracterizador de la expresión urbana del cine: el cartel, «las grandes carteleras para los afiches, que el arquitecto debe traducir en la disposición si se preocupa del carácter».

Estos «palacios del cine» quieren ser, asimismo, referencias ciudadanas de su tiempo. Frente a la actitud discreta de la mayoría de las salas anteriores, los nuevos cines desean un protagonismo urbano, buscando su identificación a través de lenguajes diferenciados, escogidos a veces entre los más retóricos o exóticos.

En las metrópolis, las referencias urbanas no son solo físicas o arquitectónicas, sino también dinámicas. Las áreas centrales se identifican por la luz de neón y el color del afiche: la cartelera y el letrero luminoso, cuyas posibilidades arquitectónicas y urbanas serán bien aprovechadas por los profesionales. «La luz –escribió Chueca– es el maquillaje de la ciudad moderna, que hace que la metrópoli aparezca por la noche esplendorosa, refulgente y atractiva (…) La luz como reclamo y publicidad (es) lo que da a la metrópoli su particular fisonomía.»(19)

Por otra parte, la concentración de estos «palacios del cine» en puntos singulares –la Gran Vía en Madrid, Leicester Square en Londres, Times Square en Nueva York, etc.–, serán los verdaderos hitos urbanos de las metrópolis del momento.

La vida metropolitana ha estado durante todo el siglo XX ligada a esos lugares, entendidos como paradigmas de la visión y el énfasis metropolitano, en su arte, en su arquitectura y en su espectáculo. Así, la Gran Vía, espectáculo en sí misma en cada uno de los momentos del siglo, fue escogida como escenario, inspiración o pretexto para sus obras musicales, pictóricas o cinematográficas por los profesionales de la vida cultural madrileña, tanto en los años veinte y treinta –cuando sus cines y teatros marcaron la vida de la ciudad–, como en los ochenta, cuando la Gran Vía fue, una y otra vez, la escena de la «movida madrileña».(20)

Los cines de estreno y los cines de barrio

Dejaríamos el retrato incompleto si junto a esos «palacios del cine» no mencionáramos los numerosos locales cinematográficos que, día a día, llevaron el séptimo arte a los más remotos rincones de las ciudades y de los pueblos. A esos que, con el nombre de «cines de barrio» han recuperado recientemente el vocabulario popular, y que se llamaron en su momento «cines de reestreno», «cines de barriada», «cines de sesión continua» y tantas otras denominaciones descriptivas, «realistas» o «neorrealistas» de una realidad cinematográfica plural que, lógicamente tuvo su plural respuesta arquitectónica.

No hemos citado al azar la palabra «neorrealismo». En efecto, aunque este nombre está ligado a una particular escuela cinematográfica, la italiana, y a un tiempo, el de la reconstrucción después de 1945, en realidad el cine europeo, antes y después de la Guerra Mundial, estuvo marcado por el realismo en sus distintas variantes: naturalistas y descriptivas. La unión entre el escenario, la calle, y los cinematógrafos –ahora más que los de estreno, los de barrio–, caracterizará la vida social de la Europa en las décadas de reconstrucción y desarrollo.(21)

Muchos de estos «cines de barrio» serían transformados y reconvertidos en las décadas sucesivas, bien en «salas de arte y ensayo», bien en «minicines», y ello, prolongará su vida arquitectónica y urbana, aunque en muchos casos oculta o enmascarada.

En este punto, es interesante comprobar cómo la sala se refleja y repercute en la obra cinematográfica, en la manera de narrar y montar la película, que tantas y tantas veces se puede entender atendiendo a las salas de exhibición, a la arquitectura de los cines y, en especial, al diálogo que se produce entre los «cines de estreno», los «cines de circuito» y los «cines de barrio» en los años centrales del siglo XX.(22)

Los retos de la televisión

Precisamente en esos años se enfrentaría la industria cinematográfica a uno de los principales retos de su historia: el derivado del surgimiento de la televisión, que vino a abrir una tercera etapa para el cine.

