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Isabel Santos: He tenido que reinventarme
León, Carlos (1952 - )
Título: Isabel Santos: He tenido que reinventarme (Entrevistas)

Autor(es): Carlos León

Publicación: Cinereverso

Idioma: Español

Formato: Digital

Siempre vital y hermosa, se convierte en un surtidor de ideas y palabras cuando uno hace un alto en el camino y se sienta en la terraza de su casa a conversar. Comienzan a aflorar gestos, pasiones, personajes, historias que llenaron una buena tarde en espera de un café.

He escuchado muchas veces que el teatro es el medio en el que se consagra un actor, ¿qué crees tú al respecto?

Mira, si los actores lo repiten tanto, por algo será. Creo además que cuando uno pasa una escuela de arte –es mi caso, y también en el de muchos actores–, se da cuenta de que allí no se estudia para hacer cine, ni para hacer televisión ni radio, ni para hacer cualquier otro medio; se estudia para hacer teatro. Yo lo intenté cuando me gradué. Soñaba con estar en Teatro Estudio, era el lugar más afín a mí, porque yo soñaba con Vicente [Revuelta], con Raquel [Revuelta], con Isabel Moreno, con Pancho [García], con esos grandes actores a los que he admirado siempre, quería pertenecer a ese grupo; pero una cosa es lo que uno sueña, y otra cosa es la realidad. En el momento en que yo me gradué había que cumplir con el servicio social, y me mandaron a un grupo de teatro de Camagüey, junto con un montón de gente. Pero lo cierto era que a los que dirigían aquello no les interesaba tener a tantos chiquillos de distintas provincias. Entonces, como lo más aconsejable era cumplir a capa y espada, dejar pasar esos tres años y luego regresar a La Habana, me fui con muy pocas ganas para Ciego de Ávila. Allí había un grupito muy pequeño que a mí no me interesaba, lo digo sinceramente. Eran muy buenas personas, pero les faltaba una cabeza, les faltaban actores importantes, de fuerza, y nunca hice nada. Vivía en uno de los hotelitos de la calle principal de Ciego de Ávila y era muy cómodo. Estando allí es que me llaman para hacer cine.

¿Qué pasó después?

Cuando descubrí eso, creo que no tuve tiempo ni disciplina para continuar en el teatro, montando una obra durante seis meses o el tiempo que el director decidiera. Ese proceso tan largo que lleva el teatro, a mí, como actriz, me aburre. Fíjate, puedo estar diciendo una barbaridad, y puedo ser criticada con esta entrevista por todo el mundo; pero soy muy sincera con lo que pienso.

Cuando voy al teatro me da una envidia tremenda –una envidia rosada, que es la envidia buena– de ver a los actores soltar la madre arriba del escenario, escuchar los aplausos, sé lo que sienten: la adrenalina, los nervios. Son gente muy disciplinada, ganan muy poco, son muy mal pagados. Creo que no podría estar en un grupo así todo el tiempo.

En aquel momento, si se pertenecía a un grupo de teatro, era muy difícil hacer cine y televisión. En cualquier parte del mundo es así, tienes que cumplir un contrato, y yo era como un electrón suelto. Empecé en el cine, después me apasioné y no regresé. El único teatro que hice fue el de la Escuela Nacional de Arte (ENA), y lo disfruté muchísimo.

Entonces, ¿te consideras una actriz de cine?

Sí, sin pena, a estas alturas de mi vida sí lo puedo decir, yo soy una actriz de cine.

¿Crees que a la generación a la que perteneces se le pudiera llamar “la generación de actores de la Revolución”?

A la generación que se graduó en los 80, creo que sí, si se entiende como la que nació después del triunfo de la Revolución y se formó con ella. Los que habían nacido antes del 59 entraron a la ENA en una época en la que se marchaba, se formaba en pelotones, había un ambiente como de militares. Nosotros no agarramos esas cosas. En la escuela había una disciplina muy fuerte y los grandes artistas de todas las especialidades, los grandes pintores, los grandes músicos de la época, eran profesores. Era otro mundo, Carlos, era otro momento. Creo que todos ellos necesitaban pasar el batón, pasar lo que sabían. Tuvimos grandes profesores.

