FICHA ANALÍTICA

Hacia un tercer cine. Apuntes y experiencias para el desarrollo de un cine de liberación en el Tercer Mundo*
Getino, Octavio (1935 - 2012)

Título: Hacia un tercer cine. Apuntes y experiencias para el desarrollo de un cine de liberación en el Tercer Mundo*

Autor(es): Octavio Getino, Fernando Ezequiel Solanas (Pino Solanas)

Fuente: Revista Digital fnCl

Lugar de publicación: La Habana

Año: 3

Número: 4

Mes: Diciembre

Año de publicación: 2012

Grupo Cine Liberación / Octavio Getino y Femando E. Solanas

....hay que descubrir, hay que inventar.
Franz Fanon

No hace mucho tiempo parecía una aventura descabellada la pretensión de realizar en los países colonizados y neocolonizados un cine de descolonización. Hasta ese entonces el cine era solo sinónimo de espectáculo o divertimiento: objeto de consumo. En el mejor de los casos, estaba condicionado por el sistema o condenado a no trascender los márgenes de un cine de efectos, nunca de causas. Así, el instrumento de comunicación más valioso de nuestro tiempo, estaba destinado a satisfacer exclusivamente los intereses de los poseedores del cine, es decir, de los dueños del mercado mundial del cine, en su inmensa mayoría estadounidenses.
  ¿Era posible superar esa situación? ¿Cómo abordar un cine de descolonización si sus costos ascendían a varios millones de dólares y los canales de distribución y exhibición se hallaban en manos del enemigo? ¿Cómo asegurar la continuidad de trabajo? ¿Cómo llegar con este cine al pueblo? ¿Cómo vencer la represión y la censura impuestas por el sistema? Las interrogantes, que podrían multiplicarse en todas las direcciones, conducían, y todavía conducen a muchos, al escepticismo o a las coartadas. «No puede existir un cine revolucionario antes de la revolución», «el cine revolucionario solo ha sido posible en países liberados», «sin el respaldo del poder político revolucionario resultan imposibles un cine o un arte de la revolución».
  El equívoco nacía del hecho de seguir abordando la realidad y el cine a través de la misma óptica con que se manejaba la burguesía. No se planteaban otros modelos de producción, distribución y exhibición que no fuesen los proporcionados por el cine americano, porque había llegado, aun a través del cine, a una diferenciación neta de la ideología y la política burguesas. Una política reformista, traducida en el diálogo con el adversario, en la coexistencia, en la supeditación de las contradicciones nacionales o las contradicciones entre los bloques presuntuosamente únicos: la URSS y los Estados Unidos, y no puede alentar otra cosa que un cine destinado a insertarse en el sistema, cuanto más a ser el ala «progresista» del cine del sistema; a fin de cuentas condenado a esperar que el conflicto mundial se resuelva pacíficamente en favor del socialismo, para cambiar entonces cualitativamente de signo. Las tentativas más audaces de aquellos que intentaron conquistar la fortaleza del cine oficial, terminaron, como bien dice Godard, «en quedar atrapados en el interior de la fortaleza».
  Pero las interrogantes aparecían como algo promisorio, surgían de una situación histórica nueva a la que el hombre de cine, como suele ocurrir con las capas ilustradas de nuestros países, llegaba con cierto atraso: diez años de revolución cubana, la epopeya de la lucha vietnamita, el desarrollo de un movimiento de liberación mundial cuyo motor se asienta en los países del tercer mundo; vale decir que la existencia de masas a nivel mundial revolucionadas se convertía en el hecho sustancial sin el cual aquellas interrogantes no podían haber sido planteadas. Una situación histórica nueva a un hombre nuevo naciendo a través de la lucha antiimperialista, demandaba también una actitud nueva y revolucionaria a los cineastas de nuestros países e incluso de las metrópolis imperialistas. La interrogante de si un cine militante era posible antes de la revolución comenzó a ser sustituido, en grupos aún reducidos, por el si era o no necesario para contribuir a la posibilidad de la revolución. A partir de una respuesta afirmativa, el proceso de las posibilidades fue encontrando su incipiente cauce en numerosos países. Alcancen como ejemplos los filmes que distintos cineastas están desarrollando «en la patria de todos», como diría Bolívar, detrás de un cine revolucionario latinoamericano, o los news reels americanos, los cinegiornale del Movimiento Studentesco, los filmes de los Estados Generales del Cine Francés y los de los movimientos estudiantiles ingleses y japoneses, continuidad y profundización de la obra de un Jons Ivens o un Santiago Álvarez.

I. Lo de ellos y lo de nosotros
Un profundo debate sobre el papel del intelectual y el artista en la liberación enriquece hoy perspectivas de la labor intelectual en todo el mundo. Este debate oscila, sin embargo, entre dos polos, aquel que propone supeditar toda la capacidad intelectual de trabajo a una función específicamente política o político-militar, negando perspectivas a toda actividad artística con la idea de que tal actividad resulta indefectiblemente absorbida por el sistema, y aquel otro sostenedor de una dualidad en el seno del intelectual: por un lado «la obra de arte», «el privilegio de la belleza», arte y belleza no necesariamente vinculados a las necesidades del proceso político revolucionario y, por otro lado, un compromiso político que radica por lo común en la firma de ciertos manifiestos antiimperialistas. En los hechos, la desvinculación de la política del arte.
   Estos polos se apoyan, a nuestro entender, en dos emisiones: primera, la de concebir la cultura, la ciencia, el arte, el cine, como términos unívocos y universales, y segunda, la de no tener suficientemente claro que la revolución no arranca con la conquista del poder político al imperialismo y la burguesía, sino desde que las masas intuyen la necesidad del cambio y sus vanguardias intelectuales, a través de múltiples frentes, comienzan a estudiarlo y realizarlo.
   Cultura, arte, cine, responden siempre a los intereses de clases en conflicto. En la situación neocolonial compiten dos concepciones de la cultura, del arte, de la ciencia, del cine: la dominante y la nacional. Y esta situación persistirá en tanto rija el estado de colonia y semicolonia. Aun, la dualidad solo podrá superarse para alcanzar categoría única y universal cuando los mejores valores del hombre pasen de la prescripción a la hegemonía, cuando universalice la liberación del hombre. Mientras tanto, existe una cultura nuestra y una cultura de ellos. Nuestra cultura, en tanto impulsa hacia la emancipación, seguirá siendo, hasta que esto se concrete, una cultura de subversión y, por ende, llevará consigo un arte, una ciencia y un cine de subversión.
  La falta de conciencia sobre estas dualidades lleva por lo común al intelectual a abordar las expresiones artísticas o científicas tales como ellas fueron universalmente concebidas por las clases que dominan el mundo, introduciéndole cuando más algunas correcciones. No se profundiza suficientemente en un teatro, en una arquitectura, en una medicina, en una psicología, en un cine de la revolución, en una cultura de y para nosotros. El intelectual se inserta en cada uno de esos hechos tomando como una unidad a corregir desde el seno del hecho mismo, no desde afuera con modelos y métodos propios y nuevos.
  Un astronauta o un ranger moviliza todos los recursos científicos del imperialismo. Psicólogos, médicos, políticos, sociólogos, matemáticos e incluso artistas, son lanzados al estudio de aquello que sirva, desde distintas especialidades o frentes de trabajo, a la preparación de un vuelo orbital o la matanza de vietnamitas, cosas, en definitiva, que satisfacen por igual las necesidades del imperialismo.
   En Buenos Aires el ejército erradica «villas miserias» y construye en su lugar «poblados estratégicos», urbanísticamente preparados para facilitar una intervención militar cuando llegue el caso. Las organizaciones de masas, por su parte, carecen de frentes sólidamente especializados, no ya en la medicina, en la ingeniería, en la psicología, en el arte, en el cine nuestro de la revolución. Frentes de trabajo todos que para tener eficacia han de reconocer las prioridades de cada etapa, la que demanda la lucha por el poder o la que exige la revolución una vez triunfante. Ejemplos: la de desarrollar un trabajo de sensibilización y politización sobre la necesidad de la lucha política militante para la conquista del poder, la de profundizar una medicina que sirva para preparar hombres aptos para el combate en las zonas urbanas o rurales, o la de coordinar energías para alcanzar una producción de diez millones de toneladas de azúcar como ocurre en Cuba, o la de elaborar una arquitectura o una urbanística que esté en condiciones de enfrentar los bombardeos masivos que probablemente puede lanzar el imperialismo, etc... El fortalecimiento de cada una de las especialidades y frentes de trabajo, subordinado a prioridades colectivas, es lo que puede ir cubriendo los vacíos que genera la lucha por la liberación y lo que podrá delinear con más eficacia el papel del intelectual en nuestro tiempo. Es evidente que la cultura y la conciencia revolucionaria a nivel de masas solo podrán alcanzarse tras la conquista del poder político, pero no resulta menos cierto que la instrumentalización de los medios científicos y artísticos, conjuntamente a los político-militantes, prepara el terreno para que la revolución sea una realidad y los problemas que se originen de la toma del poder sean más fácilmente resueltos.
  A través de su acción el intelectual debe verificar cuál es el frente de trabajo en el que racional y sensiblemente desarrolla una labor más eficaz. Determinado el frente, la tarea que le corresponde es determinar dentro de él, cuál es la trinchera del enemigo y dónde y cómo ha de emplazar la propia. Es así que podrá nacer un cine, una medicina, una cultura de la revolución, aquella base en la que se nutriría desde ahora el hombre nuevo que ejemplificaba el Che. «No un hombre en abstracto o la liberación del hombre», sino otro hombre apto para alzarse sobre las cenizas del hombre viejo y alienado que somos y que aquél alcanzará a destruir atizando desde hoy el fuego.

