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¿¿¿Es el documental un género???
Chanan, Michael (1946 - )
Título: ¿¿¿Es el documental un género??? (Ensayos)

Autor(es): Michael Chanan

Idioma: Español

Formato: Digital

¿Qué tipo de contexto cinematográfico sería el indicado para que se pueda decir de una película que es document al? ¿Podemos sostener el argumento de que tiene calidades distintas a las de la ficción o de que la diferencia que existe entre ellos es una convención? ¿O dicho de otra forma, es el documental un género? ¿Y si es así, de qué tipo? Según el especialista en literatura rusa, Mijail Bajtin, todas las obras artísticas pertenecen a algún género o combinan los rasgos de diferentes géneros. El género expresa una cierta relación con la realidad, opera con determinados principios de selección y vincula ciertas formas de percepción y de conceptualización. Un género presupone asimismo determinado tipo de público, ciertas reacciones, valores ideológicos. Aunque, por ejemplo, la diferencia entre el Sistema de Estudio Fordist en Hollywood y el cine de autor en Europa, no radica en que no es genérico y el otro no, sino más bien en que los géneros se han alineado de manera distinta. Finalmente, el género se caracteriza por el cronotopio, o «tiempo-espacio» como explica Svetan Todorov en su comentario sobre Bajtin, el cronotopio es el establecimiento de rasgos distintivos en el tratamiento de tiempo y espacio en el género literario. A los fines de la crítica literaria Bajtin había tomado prestado el término a la teoría de Einstein sobre la relatividad llamándole «casi una metáfora (casi, pero no del todo), lo que para nosotros cuenta es que expresa la inseparabilidad de espacio y tiempo (considerado este último como la cuarta dimensión del espacio)». El concepto de cronotopio sirve para caracterizar las formas diferenciadas en que los géneros combinan el tratamiento de tiempo y espacio. Se remite a las maneras en que «el tiempo, si cabe, toma cuerpo, se densifica y se vuelve artísticamente visible» mientras que «el espacio se torna cargado, y receptivo a los movimientos de tiempo, trama e historia». Sin embargo, no es tanto un problema de gramática, de lógica de recursos temporales y espaciales como en el close-up (una determinada forma de organización del espacio) o en el flashback (una manera de organizar el tiempo) sino más bien de la relación de esos atributos y de la manera en que se organizan con las condiciones culturales e históricas en las que han surgido. Consecuente con esta lectura, para poner un ejemplo, «el oeste» no solo denota un filme que transcurre en un «oeste salvaje» a finales del siglo XIX, un cierto elenco de personajes, locaciones típicas y una trama que sigue determinadas convenciones. También expone una determinada escala de valores morales que primero cristalizaron en mitos sobre los orígenes de los valores modernos norteamericanos sobre el vuelco que se iba operando en ese siglo, y por ende llegaron a constituir un ethos y una ideología identificable. Esa percepción no es nueva, pero cuando se asimila al concepto bajtiniano de cronotopio nos ofrece una nueva y más fresca visión de este. Podemos llegar a considerarlo por ejemplo, una especie de dramatización de la tesis de Turner sobre «la importancia del Frontier en la historia norteamericana» cuya lectura ofreció Frederick Jackson en la Asociación Norteamericana de Historia en Chicago en 1893, durante la Feria Mundial cuando el espectáculo de Búfalo Bill, Cody’s Wild West se exhibía conjuntamente en esa ciudad. Pienso que no resulta difícil percibir cómo este tipo de análisis puede dar lugar a sustanciosas reflexiones sobre las ideologías contenidas en toda la gama de géneros cinematográficos. Pero el enfoque no está exento de problemas. Cuando menos, plantea la delicada cuestión de elucidar a qué clase de género pertenece el documental. ¿Se trata de otro género similar al oeste o pertenece quizás a una familia distinta? ¿Algo como ser el mismo tipo de animal pero perteneciente a la vez a una especie diferente? El problema crítico es saber de qué clase de diferencia estamos hablando. Si seguimos a Bajtin, ninguna distinción esencial, en el sentido de características definitorias específicas podrá marcar diferencias entre ficción y documental porque —lo cual resulta palmario evidente— este autor concibe el género como una forma dialógica y por consiguiente abierta. Para Bajtin eso significa que un personaje genérico no se deriva tanto de sus características formales como de su orientación externa, tanto a través de la audiencia a la que se dirige como de la tradición a la que pertenece y desde la que habla. Bajtin estima que una obra artística es una forma de enunciado —un enunciado complejo que se basa en las convenciones de la forma genérica. Lo mismo cabe decir por lo tanto de la novela, la pieza teatral y la película en la medida en que se aplican a enunciados del discurso individual: siempre están en la relación dialógica con otro. El diálogo es la