Considerar la televisión como problema parte de un error: identificar el cine con las salas cinematográficas, las cuales son solo una forma de exhibición del cine. Dentro del espectáculo cinematográfico, ¿qué relación existe entre producción y exhibición?, ¿es una relación única y permanente o puede replantearse? Esas preguntas salieron a la luz en los años cincuenta frente al reto que representaba el nacimiento de la televisión. Pues este medio era una forma nueva de ver cine; una nueva forma, eso sí, que excluía la sala cinematográfica.(23)

Enfrentar la pantalla del cine a la pantalla del televisor, lleva al establecimiento de una nueva cadena de problemas cinematográficos y, por ende, arquitectónicos. Se ha dicho que la televisión es un cine en pequeño, un cine a domicilio, en el cual todo es más íntimo, reposado y confidencial. Pero el cine, como espectáculo en comunidad, tiene algo que no proporciona el espectáculo doméstico. Ese era el sentido de las salas de exhibición desde sus comienzos y, aun antes, desde esos teatrini en que la presencia y la audiencia participativa del público eran condición indispensable para la transmisión y eficacia del mensaje cinematográfico. Lo volveremos a ver más adelante.

Al principio se dio una lucha entre el cine y la televisión. Pocos años después, la relación entre ambos se reorientó hacia una colaboración o simbiosis. Por un lado, la industria cinematográfica comenzó a suministrar largometrajes a la televisión; por otro, los estudios se pusieron a producir telefilmes. Las películas que se presentaban en televisión seguían siendo cine, y también eran cine las realizadas expresamente para televisión, como lo demostraba el hecho de que se pudiesen proyectar en las salas.

Las respuestas al reto de la televisión se abordaron por un doble mecanismo. Primero, mediante la ampliación de la pantalla y la complicación de las técnicas del espectáculo cinematográfico, que de este modo limitaba la competencia televisiva con obras cuyas dimensiones desbordasen la pequeña pantalla. Segundo, mediante el refuerzo de las condiciones artísticas del cine, ligadas a sus planteamientos vanguardistas y de autoría artística. Una y otra conllevaron sus correspondientes respuestas arquitectónicas.

Las nuevas respuestas: el cinemascope y la wide-screen

El enfrentamiento entre la industria de la televisión y la del cine, llevó inicialmente a esta a reforzar la espectacularidad mediante nuevas técnicas. Complejo por su propia naturaleza, este fenómeno puede sintetizarse esquemáticamente en el de la wide-screen, la gran pantalla, que, surgido en los años cincuenta, prolonga en cierto modo su vigencia hasta nuestros días.(24)

La proyección de la película en un local público siempre había planteado problemas técnicos. No era el menor de ellos el del tamaño, pues si comparamos el de la película con el de la pantalla, vemos que el fotograma debe recibir una ampliación enorme, que exige una extraordinaria potencia en el aparato de proyección. Si esto es así en los cines medios, el problema se incrementa exponencialmente al hacer crecer la pantalla y, aún más, al curvarla para envolver al espectador.

En los años cincuenta se plantearon algunos sistemas de proyección y sonido con grandes pantallas que cubriesen todo el campo visual del espectador. Tras las pruebas del cine estereoscópico o tridimensional, de vida efímera, se ensayaron sistemas magnetoscópicos, cuyo primer producto comercial: «Esto es cinerama», se estrenó en Nueva York en 1952. El «cinerama» aspiraba a dar grandiosidad a esa pantalla envolvente por medio de la proyección simultánea con tres proyectores sincronizados que, por superposición de la triple imagen, daban una sola que ofrecía la ilusión de relieve. Lo complicado de esta triple proyección llevó a sistemas parecidos, pero más económicos y técnicamente más simples, como el «cinemascope» (1953), promovido por la Fox, la panoramización o «vista-visión» acometida por la Paramount (1954), y el «todd-ao» (1955).

Todos ellos aspiraban a dar una sensación tridimensional por medio de la gran dimensión de la pantalla y su curvatura, que producían una sensación psicológica de profundidad, reforzada por el uso de distintas bandas sonoras y altavoces situados en diferentes lugares de la sala. Este problema, lo mismo que el del cine en relieve o la visión estereoscópica, llevaría hasta el límite el cine en esfera, con un ejemplo singular en la Geode de la Ciudad de las Ciencias y la Industria de París, con su pantalla hemisférica y su rotunda imagen arquitectónica.