Se ve en la construcción de la Escuela, en los bailarines que se formaron en esa época –muchos de los del Ballet Nacional ya se han retirado–, en las orquestas –donde hay quienes ya peinan canas. Esa generación fue como de oro, no porque las demás no lo sean, sino porque tuvimos profesores muy exigentes. A los guajiros que veníamos del interior, que teníamos que llenar unas lagunas culturales tremendas, nos fue de mucha utilidad. ¿Por qué me enamoré de Teatro Estudio? Porque fue la primera sala a la que entré en mi vida; me quedé impactada desde el primer momento en que vi a ese grupo y me dije: “cuando me gradúe voy a venir a hacer lo mismo que está haciendo esta gente”. Y creo que así les pasó a los que venían de las montañas de Santiago de Cuba, que después fueron grandes bailarines de Danza Contemporánea, a la gente del Ballet Nacional, a los pianistas, a los plásticos. El único orgullo grande que yo siento es haber estudiado junto con ellos, haber compartido la escuela, aunque ya no nos llamemos por teléfono. Creo que es una generación, sí, de la Revolución, que se formó a partir de los grandes, nos dirigieron grandes, y con una disciplina dura.

Recuerdo el tiempo de la ENA –a la que nunca más he vuelto, fíjate, me da un gorrión tremendo– como los años más felices de mi vida. Yo era una adolescente deslumbrada entre personas de mucho talento, llenándome de muchas cosas que yo creo que a la gente de ahora no le interesan. Era bueno venir a la Cinemateca y estar en los cine-debates que se hacían en la salita del quinto o del noveno piso, aunque te quedaras dormida con una película de Bergman. El de al lado te despertaba, y empezabas a conocer quién era Bergman, y a las grandes actrices del cine europeo, y a los grandes actores del cine norteamericano –por eso es que siempre digo que hay que ir a los clásicos. Me empecé a enamorar también de los críticos, que lo que hacían era como una clase: ver la película y armar un debate. Nosotros éramos unos chiquillos que nos sentábamos a escuchar a los directores que también iban a los debates, y eso para mí fue una escuela. Nos avisaban y todos veníamos en la guagua y nos bajábamos frente al Chaplin, entrábamos corriendo con un hambre del carajo –o comíamos o veníamos al Chaplin–, a ver un ciclo de todas las películas de Marlon Brando o de James Dean. Tú no sabes lo que era para nosotros ver en pantalla grande a aquella gente, éramos niños. Y ahora veo que la gente pierde tanto tiempo…

Puede ser que también fueran las lagunas que traíamos. No existía internet, los teléfonos eran pegados a la pared. El mundo ha cambiado, va a una velocidad muy grande y nosotros nos hemos quedado como detenidos. Pero creo que no haber tenido esas cosas también nos hizo hurgar, buscar.

Después entré con grandes amigos a hacer televisión. En casa de Juan Vilar –que es quien me descubre y me lleva a la televisión– se reunía buena parte de los intelectuales de La Habana. Yo no sé cómo Marta y Juanito pudieron mantener ese matrimonio, si desde la mañana hasta la tarde esa casa permanecía llena de directores, actores, escritores. Recuerdo que allí conocí a Eliseo Altunaga, que me daba unas muelas tremendas, pero yo lo miraba como deslumbrada y me decía: “cómo sabe este negro”. Una en silencio, desde la esquina, se iba llenando de cosas, y creo que también esa fue una formación muy importante. Te digo que entre nosotros nos ayudábamos muchísimo por llenar, como de agua, esos huecos terribles, oscuros, vacíos, que procedían también de donde vivíamos, porque los campesinos no piensan como los habaneros.

Yo puedo vanagloriarme de todo eso. A la ENA, en mi curso, entramos muchos y nos graduamos nueve. Imagínate tú si dieron machete los profesores, si era tenso de verdad, pero yo lo agradezco mucho.

¿En qué medida aceptas a los personajes que te ha tocado hacer?

Yo siempre quiero hacer el personaje que venga porque me olvido del último que hice.