condición natural del discurso. «Cada enunciado», Bajtin, dice «necesariamente implica una respuesta de una forma o de otra... en el discurso subsecuente o en el comportamiento de quien escucha... Los enunciados no son indiferentes entre sí, ni se bastan a sí mismos, son conscientes de ello y de que son un reflejo uno del otro.» En suma, cada filme es un eslabón de una cadena que refiere, consciente o inconscientemente a otras películas (novelas, piezas de teatro, etcétera) y por ende, participa del fenómeno de la intertextualidad. Si la obra de arte produce un enunciado dentro de un proceso de diálogo cultural, entonces una forma genérica cambia y se desarrolla constantemente. Con arreglo a esta lectura, el género no hay que definirlo como una serie de categorías o convenciones fijas que pueden ser juzgadas como necesarias o suficientes, sino que pertenece al dominio de lo que Wittgenstein en Philosophical Investigations llama aire de familia. Por ejemplo, un género como el oeste no tiene una característica sola que lo defina, más bien se compone de una serie de rasgos que comparten diferentes y variadas instancias. La noción clásica de género abre aquí la vía para un concepto más amplio y flexible. Estamos hablando de familias extendidas con elementos que se casan, por así decirlo, para producir cruzamientos entre géneros que por lo regular se consideran separados, por ejemplo, el oeste musical. En esta construcción, las películas suelen conjugar rasgos tomados de distintos géneros, incluso si uno de ellos resulta dominante. Al propio tiempo, cada uno de los géneros principales constituye una tradición que tiene a su haber obras maestras —modelos del género en cuestión— que podemos denominar sus paradigmas. Diferentes ejemplos del género pueden corresponder al mismo rasgo o a otro de un mismo paradigma; no obstante, de la misma manera que ocurre con hijos que tienen los mismos padres, estos no siempre se parecen. Lo menos que podemos decir al respecto es que la ficción y el documental proceden de distintas familias, tienen genealogías distintas, pero tienden a casarse entre sí y como resultado de ello, algunos de sus rasgos migran de una familia a otra. Al propio tiempo, el término «documental» claramente cubre una gran variedad de formas y prácticas divergentes que van de la observación a la compilación, de lo testimonial a lo reconstruido, lo que una vez más hace difícil definir «lo que tiene y lo que le es propio». Hay grupos de convenciones, pero no hay una característica definitoria sola o conjunto de atributos que satisfagan todos los documentales ¿Qué hay en común, por ejemplo, entre dos ejemplos clásicos como Momma Don’t Allow, de Tony Richardson y Karel Reisz en 1955, un ligero y observador retrato al estilo del Free Cinema de un club de jazz en Londres y L.B.J. el filme realizado doce años más tarde por el cineasta cubano Santiago Álvarez, una sátira cáustica sobre la propaganda política compuesta íntegramente de material ya existente? La respuesta es probablemente: nada, aparte de la ausencia de comentarios y el hecho de que ninguna de las dos es ficción. Wittgenstein se abstiene de jugar a las definiciones y nos advierte que no nos dejemos llevar por el inconveniente de la noción de «cosas en sí» y caigamos en una manera de pensar filosóficamente idealista. Resulta más instructivo echar una mirada al contexto problemático donde las dos modalidades, ficción y documental, que normalmente se analizan por separado, entran en juego y se oponen para producir deleite —y problemas— precisamente porque transgreden las convenciones que por lo regular las definen. Esta tendencia, que se ha desarrollado en el último decenio o más atrás, puede dar respuesta, a mi modo de ver, a la crisis de objetividad o sea, a la acusación de que después de todo el documental no es objetivo. Tal respuesta va más allá de decir, como Frederick Wiseman hace: «Pero, yo nunca pretendí tal cosa, soy siempre subjetivo» los cineastas responden en cierta forma cuando enfatizan su subjetividad —por ejemplo— a través de una forma auto-reflexiva o tomándose a sí mismos y a su búsqueda como el real sujeto de su desempeño. Esta auto-referencia plantea distintas variantes para caracterizar el género en el documental actual —que va desde la irónica investigación de la historia reciente que hace Marcel Ophüls en November Days, pasando por el reportaje narcisista de Nick Broomfield en películas como The Leader, o The Drivers Wife, hasta llegar a películas autobiográficas como Journal inachevée, de Marilú Malet, o Time Indefinite de Ross McElwee. Consideremos como búsqueda a Caro diario de Nanni Moretti que claramente comparte los elementos, tanto de la autobiografía como del documental. Una película más compleja de lo que a primera vista aparece, porque cada una de sus tres partes tienen un comportamiento distinto (una estructura que inevitablemente evoca la forma trilogística de varios filmes, clásicos del Neorrealismo italiano). La primera sección, filmada con un vuelo artístico