FICHA ANALÍTICA

Así empezó El séptimo cielo.
Casaus, Víctor (1944 - )

Título: Así empezó El séptimo cielo.

Autor(es): Víctor Casaus

Fuente: Revista Cine Cubano On Line

Número: 5

Año de publicación: 2007

Así empezó El séptimo cielo.

En la versión final de El séptimo cielo que entregó a la señorita María Zurdos, Pablo introduce todo el documento con el pasaje titulado «Así empezó», descartando la introducción que había previsto en el manuscrito.

«Para los que quieren ascenderla hay una escalera que va del abismo a las alturas, de la cloaca a las estrellas: la escala del coraje.»

Así, llena de un vigor vibrante, esta sentencia apareció antes que nada como preludio de un triunfo conquistado por la lucha. Y empezó la cinta a dejar en todos un aliento emocional y humano.

Un sujeto notable


Alto y fuerte, bello y enlodado, como una estatua sucia, joven, confiado y feliz, en la oscura y pestilente cloaca de un barrio parisién, Chico tenía la firme convicción, y así lo hacía conocer a su compañero El Rata, de que él era «un sujeto muy notable» a quien la Suerte había tomado ojeriza porque su verdadero glorioso destino estaba en llegar a ser «un riega calles, allá arriba», como correspondía a un hombre de su calidad que «no le tenía miedo a nada».

Las hermanas

Cerca de la cloaca en que Chico prestaba sus servicios, en una destartalada buhardilla, vivían dos hermanas, Naná y Diana, a quienes la orfandad había dejado al cuidado del pérfido consejero del hambre. Dios, el misterioso constructor de los mundos, dramaturgo enorme del drama de la vida, puso en el corazón de la mayor, Naná, la cobardía que ante la miseria se disuelve en el vicio y en él se encenagó rindiendo culto al robo, al alcohol y a las drogas. En la casa, colérica y ruda, hacía pasar a la graciosa Diana insoportables tormentos, dominándola por el terror que la inspiraba a fuerza de golpes. Era ésta, por el contrario, una muchacha-luz. En su dulce rostro de contornos suaves, sus ojos, grandes y claros, eran una promesa de virtud y de bondad. Había en su conducta ante la desgracia la heroica resignación de los corazones valientes, y si alguna vez, bajo los golpes del látigo, fue a vender las joyas robadas por la hermana para traerle el ajenjo o la cocaína, lo hizo con invencible repugnancia...

 Un anuncio feliz

El viejo sacerdote, noble y sencillo, amigo de los pobres, entra en la buhardilla encantado de traer una buena noticia. Es recibido con agrias palabras por Naná, pero él, dulcemente, en vez de reprochárselas le comunica que sus tíos han llegado de los Mares del Sur convertidos en millonarios y que se interesan por ellas, quienes en lo sucesivo llevarían una vida regalada y digna.

 La prueba

La anunciada visita llegó. El rostro de Naná, excitado por el ajenjo que le había traído Diana, brillaba de codicia ante la regalada perspectiva, y recibió con hipócritas muestras de alegría a los tíos, fríos personajes incapaces de una emoción cariñosa. En la oscuridad brilla más la luz, y en aquella buhardilla, desordenada y sucia, el contraste entre Diana y Naná era tan distinto, tan claro, que hasta el tío, alto, áspero y frío, como un pino en el invierno, tuvo que advertirlo. En un rincón, recogida y medrosa, estaba Diana y hasta ella se acercó la tía, que mujer al fin, tuvo un secreto impulso maternal abrazando con efusión a la muchacha. Unida a ella, Diana halló que tenía «un olor a ropa fresca... a sándalo... a hogar...»