Cuando era joven, veía y decía: “no me van a dar la Julieta, no me la van a dar”, siempre había una muchacha más bonita que yo en el grupo, siempre a mí me tocaba la nodriza. Cuando se empieza en una escuela de arte, una sueña –aunque no tenga la edad– con hacer los protagónicos de los clásicos, y como no me tocaban, dejé de soñar y empecé a aprender que el actor tiene que mirar al personaje que le dan en ese momento –he aprendido mucho de esto en el cine. Cuando termino un personaje, ese mismo día me estoy cambiando la parte externa, por ejemplo, si tengo el pelo largo, me lo corto; o sea, que nadie va a ver ese personaje hasta que se estrene la película. Estoy cambiando constantemente y me olvido de lo último que hice.

Con los años, y con la poca producción que hay, una no puede soñar. Una lee cosas y dice: “si alguien viniera con un personaje así”; pero de ahí a que eso se materialice… Y, por supuesto, hay que comer. Yo sé de gente que va a la televisión con un personaje que no le interesa, pero tiene que comer, tiene que mantener una familia. He visto rostros de inconformidad –no tengo que decir nombres–, aunque quizá si les pregunto a esas personas me digan: “no, me gusta lo que estoy haciendo”. Pudiera ser, pero creo que a veces aceptan determinados trabajos porque tienen que mantener una casa, no porque les gusta, y este trabajo lo tienes que disfrutar. Pero, si no lo haces, ¿de qué vives?

No hay muchas productoras, no hay muchas televisoras; por eso es que a veces tú ves actores desaparecidos durante diez años. Yo he estado diez años sin trabajar porque no me han llamado. La gente no tiene mucha memoria, no te ven y te imaginan viajando y ya, cuando lo que pasa es que tú estás en tu casa sin hacer nada, sacudiendo los ceniceros. Y cuando te ven ya no eres la misma que el director pensó, has cambiado físicamente.

Hemos vivido momentos muy duros en el país, llevamos las heridas que, para mí, son las arrugas. Si no tienes quién te llame, entonces tienes que reinventarte. Por eso es que te digo que no puedo soñar con un personaje, tengo que hacer el que venga y tratar de enamorarme. Yo he sido muy dura en algunos momentos de mi vida en los que he dicho que no, he sido capaz de decir que no a personajes de cine. Era muy dura conmigo cuando era joven, muy recta, nunca he querido ser patrón de prueba en la televisión, aunque es lindo que la gente te conozca, es lindo que la gente en la calle te vea y sea capaz hasta de adelantarte en una cola larga para que compres antes que los demás, cuando tú más desesperada estás; y lo hacen porque te tienen cariño, porque has entrado en su casa sin permiso.

Hay tres personajes que recuerdo haber disfrutado muchísimo: la barrendera de Casa vieja, la profesora de Los dioses rotos y el travesti de Vestido de novia. Son personajes diferentes, con directores diferentes, a pesar de que también son muy pequeños. ¿Cómo te las arreglas, cómo te la inventas para convertirlos en personajes enormes y que el público no los olvide?

En el caso de las dos primeras películas yo llevaba muchos años sin que me llamaran para hacer un trabajo y, por otra parte, yo sé que hay personajes que se pueden ir en edición y no pasa nada. Le hice algunas propuestas a Ernesto Daranas, director de Los dioses… y un gran director de actores, y fue receptivo. El muchacho que trabajaba conmigo era demasiado joven y entonces había que darle una vuelta para que fuera creíble que aquella mujer se había enamorado perdidamente de alguien que podía ser su hijo, y salió lo que viste.

Después de esto pasó el tiempo y tampoco nadie me llamaba, hasta alguien me dijo: “hiciste mal en aceptar ese personaje porque la gente se ha olvidado de ti, y si aceptaste ese personaje pequeño, ¡prepárate para lo que viene!

Un día estaba en la calle y me encuentro con Lester Hamlet, me cuenta que va a hacer Casa vieja y le digo: “chico, dame un personaje”. Nunca hago eso, pero con él no me da pena, nos conocemos desde cuando no estaba ni gordo. Entonces me responde: “Ay, Isa, pero lo que tengo es tan chiquitico”, y me hace la historia del personaje. Le dije que no había problemas, que se lo hacía, sin embargo, yo le vi en la cara que ese personaje lo podía hacer cualquier actriz que no fuera yo.

