FICHA ANALÍTICA

El documental en tiempos de revolución
Aray, Edmundo (1936 - 2019)

Título: El documental en tiempos de revolución

Autor(es): Edmundo Aray

Fuente: Revista Digital fnCl

Lugar de publicación: La Habana

Año: 3

Número: 4

Mes: Diciembre

Año de publicación: 2012

El documental ha cumplido su centenario, es un verdadero hijo del siglo xx. ¿Adónde irá el documental en el presente siglo?, se preguntaba un teórico norteamericano. Intentemos encontrar respuesta luego de una ligera panorámica.
   Digamos que el documental comenzó en silencio. Recordemos a Vertov, quien, a partir de 1917, puso en evidencia todas las posibles puestas de cámara para abordar la realidad: «utilizando imágenes yuxtapuestas, propone profundas preguntas sobre el hombre y la documentación de lo real. La película se interroga a sí misma sobre la naturaleza de la observación y de la conciencia cinemática». Incorporó todas las técnicas de filmación, todos los métodos que le permitieran a la cámara alcanzar y firmar la realidad: una realidad en movimiento. Un movimiento en contra de la ficción.
   Por su parte, Flaherty, animado por el espíritu etnográfico, optó por utilizar gente común como si fueran actores en una versión artificial de sus propias vidas. «Fue quizás el primero en proyectar y discutir lo firmado con sus protagonistas» (Beatriz Bermúdez).
  Las propuestas de Vertov y Flaherty precedieron las tendencias más significativas que han caracterizado el desarrollo del cine observacional, donde lo importante es captar la realidad sin intervenir directamente en ella; y el  cine participativo, donde se evidencia la presencia del realizador como observador.
   Pero he aquí que los cambios tecnológicos producen cambios en el cine. Ya en los finales de los años 50 estaba disponible la cámara de 16 mm portátil con sincronismo de sonido e imagen. Aún así el documental estaba retrasado respecto a la ficción: equipos reducidos, bajos presupuestos, los protagonistas se situaban frente a la cámara limitados por la tecnología. (Hoy en día muchos documentalistas siguen acomodando a los protagonistas).
   Un auténtico salto constituyó la creación de  la cámara de 16 mm Eclair, silenciosa, portátil, diseñada para ser operada en el hombro del camarógrafo. Su mayor luminosidad, combinada con películas más sensibles, permitió capturar imágenes casi bajo cualquier condición. «Se había inventado la lente de focal variable, el zoom, de manera que los documentales podían ser guiados por sus temáticas más que por las limitaciones de los equipos de filmación».
   De pronto estábamos en medio de la producción de películas de cine directo, sin necesidad de la voz del narrador que hacía de guía paternalista. El espectador estaba frente a un nuevo escenario, ciertamente democrático, en el que se le retaba a incorporar sus propios juicios y valoraciones. Estábamos en presencia de la «espontaneidad» o de la ilusión de espontaneidad.
   El cine directo de los años 60 y 70 hizo consideraciones críticas de los valores contemporáneos, pero requirió de un público cautivo para mantener una atención sostenida, aun cuando no eran de mucha monta sus significados.
   Mientras el cine directo evolucionaba, en Francia se desarrollaba un camino opuesto. Se acudió a la entrevista, al punto de asumir un lugar central en la producción de documentales. Se trataba del cinema verité (cine verdad), identificado con los nombres de Jean Rouch  y Edgard Morin.
   «Por lo menos durante 20 años el público se entretuvo por una cámara móvil (…), ocasional e intrusa. Durante todo ese tiempo, los realizadores buscaban profundizar nuevas temáticas del mundo para recuperar lo inusual».  Pero no todas eran Chris Marker. En todo caso se desarrolló el documental, los filmes reflexivos y auto-reflexivos y «la interpretación creativa de la actualidad».
   Los cineastas italianos, por su parte, desplegaban un vigoroso movimiento a través de los cine-diarios, que registraban los acontecimientos de manera directa; el corto o medio metraje analítico y reflexivo cine-ensayo, y el film-crónica dirigido a poner de relieve conflictos de la realidad (Rossi, Pontecorvo, Petri).