Naná temía una revelación de su hermana, y con gran disimulo, cogiéndole el brazo por la espalda, se lo retorció larga y horriblemente para atemorizarla a fin de que no fuese a contar todo el horror de su vida... Era una angustia el espectáculo. El hermoso rostro de Diana era un tormento a la vista. Parecía el de una virgen del Renacimiento, de esas que tienen una sonrisa más triste que el llanto. Pesar y cólera causaba el ver sus ojos tomar el brillo del cristal humedecido mientras sus labios intentaban en vano sonreír. Por fin Naná la soltó y todos respiramos a un tiempo, como si fuéramos soldados.

Fue entonces que el tío hizo la pregunta esperada: «Dímelo tú, Diana, ¿han sido puras y buenas? Si no es así no podrán vivir en nuestra casa.» Entre el temor al castigo y el decir la verdad, Diana vaciló, como ante un precipicio. Si decía la verdad de la vida de ellas, continuaría siendo espantosa y, además, recibiría de su hermana un castigo brutal y terrible... Si mentía, entonces podrían vivir como millonarias, contentas y felices... pero, ¿y su conciencia? ¿No le diría que su situación descansaba en la falsedad? ¿Podría siquiera ser feliz? ¡No! Todo esto fue una lucha interior de unos segundos bajo las miradas duras de su hermana y las interrogadoras del tío. Pero al fin el fondo moral de la muchacha venció y Diana, bajando la cabeza, dejó escapar la palabra definitiva: ¡No!, con un aliento tembloroso y vago, como un suspiro... El tío, que casi deseaba saber esto pues se quitaba de encima una carga, se iba ya cuando en la puerta, a instancias de la mujer, sacó unos billetes y los arrojó al suelo con un aire de desprecio intolerable... Y en la puerta también, antes de salir, el sr. [sic] Brissac, inmóvil un momento, miraba a Diana y pensaba que era una presa fácil y codiciable para sus apetitos de señorito bien....

El castigo

 ¡Y qué ojos más espantosos puso Naná cuando se fue el tío! Con movimientos lentos, como de fiera en acecho, se fue acercando a la aterrada Diana con el látigo en la mano; la increpó con violencia y luego, furiosamente, comenzó a pegarle... Diana esta vez tuvo valor para huir, y la hermana, persiguiéndola con saña a través de las calles, la hizo caer por fin sin sentido, y allí, inmóvil la infeliz, siguió sufriendo el terrible castigo.

Chico entra en escena

Abajo, en la cloaca, Chico, irguiendo su bella y varonil cabeza, seguramente estaría diciendo a sus asombrados compañeros, con un énfasis simpático, todas las «enormes ventajas» de ser un «sujeto notable». Pero... ¿y ese escándalo de arriba?, ¿y aquel atropello de palabras sucias dichas con voz desagradable de mujer borracha? Chico trepó rápidamente, y saliendo por la claraboya a la calle quitó a la mujer con violencia de sobre su presa indefensa. Tras una corta lucha y dominándola por el miedo, bajo la terrible amenaza de arrojarla a la cloaca, Chico la hizo prometer que no maltrataría más a la muchacha. Cuando se fue Naná dejando a Diana en el suelo sin sentido, reanudaron los amigos su charla interrumpida. «Le has salvado la vida a la muchacha,» dijo el chauffeur [chofer], a lo que Chico le responde: «Esta criatura más vale que no hubiera nacido». Fue este un involuntario movimiento de rebeldía interior contra la injusticia que, por lo menos aparentemente, reina en el mundo y que hace sublevar a los corazones generosos como el de Chico. Pero pronto la alegría volvió a imperar en la reunión.

