FICHA ANALÍTICA

Mirar para ver: el cine documental entre nosotros.
Casaus, Víctor (1944 - )

Título: Mirar para ver: el cine documental entre nosotros.

Autor(es): Víctor Casaus

Fuente: Revista Cine Cubano On Line

Número: 6

Año de publicación: 2007

Mirar para ver: el cine documental entre nosotros
Ponencia presentada en la III Muestra y el Seminario de Cine Latinoamericano y Caribeño organizados por la Fundación General de la Universidad de León y de la Empresa, junto con la Fundación del Nuevo Cine Latinoamericano, con la colaboración del Museo de Arte Contemporáneo de Castilla y León (Musac), los días 16, 17 y 18 de octubre de 2006.

1. El cine documental latinoamericano: algunos antecedentes memorables Se trata, primero, de mirar hacia atrás rápida, brevemente, para ver/reconocer la huella de los iniciadores fundamentales del documental en la etapa a que nos referimos, situada hacia mediados de la década de los sesenta del pasado siglo, cuando desde diferentes rincones geográficos latinoamericanos y a partir de distintos contextos sociales, culturales, políticos, aparecieron los principales indicios de lo que un poco más tarde llamaríamos el Nuevo Cine Latinoamericano.

Se convierte entonces en evento revelador de aquellas inquietudes compartidas, el Festival de Viña del Mar, en Chile, que en sus dos ediciones de 1967 y 1969 sirvió de sitio de debate y cajón de resonancias para los creadores cinematográficos latinoamericanos en aquellos años sensibles, convulsos, tensos y prometedores de la realidad de nuestro continente.

 A ese entorno se refería Alfredo Guevara, presidente del Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficos (ICAIC), cuando escribió: «Es en estos combates en los que se ha hecho posible para América Latina, para sus vanguardias, y en este caso para sus cineastas, reencontrar la conciencia de sí, de su autonomía cultural, de sus posibilidades reales, y de sus derechos, y de sus deberes, el primero de ellos: combatir.»

En aquel Festival —uno de los más importantes y significativos entre los que tuvieron lugar en el mundo en esos años— al que asistían, además de los principales realizadores emergentes del momento, decenas de estudiantes de las escuelas de cine de Uruguay, Argentina y Chile, se debatieron abiertamente los temas citados por Guevara y otros relacionados con los alcances y las responsabilidades del cine —en particular, del cine documental— en aquella coyuntura.

El intercambio, los debates y las obras mostradas evidenciaban que una nueva visión, un nuevo cine estaba surgiendo en las obras de los jóvenes cineastas de varios países latinoamericanos, especialmente de Argentina, Brasil, Bolivia, Colombia y Cuba.

La hora de los hornos, de Fernando «Pino» Solanas y Octavio Getino, fue uno de los documentales que enriquecieron esa nueva corriente expresiva caracterizada por el análisis profundo de la realidad, la autenticidad cultural y la participación activa, en el plano de las ideas, dentro de las luchas sociales y políticas del momento.

La obra de Solanas y Getino; el documental Ollas populares, de Gerardo Vallejo; o las imágenes filmadas por los Realizadores de Mayo en las barricadas de Córdoba, se acercaban a la circunstancia histórica de aquel momento de Argentina; más aún: se proponían poner en entredicho esa realidad, analizarla cruda y lúcidamente y mostrar vías posibles de respuesta práctica para aquellos males, incluidas las que suponían transformaciones profundas de las estructuras de la sociedad.

Los precarios medios de realización de esos filmes apelaban a secuencias de archivos, escenas filmadas tras las barricadas, carteles, bandas sonoras sencillas, que a veces se apoyaban en canciones revolucionarias. Los realizadores partían de la intención de convertir al espectador en participante y al hecho cinematográfico en un acto concientizador a partir del debate. Por ello, en el Festival de Pésaro en Italia, antes de la proyección de La hora de los hornos, los que llegaban a la sala encontraban un cartel desafiante que advertía: «Todo espectador es un cobarde o un traidor.»