Cuando él me habla del personaje, me lo describe como una mujer de las que revisan los tanques de agua por lo de los mosquitos, o sea, esa era la justificación para que aquella mujer pudiera entrar en la casa de los protagonistas. Pero cuando me empiezo a leer el guion le digo a Lester: “no, esta mujer es la que recoge la basura”. Me acordé de aquella persona que me dijo que me iban a seguir llamando para papeles pequeños, “porque Isabel los resuelve muy bien”, y eso me ayudó a hacer conciencia de que me tenía que reinventar, de que ya yo no era la muchacha del protagónico, de que ya habían pasado los años. Yo quería que cuando la gente me viera, casi ni me reconociera, y creé el personaje de forma que no pudieran levantar la escena en edición, y además, pensando en que cuando el público saliera del cine, debía recordar lo que yo había hecho. Fue un trabajo que tuve que hacer metiéndome mucho en la piel de esa mujer, en el sufrimiento que implica ser barrida por la sociedad y terminar recogiendo las sobras de los demás. No es que me dé miedo hacer este tipo de personajes, a mí me encantan, pero creo que la gente pensó que Isabel era solo la muchacha que hacía esos personajes épicos que lloran, y una actriz es mucho más que eso.

Marilyn Solaya me escuchó decir en la conferencia de prensa del estreno de Casa vieja –ella estaba en la primera fila– que yo me había pasado muchos años sin trabajar, y ese día llegó a su casa y escribió el personaje de Sisi, de Vestido de novia, para regalármelo. Yo le tengo que agradecer a estos tres directores que en un momento de mi vida como actriz, cuando parecía que Isabel era agua pasada, me propusieron estos personajes. Son películas que yo quiero mucho, son momentos en que una está muy mal. Pero alguien viene y te agarra por los pelos y te levanta y te dice: “aquí estoy yo”. Eso fue lo que pasó y lo supe aprovechar estudiando muchísimo, porque como te decía antes, te tienes que reinventar, no te puedes confiar, cada vez que sales en pantalla es como si fuera la primera o la última. Yo siempre tengo mucho miedo, porque pienso: “Dios mío, ¿será esta la última vez que haga una película?”, porque quizá nunca nadie más me llame. Entonces hay que decir: “voy con todo”. Por eso trabajo de esa manera.

Has hecho un montón de personajes, tanto en el cine como en la televisión, ¿en cuál de esos roles, si es que es así, está más Isabel a flor de piel?

Ahí hay un juego de lo más interesante: a mí me cuesta mucho trabajo dejarme ver, yo tengo que estar dentro de un personaje y a la vez trato de alejarlo de mí. Claro que pueden estar mis demonios, lo mejor y lo peor, una los tiene dentro, lo que pasa es que nadie quiere que la vean realmente como es.

Los actores siempre tratamos de sacar vivencias; pero yo soy muy observadora y siempre trato de sacar vivencias de otros, son eslabones que voy empatando, y ese observar me hace tener algo así como un disco duro lleno de cosas que pueden aflorar en un momento determinado. Claro que todos esos personajes, en algún punto, tienen que ver con una, algo siempre emerge, lo que sucede es que el espectador, como no te conoce, no sabe dónde puede estar Isabel, eso es lo lindo del juego. Todos tenemos una vida personal que no siempre está habitada por flores, hay dolores también; pero creo que si una se agarra de esos dolores los gasta, y en eso soy muy egoísta, los considero tan míos que no se los regalo a nadie.

A mí los personajes me surgen como la música, siempre aparece algo que yo no busco, esa música aparece sola y es la que me acompaña. No se me olvida que antes de hacer Ya no es antes, con Lester Hamlet, me habían regalado un disco con las imágenes de un concierto de Beatriz Márquez con Juan Formell. En ese concierto Juanito canta una canción de él, casi la dice hablada. Cuando la escuché empecé a llorar, porque aquello era como una escena donde estaba lo vivido por esas dos personas que eran dos grandes amigos. Cuando Lester me da el guion de la película –ya habían pasado meses de lo del disco–, la canción salió sola, esa era la canción de ese personaje. Eso es magia, cada persona tiene una manera de trabajar diferente.