El simpático y feliz propietario de Eloísa la vieja limousine, malcriada como un hijo único, y cuyo nombre lamento no recordar(1), era ese día el anfitrión... Y fueron apareciendo misteriosamente, primero, un pan enorme, luego, unas botellas de vino, más tarde otras cosas. Pero la muchacha no volvía en sí. Chico entonces le pidió a El Rata su «violeta» (una cebolla) y con la mitad de ella, como en una maldad de pilluelo, frotó la cara de la joven que no pudo permanecer insensible a la desagradable impresión. Y desde ese momento prosiguió la charla con un espectador incógnito: el buen cura del barrio, el padre Chevreuil(2) que, como Harun Al Raschid, gustaba de sorprender el secreto de las conversaciones. ¡Simpática malacrianza, cuando, como ellos, se hace para mejorar la posición de los desventurados! Chico tenía un gesto peculiar: levantaba la cabeza escultórica y la hacía tomar sobre los hombros atléticos y el robusto cuello, toda la triunfal arrogancia de la de un Cónsul romano; al par levantaba el brazo y su índice subrayaba las palabras que salían de sus labios finos, firmes, seguras, irrebatibles, como las órdenes de un general. Chico era así. Por eso era un sujeto notable. En este momento él decía, dirigiéndose al propietario de Eloísa, que casi siempre para contestar consultaba antes a la botella de vino: «Dime, tú que crees en el buen Dios, ¿es él quien ha hecho a este? —y señaló a El Rata—, ¿es él quien me ha hecho a mí?, ¿es acaso el buen Dios quien ha hecho a esta muchacha?» El buen chauffeur no encontraba ya respuesta alguna en la botella vacía, y entonces, confidencialmente, dijo al oído del joven: «Bueno, Chico, todos nos equivocamos alguna vez...» Chico prosiguió cada vez más categórico: «Por eso yo soy ateo. Le he dado a Dios dos oportunidades para que me demuestre que existe y no lo ha hecho. La primera ocasión escogí la mejor iglesia de París y me gasté cinco francos en velas para ver si me nombraban regador de calles y no me han nombrado. La segunda vez —y Chico puso en su cara abstraída toda la fuerza de la evocación de un sueño— me gasté otros cinco francos para que me mandase una mujercita rubia y linda... y es esto lo que me envía.» Al llegar aquí, Chico se volvió hacia la muchacha con un gesto como de inconformidad que hizo a Diana bajar la cabeza abatida de pesar. Y Chico dio fin a sus formidables razonamientos con esta indubitable conclusión: «Dios, pues, me debe diez francos.» […]


Paréntesis


Como surge imperceptiblemente en el cielo del atardecer el átomo de luz de una estrella y, de pronto, en un descuido de la vista, o tras el lento desfile de una nube, aparece el astro rutilante; como brota invisible en el jardín la planta y en una mañana milagrosa de luz encontramos al capullo abierto de flor; así, como las cosas bellas de la naturaleza, nace también de un modo impreciso lo más bello que hay en el hombre: el sentimiento del amor, que es la estrella en la noche de la vida y la flor del corazón...

Un día cualquiera unos ojos de mujer se miran en los nuestros y sonreímos interiormente. Después conocemos a esa muchacha. Más tarde somos amigos de ella; conoce entonces nuestras ilusiones, nuestros proyectos, nuestras decepciones. Ya la amiga es nuestro confidente, nuestro compañero, nuestro camarada. Pasa el tiempo y un día notamos que estamos tristes. Desde luego que no es porque no la hayamos visto, sino porque el desayuno estuvo malo. Días después nos sentimos felices sin saber por qué. ¿Sería porque ella estuvo cariñosa y confidencial con nosotros, o porque nos miró profundamente? ¡Qué disparate! ¿Sería entonces porque le ganamos una partida de ajedrez a un amigo a quien siempre le hemos ganado? Sí, seguramente que es por este triunfo que la alegría nos retoza en el cuerpo. Un amigo nos dice un día: «¡Ten cuidado, muchacho...!» Le respondemos con énfasis que somos invulnerables, que somos demasiado inteligentes para enamorarnos, y pensamos para nosotros que este pobre amigo nuestro es un imbécil incapaz de conocer el corazón humano... Pero se nos queda la duda y entonces nos decimos: ¡Bah! ¡Con no verla más!...