Sin llegar a ese límite, a efectos arquitectónicos, los cines hubieron de adaptarse a las nuevas condiciones, tanto técnica como espacialmente, al tener que alterar el escenario en su formato y en sus dimensiones, usando pantallas tres o cuatro veces más anchas que las corrientes, que llegaron a tener 25 x 11 m en alguna de las «salas cinerama» abiertas en esos años, dentro de una cierta carrera de macro-pantallas ligada a las llamadas superproducciones o «filmes mamut».(25)

En todo caso, aunque al principio las superproducciones enfrentaron el gigantismo a la calidad, pronto se demostraría cómo era posible administrar el nuevo espacio y convertir el «cinemascope» en verdadero cine, al tiempo que los anteriores «palacios del cine» se reconvertían sin demasiado esfuerzo en nuevas «salas wide-screen».

Las nuevas respuestas: el cine de vanguardia y los cines de arte y ensayo

La diversificación técnica contribuyó a acentuar la diferencia entre el cine-espectáculo y el cine de autor, realizado por lo general con menos condicionantes industriales e inferiores posibilidades tecnológicas y económicas. En el debate entre gigantismo y calidad surgió, pues, esta como una segunda opción.

Y lo hizo en un tiempo muy determinado. Al optimismo ingenuo de la sociedad de consumo con su característico american way of life, en los años sesenta la nueva crítica cinematográfica de la «nouvelle vague» anticipó la moderna rebelión juvenil que estallaría en toda Europa en la primavera de 1968. Así, aproximadamente entre 1958 y 1968, surge en casi todos los países un «cine de vanguardia», una «nueva ola», un «cine joven», un «cine independiente» y «de arte y ensayo». Un cine deliberadamente difícil por lo general. Un cine sin happy-end, que se desarrolla y magnifica en esos años y en esos medios intelectuales que representarían las «salas de arte y ensayo».(26)

Casi siempre cine social y político, en ocasiones «cinéma vérité», como Cleo de 5 a 7 (1967), este llamado «cine independiente» supuso la crítica a la sociedad contemporánea,(27) e introdujo muchas veces un componente y una vivencia erótica que caracterizaría el cine de los setenta, con obras singulares de calidad excepcional como El último tango en París de Bertolucci (1972). Este filme tuvo una fuerte carga de drama intelectual y mito social en la época, y su bilingüismo original simbolizaba la bipolaridad del cine de su tiempo, reflejado asimismo en obras como La naranja mecánica de Kubrick (1973), cuyos ecos y alternativas se encuentran en obras japonesas o de la órbita soviética, como el intimista filme checo Saltando otra vez sobre los charcos, de tan grata memoria.

Su respuesta arquitectónica se halló en España en las denominadas «salas de arte y ensayo», auspiciadas por la Dirección General de Cinematografía que dirigía en esos años García Escudero, desde la que se promovieron, asimismo, respuestas críticas de tanta calidad y tan representativas de su tiempo como Nueve cartas a Berta, de Martín Patino (1966). Estas «salas de arte y ensayo» tendieron a acomodarse en muchas de las anteriores «salas de circuito», adaptadas con poco esfuerzo a los nuevos sujetos cinematográficos, sin más que reducir los espacios secundarios, primar la sala de proyección, o prever, en ocasiones, ámbitos de debate y «cine forum».

Este cine y estas «salas de arte y ensayo» acompañan, pero no anulan el gran cine comercial, que cobra nueva vida industrial y arquitectónica en esos mismos años, con películas, aún vivas, ligadas indisolublemente a los grandes cines metropolitanos de la Gran Vía, sin cuyo volumen espacial y sin cuya masa de espectadores serían impensables obras como Sola en la oscuridad –cuyo grito suspendía el ánimo de miles de espectadores cada tarde en el cine Azul–, o El expreso de medianoche, cuyas angustiosas escenas de la cárcel marcaban la vivencia colectiva de millares de personas en cada sesión. Estos fenómenos se perdían al pasar a la pequeña pantalla, como permiten comprobar sus reposiciones o, en sentido contrario, como muestran tantos telefilmes y teleseries, con sus risas en off, imprescindibles para que el espectador pueda a su vez reírse.