II. Dependencia y colonización cultural
La lucha antiimperialista de los pueblos del tercer mundo y de sus equivalentes en el seno de las metrópolis, constituye hoy por hoy el ojo de la revolución mundial. Tercer cine es para nosotros aquel que reconoce en esa lucha la más gigantesca manifestación cultural, científica y artística de nuestro tiempo, la gran posibilidad de construir desde cada pueblo una personalidad liberada: la descolonización de la cultura.
  La cultura de un país, neocolonizado, al igual que el cine, son solo expresiones de una dependencia global generadora de modelos y valores nacidos de las necesidades de expansión imperialista. «Para imponerse el neocolonialismo necesita convencer al pueblo del país dependiente de su inferioridad. Tarde o temprano el hombre inferior reconoce al hombre con mayúsculas; ese reconocimiento significa la destrucción de sus defensas. Si quieres ser hombre dice el opresor, tienes que ser como yo, hablar mi mismo lenguaje, negarte en lo que eres, enajenarte en mí. Ya en el siglo xvii los misioneros jesuitas proclamaban la aptitud del nativo (en el sur de América) para copiar las obras de arte europeas. Copista, traductor, intérprete, cuando más espectador, el intelectual neocolonizado será siempre empujado a no asumir su posibilidad. Crece entonces la inhibición, el desarraigo, la evasión, el cosmopolitismo cultural, la imitación artística, los agobios metafísicos, la traición al país (1). La cultura se hace bilingüe «no por el uso de una doble lengua sino por la colindancia de dos patrones culturales de pensamiento. Uno el nacional, el del pueblo, y otro extranjerizante, el de las clases supeditadas al exterior. La admiración de las clases supeditadas al exterior. La admiración que las clases altas profesan a Estados Unidos o Europa es el cupo indiviso de su doblegamiento. Con la colonización de las clases superiores la cultura del imperialismo introduce indirectamente en las masas conocimientos no fiscalizables» (2). Del mismo modo que no es dueño de la tierra que pisa, el pueblo neocolonizado tampoco lo es de las ideas que lo envuelven. Conocer la realidad nacional supone adentrarse en la maraña de mentiras y confusiones originadas en la dependencia. El intelectual está obligado a no pensar espontáneamente; si lo hace corre por lo común el riesgo de pensar en francés o en inglés, nunca en el idioma de una cultura propia, que al igual que el proceso de liberación nacional y social, es aún confusa e incipiente. Cada dato, cada información, cada concepto, todo lo que oscila a nuestro alrededor es una armazón de espejismo nada fácil de desarticular.
   Las burguesías nativas de las ciudades puerto como Buenos Aires y sus correspondientes élites intelectuales, constituyeron desde el origen de nuestra historia la correa de transmisión de la penetración neocolonial. Detrás de consignas como aquellas de «¡Civilización o barbarie!» elaboradas en la Argentina por el liberalismo europeizante, estaba la tentativa de imponer una civilización que correspondía plenamente a las necesidades de expansión imperialista y el afán de destruir la resistencia de las masas nacionales bautizadas sucesivamente en nuestro país de «chusma», «negrada», «aluvión zoológico», como lo serían en Bolivia de «hordas que no se lavan». De esta manera los ideólogos de las semicolonias ejercitadas en «el juego de los grandes términos, con un universalismo implacable, minucioso y jibarizado» (3), hacían de portavoces de los perseguidores de aquel israelí que inteligentemente proclamaba «Prefiero los derechos de los ingleses a los derechos del hombre».
  Los sectores medios fueron y son los mejores receptáculos de la neocolonización cultural. Su ambivalente condición de clase, su situación de colchón entre los polos sociales, sus mayores posibilidades de acceso a la civilización, posibilitan al imperialismo una base social de apoyo que alcanza en algunos países latinoamericanos considerable importancia.
  Si en la situación abiertamente colonial la penetración cultural es el complemento de un ejército extranjero de ocupación, en los países neocoloniales, durante ciertas etapas aquella penetración asume una prioridad mayor. «Sirve para institucionalizar y hacer pensar como normal la dependencia. El principal objetivo de esta deformación cultural es que el pueblo no conciba su situación de neocolonizado ni aspire a cambiarla. De esta forma la colonización pedagógica sustituye con eficacia a la policía colonial» (4).
Los mass communications tienden a completar la destrucción de una conciencia nacional y de una subjetividad colectiva en vías de esclarecimiento, destrucción que se inicia apenas el niño accede a las formas de información, enseñanza y cultura dominantes. En la Argentina 26 canales de televisión, un millón de aparatos receptores, más de 50 emisoras de radio, centenares de diarios, periódicos y revistas, millares de discos, filmes, etc., unen su papel aculturante de colonización del gusto y las conciencias al proceso de enseñanza neocolonial abierto en el primario y completando en la universidad. «Para el neocolonialismo los mass communications son más eficaces que el napalm, lo real, lo verdadero, lo racional, están al igual que el pueblo al margen de la ley. La violencia, el crimen, la destrucción pasan a convertirse en la paz, el orden, la normalidad» (5). La verdad entonces equivale a la subversión. Cualquier forma de expresión o de comunicación que trate de mostrar la realidad nacional, es subversión.
  Penetración cultural, colonización pedagógica, mass communications, confluyen hoy en un desesperado esfuerzo para absorber, neutralizar o eliminar toda expresión que responda a una tentativa de descolonización. Existe de parte del neocolonialismo un serio intento de castrar, digerir las formas culturales que nazcan al margen de sus proposiciones. Se intenta quitarles aquello que las haga eficaces y peligrosas: se trata en suma de despolitizar. Vale decir, desvincular la obra de las necesidades de la lucha por la emancipación nacional.
  Ideas como «la belleza es en sí revolucionaria», o «todo cine nuevo es revolucionario», son aspiraciones idealistas que no afectan el estatuto neocolonial, en tanto siguen concibiendo el cine, el arte y la belleza como abstracciones universales y no en su estrecha vinculación con los procesos nacionales de descolonización.
   Toda tentativa de contestación incluso virulenta, que no sirva para movilizar, agitar, politizar de una u otra manera a capas del pueblo, armarlo racional y sensiblemente para la lucha, lejos de intranquilizar al sistema, es recibida con indiferencia y hasta con agrado. La virulencia, el inconformismo, la simple rebeldía, la insatisfacción, son productos que se agregan al mercado de compra y venta capitalistas, objetos de consumo. Sobre todo en una situación donde la burguesía necesita incluso una dosis más o menos cotidiana de shock y elementos excitantes de violencia controlada (6), es decir, de aquella violencia que al ser absorbida por el sistema queda reducida a estridencia pura. Ahí están las obras de una plástica socializante gozosamente codiciadas por la nueva burguesía para la decoración de sus iracundias, vanguardismo, ruidosamente aplaudidas por las clases dominantes; la literatura de escritores progresistas preocupados en la semántica y en el hombre al margen del tiempo y el espacio, dando visos de amplitud democrática a las editoriales y a las revistas del sistema; el cine de «contestación» promocionado por los monopolios de distribución y lanzado por las grandes bocas de salida comerciales. «En realidad el área de protesta permitida del sistema es mucho mayor que la que Él mismo admite. De este modo les da a los artistas la ilusión de que ellos están actuando contra el sistema al traspasar más allá de ciertos límites estrechos y no se dan cuenta que el arte antisistema puede ser absorbido y utilizado por el sistema, tanto como freno, como autocorrección necesaria» (7). Todas estas alternativas «progresistas», al carecer de una conciencia de la instrumentalización de lo nuestro para nuestra liberación concreta, al carecer en suma de politización, pasan a convertirse en la izquierda del sistema, la mejoría de sus productos culturales. Estarán condenadas a realizar la mejor de izquierda que hoy puede admitir la derecha y servirá tan solo a la sobrevivencia de esta. «Restituir las palabras, las acciones dramáticas, las imágenes a los lugares donde puedan cumplir un papel revolucionario, donde sean útiles, donde se conviertan en “armas de lucha”»8. Insertar la obra como hecho original en el proceso de liberación, ponerla antes que en función del arte en función de la vida misma, disolver la estética en la vida social; estas y no otras son a nuestro parecer las fuentes a partir de las cuales como diría Fanon, habrá de ser posible la descolonización, es decir, la cultura, el cine, la belleza, al menos, lo que más nos importa, nuestra cultura, nuestro cine y nuestro sentido de la belleza.