Al día siguiente no la vemos y al otro tampoco y tampoco al otro... Al cuarto día decimos: ¡Caramba, van a creer que soy un malcriado o que estoy enfermo! Y vamos allá con la intención de estar un rato... y salimos a las once de la noche. Al día siguiente recordamos que se nos quedó en la casa el paraguas (porque habíamos ido la noche anterior bajo un aguacero espantoso), y pasamos a recogerlo, ya que seguramente estará estorbando en la casa. Al día siguiente...¿Para qué seguir? ¡Ya estamos perdidos! ¡Ya estamos salvados!... Así es de traicionero y sutil ese impalpable, milagroso e inmortal microbio del amor, que deja el alma enferma de una belleza confusa parecida a esa apoteosis de la luz que se llama un crepúsculo del trópico. Por un lado, imponente y hermoso, símbolo de nuestra pasión, el Sol se sumerge en el mar, inmenso y palpitante como nuestro corazón de jóvenes, como en un baño de dioses, rodeado de la policromía milagrosa de las nubes, de formas, ora fabulosas, como nuestros sueños, ora de delicados tejidos, como nuestras caricias; y por el otro lado, en silencio, oscura e imponente, como la dura realidad de la vida, se va acercando la Noche, que entre los montones de nubes prietas, monstruosas y colosales, como dragones invencibles, y que representan las dudas y los celos de nuestra pasión naciente, deja, no obstante, brillar los átomos de luz de las estrellas, como recuerdo de que el amor es luz que ilumina el alma y de que mientras en ésta brille, anhelosa y pura, las sombras en torno, como las fieras que rodean la hoguera del cazador, no se atreverán a penetrar en ella...

 ¡Perdón, srta. María!

Pero... ¡Oh, mi loca fantasía!... La camarada de mi corazón de joven se fue de paseo con él hasta sus jardines inmortales y nos ha dejado descarriados, srta. María. Y es que así pensaba yo mientras el episodio sentimental de Diana y de Chico iba tomando en este, indiferente y despreocupado ante el peligro, la forma sublime del amor.

Divagación del recuerdo


¿Por dónde quedamos? Aislado recuerdo el simpático y cómico incidente del debut de Chico como regador de calle, cuando empapa a su compañero de trabajo, el bigotudo y ceremonioso Gobin. Y también, ¿cómo no recordar el episodio bellísimo en que Diana, al componer la ropa del joven, con uno de esos arrebatos de pasión que sólo comprenden los que han amado profundamente o que profundamente presienten el amor, conoció la delicia dulcísima de sentir el contacto de la ropa de Chico, olorosa a trabajo... Todos los espectadores fuimos conmovidos por aquel delirio emocional de un joven corazón apasionado. Los hombres pensamos en el paraíso que hay escondido en el virginal corazón de una muchacha buena; en lo hermoso que debe ser el ser amado por el atractivo irresistible de poseer un alma noble y un rostro bello, y suspiramos, algunos, con una mezcla de envidia y desconsuelo. Las muchachas, más sencillas, tal vez pensarían que a eso y mucho más era acreedor un sujeto notable como Chico, que era airoso, bueno, y poseía una cabellera rizada realmente admirable. (¿No, srta. María?) Y, ¿en dónde colocamos este episodio, srta. María? ¿Le buscamos su lugar correspondiente, o lo dejamos, así, aislado, como un faro de luz? Porque las cosas bellas es muy bueno verlas en orden, como los cuadros de los museos, pero ¿acaso no es también gozoso el verlas dispersas, como aparecen por las noches los astros en el cielo... ¿Sí? Pues entonces dejamos este episodio, así, aislado, como un faro de luz... […]