En orden distinto, cabe recordar también el cine publicitario, al que se deben muchas veces algunos de los avances más interesantes del lenguaje cinematográfico. Y, dentro de él y preferentemente en la década siguiente, los videoclips, productos publicitarios a veces llevados a formato y duración cinematográfica, con ejemplos emblemáticos como Nueve semanas y media, símbolo de un determinado cine y una determinada sociedad en los años ochenta.

Los nuevos problemas al final del siglo XX

Las contradicciones apuntadas, adquieren caracteres dramáticos en los años ochenta y noventa, en especial en lo referente a la arquitectura. Ello obliga a plantear una reflexión que nos lleve del esplendor de los grandes cines, o el intimismo de las salas de arte y ensayo, a los nuevos minicines, con sus géneros correspondientes.

Como un eco de lo ocurrido en Estados Unidos, el cine desciende vertiginosamente en popularidad en todo el mundo. Los cines europeos pierden un 75% de espectadores, que abandona las salas de exhibición y obligan a cerrarlas. Sin embargo, nunca antes tanta gente ve cine en televisión. Esta se convierte en la memoria del cine, en la mejor filmoteca o cineclub.(28) El cierre masivo de salas refleja una crisis cinematográfica, pero también arquitectónica en las décadas finales del siglo.

Pero la crisis es de formato, no industrial. La industria cinematográfica, tras un cierto declive a fines de los setenta, goza a finales del siglo de una etapa próspera. Éxitos espectaculares, taquillas millonarias, películas cada vez más caras. La necesidad de ventas inmediatas, casi instantáneas, conlleva redes de distribución bien organizadas, con grandes costes de lanzamiento y de publicidad, que indirectamente vuelven a afectar a los cines, bien que de manera puntual.

De ahí el esfuerzo titánico de las grandes compañías para estrenar masivamente determinados títulos en un millar o millar y medio de salas a la vez, una estrategia que permitió en los ochenta que cintas como Superman, El retorno del Jedi, o los diversos episodios de Indiana Jones, recaudasen millones de dólares en sus primeros días de exhibición.

Pero aunque estas mil salas cinematográficas parecen renacer como «cines de estreno», lo hacen en un sentido bien diverso del que esta expresión tenía en décadas anteriores, pues se apoyan más en la tecnología y en los efectos especiales que en los aspectos espaciales y propiamente arquitectónicos, de los que tan solo hacen un uso instrumental. El que este fenómeno se mantenga e incremente en los primeros años del siglo XXI no debe hacernos olvidar eso y lo que ello significa.

«Multicines» y «minicines» cobran ahora protagonismo arquitectónico dentro de las salas de exhibición cinematográfica. Similares en muchos de sus resultados formales y espaciales –impersonales, indiferenciados y banales, por lo general–, no lo son en sus orígenes y, por tanto, en su tipología.

Llamamos «minicines» a los productos resultantes de la división y subdivisión de antiguas salas cinematográficas, bien sean cines de barrio, de estreno, o incluso de arte y ensayo, aunque ciertamente la mayoría de los ejemplos se centran en los «palacios del cine» de los centros metropolitanos, que ven ahora cómo se subdivide el gran espacio de sus antiguas salas, para generar varias salas menores.

Llamamos, por otro lado, «multicines» a los productos nuevos organizados dentro de esos centros de ocio que, por esos años, empiezan a aparecer y proliferar en las ciudades europeas a influjo y remedo de las norteamericanas. Insertos en los tejidos urbanos consolidados en un primer momento, poco a poco abandonan estos para situarse en los nuevos centros comerciales de las periferias urbanas; en su proceso de abducción llegan hasta el punto de hacer suprimir todos los antiguos cines urbanos en algunas ciudades medias como Oviedo o La Coruña, al tiempo que su antiurbanidad rampante reduce cada vez más la calidad espacial y arquitectónica, hasta llegar a anularla.