III. Los modelos cinematográficos neocoloniales en Argentina. Primer y segundo cine.
Una cinematografía, al igual que una cultura, no es nacional por el solo hecho de estar planteada dentro de determinados marcos geográficos, sino cuando responde a las necesidades particulares de liberación y desarrollo de cada pueblo. El cine hoy dominante en nuestros países, construidos de infraestructuras y superestructuras dependientes, causas de todo subdesarrollo, no puede ser otra cosa que un cine dependiente, y en consecuencia, un cine alineado y subdesarrollado.
   Si en los inicios de la historia —o prehistoria— del cine podía hablarse de un cine alemán, de un cine italiano, de un cine sueco, etc., netamente diferenciados y respondiendo a características culturales nacionales, hoy tales diferencias, al límite, no existen. Las fronteras se esfumaron paralelamente a la expansión del imperialismo yanqui y al modelo de cine que aquél, dueño de la industria y de los mercados, impondría: el cine americano. Resulta difícil en nuestros tiempos distinguir dentro del cine comercial y aun en gran parte del llamado «cine de autor, una obra que escapa a los modelos del cine americano». El dominio de este es tal que incluso los filmes «monumentales» de la cinematografía reciente de muchos países socialistas, son a su vez monumentales ejemplos de la sumisión a todas las proposiciones impuestas por los modelos hollywoodenses que, como bien diría Glauber Rocha, dieron lugar a un cine de imitación. La inserción del cine en los modelos americanos, aunque solo sea en el lenguaje, conduce a una adopción de ciertas formas de aquella ideología que dio como resultado ese lenguaje y no otro, esa concepción de la relación obra-espectador, y no otra. La apropiación mecanicista de un cine concebido como espectáculo, destinado a su difusión en grandes salas, con un tiempo de duración estandarizado, con estructuras herméticas que nacen, crecen y mueren dentro de la pantalla, además de satisfacer los intereses comerciales de los grupos productores, llevan también a la absorción de formas de la concepción burguesa de la existencia, que son la continuidad del arte ochocentista, del arte burgués: el hombre solo es admitido como objeto consumidor y pasivo; antes que serle reconocida su capacidad para construir la historia, solo se le admite leerla, contemplarla, escucharla, padecerla.
   La existencia humana y el devenir histórico quedan encerrados en los marcos de un cuadro, en el escenario de un teatro, entre las tapas de un libro, en los estrechos márgenes de proyección. Tal concepción es el punto más alto al que han arribado las expresiones artísticas de la burguesía.
   Y a partir de aquí, la filosofía del imperialismo (el hombre: objeto deglutidor) se conjuga maravillosamente con la obtención de plusvalía (el cine: objeto de venta y consumo). Es decir: el hombre para el cine y no el cine para el hombre. Impera entonces un cine tabulado por analistas motivacionales, pulsado por sociólogos y psicólogos, por los eternos investigadores de los sueños y las frustraciones de las masas, destinado a vender la vida en película: la vida como en el cine, la realidad tal como es concebida por las clases dominantes.
   El cine americano, impone, desde esta filosofía, no solo sus modelos de estructura y lenguaje, sino también modelos industriales, modelos comerciales, modelos técnicos. Una cámara de 35 mm, 25 cuadros por segundo, lámparas de arco, salas comerciales para espectadores, producción estandarizada, castas de cineastas, etc., son hechos nacidos para satisfacer las necesidades culturales y económicas no de cualquier grupo social, sino las de uno en particular: el capital financiero americano.
   Al lado de esta industria y de sus estructuras de comercialización, nacen las instituciones del cine, los grandes festivales, las escuelas oficiales y colateralmente, las revistas y críticos que la justifican y complementan. Estamos ante el andamiaje del primer cine, del cine dominante, aquel que desde las metrópolis se proyecta sobre los países dependientes y encuentra en estos sus obsecuentes continuadores. Pero a diferencia de lo que ocurre en las regiones dominantes, en Argentina, la industria cinematográfica es una industria raquítica, como raquíticas son sus posibilidades de desarrollo. Una industria que como tal, en el marco de una economía independiente, importa menos que la de la fabricación de escarbadientes. El cine importa aquí, más que como industria generadora de ideología, como transmisor de determinada información, sustentado, entre otras cosas, en formas industriales casi rudimentarias. La primera alternativa del primer cine, nace en nuestro país con el llamado «cine de autor», «cine expresión», o «nuevo cine» .
   Este segundo cine significa un evidente progreso en tanto reivindicación de la libertad de autor para expresarse de manera no estandarizada, en tanto apertura o intento de descolonización cultural. Promueve no solo una nueva actitud, sino que aporta un conjunto de obras que en su momento constituyeron la vanguardia del cine argentino, realizadas por: del Carril, Torre Nilsson, Ayala, Feldman, Murúa, Kohon, Kuhn y Fernando Birri que, con Tire dié, inaugura el documentalismo testimonial argentino.
  El segundo cine comenzó a generar sus propias estructuras: formas de distribución y canales propios de exhibición (en su mayoría cineclubes o cines de arte, etc.), como también ideólogos, críticos y revistas especializadas. Por otra parte, generó también una equívoca ambición: la de aspirar a un desarrollo de estructuras propias que compitieran con las del primer cine, en una utópica aspiración de dominar la «gran fortaleza». Esta tentativa reformista, típica manifestación del desarrollismo, expresada en el intento de desarrollar una industria del cine (independiente o pesada) como manera de salir del subdesarrollo cinematográfico, condujo a importantes capas del segundo cine a quedar mediatizadas por los condicionamientos ideológicos y económicos del propio sistema. Así ha nacido un cine abiertamente institucionalizado o presuntamente independiente, que el sistema necesita para decorar de «amplitud democrática» sus manifestaciones culturales.
   De esta manera buena parte del segundo cine, y ello es muy evidente en el caso de Argentina y de las metrópolis, ha quedado reducida a una serie de grupúsculos que viven pensándose a sí mismos ante el reducido auditorio de las élites diletantes. La lucha por proponer estructuras paralelas a las del sistema en un afán de dominar aquellas, o las presiones sobre los organismos oficiales para obtener el cambio de «un funcionario malo» por «uno progresista», los embates contra las leyes de censura y todas aquellas que hacen a una política de reformas, han demostrado, dadas las actuales circunstancias políticas, su absoluta incapacidad para modificar sustancialmente las relaciones vigentes de fuerzas. Y si no lo han demostrado aún en ciertos países, todo hace presuponer que ello ocurrirá en plazos más o menos previsibles. Al menos si ubicamos al cine dentro de la perspectiva histórica de las regiones neocolonizadas. El planteamiento de una política de presiones que permite imprimir cambios sustanciales en las estructuras del sistema podría ser viable en situaciones con regímenes en posibilidad de aflojar o conceder. Pero ese no es ya el caso de América Latina ni de los países no liberados del Tercer Mundo. Las perspectivas históricas no van aquí hacia un aflojamiento de la política represiva, sino hacia un incremento de aquella. En la Argentina se permitió una «universidad.., autónoma», en tanto la universidad no incubara nada que alterase el orden neocolonial, no existía censura en tanto que no había nada para censurar; no existía representación en tanto nadie evidenciaba su voluntad y capacidad de combatir seriamente al sistema. Pero esa no es ya nuestra situación. La fachada de la democracia burguesa hace tiempo se ha derrumbado. La violencia, la tortura, la represión brutal, la muerte, son hechos que crecerán y se multiplicarán en esta guerra larga hacia la liberación nacional y social latinoamericana. O bien, se los asume o se los ignora, que es también una manera de asumirlos pero desde el lado adverso.
   ¿Qué posibilidades de sobrevivencia existen en esta situación para una política reformista? ¿Qué posibilidades de desarrollo hay para un cine nuevo que queriendo mantenerse fiel a su tentativa de descolonización ve que las puertas de la «gran fortaleza» se le están cerrando?
   «En este tiempo de América Latina no hay espacio para la pasividad ni para la inocencia». «El compromiso del intelectual se mide por lo que arriesga, no con palabras ni con ideas solamente, sino con actos que ejecuta en la causa de la liberación. El obrero que va a la huelga y arriesga su posibilidad de trabajo y sobrevivencia, el estudiante que pone en juego su carrera, el militante que calla en la mesa de tortura, cada uno con sus actos nos compromete a algo mucho más importante que el vago gesto solidario» (9). En una situación donde el «estado de hecho» sustituye al «estado de derecho», el hombre define, un trabajador más en el frente de la cultura deberá tender, para no autonegarse, a radicalizar constantemente su posición a fin de estar a la altura de su tiempo. ¿Qué otra posibilidad de desarrollo existe para aquella tentativa del segundo cine que no sea la de acometer, sin dejar de aprovechar todos los resquicios que aún ofrezcan en sistemas, una obra cada vez más indigerible por las clases dominantes, cada vez más explícitamente elaboradas para combatirlas? ¿Qué otra alternativa que el salto a un tercer cine, síntesis de las mejores experiencias dejadas por el segundo cine? El cine no será ya para quien se lance a tal aventura, una «industria generadora de ideología», sino un instrumento para comunicar a los demás nuestra verdad, de ser profunda, objetivamente subversiva. Las estructuras, los mecanismos de difusión, la publicitación, la formación ideológica, el lenguaje, la sustentación económica, etc., importan sustancialmente pero quedan supeditados a una prioridad que es la transmisión de aquellas ideas, de aquella concepción que sirva, en lo que el cine pueda hacerlo, a liberar a un hombre alineado y sometido. Condicionado a ese objetivo mayor, que es el único que puede justificar hoy la existencia de un cineasta descolonizado, habrán de construirse las bases infraestructurales y superestructurales de este tercer cine, que desde la subversión en que el sistema las juzga, no pasarán por ahora, de ser bases incipientes con relativo poder de maniobra, su suerte está íntimamente vinculada al proceso global de liberación. No le importa ya la conquista de la «fortaleza del cine», porque sabe que tal conquista no ocurrirá en tanto el poder político no haya cambiado revolucionariamente de manos.