Al fuego con el fuego

 Y mientras de esta manera el coronel Brissac distraía sus ocios de militar apestoso a esencia fina, allá en la trinchera, con la ropa enfangada, olorosa a pólvora, los valientes poilu [soldado o veterano francés de la I Guerra Mundial; hombre valiente, de pelo en pecho] luchaban por Francia. Había llegado la hora de tomar la revancha a los atroces espantos del gas asfixiante de los alemanes y de todos aquellos inventos que sembraban la muerte y el horror. Chico y sus amigos iban a exponer la vida para probar un gas que convertiría en llamas infernales, destruyéndolo todo, el atrincheramiento enemigo.El oficial recorría la estrecha trinchera alentando a sus hombres, que dentro de poco habrían de perder la vida con casi toda seguridad. Se paró ante Chico, el hombre de confianza, y le dio las últimas instrucciones. El joven le dijo, refiriéndose a Gobin, que estaba a su lado: «Éste y yo tenemos experiencia en el manejo de la manguera. Vamos a rociarlos». Llegado el minuto convenido, el oficial se llevó el silbato a la boca y la estridente señal fue escuchada a todo lo largo de la trinchera. Precipitados la escalaron, y allá se fueron, con el pecho a la muerte, Chico y sus compañeros valerosos... La noche se llenó de horror; los hombres, con sus extrañas caretas y uniformes, envueltos en la cortina de fuego que despedían sus aparatos, parecían los fantasmas entrevistos en un sueño de incendios.

 La caída de los héroes

 Uno a uno, esparciendo la muerte, iban cayendo también los valientes. Aquel que avanzaba con otro allá, adelante, más lejos que todos, como si fuera un guía, ¿no era Chico? Una explosión espantosa acaba de abrir un hueco cerca de él, y cuando el remolino de humo y de tierra se disipó un poco, se pudo ver que caminaba temblorosamente, sin firmeza, como si estuviera ciego, aturdido o borracho. Apenas dio unos pasos, cayó, volvió a levantarse y volvió a caer sin que se pudiera levantar más. Era efectivamente Chico. El joven héroe había caído y su compañero El Rata tuvo que realizar esfuerzos prodigiosos antes de poder llevarlo hasta el hoyo. Allí lo colocó en espera de un auxilio o de que pasara un poco el cañoneo para arrastrarlo a las trincheras francesas. De pronto la sombra de un boche que avanzaba agigantándose lentamente, lo puso en atención, y cuando el alemán iba a clavar su bayoneta en el cuerpo indefenso de su amigo, de un salto [El Rata] le arrebató el arma y lo mató con ella. Enseguida, dándose cuenta del peligro de los reconocimientos, con trabajos enormes sacó a Chico del cráter y lo fue empujando, bajo el rastrilleo incesante de las ametralladoras, hasta sus trincheras, desde las que se seguía con ansiedad la mortal maniobra. En efecto, las balas pasando tan a ras de tierra que no dejaban asomar la cabeza a los soldados franceses, hicieron blanco más de una vez en los cuerpos de Chico y de El Rata, pero éste pudo por fin llegar hasta donde estaban sus compañeros, con tiempo bastante para recibir la bendición del padre Chevreuil antes de morir, y aún para entregar a éste, a fin de que se lo devolviera al General, el reloj que «le había tomado a préstamo», según dijo. Así se fue para el cielo este heroico ladrón de pollos y de relojes, admirador de Chico. ¿Y éste? También se iba. Pero antes, abriendo los ojos ya sin luz, sonrió al buen padre Chevreuil y le dijo, dándole, después de besarlo, y para que lo entregara a Diana, el collar sagrado de sus desponsales: «Dígale que muero acordándome de ella y mirando hacia arriba.» La sonrisa se extinguió en sus labios como un beso en el vacío, como con un ruego «que, camino del cielo, el viento lleva».(3) Sus párpados cayeron lentamente y cerraron la obsesión de sus ojos perdidos, allá lejos...