Después de ser una actriz madura, consagrada, multipremiada y reconocida por tu pueblo como una de sus estrellas más importantes de la actuación, decides comenzar a dirigir. ¿Por qué se produce este salto, qué más te faltaba por decir?

No, mira, lo que yo sé es que soy actriz. El documental es algo apasionante, y para mí ese camino comenzó en Bolivia. Estaba haciendo una película allá, una película argentino-boliviana que se llama Di buen día, papá, donde los únicos cubanos éramos Alba, el iluminador y yo.

Estábamos en Valle Grande –todavía Evo Morales no estaba en el poder–, no había médicos cubanos allí. Ya habían sacado los restos del Che, pero aquello estaba como si el tiempo se hubiera detenido. Me empiezo a hacer amiga de todas las viejitas del pueblo porque tenía mucho aburrimiento, y ellas –casi todas viudas– hacen unos licores muy ricos, muy fuertes, pero muy dulces, y me invitaban por las tardes a conversar y a estar un rato con ellas. Un día acompañé a una al cementerio y empezamos a hablar de religión, de fe y de nuestras vidas, y de pronto aquella mujer me dijo: “pero usted tiene a quien pedirle más que yo, pídale al Che”, imagínate cuál no sería mi sorpresa. ¡Al Che! Esa figura de bronce, de hierro, el guerrillero. Aquella mujer me enseñó otra cara de la moneda. Con mucho temor y pidiéndome que no fuera a decir nada, porque ese lugar había estado militarizado durante muchos años, me muestra un altar escondido donde había una foto del Che, pero también del Papa, de los vivos, de los muertos, y me dijo: “no le vaya a pedir dinero, pídale otras cosas, pídale cosas sencillitas, porque yo pasé por delante de su cadáver y estaba muy flaquito. Yo era muy jovencita, por eso no me llevé un pedacito de ropa o de algo y lo tuviera ahora”. Me siguió contando que el Che era un hombre muy lindo y que tenía los ojos abiertos como si fuera Cristo. Yo lo que quería era tener una cámara en ese momento, allí mismo, porque me di cuenta que allí había una historia tremenda.

Por aquellos días yo comenzaba a romancear con mi marido y lo invito a que vaya a Bolivia. Yo tenía una buena cantidad de anotaciones en una libreta que me daba pena enseñarle, pues él sí había trabajado en documentales; pero de todas formas le conté y me dijo que ahí había un documental. Le dije: “bueno, si tú me ayudas, yo lo hago”.

Presenté el proyecto al ICAIC, formé un equipo con lo mínimo y nos fuimos para Bolivia. Así surge San Ernesto nace en la Higuera.

¿Cómo se las agenció esta cubana para entrevistar al general Gary Prado, al general que capturó al Che?

Mi sonidista conocía a Chato Peredo, hermano de Inti y Coco. Chato es médico, lo fuimos a ver y nos prestó una camioneta para que nos pudiéramos mover. Le dije que sabía que en Santa Cruz vivía Gary Prado, él me pidió que esperara un momento, levantó el teléfono y enseguida me dijo que al día siguiente teníamos la entrevista. Ya yo había leído el libro que él había escrito y también el de Félix Rodríguez Mendigutía. Como leo muy fotográficamente, de pronto ya tenía todo el perfil de aquel hombre y nos sentamos en el hotel a esperar. Yo sabía hablar como boliviana y al final él me dio la entrevista sin preguntar de qué medio éramos; yo no quería que estuviera prejuiciado de que éramos cubanos. Hablamos los que sabíamos hablar como bolivianos, puse dos cámaras, una de ellas que me hiciera el tilt, porque él está en silla de ruedas. Le hice una sola pregunta: ¿Cómo se creó el mito del Che?