IV. Del cine de ellos al cine de nosotros: el tercer cine
Una de las tareas más eficaces cumplidas por el neocolonialismo ha sido la de desvincular a sectores intelectuales, sobre todo artistas, de la realidad nacional, alienándolos en cambio detrás del «arte y los modelos universales». Intelectuales y artistas han marchado comúnmente a la cola de las luchas populares, cuando no enfrentados a ellas. Las capas que de mejor manera han trabajado para la construcción de una cultura nacional (entendida como impulso hacia la descolonización) no han sido precisamente las élites ilustradas sino los sectores más explotados e incivilizados. Con justa razón las organizaciones de masas han desconfiado siempre del «intelectual» y del «artista». Cuando estos no fueron indirectamente ya que se limitaban en su mayoría a declamar una política propiciadora de «la paz y la democracia», temerosa de todo lo que sonara a nacional, asustada de contaminar el arte con la política, el artista con el militante revolucionario. Así oscurecieron, por lo general, las causas internas que determinan las contradicciones de la sociedad neocolonizada, poniendo en primer plano las causas externas que si «son la condición de los cambios no pueden ser nunca la base de aquéllos» (10). Sustituyendo, en el caso argentino, la lucha contra el imperialismo y la oligarquía nativa por la lucha de la democracia contra el fascismo, suprimiendo la contradicción fundamental de un país neocolonizado y reemplazándola «por una contradicción que era copia de la contradicción mundial» (11).
   Esta desvinculación de las capas intelectuales y los artistas de los procesos nacionales de liberación, que ayuda entre eficaces resultados en la politización y movilización de cuadres e incluso en el trabajo a nivel de masas allí donde resultan posibles. Los estudiantes que salieron a la Avenida 18 de julio en Montevideo a levantar barricadas luego de la exhibición de Me gustan los estudiantes (Mario Handler) o los que improvisaron manifestaciones en Mérida y Caracas cantando «La internacional» finalizada la proyección de La hora de los hornos, o la demanda creciente de filmes como los de Santiago Álvarez y el documentalismo cubano, los debates, actos y asambleas que se abran tras la difusión clandestina o semipública de este tercer cine, inauguran un camino tortuoso y difícil que en las sociedades de consumo ya está también siendo recorrido por las organizaciones de masas (Cine Giornali Liben en Italia, documentales del Zengakuren en Japón, etc.). Por primera vez en América Latina aparecen organizaciones dispuestas a la utilización político-cultural del cine: en Chile el partido socialista orientando y proporcionando a sus cuadros material cinematográfico revolucionario, en Argentina grupos revolucionarios peronistas o no peronistas interesados en lo mismo. Por su parte, OSPAAL colaborando en la realización y difusión de filmes que contribuyen a la lucha antiimperialista. Las organizaciones revolucionarias descubren la necesidad de cuadros que, entre otras cosas, sepan manejar de la mejor manera posible una cámara filmadora, una grabadora de sonido o un aparato de proyección. Vanguardias políticas y vanguardias artísticas confluyen, desde la lucha por arrebatar el poder al enemigo, en una tarea común que las enriquece mutuamente.

V. Avance y desmistificación de la técnica
Uno de los hechos que hasta hace muy poco retardaban la utilidad del cine como instrumento revolucionario era el problema de la aparatología, las dificultades técnicas, la obligatoria especialización de cada fase de trabajo, los costos elevados, etc. Los avances establecidos hoy en cada uno de los campos, la simplificación de las cámaras, de los grabadores, los nuevos pasos de película, las películas «rápidas» que pueden imprimir a luz ambiente, los fotómetros automáticos, los avances en la obtención de sincronismo audiovisual unido a la difusión de conocimientos a través de revistas especializadas de gran tiraje, incluso de medios de información no especializados, ha servido para ir desmitificando el hecho cinematográfico, para limpiarlo de aquella aureola casi mágica que hacía aparecer al cine solo al alcance de los «artistas», «genios», o «privilegiados». El cine está cada día más al alcance de capas mayores. Las experiencias realizadas por Marker, en Francia, proporcionando a grupos de obreros equipos de 8 mm, tras una instrucción elemental de su manejo, y destinadas a que el trabajador pudiera filmar, como escribiendo su propia visión del mundo, son experiencias que abren para el cine perspectivas inéditas y, antes que nada, una nueva concepción del hecho cinematográfico y del significado del arte en nuestro tiempo.

VI Cine de destrucción y construcción
El imperialismo y el capitalismo, ya sea en la sociedad de consumo o en el país neocolonizado, encubren todo tras un manto de imágenes y apariencias. Más que la realidad, importa allí la imagen interesada de esa realidad. Mundo poblado de fantasías y de fantasmas en el que la monstruosidad se viste de belleza y la belleza es vestida de monstruosidad. La fantasía por un lado, un universo burgués, imaginario, donde titilan el confort, el equilibrio, la paz, el orden, la eficacia, la posibilidad de «ser alguien». Por otro lado, los fantasmas, nosotros los perezosos, los indolentes y subdesarrollados, los generadores del desorden. Cuando el neocolonizado acepta su situación se convierte en un Gunga Din, delator al servicio del colono, en un Tío Tom, renegando de su clase y de su raza, o en un Tonto, simpático sirviente y monigote; pero cuando intenta negar su situación de opresión, pasa a ser un resentido, un salvaje, un come niños. El revolucionario es para el sistema «como los que no duermen por temor a los que no comen», un forajido, un asaltante, un violador y en consecuencia, la primera batalla que se entabla contra él no es a nivel político sino con recursos y leyes policiales. Cuando más explotado es el hombre más se lo ubica en el plano de la insignificancia, cuanto aquel más resiste se lo coloca en el lugar de las bestias. Ahí están en Africa adiós, del fascista Jacopetti los salvajes africanos, bestias exterminadoras y sanguinarias, sumidos en la abyecta anarquía una vez que salieron de la protección blanca. Murió Tarzán y en su lugar nacieron los Lumumba y los Lebenyula, y los Madzimbamuto y esto es algo que el neocolonialismo no perdona. La fantasía ha sido sustituida por fantasmas y entonces el hombre se transforma en un extra para la muerte a fin de que Jacopetti pueda filmar cómodamente su ejecución.
   Hago la revolución, por tanto existo. A partir de aquí fantasía y fantasma se diluyen para dar paso al hombre viviente. El cine de la revolución es simultáneamente un cine de destrucción y de construcción. Destrucción de la imagen que el neocolonialismo ha hecho de sí mismo y de nosotros. Construcción de una realidad palpitante y viva, rescate de la verdad en cualquiera de sus expresiones.
  La restitución de las cosas a su lugar y sentido reales es un hecho eminentemente subversivo, tanto en la situación neocolonial como en las sociedades de consumo; en estas, la aparente ambigüedad o la seudo objetividad de la información en la prensa escrita, en la literatura, etc., o en la relativa libertad que tienen las organizaciones populares para suministrar su propia información controladas o monopolizadas por el sistema. Las experiencias dejadas en Francia a propósito de los acontecimientos de mayo son bastante explícitas al respecto.
   En un mundo donde impera lo irreal, la expresión artística es empujada por los canales de la fantasía, de la ficción, de los lenguajes en clave, de los signos y los mensajes susurrados entre líneas. El arte se desvincula de los hechos concretos, para el neocolonialismo testimonio de acusación, y gira sobre sí, pavoneándose en un mundo de abstracciones y fantasmas, se vuelve atemporal y ahistórico. Puede referirse a Vietnam pero lejos de Vietnam, a América Latina pero lejos del continente, allí donde pierda eficacia e instrumentalización, allí donde se despolitice.
   El cine conocido como documental con toda la vastedad que este concepto hoy encierra, desde lo didáctico a la reconstrucción de un hecho o una historia, constituyen quizá el principal basamento de una cinematografía revolucionaria. Cada imagen que documenta, testimonia, refuta, profundiza la verdad de una situación es algo más que una imagen fílmica o un hecho puramente artístico, se convierte en algo indigerible para el sistema.
   El testimonio sobre una realidad nacional es además un medio inestimable de diálogo y conocimiento a nivel mundial. Ninguna forma internacional de lucha podrá ejecutarse con éxito si no hay un mutuo intercambio de las experiencias de otros pueblos, si no se rompe la balcanización que a nivel mundial, continental y nacional intenta mantener el imperialismo.