La alegría del coronel Brissac

 En cuanto llegó la noticia de la muerte de Chico, el coronel Brissac, que la esperaba con ansia, se dio prisa en comunicársela a la muchacha, que la recibió con una carcajada desconcertante. Chico no podía morir y eso lo sabía bien Diana que todos los días hablaba con él. Pero Brissac le mostró el parte que con muchos días de atraso le había llegado, cuando ya era evidente la derrota de los alemanes. Y Diana dudaba aún cuando apareció en la puerta Gobin, mudo y serio, con su heroico uniforme de poilu y colgando, vacía, una manga de la guerrera. Ella se le acercó y el valiente soldado, abatido, dejó caer la cabeza. Al mismo tiempo llegaba el padre Chevreuil a cumplir el encargo del querido muchacho. El dolor de Diana iba tomando esa forma desesperada en la que se habla con el pasado y se le grita al presente como si fueran personas. Así ella monologaba: «¿De modo que no es verdad que me ha hablado todos los días? ¡Todo ha sido falso!» Sus desgarradas imprecaciones hicieron decir al Padre: «¡Hija, no tratemos de investigar los designios del Señor!» Brissac le prometía apoyo a la muchacha que en ese momento no podía comprender toda la hipócrita bondad del oficial, pues abstraída, como si estuviera sola, había vuelto a sus recuerdos negros y decía: «Y otra vez al principio de todo...» Su dolor tomaba aquí una forma egoísta, pero hay que perdonárselo, según hemos acordado la srta. María y YO.

¡El armisticio! (4)

 Rápido, como un telegrama, llegó el buen chauffeur amigo de Chico. Tiró con alegría su gorra al aire gritando con gran escándalo: «¡Terminó la guerra! ¡Se firmó el armisticio!» Y en tanto empezaba a subir de la calle el rumor de la muchedumbre frenética. Todos se asomaron a la ventana. El pueblo, delirante de entusiasmo, se lanzaba a las calles; las banderas aliadas flotaban impetuosamente, como en un vendaval; el ronco vocerío del pueblo se unía al estruendo de las salvas de artillería y al épico son de los himnos guerreros... Y para Diana, ¿qué era aquello? Su cuerpo, casi desmayado en los brazos de Brissac, que apuraba sus deseos de ser aceptado por la muchacha como el sustituto de Chico sin tener sus nobles anhelos, era sólo una sombra del gentil cuerpo de antes. ¿Qué era para ella aquel tumulto de alegría que subía sin cesar? Al lado del derrumbe de su corazón, ¿qué era aquello? Ella no oía ni el rumor férvido del loco frenesí del pueblo ni las palabras de Brissac, porque sin duda en ese momento desfilaban ante ella, atraídos por el dolor, como en una procesión, todos los ensueños de una felicidad que pudo ser y todos los recuerdos felices de aquel día memorable en que Chico se fue para la guerra...

¡Diana!... ¡Diana!...

Como un tronco en el torrente, así avanzaba un hombre por entre la multitud. No veía. Sus ojos abiertos, dilatados por el afán, parecían como que recordaban el camino. Sin embargo, no veía; pero su instinto, como la brújula al Norte, le indicaba el camino. Incontenible, con el brazo por delante, sumergido entre la multitud, como un derelicto, así avanzaba un hombre... ¡Es él! ¡Es él!..., grita el público entusiasmado, y casi aplaude para alentarlo temeroso de que Diana, abandonada a la miseria, ceda al fin a las insinuaciones del oficial que no peleó como un hombre... Con un anhelo fatigoso y radiante en el rostro sin luz, pero ¡iluminado!, ya está Chico en su casa y dando tropezones empieza a subir la escalera interminable... Salen de su pecho, como hosannas, grandes voces emocionadas y urgentes: «¡Diana…! ¡Diana…!,» grita Chico y su voz es oída en la buhardilla cerrada, llena de los ruidos tumultuosos de la calle, como venida de la tumba... Todos le tienen por muerto... Y cuando aparece en la puerta llamando a Diana, con los brazos abiertos, dan las once... Ésta cree de pronto que todo es un sueño de su mente abatida por la desgracia; pero se acerca a él y cae en los brazos que la esperan ansiosos... El júbilo está en el rostro de todos, menos en la cara de Brissac, de quien esta vez hasta la sra. Muerte se ha burlado... Chico dice tembloroso de dicha, mientras Diana solloza abrazada a sus rodillas: «He sido herido por todos los obuses que se han construido, pero no han podido acabar conmigo.» Y Diana entonces, cariñosa y conmovida al ver sus hermosos ojos abiertos que en vano la miran, le dice: «Yo seré tus ojos.» Pero Chico, amoroso, le responde: «¡Todavía mis ojos están llenos de ti!» Y luego, levantando la cabeza, con aquel gesto tan suyo de triunfal cónsul romano añade, con su simpática sonrisa de optimismo: «Pero esto no durará, porque nada puede hacer que Chico permanezca ciego por mucho tiempo...» Y cogiendo a Diana en sus brazos le dice con una fe profunda: «Diana, aquellos pensamientos hondos que yo tenía, era el mismo Dios quien me los mandaba. Ahora que estoy ciego, lo veo claro…»