Él empezó a hablar y yo no sabía cómo interrumpirlo. Ahí funcionó la actriz, y como le había hablado como boliviana, comencé a hablarle de su libro –por supuesto ahí yo estaba actuando–, y yo lo que quería era confrontarlo con Félix Rodríguez. En ese instante fue donde me dijo que ese era un mentiroso, que era un agente de la CIA y que nunca había conocido al Che. Al fin había logrado la respuesta que yo quería. El ser actriz me ayudó a entrevistar a Gary Prado; sin embargo, si hubiera sido periodista le hubiera sacado mil cosas y las tendría en archivo. Las que hice son las que están en el documental.

Ya habías filmado, pero te faltaba dirigir la posproducción, donde realmente se gana o se pierde una película. ¿Cómo te las arreglaste?

Cuando hago el primer corte, aquello era como una longaniza. Me había quedado sola en mi casa e hice como si estuviera en la escuela: empecé a transcribir y a marcar los puntos de corte, junto con lo que yo quería que dijera cada cual, estaba trabajando en seco para después llevárselo al editor. Se lo llevé y él lo montó exactamente como yo quería. Allí también había entrevistas con católicos cubanos…

Una de las personas a quien fui a ver para decirle con mucho miedo lo que estaba haciendo fue a mi gran amigo Humberto Solás. Lo vio y me dijo: “si me estás pidiendo opinión de qué hacer, llévate a todos los cubanos, esto ocurre solamente en Bolivia, el cubano tiene una visión del Che diferente, por tanto, tienes que quedarte con los pobres de la tierra”. Seguí su consejo y me llevé en edición a todos los cubanos, incluida una entrevista bellísima a Eusebio Leal, y terminamos de montar la película.

Cuando se presentó ganó muchos premios, fuera y dentro del país; pero el documental fue malinterpretado por algunas personas, por personas que pensaron que al Che no se le podía poner en los altares. Fui llamada y regañada, justo en el momento en que yo quería seguir y hacer un documental sobre las historias de todos esos científicos que no se conocían y que aunaron sus voluntades y disciplinas y encontraron los restos del Che y sus compañeros, me parecían unas historias de vida interesantísimas. Pero me dijeron que no y hasta me preguntaron que cómo me había atrevido a poner al Che en los altares.

Todo eso me marcó mucho, estuve diez años sin trabajar. También vino el silencio del que se atreve a dirigir algo: es como cuando tú eres niña y te dan un tapaboca; pegarle en la cara a un niño es lo peor y yo sentí que me habían dado en la cara y dije: “me equivoqué”, aunque había algo por dentro que me decía que no. Cuando tú eres niña y eres maltratado por alguien mayor, tú no tienes fuerza para luchar, y yo me sentí como ese niño que no podía luchar.

Han pasado los años, y estando en Santa Clara, en el mausoleo, alguien decía: “es que esto se ha convertido en un lugar donde no solo descansan los restos de los hombres de la guerrilla, es que también hay gente que ha muerto y quieren que aquí se pongan sus cenizas, aquí hay gente que viene a pedirle cosas”. Los mitos, los santos, son creados por los pueblos, no por el Vaticano ni por nadie; entonces yo no fui quien lo puse en los altares, yo filmé un fenómeno. El trascurso de esos diez años, en los que no tuve trabajo ni siquiera como actriz, logró que el dolor del cocotazo se me fuera pasando.

Aliviado el cocotazo surge de nuevo la necesidad de filmar…

Un día estoy viendo en la televisión un documental sobre África, sobre la guerra de Angola, y pensé que era una lástima que con tantos buenos corresponsales de guerra que hemos tenido en Cuba, ninguno pudo hacer un documental como aquel, que tenía cantidad de imágenes de archivo y una excelente factura. La idea del corresponsal de guerra me hizo pararme de la cama como un resorte y le dije a mi marido: “tengo un documental en la cabeza que se va a llamar ‘Los ojos de Santiago’, y se lo quiero hacer a Iván Nápoles”, y me respondió el único argumento lógico posible: “teniendo en cuenta lo callado, lo modesto y lo sencillo que es Iván, a ese no lo va a hacer hablar nadie”.