VII. Cine-acción
No hay posibilidad de acceso al conocimiento de una realidad en tanto no exista una acción sobre esa realidad, en tanto no se realiza una acción tendiente a transformar, desde cada frente de lucha, la realidad que se aborda. Aquello tan conocido de Marx, merece ser repetido a cada instante: no basta interpretar el mundo, ahora se trata de transformarlo.
   A partir de esta actitud queda al cineasta descubrir su propio lenguaje, aquel que surja de su visión militante y transformadora y del carácter del tema que aborde. A este respecto cabe señalar que aún perduran en ciertos cuadros políticos viejas posiciones dogmáticas que solo pretenden del cineasta o del artista una visión apologética de la realidad, acorde más con lo que «se desearía» idealmente que con lo que «es». Estas posiciones, que en el fondo esconden una desconfianza sobre las posibilidades de la realidad misma, han llevado en ciertos casos a utilizar el lenguaje cinematográfico como mera ilustración idealizada de un hecho, a querer restarle a la realidad sus profundas contradicciones, su riqueza dialéctica que es la que puede proporcionar a un filme belleza y eficacia. La realidad de los procesos revolucionarios en todo el mundo, pese a sus aspectos confusos y negativos, posee una línea dominante, una síntesis lo suficientemente rica y estimulante como para no esquematizarla con visiones parcializadas o sectarias.
   Cine panfleto, cine didáctico, cine informe, cine ensayo, cine testimonial, toda forma militante de expresión es válida y sería absurdo dictaminar normas estéticas de trabajo. Recibir del pueblo todo, proporcionarle lo mejor, o como diría el Che, respetar al pueblo dándole calidad. Convendría tener esto en cuenta frente a aquellas tendencias latentes siempre en el artista revolucionario, de rebajar la investigación y el lenguaje de un tema, a una especie de neopopulismo, a planos que si bien pueden ser aquellos en que se mueven las masas, no las ayudan a desembarazarse de las rémoras dejadas por el imperialismo. La eficacia obtenida por las mejores obras de un cine militante demuestran que capas consideradas como atrasadas están suficientemente aptas para captar el exacto sentido de una metáfora de imágenes, de un efecto de montaje, de cualquier experimentación lingüística que esté colocada en función de determinada idea.
   Por otra parte el cine revolucionario no es fundamentalmente aquel que ilustra y documenta o fija pasivamente una situación, sino el que intenta incidir en ella, ya sea como elemento impulsor o rectificador. No es simplemente cine testimonio, ni cine comunicación, sino ante todo cine-acción.

VIII. El cine y las circunstancias
Las diferencias existentes entre uno y otro proceso de liberación impiden dictaminar normas presuntuosamente universales. Enseñar el manejo de un arma puede ser revolucionario allí donde existen ya capas preocupadas en la conquista del poder político burgués, pero deja de ser tal en situaciones en las que las masas carecen aún de conciencia sobre quién es exactamente el enemigo, o donde ya aprendieron a manejarla. Del mismo modo un cine que insista en la denuncia sobre los efectos de la opresión colonial entra en un juego reformista cuando capas importantes de la población han llegado ya a ese conocimiento y lo que buscan son las causas, la manera de armarse para liquidar esa opresión. Es decir, un filme para combatir el analfabetismo es en la sociedad neocolonizada un filme que puede fácilmente auspiciar hoy el imperialismo, pero una película destinada en los primeros años de la Revolución cubana a erradicar el analfabetismo de la isla, jugaba un papel eminentemente revolucionario, como lo jugaba también el solo hecho de enseñar a la gente a manejar una filmadora para profundizar esa realidad.

IX ¿Cine perfecto?: la práctica y el error
El modelo de la obra perfecta de arte, del filme redondo, articulado según la métrica impuesta por la cultura burguesa y sus teóricos y críticos, ha servido en los países dependientes para inhibir al cineasta, sobre todo cuando este pretendió levantar modelos semejantes en una realidad que no le ofrecía ni la cultura, ni la técnica, ni los elementos más primarios para conseguirlo. La cultura de la metrópoli guardaba los secretos milenarios que habían dado vida a sus modelos; la transposición de estos a la realidad neocolonial siempre resultó un mecanismo de alienación. La pretensión resultó un mecanismo de alienación. La pretensión de llegar en el terreno del cine a una equiparación con las obras de los países dominantes, termina por lo común en el fracaso dada la existencia de dos realidades históricas inequiparables. La pretensión, al no hallar vías de resolución conduce a un sentimiento de inferioridad y de frustración. Pero estas nacen antes que nada del miedo a arriesgarse por caminos absolutamente nuevos, negadores en su casi totalidad de los ofrecidos por el «cine de ellos». Temor a reconocer las particularidades y limitaciones de una situación de dependencia, para descubrir las posibilidades innatas a esa situación encontrando formas de superación obligatoriamente originales.
   No es concebible la existencia de un cine revolucionario, sin el ejercicio constante y metódico de la práctica, de la búsqueda, de la experimentación.
   El cine de guerrillas proletariza al cineasta, quiebra la aristocracia intelectual que la burguesía otorga a sus seguidores, democratiza. La vinculación del cineasta con la realidad lo integra más a su pueblo. Capas de vanguardia, y hasta las masas, intervienen colectivamente en la obra cuando entienden que esta es la continuidad de su lucha cotidiana. La hora de los hornos ilustra cómo un filme puede llevarse a cabo aun en circunstancias hostiles cuando cuenta con la complicidad y la colaboración de militantes y cuadros del pueblo.
   El cineasta revolucionario actúa con una visión radicalmente nueva del papel del realizador, del trabajo de equipo, de los instrumentos, de los detalles. Ante todo se autoabastece para producir sus filmes, se equipa a todo nivel, se capacita en el manejo de las múltiples técnicas. Lo más valioso que posee son sus herramientas de trabajo, integradas plenamente a sus necesidades de comunicación. La cámara es la inagotable expropiadora de imágenes-municiones, el proyector es un arma capaz de disparar 24 fotogramas por segundo.
   Cada miembro del grupo debe tener conocimientos, al menos generales, de la aparatología que se utiliza; debe estar capacitado para sustituir a otro en cualquiera de las fases de la realización. Hay que derrumbar el mito de los técnicos insustituibles.
   El grupo entero debe dar enorme importancia a los pequeños detalles de la realización y a la seguridad con que ella debe estar protegida. Una imprevisión, algo que en el cine convencional pasaría desapercibido, puede en un cine-guerrilla echar por tierra un trabajo de semanas o meses. Y un fracaso en un cine-guerrilla, como en la guerrilla misma, puede significar la pérdida de una obra o la modificación de todos los planes. «En una guerrilla el fracaso es un concepto mil veces presente y la victoria un mito que solo un revolucionario puede soñar»(12). Capacidad para cuidar los detalles, disciplina, velocidad y sobre todo disposición a vencer las debilidades, la comodidad, los viejos hábitos, el clima de seudonormalidad detrás del que se esconde la guerra cotidiana. Cada filme es una operación distinta, un trabajo diferente que obliga a variar los métodos para desorientar o no alarmar al enemigo, sobre todo cuando los laboratorios del procesado están todavía en sus manos.
   El éxito del trabajo reside en gran medida en la capacidad de silencio del grupo, en su permanente desconfianza, condición difícil de alcanzar en una situación donde aparentemente no pasa nada y el cineasta ha sido acostumbrado a pregonar todo lo que está haciendo porque esa es la base del prestigio y promoción en la que la burguesía lo ha formado. El lema de «vigilancia constante, desconfianza constante, movilidad constante», tiene para el cine-guerrilla profunda vigencia. Trabajar en las apariencias saltando a veces en el vacío, exponiéndose al fracaso como lo hace el guerrillero que transita por senderos que él mismo se abre a golpes de machete. En la capacidad de situarse en los márgenes de lo conocido, de desplazarse entre continuos peligros, reside la posibilidad de descubrir e inventar formas y estructuras cinematográficas nuevas que sirvan a una visión más profunda de nuestra realidad.
   Nuestra época es época de hipótesis más que de tesis, época de obras en proceso, inconclusas, desordenadas, violentas, hechas con la cámara en una mano y una piedra en la otra, imposibles de ser medidas con los cánones de la teoría y la crítica tradicionales. Es a través de la práctica y la experimentación desinhibitorias que irán naciendo las ideas para una teoría y una crítica cinematográfica nuestras. «El conocimiento comienza por la práctica. Después de adquirir conocimientos teóricos mediante la práctica, hay que volver a la práctica» (13). Una vez que se adentra en esta praxis el cineasta revolucionario deberá vencer incontables obstáculos, sentirá la soledad de quienes aspiran a los halagos de los medios de promoción del sistema y encuentra que esos medios se le cierran. Dejará de ser campeón de ciclismo, como diría Godard, para convertirse en anónimo ciclista a lo vietnamita, sumergido en una guerra cruel y prolongada. Pero descubrirá también que existe un público receptor que toma su obra como propia, que la incorpora vivamente a su propia existencia, dispuesto a rodearlo y defenderlo como no lo haría ningún campeón ciclista del mundo.