Srta. María

Así, con un aliento de fe y de esperanza, termina esta hermosa película que, aún hoy, cuando cuenta escenas de ella, hace brillar en el fondo imprecisamente oscuro de los ojos de la srta. María, mi compañera, una luz de emoción sentimental. Para ella es este trabajo que malamente puede dar una idea de todas las bellezas de la cinta, pero que «tiene que agradecerme», ya que enmohecida por falta de uso estaba mi capacidad para «desimpolutar»(5) cuartillas, y así estaba dispuesto a seguir, para dolor de la literatura universal, sabe Dios hasta cuándo, si no fuera por el placer que siento en hacer algo para esta srta. María, mi compañera, en cuyos ojos imprecisamente oscuros nunca he visto aparecer una luz de emoción tan intensa como ésta que brilla en ellos cuando recuerda «El séptimo cielo», ¿no?

La Habana y 16 de febrero de 1928

 Ficha técnica
(Seventh Heaven) (El séptimo cielo) EE.UU., 1927, 93 min. Blanco y negro, silente.
Director: Frank Borzage
Guión Benjamin Glazer Basado en la pieza teatral de Austin Strong
Productor: William Fox Intérpretes: Janet Gaynor, Charles Farrell, Gladys Brockwell y David Butler.
Nominada a la mejor película en los premios Oscar de 1929.
Premios Oscar obtenidos: Dirección: Frank Borzage Guión: Benjamin Glazer Actuación: Janet Gaynor

NOTAS:
(1) Se refiere al personaje de Boul.
(2) El personaje en la cinta de Frank Borzage es el padre Chevillon. Aparentemente, Pablo no recordaba con precisión el nombre y durante todo el documento lo llama padre Chevreuil.
(3) Verso del poema Tabaré, del uruguayo Juan Zorrilla de San Martín (1855-1931). La estrofa completa dice: «De aquella raza que pasó, desnuda / y errante, por mi tierra, / como el eco de un ruego no escuchado / que, camino del cielo, el viento lleva.»
(4) Con la firma del armisticio, el 11 de noviembre de 1918, por representantes de Francia, Alemania y Gran Bretaña, concluyó la I Guerra Mundial. La reunión tuvo lugar en un tren, cerca de la ciudad francesa de Rethondes.
(5) Este vocablo, de la invención de Pablo, parece tener sus orígenes en el término impoluto (limpio, sin mancha). El prefijo agregado (des-) indica negación, por lo que interpretamos el término como sinónimo de rellenar cuartillas.


Descriptor(es)
1. CINE ESTADOUNIDENSE
2. CINE Y POLÍTICA
3. HISTORIA Y CINE
4. HOLLYWOOD
5. LITERATURA Y CINE

Web: http://www.cubacine.cult.cu/sitios/revistacinecubano/digital05/cap13.htm