En la estremecida década del cincuenta, que cierra en medio de la gloria popular con el triunfo de la Revolución Cubana, se inician los primeros intentos por definir las líneas de desarrollo de un nuevo cine latinoamericano y, con ellas, las proposiciones de una nueva poética. Fernando Birri —en Santa Fe, Argentina—, Julio García Espinosa, Tomás Gutiérrez Alea y Alfredo Guevara —en Cuba—, Glauber Rocha y Nelson Pereira Dos Santos —en Brasil—, comenzaban a encender las altas hogueras de la cinematografía de América Latina. Documentar el subdesarrollo, dirigir el visor hacia la dramática sub-existencia, enfrentar la ideología del imperio, y volcar la cámara y la vida en las exigencias de la historia viva, propia, eran, como ahora, las conjugaciones del verbo cinematográfico.
   Dios y el diablo en la tierra del sol, de Glauber Rocha, escribe Susana Velleggia:
Inaugura la nueva épica cinematográfica latinoamericana. Recogiendo elementos del teatro brechtiano, del cine épico europeo y japonés, pero sobre todo de la tradición oral de la cultura popular del nordeste brasileño —al introducir en off el relato de la historia cantando con el acompañamiento de una guitarra—, la película conjuga el rigor del análisis antropológico con un depurado lirismo poético.
  Al Glauber cineasta acompañaba el Glauber teórico. En los años 60 irrumpió con dos textos fundamentales en el universo ideológico del cine latinoamericano: Manifiesto del Cinema Novo y Estética de la violencia. El Manifiesto planteaba la relación entre cine e identidad cultural nacional, la relación entre cine e industria, y la necesidad de una nueva estética cinematográfica. Planteaba la indefectible lucha  de los oprimidos contra los sectores dominantes internos y externos, y, al mismo tiempo, la de los cineastas por la supresión de las relaciones de dominación del cine norteamericano. Exigía la formulación de una estética revolucionaria popular, aunque entendía que ella solo era posible en el proceso de liberación de los oprimidos y en la toma del poder político. Tal estética debía responder a las exigencias de la cultura y al establecimiento de una política cinematográfica generadora de la producción industrial, de su difusión masiva, del control de las pantallas nacionales. Glauber es enfático: «Los cineastas del Tercer Mundo deben organizar la producción nacional y expulsar al cine imperialista del mercado nacional. Si cada país del Tercer Mundo tiene una producción sostenida por su propio mercado, un cine tricontinental revolucionario será posible».  
   Las propuestas de Glauber cristalizaban en Cuba con la creación de una producción nacional y la expulsión del cine norteamericano. Impulsado por las urgencias de la revolución, Santiago Álvarez constituía «uno de los más impresionantes tesoros de la historia del cine documental» (Amir Labakin). Se conformaba un genuino movimiento, de gran imaginación y audacia, registro creativo de las grandes transformaciones sociales de la revolución. Surgimiento de una estética generada por el proceso.
   A lo largo de  América Latina se multiplicaban los grupos de cine militante (1968). «Empuñar una cámara como quien empuña una ametralladora, para apuntar con ella al corazón del enemigo», era la consigna cinematográfica del momento.
   El auge del cine militante, apunta Susana Vellegia, se dio en un marco de remoción de valores y crisis del sistema, acompañado por el resurgimiento de propuestas liberadoras en los diversos ámbitos de la actividad social. Precisamente, en esas épocas de efervescencia y movilización política es cuando cobran mayor impulso las cinematografías latinoamericanas. Los documentalistas latinoamericanos asumen el cine militante, enfrentado al oprobio, al  despotismo regicida de las dictaduras militares.
   Un tercer cine, de más amplio espectro, propondrían Fernando Solanas y Octavio Getino, muestra de ello es su monumental Hora de los hornos. Solanas y Getino reclaman un compromiso efectivo a los cineastas, la liberación de la dependencia neocolonial. La construcción de una cultura liberadora, afirman, se define en el terreno de la lucha político-ideológica:
La suerte del artista y del cineasta está indisolublemente ligada al proceso global de liberación. Ya no se trata del triunfo del talento individual, el éxito del genio aislado y atípico, como muchas veces se pretende desde la cultura del sistema. Se trata de alcanzar  el propósito ético-estético mayor del arte: insertar la obra en la vida, disolver la estética en la vida misma.
   «Para el cineasta su estética es una ética, es una política», escribía Glauber Rocha en los días iniciales del Cinema Novo.   
   «La categoría de cine militante no es unívoca, ni universal, ni atemporal, sino que se redefine siempre desde cada circunstancia histórica concreta». Solanas y Getino afirmaban, además, en aquellos años de efervescencias que:

Vanguardias políticas y vanguardias artísticas deben articularse y complementarse mutuamente para superar, tanto la orfandad política que suele tener el trabajo del intelectual aislado en su torre de marfil, como las deficiencias culturales que se dejan sentir en los procesos de cambio social, donde no se atiende debidamente el papel esencial que desempeña la cultura. Al mismo tiempo, consideran al cine militante como una categoría interna del tercer cine, una de las tantas opciones en que este puede plasmarse. Corresponde al cineasta «descubrir su propio lenguaje, aquel que surja de su visión militante y transformadora y del carácter del tema que aborde. Cine panfleto, cine didáctico, cine informe, cine ensayo, cine testimonial, toda forma militante de expresión es válida y sería absurdo dictaminar normas estéticas de trabajo» aunque  sirvan a las necesidades del combate.
   Para Susana Velleggia «el hecho primordial que interesa resaltar es que, a partir del cine militante, se instaló en las cinematografías de América Latina la inquietud por construir una memoria narrativa de rasgos propios y originales, en tanto la misma se fundó en la necesidad de reconstruir una memoria histórica y cultural avasallada».  
   Entonces como ahora, el documentalista se siente llamado a indagar las transformaciones de las relaciones sociales, las mudanzas de la educación, los artilugios de la información, las paradojas y limitaciones de la existencia, los miedos, las ansiedades, la esperanza, siempre la esperanza.  
   Digamos que los realizadores de documentales existen en su mayoría para cambiar el mundo, para contribuir a su transformación, para ser activos y no pasivos. No se trata solo de revelar situaciones, no solo de reflejar los hechos, de superar el universo del engaño y de la distorsión, de afirmar la experiencia personal, de revelar las huellas del pasado, sus mayores significaciones, derrotas y victorias, frustraciones y expectativas. Podemos hablar por nosotros mismos, dicen los realizadores, convertirnos en voz de los que no tienen voz.
   El documentalista es un dramaturgo: si es exigente con su oficio, su tiempo y su país, va al meollo, profundiza, incorpora al espectador, o por lo menos intenta  convertirlo en un actor activo, conciente del tema. A través del documental junta acción y conciencia.
   La tecnología está a la mano del documentalista. Pero requiere algo más: coraje, maestría, sensibilidad artística, compromiso, nobleza de espíritu, capacidad de entendimiento del otro, de la humanidad actuante, de la significación de la vida en medio de la opresión globalizadora. El documentalista enfrenta la vida, la capta, la aprehende, la pone en el entendimiento y la conciencia del espectador.
   La nueva tecnología democratiza la producción: los humillados, los excluidos, las mayorías comienzan a expresarse, a exigir participación. Permite convertir el documental en un hecho altamente poético, profundamente cercano al espíritu y al corazón del hombre, nos interroga, nos invita a desentrañar nuestra experiencia, nos amplía la facultad de percepción.
   El espectador siempre espera una buena historia, un tratamiento siempre nuevo, aunque le pese la coerción de los códigos del cine industrial. En nuestros días el espectador es mucho más exigente. No hay lugar para el simplismo. Las exigencias del espectador son cada vez mayores. Las décadas de publicidad de la televisión le han puesto más resistente a los mensajes simplificadores.
   La realidad cuenta historias, historias superiores a la ficción. Se trata de alcanzar el dominio del arte de contar esas historias, de profundizar en ellas, de encontrar sus esencias. La historia y el compromiso ético van de la mano.
   Ante la inevitable apertura de espacios en la televisión, toca al documentalista plantearse los riesgos. Según  David Goldsmith:
La historia del documental televisivo está moldeada por la tecnología: el paso del celuloide al video, del blanco y negro al color, de lo analógico a lo digital, del montaje lineal al no lineal, de la escasez de cadenas de televisión a la eclosión de las emisiones digitales por cable y satélite. Cada nueva era ha estado acompañada de una nueva aproximación a la realización de documentales. Y cada adelanto ha planteado a los documentalistas nuevos retos: artísticos, morales, políticos, religiosos o sociales. Sin embargo, independientemente de sus orígenes, religión y pertenencia étnica, todos los documentalistas tienen en común la búsqueda de un público. La televisión es ya un fenómeno imparable y a los documentalistas les corresponde la tarea de alimentar a esta criatura insaciable con una dieta que sea entretenidamente variada, provocativamente estimulante e intelectualmente nutritiva.