X. El grupo de cine como guerrilla

El trabajo de un grupo de cine-guerrilla se rige por normas estrictamente disciplinarias, tanto de método de trabajo como de seguridad. Así como una guerrilla no puede fortalecerse si no opera con una concepción de cuadros y estructuras militares, otras cosas a comprender las limitaciones ideológicas en las que aquéllos se han desenvuelto, tiende hoy a disminuir en la medida que unos y otros comienzan a descubrir la imposibilidad de destruir al enemigo sin la previa integración de una batalla por intereses que les son comunes.
   El artista empieza a sentir la insuficiencia de su inconformidad y su rebeldía individual. Las organizaciones revolucionarias descubren a su vez los vacíos que va generando en el terreno de la cultura la lucha por el poder. Las dificultades que presenta la realización cinematográfica, las limitaciones ideológicas del cineasta de un país neo-colonial, etc., han sido elementos objetivos para que hasta ahora las organizaciones del pueblo no hayan prestado al cine la atención que este merece. La prensa escrita, los informes impresos, la propaganda mural, los discursos y las formas de información, esclarecimiento y politización verbales, siguen siendo hasta hoy las principales herramientas de comunicación entre las organizaciones y las capas de vanguardia con las masas. Pero la reubicación de algunos cineastas y la consecuente aparición de filmes útiles para la liberación ha permitido que algunas vanguardias políticas descubrieran la importancia del cine. Importancia que radica en el significado específico del cine como forma de comunicación, y que por sus características particulares permite nuclear durante una proyección fuerzas de diverso origen, gente que tal vez no concurrirá al llamado de una charla o un discurso partidista. El cine presenta como eficaz pretexto para una convocatoria y a ello suma la carga ideológica que le es propia.
   La capacidad de síntesis y penetración de la imagen fílmica, la posibilidad del documento vivo y la realidad desnuda, el poder del esclarecimiento de los medios audiovisuales supera con creces cualquier otro instrumento de comunicación. Huelga decir que aquellas obras que alcanzan a explotar inteligentemente las posibilidades de la imagen, la adecuada dosificación de conceptos, el lenguaje y la estructura que emanan naturalmente de cada tema, los contrapuntos de la narración audiovisual, logran eficaz resultado, igual ocurre en la marcha de un grupo de cine revolucionario. El grupo existe en tanto que complementación de responsabilidades, suma y síntesis de capacidades, y en cuanto opera armónicamente con una dirección que centraliza la planificación del trabajo y preserva su continuidad. La experiencia indica que no es fácil mantener la cohesión de un grupo cuando este se halla bombardeado por el sistema y su cadena de cómplices muchas veces disfrazados de «progresistas», cuando no hay estímulos externos inmediatos y espectaculares y se sufren las incomodidades y tensiones de un trabajo hecho bajo superficie y difundido subterráneamente.
   El nacimiento de conflictos internos es una realidad presente en todo el grupo, tenga o no madurez ideológica. La colaboración a nivel de grupos entre diversos países, puede servir para garantizar la finalización de un trabajo o la realización de ciertas fases de aquél, si es que en el país de origen no pueden llevarse a cabo. A ello habría que agregar la necesidad de un centro de recepción de materiales para archivo que pudiera ser utilizado por los distintos grupos y la perspectiva de coordinar a nivel continental, e incluso mundial, la continuidad del trabajo en cada país; encuentros periódicos regionales o mundiales para intercambiar experiencias, colaboraciones, planificación del trabajo, etcétera.

XI. Distribución del tercer cine

El cineasta revolucionario y los grupos de trabajo serán, al menos en las etapas iniciales, los únicos productores de sus obras. Sobre ellos cabe la mayor responsabilidad en el estudio de las formas de recuperación económica que faciliten la continuidad del trabajo. Un cine-guerrilla no reconoce aún suficientes antecedentes como para dictaminar normas en este terreno; las experiencias habidas han mostrado antes que nada habilidad para aprovechar las situaciones particulares que se daban en cada país. Pero sean lo que fueren esas situaciones, no puede plantearse la preparación de un filme si paralelamente no se estudia su destinatario y, en consecuencia, un plan de recuperación de la inversión hecha. Aquí nuevamente vuelve a aparecer la necesidad de una mayor vinculación entre vanguardias artísticas y políticas, ya que ella sirve también para el estudio conjunto de formas de producción, difusión y continuidad.
   Un cine-guerrilla no puede estar destinado a otros mecanismos de difusión que no sean los posibilitados por las organizaciones revolucionarias y, entre ellas, los que el propio cineasta invente o descubra. Producción, difusión y posibilidades económicas de sobrevivencia, deben formar parte de una misma estrategia. La resolución de los problemas que se enfrentan, en cada una de estas tareas, es lo que alentará a otra gente a incorporarse al trabajo de cine-guerrilla, a engrosar sus filas y hacerlo menos vulnerable.
   La difusión de este cine en América Latina se halla en su primer balbuceo, sin embargo, la represión del sistema ya es un hecho legalizado. Baste observar en la Argentina los allanamientos habidos durante algunas exhibiciones y la última ley de represión cinematográfica de corte netamente fascista, en Brasil la restricción cada día mayor a los compañeros más combativos del cinema novo, en casi todo el continente la censura impidiendo cualquier posibilidad de difusión pública.
   Sin filmes revolucionarios y sin un público que los reclame, todo intento de abrir formas nuevas de difusión estaría condenado al fracaso. Una y otra cosa existen ya en Latinoamérica. La aparición de las obras desató un camino que pasa en algunas zonas como en Argentina, por las exhibiciones de departamentos y casas con un número de participantes que no debería superar nunca las 25 personas; en otras partes, como Chile, en parroquias, universidades o centros de cultura (cada día menores en número), y en el caso de Uruguay exhibiciones en el cine más grande de Montevideo, entre 2 500 personas que abarrotan la sala haciendo de cada proyección un fervoroso acto antimperialista (14). Pero las perspectivas a nivel continental señalan que la posibilidad de continuidad de un cine revolucionario se apoya en la afirmación de infraestructuras rigurosamente clandestinas.
   La práctica llevará implícita errores y fracasos (15). Algunos compañeros se dejarán arrastrar por el éxito y la impunidad con que se pueden realizar las primeras exhibiciones, y tenderán a relajar las medidas de seguridad, otros, por exceso de precauciones o de miedo, extremarán tanto los recaudos que la difusión quedará circunscrita a algunos grupos de amigos. Solo la experiencia en cada lugar específico irá demostrando cuáles son allí los métodos mejores, no siempre posibles a aplicar mecánicamente en otras situaciones.
  En algunos lugares podrán construirse infraestructuras vinculadas a organizaciones políticas, estudiantiles, obreras, etc., y en otros convendrá la edición y venta de copias a las organizaciones.
   Esta forma de trabajo allí donde sea posible, parecería la más variable, ya que permite descentralizar la difusión, la hace menos vulnerable, agiliza la difusión a nivel nacional, posibilita una utilización política más profunda y permite recuperar los fondos invertidos en la realización. Es cierto que en muchos países las organizaciones no tienen todavía plena conciencia de la importancia de este trabajo, o teniéndola carecen de los medios adecuados para encararlos; allí entonces las vías pueden ser otras.
   La meta ideal a alcanzar sería la de producir y difundir un cine-guerrilla con fondos obtenidos mediante expropiaciones realizadas a la burguesía, es decir, que fuera ella quien lo pagase con la plusvalía que ha obtenido del pueblo. Pero en tanto esta meta no sea otra cosa que una aspiración a mediano o lejano plazo, las alternativas que se le abren a un cine revolucionario para recuperar los importes de producción y lo que insume, la difusión misma, son de algún modo parecidas a las que rigen en el cine convencional: todo participante a una exhibición debe abonar un importe que no debe ser inferior al que abona cuando va a un cine del sistema. Pagar, subvencionar, equipar y sostener este cine son responsabilidades políticas para los militantes y las organizaciones revolucionarias, un filme puede hacerse, pero si su difusión no permite recuperar los costos, resultará difícil o imposible que un segundo filme se haga.
   Los circuitos de 16 mm, en Europa: 20 000 centros de exhibición en Suecia; 30 000 en Francia, etc., no son el mejor ejemplo para los países neocolonizados, pero son un complemento a tener muy en cuenta para la obtención de fondos, más aún en una situación donde aquellos circuitos pueden jugar un papel importante en la difusión de las luchas del tercer mundo, emparentadas cada día más a las que se desarrollan en las metrópolis. Un filme sobre las guerrillas venezolanas dirá más al público que veinte folletos explicativos, otro tanto ocurrirá entre nosotros con una película sobre los acontecimientos de mayo en Francia o la situación del estudiantado en Berkeley, Estados Unidos.
   ¿Una Internacional del cine-guerrilla? ¿Y por qué no? ¿No está naciendo acaso una especie de nueva Internacional a través de las luchas del tercer mundo de la OSPAAL y de las vanguardias revolucionarias en las sociedades de consumo?