Causa y efecto de ello, los cines pierden audiencia dramáticamente. Poco a poco, el cine deja de ser un espectáculo colectivo. Pero la audiencia perdida en las salas, se recupera a través de los canales de la «pay-tv», el videocasete y el videodisco. Desde 1981, el mercado del video representa una parte sustancial de la industria del cine. Las reglas que regían la oferta de películas cambian. En 1984 la Fox anticipaba que la exhibición en cines se convertiría «en simple promoción de la venta o alquiler de películas»; hoy esa situación está consolidada. Así, mientras la evolución de la electrónica anuncia para el cine la mayor expansión comercial de su historia, en esa expansión no parece haber lugar para la arquitectura.

Los nuevos problemas al comienzo del siglo XXI

Home cinema PhilipsA comienzos del siglo XXI, las transformaciones del cine en la era digital obligan a replantear la industria cinematográfica.

El cambio de siglo afecta al cine pero, aún más, a la arquitectura de los cines. Uno y otra formaron parte importante de la sociedad y la ciudad, y llegaron a caracterizarla en su momento. Pero alteraciones y cambios continuos de usos –más allá de reformas y divisiones espaciales– los hacen demasiadas veces irreconocibles.

Mientras en Estados Unidos los dueños de las salas ponen en marcha medidas para lograr que la gente regrese al cine, los municipios españoles permiten cambiar su uso mientras se conserven algunos elementos arquitectónicos. Así, en el Madrid de la Gran Vía ha habido una verdadera estampida: primero cayó el cine Azul, después el Imperial, luego el Palacio de la Música o el Avenida, en un expolio que llega ahora hasta el Tívoli, aquel exponente del cine germano de los años veinte. Reciclados a veces como teatros o discotecas,(29) los antiguos locales sirven hoy para supermercados o cadenas de ropa. Referente de la cultura y el ocio europeo, Madrid llegó a tener hasta medio millar de salas cinematográficas en el siglo XX; hoy no llegan a treinta.(30)

Pero no solo el cine cambia; cambia, y mucho, la televisión. En la era del televisor digital, con capacidad para más de cien canales, con 1 225 líneas de definición en lugar de las 625 anteriores, varias pistas de sonido, etc., cambian sustancialmente las condiciones de recepción de los productos cinematográficos. Ello ha llevado a plantear el tema de los cines del siglo XXI en términos de los llamados home-cinema o home-theatre, con cadenas de instalación que ofrecen a sus clientes diseños a la medida: minimalistas o kitsch, y que buscan efectos wide-screen –incluso del cinemascope-score– a través de nuevas tecnologías, como las constant-height anamorphic projections que recoge la web.(31)

Pues en plena «revolución digital», el consumo cultural viene marcado por el cambio radical del paradigma tecnológico, planteando problemas feroces en el caso del cine, cuando el producto cinematográfico ve simultanear el estreno y la descarga digital, y sus formatos parecen eludir la caja arquitectónica.

Final

Comenzábamos recordando el paralelogramo de d’Ors y preguntándonos si lo que se veía dentro debía ser más interesante o no que lo que pudiera verse fuera. Aquí hemos buscado equilibrar el dentro y el fuera y hemos querido referirnos al diálogo que se establece entre la arquitectura y el cine en términos de contenedor y contenido: de tipos arquitectónicos y géneros cinematográficos. Un diálogo en que los contenidos del cine y las cajas de la arquitectura no son ajenos entre sí.