Fui a la embajada de Vietnam y logré que ellos se interesaran en el proyecto, y cuando lo tenía todo armado Iván me dijo que no quería que se hiciera. Pasó un año, y un buen día bajo al parque a comprar cigarros y lo veo con una bolsita de nylon llena de una cantidad enorme de hojitas de libreta y me dice: “Isabel, yo quiero que usted me haga el documental. Aquí está mi historia, aquí están mis diarios, no solamente los de Vietnam”. Iván salía en todos los viajes con Santiago [Álvarez] y todos los días escribía, cosa que se merece un libro y no se ha hecho, y entonces ese hombre tan callado que a veces te pasa por al lado y nadie sabe que es un hombre que ha estado en los momentos más importantes del mundo, filmando con Santiago cosas tremendas, me entregó sus memorias.

Leí todas aquellas hojas y volví a decidir por Vietnam. Busqué financiamiento y salí con mi pequeño equipo para ese país. Lo recorrimos todo y tengo mucho material guardado que no pude poner en el documental; pero creo que armé la historia de un hombre que habla muy poco, aunque tiene todo a flor de piel. Él se imaginaba un Vietnam como lo dejó y se encontró con otro maravilloso, por eso los vietnamitas me pidieron que no le pusiera el título original que yo había pensado, porque no se iba a entender en la traducción. Se me ocurrió Viaje al país que ya no existe, porque ese país que nosotros vimos en los noticieros y que tanto nos impresionó no es el que existe ahora, y más cuando caminas por sus calles.

Otra cosa muy importante en este documental es la música que tiene. Yo le había pedido a Arleen Rodríguez Derivet que me ayudara en la parte periodística y ella formó parte del equipo y fue con nosotros a Vietnam. Un día, estando allá, me dice que le había escrito Silvio Rodríguez, quien le reprochó que nos hubiéramos ido sin decirle nada, porque él quería hacer la música del documental, así que cuando regresamos le tomé la palabra y lo llamé. Hizo un nuevo arreglo de “El rey de las flores” y me dio a escoger entre dos canciones para cerrar el documental, eso fue un regalo tremendo. Tuve mucha suerte de que él viera el primer corte, de que viniera al ICAIC. Silvio fue súper amable y súper amigo. Que ese hombre del Grupo de Experimentación Sonora del ICAIC, ese Silvio de la música para el cine, después de tantos años, estuviera en un pequeño documental mío, es una de las mejores cosas que me sucedieron, y sobre todo un regalo para Iván, que tanto lo quiere y que tanto lo filmó. Contar con él es como vestir de largo su trabajo.

Es un documental que yo amo mucho, y sobre todo por Iván, porque descubrí a un hombre encantador. Actualmente él tiene conmigo una relación como de padre e hija.

¿Cómo surge El camino de la vida?

Isabelita, la de El camino de la vida, es otro personaje que quiero muchísimo. Es la historia de una mujer de noventitrés años. Me costó mucho trabajo lograrlo, porque mientras me contaba la historia, a ella le dio una isquemia. Acordé con la familia parar la filmación hasta que se recuperara, pero ellos mismos me pidieron seguir. Isabel merece que su historia se conozca.

Falta hablar de Gloria City. Es un documental que al igual que El camino de la vida está basado en un testimonio personal y en un libro, ¿es algo que te resulta cómodo o te salieron así?

No es cómodo para nada. Cuando me leí Conversación con el último norteamericano, de Enrique Cirules, me di cuenta de que se refería a un hombre al que yo había conocido de niña, en ese pueblo de donde es toda mi familia materna. En aquella época me pasaba las vacaciones en casa de mi abuela; era un lugar que me encantaba, sobre todo por las construcciones de las casas, imagínate una niña caminando por debajo de los pilares de una casa, aquel era un lugar muy bonito y diferente.

Yo sabía que Sergio Núñez había hecho un documental sobre ese tema y lo vi varias veces; pero se perdían muchas cosas, sobre todo porque el pueblo ya estaba en decadencia y esa fue su visión. También tenía el sueño de hacerle un documental a Enrique Cirules. Después me di cuenta de que cuando al mito y a la leyenda –como él mismo dice– le salen raíces en un lugar, los personajes están allí, y yo tenía que buscar a la gente que hubiera convivido con los norteamericanos y con William Stokes, y que estuvieran a favor o en contra del libro de Cirules. Él ya estaba muy enfermo, pero yo quería llevarlo de nuevo a Gloria City y al final logré hacerlo; aunque la gran entrevista me la dio en La Habana y fui montando el documental también sobre los recuerdos de las personas que viven allí.