XII. Cine-acto = espectadores y protagonistas
Un cine-guerrilla, en esta etapa al alcance de reducidas capas de la población es, sin embargo, el único cine de masas hoy posible, desde que es el único circunstanciado con los intereses, aspiraciones y perspectivas de la inmensa mayoría del pueblo. Cada obra importante de un cine revolucionario constituirá, pueda hacerse o no explícito, un acontecimiento nacional de masas.
  Este cine de masas obligado a llegar nada más que a los sectores representativos de aquéllas, provoca en cada proyección, como en una incursión militar revolucionaria, un espacio liberado, un territorio descolonizado. Puede transformar la convocatoria en una especie de acto político, en lo que según Fanon podría ser «un acto litúrgico, una ocasión privilegiada que tiente al hombre para oír y decir».
  De estas condiciones de proscripción que impone el sistema, un cine militante debe extraer la infinidad de posibilidades nuevas que se le abren. La tentativa de superar la opresión neocolonial obliga a inventar formas de comunicación, inaugura la posibilidad.
   Antes y durante la realización de La hora de los hornos llevamos a cabo distintas experiencias en la difusión de un cine revolucionario, el poco que hasta ese momento teníamos. Cada proyección dirigida a los militantes, cuadros medios, activistas, obreros y universitarios, se transformaba sin que nosotros lo hubiéramos propuesto a priori, en una especie de reunión de célula ampliada de la cual los filmes formaban parte pero no eran el factor más importante. Descubríamos una nueva faz del cine, la participación del que hasta entonces era siempre considerado un espectador. Algunas veces, por razones de seguridad, intentábamos disolver el grupo de participantes apenas finalizaba la proyección, y entonces sentíamos que la difusión de aquel cine no tenía razón si no se completaba con la intervención de los compañeros, si no se abría el debate sobre los temas que las películas habían desatado.
   Descubríamos también que el compañero que asistía a las proyecciones lo hacía con plena conciencia de estar infringiendo las leyes del sistema y exponía su seguridad personal a eventuales represiones. Este hombre no era ya un espectador, por el contrario, desde el momento que decidía concurrir a la proyección, desde que se ponía de este lado arriesgándose y aportando su experiencia viva a la reunión, pasaba a ser un actor, un protagonista más importante que los que habían aparecido en los filmes. El hombre buscaba a otros hombres comprometidos como él y a su vez se comprometía con ellos. El espectador dejaba paso al actor que se buscaba a sí mismo en los demás.
   Fuera de este espacio que los filmes ayudaban momentáneamente a liberar solo existía la soledad, la incomunicación, la desconfianza, el miedo; dentro del espacio libre la situación los volvía a todos cómplices del acto que estaban desarrollando. Los debates nacían espontáneamente. A medida que las experiencias se sucedieron, incorporamos a las proyecciones distintos elementos (una puesta en escena) que reforzasen los temas de los filmes, el clima del acto, la desinhibición de los participantes, el diálogo: música o poemas grabados, elementos plásticos, afiches, un orientador que guiaba el debate y presentaba los filmes y a los compañeros que hablaban, un vaso de vino, unos «mates», etc. Así fuimos estableciendo que lo más valioso que teníamos entre manos era:
   1] El compañero participante, el hombre-actor cómplice que concurría a la convocatoria.
  2] El espacio libre en el que ese hombre exponía sus inquietudes y proposiciones, se politizaba y liberaba.
   3] El filme que importaba apenas como detonador o pretexto.
   De estos datos dedujimos que una obra cinematográfica podría ser mucho más eficaz si tomara plena conciencia de ellos y se dispusiese a subordinar su conformación, estructura, lenguaje y propuestas a este acto y a esos actores. Vale decir, si en la subordinación e inserción en los demás principales protagonistas de la vida buscase su propia liberación.
   De la correcta utilización del tiempo que ese grupo de actores-personajes nos brindaba con sus distintas historias, la utilización del espacio, que determinados compañeros nos ofrecían, y de los filmes, en sí mismos, había que intentar transformar el tiempo, espacio y obra en energía liberadora. Así fue naciendo la idea de estructura de lo que dimos en llamar cine-acto, cine-acción, una de las formas a que a nuestro criterio asume mucha importancia para la línea del tercer cine. Un cine cuya primera experiencia la hicimos tal vez a un nivel demasiado balbuceante, con la segunda y tercera parte de La hora de los hornos («Acto para la liberación», sobre todo a partir de «La resistencia» y «Violencia y liberación»). «Compañeros, decíamos al comienzo de “Acto para la liberación”, esto no es solo la exhibición de un filme ni tampoco un espectáculo, es antes que nada un acto, un acto de unidad antiimperialista; caben en él solamente aquellos que se sientan identificados con esta lucha porque este no es un espacio para espectadores ni cómplices del enemigo, sino para los únicos autores y protagonistas del proceso que el filme intenta de algún modo testimoniar y profundizar. El filme es el pretexto para el diálogo, para la búsqueda y el encuentro de voluntades. Es un informe que ponemos a la consideración de ustedes para debatirlo tras la proyección». «Importan, decíamos en otro momento de la segunda parte, las conclusiones que ustedes puedan extraer como autores reales y protagonistas de esta historia. Las experiencias por nosotros recogidas, las conclusiones, tienen un valor relativo; sirven en la medida que sean útiles al presente y al futuro de la liberación que son ustedes para que ustedes lo continúen».
  Con el cine-acto se llega a un cine inconcluso y abierto, un cine esencialmente del conocimiento. «El primer paso en el proceso del conocimiento es el contacto primero con las cosas del mundo exterior, la etapa de las sensaciones» (En una película el fresco vivo de la imagen y el sonido). «El segundo es la sintetización de los datos que proporcionan las sensaciones, su ordenamiento y elaboración, la etapa de los conceptos, de los juicios, de las deducciones» (en el filme el locutor, los reportajes, las didascalias o el narrador que conduce la proyección-acto). «Y la tercera etapa, la del conocimiento. El papel activo del conocimiento sensible al racional, sino lo que es todavía más importante, en el salto del conocimiento racional a la práctica revolucionaria... Esta es en su conjunto la teoría materialista dialéctica de la unidad del saber y la acción» (16) (en la proyección del filme-acto, la participación de los compañeros, las proposiciones de acciones que surjan, las acciones mismas que se desarrollen a posteriori). Por otra parte, cada proyección de un filme-acto supone una puesta en escena diferente, ya que el espacio donde se realiza, los materiales que la integran (actores-participantes) y el tiempo histórico en que tiene lugar no son los mismos. Vale decir, que el resultado de cada proyección-acto dependerá de aquellos que la organicen, de quienes participen en ella, del lugar y el momento en que aquélla se haga y donde la posibilidad de introducirle variantes, agregados, modificaciones, no tienen límites. La proyección de un filme-acto siempre expresará de uno u otro modo la situación histórica en que se realiza; sus perspectivas no se agotan en la lucha por el poder sino que podrán continuarse tras la conquista de aquél y para el afianzamiento de la revolución. El tercer cine es un cine inconcluso, a desarrollarse y completarse en este proceso histórico de la liberación.