que lo deja a uno sin aliento nos pone en presencia del cineasta como autor en su hábitat autóctono que observa desde su motocicleta las interioridades de la ciudad donde vive. La segunda parte es una prolongación de lo anterior en un vídeo que es un diario de viaje que realiza en compañía de un amigo en donde ambos actúan para la cámara. Esta parte se convierte en una narración anecdótica de exquisita factura, una especie de cuento moral. En la tercera parte Moretti trata de trazar la trayectoria del diagnóstico y la curación de su propia enfermedad de la piel adquiere otro cariz. En el inicio, Moretti declara que en esa sección de la película no hay nada inventado, aunque mucho de lo que allí vemos tiene al parecer un carácter de actuación. ¿Qué significa esto? Moretti niega que la película sea documental, si bien se presenta como modelo de diario autobiográfico. En la mayoría de sus otras películas, Moretti tiende a actuar como un personaje que es una prolongación de su propia persona; aquí la diferencia reside en que no está encarnando a otro personaje que no sea él mismo. Evoco a Leacock hablando de Bob Dylan en Don’t Look Back, cuando dice que seguramente Dylan estaba actuando para la cámara, pero se representaba a sí mismo y lo hacía muy bien. Esto sugiere una importante diferencia respecto de la ficción, especialmente porque en la ficción los personajes son representados por actores y en el documental se trata de gente real que se encarna a sí misma igual si conocemos o no sus nombres. Sin embargo, incluso si tal es la norma, hay también excepciones importantes. Consideremos dos películas, una inglesa y otra chilena donde los visuales son documentales pero donde la banda sonora utiliza un personaje de ficción, Patrick Keiller, London (1994) y Sueños de hielo de Ignacio Agüero (1992). ¿Se trata de documentales o qué? En una presentación del primero por el Canal 4 británico, un periódico lo calificó como «drama documental» lo que no es justo en la medida en que el drama documental implica una doble actuación. Aquí no hay nada ni actuando ni reactuado, sino una filmación impecable y comentada de las escenas de Londres. Sin embargo, la banda sonora, es un monólogo, una narración en primera persona acerca de las reflexiones de un amigo del narrador sobre la ciudad, a cargo de un conocido actor que jamás aparece en el filme (ni tampoco su amigo) La película chilena, que relata la transportación de una pieza de hielo desde la Antártida a Sevilla para la Feria Mundial tiene exactamente la misma forma —una narrativa de ficción contada por una voz anónima sobre imágenes comentadas, si bien con un nivel mayor de estilización. La estética de ambos filmes consiste en la socarrona disparidad que existe entre la imagen y la palabra y la tensión que hay entre ellas, el espacio mental ambiguo que despliegan ante los ojos. De todas maneras, el propio drama documental es rara vez un género singular. Haciendo a un lado las diferencias entre las versiones inglesas y norteamericanas del género en donde la primera está más cercana a la sobriedad del documental conservador y el segundo del brillo de Hollywood. En su lugar consideremos una película como la producción de Michael Verhoeven La chica terrible (Das Schreckliche Mädchen, 1989) una ficción al estilo de la comedia irónica sobre la historia de Ana Rosmus, rodada en su pueblo natal de Passau que narra lo sucedido a una estudiante alemana que ganó un premio nacional por un ensayo polémico sobre «El pueblo donde yo vivía durante el Tercer Reich.» Los nombres del pueblo y de los personajes que salen en la película son ficticios, pero están basados en un hecho real. El pueblo en el relato se llama Pfilzing, palabra que proviene del verbo alemán filzen, que significa ser tacaño o negativo y el término «Síndrome de Pfilzing», según un crítico se aplica ahora a quienes fingen ignorar lo acontecido en la época de los nazis. La película adopta un estilo de exposición, narrado por la heroína, casi documental, en tanto que muchas de las escenas se representan frente a exteriores de la ciudad expuestos como telón de fondo que trasladan brillantemente el estilo de puesta brechtiano a la pantalla cinematográfica junto a una variedad de otros efectos surrealistas. Este documental de ficción brechtiano nonaturalista que recibió una nominación para el Oscar a la mejor película extranjera de ficción, es un filme que fundamenta y ejemplifica la naturaleza de la evidencia documental, su carácter incompleto, y frecuentemente contradictorio, su represión y las consecuencias de lo que revela. Aunque ninguno de estos filmes son, ni documentales ni de ficción en el sentido lato, participan de ambas cosas y constituyen un nuevo espacio en la pantalla abierto, entre uno y otro. Además, la mezcla de las dos modalidades, la incidencia recíproca constante no solo es justamente brechtiana en tanto que crónica, con una afinidad especialmente analógica para el mundo postmoderno, con sus contradicciones, entre la multiplicación