1 Precisamente la misma semana en que se desarrollaban estas Jornadas, tenía lugar en Granada un ciclo de conferencias bajo el título: «Espacios soñados: cine y arquitectura» para analizar algunos aspectos de esta relación, como «Las metrópolis de celuloide», «El cine y los espacios de la modernidad», o «El arquitecto en el cine». Sobre esta misma pluralidad de enfoques, véase J. M. García Roig, Mirada en off: espacio y tiempo en cine y arquitectura, Madrid, 2007, o J. Gorostiza, La profundidad de la pantalla, Madrid, 2008, recopilacion de artículos y ensayos publicados entre 1992 y 2004.
2 J. R. Alonso, Introducción a la historia de la arquitectura, Barcelona, 2009, pp. 70-73.
3 Ibídem.
4 Ibídem, pp. 165-167.
5 Ibídem, pp. 212-218.
6 J. R. Alonso, Roma Capital, invención y construcción de la ciudad moderna, La Coruña, 2003, pp. 216-224.
7 F. Puaux, «La salle du cinema: du music-hall au temple», en Cinema Action, París, 75/1995, y L. Huarte y J. Letamendi, Los inicios del cine, desde los espectáculos pre-cinematográficos hasta 1917 (antología), Barcelona, 2002.
8 A. L. Fernández, «Los nuevos cinematógrafos y la transformación del teatro hasta 1936», en Arquitectura teatral en Madrid, Madrid, 1988, pp. 273-282.
9 P. Navascués, «Opciones modernistas en la arquitectura madrileña», en Estudios Pro Arte, Madrid, 7/1977.
10 L. Hilberseimer, La arquitectura de la gran ciudad,  Barcelona, 1979, pp. 69-78.
11 T. Anasagasti, «Características del cine», en La Construcción Moderna, Madrid, 21/1923, pp. 334-340.
12 J. R. Alonso, Madrid 1898-1931, de Corte a Metrópoli, Madrid, 1985, pp. 125-131.
13 D. Crafton, The Talkies: American Cinema’s Transition to Sound, 1926-1931, Nueva York, 1997.
14 J. A. Ramírez, La arquitectura en el cine: Hollywood, la edad de oro, Madrid, 1993.
15 «El cine carece de antepasados y tiene la pretensión de exigir un local exclusivo, propio y peculiar...», citado por J. Francés, «La estética del cine», en La Construcción Moderna, Madrid, 21/1923, p. 356ss.
16 J. R. Alonso, Ingleses y españoles, la arquitectura de la Edad de Plata, La Coruña, 2000, pp. 131-134.
17 J. R. Alonso, Madrid 1898-1931, edición citada.
18 T. Anasagasti, «Acotaciones: el cine moderno», y «Características del cine», en La Construcción Moderna, Madrid, 3/1919 y 21/1923, pp. 334-340.
19 F. Chueca Goitia, «Luces y sombras de Madrid», en La destrucción del legado urbanístico español, Madrid, 1977, p. 304ss.
20 P. Navascués y J. R. Alonso, La Gran Vía de Madrid, Madrid, 2002.
21 M. Serceu, «La ville dans le néoréalisme», en Cinema Action, París, 75/1995.
22 J. Gorostiza, La arquitectura de los sueños, entrevistas con directores artísticos del cine español, Madrid, 2001.
23 J. Mª García Escudero, Vamos a hablar de cine, Madrid, 1970, pp. 51-56.
24 Tema este ampliamente divulgado; véase, a modo de ejemplo, A. A. V. V., El segle del cinema, Barcelona, 1995, y V. Pinel, Le siècle du cinéma, París, 1997.
25 Si en el formato clásico, 1/1,33, o sea 3/4, la proporción corresponde a la tradición pictórica y teatral ligada a la percepción humana, los nuevos formatos se alejan de ella, y llegan a 1/1,85, esto es, al doble cuadrado.
26 J. Mª García Escudero, ob. cit., pp.117-137.
27 R. Moreno, El cine independiente y experimental, Barcelona, 1995.
28 Quizás no por casualidad, actualmente las principales series cinematográficas proyectadas la tarde de los sábados en las pantallas de televisión, llevan por nombre Cine de barrio (T1), Multicine (A3) y Home cinema (T4).
29 Fueron emblemáticas la conversión en discotecas de los cines Barceló, Pachá desde 1980, o del San Carlos, actual Kapital.
30 En los años treinta, las salas cinematográficas sumaban en Madrid más de un centenar, esto es, una cada diez mil habitantes. Véase P. Navascués y J. R. Alonso, ob .cit.
31 Véase, a modo de ejemplo, http://<www.cybertheatre.com>, «a world of home theatre».
f home theatre».

Conferencia impartida en la XI Jornada Internacional de Patrimonio Industrial INCUNA 2009. Patrimonio y Arqueología de la Industria Cinematográfica, Gijón, España.</www.cybertheatre.com>

Descriptor(es)
1. ARQUITECTURA Y CINE
2. HISTORIA DEL CINE

Web: http://www.cubacine.cult.cu/sitios/revistacinecubano/digital16/cap01.htm