XIII. Categorías del tercer cine

El hombre del tercer cine, ya sea desde un cine-guerrilla, o cine-acto, con la infinidad de categorías que contienen (cine-carta, cine-poema, cine-ensayo, cine-panfleto, cine-informe, etc.), opone, ante todo, al cine industrial, un cine artesanal; al cine de individuos, un cine de masas; al cine de autor, un cine de grupos operativos; al cine de desinformación neocolonial, un cine de información; a un cine de evasión, un cine que rescate la verdad; a un cine pasivo, un cine de agresión; a un cine institucionalizado, un cine de guerrillas; a un cine espectáculo, un cine de acto, un cine acción; a un cine de destrucción, un cine simultáneamente de destrucción y de construcción; a un cine hecho para el hombre viejo, para ellos, un cine a la medida del hombre nuevo: la posibilidad que somos cada uno de nosotros.
   La descolonización del cineasta y del cine serán hechos simultáneos en la medida que uno y otro aporten a la descolonización colectiva. La batalla comienza afuera contra el enemigo que nos está agrediendo, pero también adentro, contra el enemigo que está en el seno de cada uno. Destrucción y construcción. La acción descolonizadora sale a rescatar en su praxis los impulsos más puros y vitales; a la colonización de las conciencias opone la revolución de las conciencias. El mundo es escudriñado, redescubierto. Se asiste a un constante asombro, una especie de segundo nacimiento. El hombre recupera su primera ingenuidad, su capacidad de aventura, su hoy aletargada capacidad de indignación. Liberar una verdad proscrita significa liberar una posibilidad de indignación, de subversión. Nuestra verdad, la del hombre nuevo que se construye desembarazándose de todas las lacras que aún arrastra, es una bomba de poder inagotable y al mismo tiempo, la única posibilidad real de vida. Dentro de esta tentativa el cineasta revolucionario se aventura con su observación subversiva, su sensibilidad subversiva, su imaginación subversiva, su realización subversiva. Los grandes temas, la historia patria, el amor y el desamor entre los combatientes, el esfuerzo de un pueblo que despierta, todo renace ante las lentes de las cámaras descolonizadas. El cineasta se siente por primera vez libre. Dentro del sistema, descubre, no cabe nada; al margen y contra el sistema cabe todo, porque todo está por hacerse. Lo que ayer parecía aventura descabellada, decíamos en un principio, se plantea hoy como necesidad inexcusable.
   Hasta aquí ideas sueltas, proposiciones de trabajo. Apenas un esbozo de hipótesis que nace de nuestra primera experiencia —La hora de los hornos— y que por lo tanto no intentan presentarse como modelo o alternativa única o excluyente, sino como proposiciones útiles para profundizar el debate acerca de nuevas perspectivas de instrumentalización del cine, en países no liberados.
   Otras muchas experiencias y caminos, sea en concepciones estéticas o narrativas, lenguaje o categorías cinematográficas; no solo son necesarias intentar sino que son un desafío imprescindible para llevar adelante, en las actuales circunstancias históricas, un cine de descolonización, que más allá de las experiencias argentinas, se inserte en la batalla mayor que nos hermana: el cine latinoamericano contribuyendo al proceso de la liberación continental. Cine que —obvio es decir— tiene su expresión más alta en el conjunto del cine cubano y en nuestros países (no liberados aún), desde las obras de vanguardia del cinema novo brasileño, y más recientemente boliviano y chileno y hasta el documentalismo denuncia y el cine militante; aportes y experiencias que confluyen en la construcción de este tercer cine, y que deben ser desarrolladas a través de la unidad combatiente (obras, hechos y acciones) de todos los cineastas militantes latinoamericanos. Somos conscientes que con una película, al igual que con una no-vela, un cuadro o un libro, no liberamos nuestra patria, pero tampoco la liberan ni una huelga, ni una movilización, ni un hecho de armas, en tanto actos aislados. Cada uno de éstos o la obra cinematográfica militante, son formas de acción dentro de la batalla que actualmente se libra. La efectividad de uno u otro no puede ser calificada apriorísticamente, sino a través de su propia praxis. Será el desarrollo cuantitativo y cualitativo de unos y otros, lo que contribuirá en mayor o menor grado a la concreción de una cultura y un cine totalmente descolonizados y originales. Al límite diremos que una obra cinematográfica puede convertirse en un formidable acto político, del mismo modo que un acto político, puede ser la más bella obra artística: contribuyendo a la liberación total del hombre.
   ¿Por qué un cine y no otra forma de comunicación artística? Si elegimos el cine como centro de proposiciones y debate, es porque éste es nuestro frente de trabajo; además porque el nacimiento del tercer cine significa, al menos para nosotros, el acontecimiento cinematográfico más importante de nuestro tiempo.
Octubre de 1969

Notas

* Tomado de Cine Club, año 1, núm. 1, México, octubre de 1970.
1 La hora de los hornos («Neocolonialismo y violencia»).
2 José Hernández Arregui, Imperialismo y cultura.
3 René Zavaleta Mercado, Bolivia: crecimiento de la idea nacional.
4 La hora de los hornos («Neocolonialismo y violencia»).
5 Ibid.
6 Obsérvese la nueva costumbre de algunos grupos de la alta burguesía romana y parisiense, dedicados a viajar a Saigón los fines de semana para ver de cerca la ofensiva del vietcong.
7 Irwin Silver, USA: la alienación de la cultura.
8 Grupo Plásticos de Vanguardia, Argentina.
9 La hora de los hornos («Violencia y liberación»).
10 Mao Tse-Tung, Acerca de la práctica.
11 Rodolfo Puiggrós, El proletariado y la revolución nacional.
12 Ernesto Che Guevara, Guerra de guerrillas.
13 Mao Tse-Tung, Acerca de la práctica.
14 E1 seminario uruguayo Marcha organiza exhibiciones de trasnoche y los domingos en la mañana que cuentan con notable cantidad y calidad de recepción.
15 Allanamientos de un sindicato en Buenos Aires y detención de 200 personas a causa del error en la elección del lugar de proyección y en el elevado número de invitados.
16 Mao Tse-Tung, Acerca de la práctica.

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Octavio Getino (León, España, 1935). Nacionalizado argentino, fue realizador, guionista, narrador y experto en comunicación.  Sus inicios en el cine están ligados a una obra clave dentro del Nuevo Cine Latinoamericano: La hora de los hornos (1966), filme del realizador Fernando «Pino» Solanas, del cual Getino fuera sonidista y co-autor del guión. En 1963 Getino obtuvo el Premio Casa de las Américas con su libro de cuentos Chulleca. Entre sus principales libros sobre comunicación se encuentran: Cultura, comunicación y desarrollo en América Latina (1984) y Cine latinoamericano. Economía y nuevas tecnologías (1987). Publicó varios libros sobre cine argentino, entre ellos Cine y dependencia. El cine en la Argentina (1990). Fue coordinador del Observatorio Industrias Culturales, de la Secretaría de Cultura, Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, coordinador Observatorio MERCOSUR Audiovisual, RECAM (Reunión Especializada de Autoridades Cinematográficas y Audiovisuales del MERCOSUR). Profesor titular de Industrias Culturales MERCOSUR e investigador de la Fundación del Nuevo Cine Latinoamericano, La Habana, y de la Fundación CICCUS, de Buenos Aires. Fallece en Buenos Aires en el año 2012.

Fernando Ezequiel Solanas (Buenos Aires, 1936). Músico y abogado, en la década de los años sesenta comenzó su carrera en el mundo del cine haciendo cortometrajes y publicidad, pero su fama internacional surgió a partir del documental de más de 4 horas de duración La hora de los hornos (1968), prohibido de 1969 a 1973 en Argentina, concebido como un ensayo político, y considerado uno de los largometrajes más significativos, renovadores y elocuentes del cine tercermundista. De orientación política neoperonista militante, y junto a Octavio Getino, líder  del grupo Cine Liberación, autodefinido en 1971 como cine no comercial y brazo cinematográfico del general Perón, Solanas realizó en la misma línea de reflexión política sus siguientes obras Los hijos del fierro (1975) y La mirada de los otros (1980). Desde esta época despunta su trabajo teórico con textos como Hacia el tercer cine, de cardinal importancia para cimentar la estética y los conceptos del Nuevo Cine Latinoamericano.