Fue interesante, pero muy trabajoso a la hora de montarlo porque el material era muy diverso, aunque todo apuntaba hacia lo mismo. Por otra parte, cuando se terminó la filmación del documental, Cirules pensó que el ICAIC podía tener los derechos sobre toda su obra, cosa que no es así, los derechos de su obra literaria le pertenecían, pero todo eso enrareció un poco el final. Él falleció por esa fecha, no pudo ver el documental, es una pena, porque fue un hombre que pasó muchos años investigando en ese lugar. Por último, tuve la suerte de cumplir mi sueño de estrenarlo allí, en ese pueblo, con toda su gente.

Los cuatro documentales que he hecho los he querido mucho, pero no es porque yo sea una documentalista. Cuando he contado una historia es porque me empieza a dar vueltas en la cabeza y a veces hasta la propongo en un momento en que no hay un centavo para realizarla. Es como si lo tuviera dentro de mí ya con nueve meses, como en un embarazo, y sé que tiene que salir… me entra una desesperación tremenda.

Yo no creo que sea una documentalista, y esto te lo estoy jurando por mi hijo que es lo más grande que tengo. Mucha gente me ha preguntado por qué no hago ficción. La ficción es algo muy duro, armar una película es algo tremendo, y yo creo que ahí sí tienes que trabajar con lo vivido y a eso le tengo mucho miedo. No lo digo nunca, pero creo que todavía como actriz quisiera hacer muchas cosas, aunque vendrá un momento, si la Vida me da vida, en que llegarán otros actores, otros rostros, otras mujeres maravillosas que llenarán las pantallas del cine cubano, porque la vida es eso: una generación tras otra; entonces me podré dedicar quizás a eso, a dirigir.

El documental me gusta, es un género que respeto. Sé que por mucho que tú tengas en tu escaleta hay cosas que aparecen en el momento, y ahí es cuando yo digo: “¡bajó el resplandor!” ese es el instante mágico que yo disfruto.

Varios fotógrafos te han filmado en tu larga carrera como actriz de cine, uno de ellos se llama Rafael Solís, me gustaría que me hablaras de él como fotógrafo y como ser humano.

Cuando yo conocí a Solís, recuerdo que Humberto Solás me dijo que me había enamorado de un hombre que tenía que haber conocido antes. Es un hombre de mucho talento; pero no se lo cree, necesita volar. Es como si no tuviera ego, como si no tuviera esa autosuficiencia que a veces la vida nos impone, es muy noble, yo quisiera ser como él. Es un hombre que lee mucho, que te puede ayudar sin después decirte que lo hizo, es muy humilde, lo que no quiere decir que no sea un hombre con carácter, una discusión con él puede resultar muy dura, pero se le olvida a los cinco minutos.

Me ha ayudado muchísimo, es un hombre que trabaja incansablemente y que aporta montones de ideas, sobre todo en la visualidad, porque a veces una piensa que las cosas deben ser de una manera y él, con la ternura que lo caracteriza, te explica y te convence de que lo mejor es rodar el plano de otro modo. Es un hombre que se enamora de los proyectos y es capaz de sacar belleza de los peores lugares. Cuando lo he visto como fotógrafo en ficción, siento que a los directores les es cómodo trabajar con él.

¿Es posible que surja un proyecto de ficción en el que tú seas la directora y la actriz a la vez?

No. El director tiene un ojo diferente. No critico a quien lo haga; pero a mí, como actriz, me gusta tener un director. Definitivamente no, para eso hay que tener una inteligencia muy grande y saber mucho de cine. Eso es de grandes.

Web: https://cinereverso.org/isabel-santos-he-tenido-que-reinventarme/

Descriptor(es)
1. DIRECTORA
2. MUJER Y CINE
3. MUJERES DIRECTORAS
4. MUJERES EN EL CINE

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