   El documental es la expresión audiovisual más fuerte en este momento —afirma Orlando Senna—, la que más evoluciona estéticamente y la que más llama la atención de los estudiosos del cine. También por sus despliegues tecnológicos-artísticos es el territorio cinematográfico donde hay más osadía, más coraje para aventurarse en la ampliación de los códigos de comunicación.
   La breve historia del cine —escribe Susana Velleggia— nos enseña que es en la cúspide de los grandes momentos históricos de revisión y revulsión protagonizados por las masas donde los creadores, en búsqueda de trasgredir los márgenes impuestos a la plena expansión de las potencialidades humanas, logran articular su quehacer con la demanda social. Cuando esto sucede, se suscitan una serie de fenómenos que repercuten de manera paralela sobre la expresión artística y sobre la sociedad donde esta se inscribe. Se asiste entonces al derrumbe de los valores, convenciones y mitos solidificados en torno al arte y a la apertura de vías hasta entonces insospechadas, o solo parcialmente exploradas.
   Acaso la revolución científico técnica ha traspasado su umbral:
 (…) estamos en medio de una revolución cultural sin precedentes en la historia, con una velocidad asombrosa, porque todo esto que pensamos que se inició con los nuevos cines, comenzó paralelamente con la revolución tecnológica. (…) Se ha ampliado el espectro de la sociedad de la información. Se profundiza cada vez más en la sociedad del conocimiento, en el surgimiento de las llamadas industrias creativas —dígase la utilización del capital intelectual como imput principal—. Estas industrias creativas son la médula de la economía actual: es un sector que crece el doble que el resto de los sectores tradicionales de la economía.
   Es oportuno leer un fragmento de La Declaración del  Encuentro de Documentalistas realizado en Caracas, finalizando el 2008 (a cuarenta años del Encuentro de Mérida), respecto a sus obligaciones ante las exigencias de nuestros días:
Las nuevas circunstancias históricas impulsan ahora la refundación del documentalismo latinoamericano sobre las mismas bases éticas y de su tradición liberadora, aunque adaptándolo a las circunstancias históricas y culturales actuales, incorporando las enseñanzas de las jornadas precursoras tanto como la consideración crítica de los aportes que traen los nuevos tiempos en los más importantes aspectos del audiovisual, desde los lenguajes y temas, su tratamiento y las cuestiones estéticas, hasta las condiciones de producción, rescate y protección de los acervos fílmicos nacionales, la distribución y la exhibición. En este nuevo escenario es preciso destacar la emergencia de las nuevas Tecnologías de la Información y la Comunicación, que suponen una auténtica revolución para nuestro género y el audiovisual en general.
   Las transformaciones políticas, sociales, culturales y tecnológicas abren nuevas perspectivas de desarrollo a las cinematografías nacionales de América Latina, y facilitan la concreción de la Patria Grande, tarea aún pendiente que nos legaran nuestros libertadores, intelectuales y dirigentes más lúcidos.

Mérida, marzo de 2010

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Edmundo Aray (Maracay, 1936). Cuentista, poeta, investigador, director, editor, cineasta y ensayista. Su obra ha sido traducida al inglés, alemán, árabe, japonés e italiano. Es fundador del Comité de Cineastas de América Latina, Miembro Fundador de la Fundación del Nuevo Cine Latinoamericano y de sus Consejos Superior y Directivo. Fue Director General de la Escuela Internacional de Cine y Televisión de San Antonio de los Baños, Cuba, entre los años 2000 y 2002. También dirige la filial de la Fundación del Nuevo Cine Latinoamericano, Capítulo Mérida, y ha sido promotor de diversas publicaciones relacionadas con el nuevo cine latinoamericano.



 












Descriptor(es)
1. CINE MILITANTE
2. DOCUMENTALES - AMERICA LATINA
3. DOCUMENTALES - HISTORIA Y CRITICA