pluralística de las narrativas por una parte y la pérdida de confianza en la autenticidad de la narrativa que induce la interminable multiplicación de simulacros por la otra. Siempre que pienso en el papel del simulacro en la cultura postmoderna, me viene a la mente el título de uno de los primeros filmes realizados en Cuba, llamado Simulacro de incendio (1897), de Gabriel Veyre. Como la película se perdió y la descripción impresa que de él se conserva es ambigua, no puedo dejar de especular sobre el significado del título: Simulacro de incendio. ¿Cómo puede simularse un incendio? ¿Hubo fuego o no? Cuando Bajtin habla de cómo «el espacio se vuelve cargado y responde a los movimientos de tiempo, trama e historia,» está avanzando una noción que se hace más concreta en los trabajos de Henri Lefèbvre (1902-1991) sobre el espacio representativo. Para este autor, el espacio representativo es un sistema de representaciones simbólicas constituido por medios y formas artísticas y otras, cada una con sus propias características materiales que comprende un sistema cultural e histórico específico, que en cierto sentido referencia los elementos y las relaciones de los mundos físico, social y mental. Al hacerlo, el medio incorpora o significa el espacio físico del mundo que existe realmente y hace de él un uso simbólico. De suerte que los espacios representativos tienden a un sistema, más o menos coherente de símbolos y signos no-verbales. Los productos de los espacios representativos (siguiendo a Lefèbvre) son obras simbólicas, en este caso, películas ya sea de ficción o documentales, o cierta mezcla de ambos. ¿Significa esto que podemos distinguir diferentes tipos de espacios representativos que correspondan a las diferentes modalidades de enunciados fílmicos? ¿Es quizás el documental un universo cinematográfico diferente de la ficción? (¿Y entonces qué pasa con la animación y las nuevas tecnologías y medias de la imagen-representación?). Aplicar los criterios de Lefèbvre al cine, implica criticarlo toda vez que él criticó también un medio visual como filme para abstraer la experiencia viva del espacio, separando «la forma pura de su impuro contenido —del tiempo real, cotidiano y de los cuerpos con su opacidad y solidez, su calor, su vida y su muerte». Aquí tal pareciera que Lefèbvre es visualmente «zurdo» por así decir, o que en cierta forma ha cedido al influjo de la propia ideología del consumo de la misma imagen pasiva que se propone criticar— si bien es cierto que esos filmes especialmente realizados con arreglo a ese consumo pasivo usan ciertamente el medio para convertir la ficción en abstracción social e histórica. En cualquier circunstancia, lo que quiero señalar aquí es la calidad del espacio cinematográfico que marca lo opuesto de lo que dice Lefèbvre: no separa forma de contenido, o tiempo de experiencia, sino que coloca los asuntos humanos y la interacción en una representación del espacio social que realmente existe que, justo como sostiene Lefèbvre, está imbuido de la historia que lo ha creado. No quisiera negar que la ficción puede hacer esto tan bien como el documental. Y ciertamente determinados filmes de ficción, digamos como La regla del juego (La régle du jeu, de Jean Renoir, 1939) o Todo comienza el sábado (Saturday Night and Sunday Morning, de Karel Reisz, 1960), incluso se vuelven documentales de su tiempo. ¿No quiere esto acaso decir que el espacio cinematográfico es en cierta medida un continuum donde en un extremo el documental es absolutamente distinto de la narrativa de ficción, pero en el medio, se funde casi imperceptiblemente con él? Por supuesto que no debemos hablar de ello como un continuum bipolar sino multidimensional que incluye no solo las familias clásicas del género, ya sea ficción o documental, y la animación y los comerciales, por no mencionar el filme abstracto, sin olvidar el desarrollo del cine y del vídeo de distintos tipos. Tras esta sugerencia descansa la historia del cine con la que muchos han soñado y que está por escribirse todavía. Aquí encontraremos un diálogo entre ficción y documental que ha influido largamente en el desarrollo de ambos, pero que en razón de la hegemonía de la ficción permanece en buena medida sin examinar, salvo para ciertos momentos bien conocidos. Por ejemplo, estoy pensando en el caso de la Nueva Ola británica de principios de los sesenta donde los tres directores clave —Tony Richardson, Karel Reisz y Lindsay Anderson— llevaron sus preocupaciones y sensibilidades como documentalistas a la película de ficción. Sus filmes tuvieron un amplio reconocimiento como aplicaciones paradigmáticas de los métodos de hacer el documental a la ficción realista. Pero esto apenas si representa una instancia aislada. De hecho, esta historia que está por escribirse nos lleva directamente atrás, a los comienzos del cine antes de que cobrara cabal forma la distinción convencional entre documental y ficción. Aquí hace falta hacer un trabajo arqueológico considerable.

Descriptor(es)
1. CINE DOCUMENTAL - TEORÍA