El tema de la identidad cultural fue elemento clave de aquellas búsquedas y reflexiones. Estas palabras del boliviano Jorge Sanjinés pueden sintetizar los propósitos de muchos de los asistentes —y de otros cineastas latinoamericanos de aquel momento que en sus respectivos países conocieron después, poco a poco, los resultados de aquel encuentro en Viña del Mar:

«Queremos buscar primeramente los valores culturales propios de nuestro país.Queremos hacer un cine que refleje la vida boliviana, no para el turismo, sino la vida de los miles y miles de campesinos y mineros. Lo que queremos es hacer un cine de observación, de combate y de testimonio.»

Sanjinés —que después aportaría al cine boliviano y latinoamericano filmes de ficción fundacionales como Yawar Mallku— realizó en 1963 su documental Revolución, de diez minutos de duración, «uno de los documentos artísticos más auténticos del cine latinoamericano», según la opinión de la crítica de entonces.

 Dentro de su apretada condición temporal, el documental está constituido por dos momentos narrativos: el primero cuenta, utilizando el free cinema, con fotografía cruda e imperfecta, la situación del boliviano actual; el segundo narra las acciones de un grupo de obreros que después de una huelga terminan armándose con los fusiles de los soldados y disponiéndose a combatir. Revolución estaba proponiendo en sus imágenes las conclusiones a que había llegado su director, expresadas en estas palabras suyas: «Nuestro país está cansado de no tener rostro, lo que queremos es darle un rostro y un cuerpo, por lo menos cultural, pero sabemos que no es suficiente, y hay que remodelar, subvertir otras cosas, otras estructuras más importantes…»

Brasil, presente también en aquel festival, haría aportaciones fundamentales en los años siguientes a este nuevo cine latinoamericano que nacía. «Una idea en la cabeza y una cámara en la mano», propuso Glauber Rocha, el más reverberante e imaginativo de los integrantes de aquel movimiento, el Cinema Novo.

 Esta propuesta beligerante se acompañaba de otros rasgos mencionados por Glauber: la revalorización de lo nacional y esa arrogancia hermosamente insolente que brilló en los filmes y en las páginas de muchos de los realizadores del Cinema Novo, que fueron también agudos críticos y teóricos.

La valoración de lo nacional implicaba el repudio a la «chanchada» (esa expresión populachera de lo autóctono) y, al mismo tiempo, el rechazo a las visiones folkloristas que tendían a dar una imagen embellecida y adulterada de la realidad nacional a la manera de filmes como O cangaçeiro, premiada en aquellos años en Europa, sí, pero en la categoría de película de aventuras.

 Documentales como Arrabal do cabo, de Paulo César Saraceni; Memorias do cangaço, de Paulo Gil Soares; Subterráneos del fútbol, de Mauricio Capovilla; y Viramundo, de Geraldo Sarno, refrendaban con sus imágenes lo que otro cineasta brasileño, Miguel Torres, había definido por entonces en palabras: «Nuestra verdad está aquí en Brasil, en un país semidesarrollado, recientemente salido de la prehistoria, donde todo el mundo actúa emocionalmente…»

Muchos de los rasgos enunciados por los cineastas mostraban su coincidencia en los intercambios y los debates. Uno de ellos, comprobado después con el tiempo, era la capacidad demostrada por la visión documental para acercarse al entorno de manera profunda y contemporánea, como lo señalaba el colombiano Carlos Álvarez, realizador de Asalto, una obra de nueve minutos de duración construida a partir de imágenes fijas: «El cine con que Colombia debe comenzar en serio tiene que ser documental por la imagen directa, sincera y valiente que devuelve inmediatamente.»

Esta breve y rápida mirada hacia atrás, a los orígenes del documental dentro del Nuevo Cine Latinoamericano, lo completa la referencia a Cuba. Como la obra documental de la Isla es el tema del siguiente capítulo de este trabajo, trasladamos allí ese comentario para unirlo a otros aspectos relacionados con la génesis del cine cubano y las reflexiones sobre la relación entre lenguajes diversos pero afines, como el documental cinematográfico y el género literario testimonio.

Para cerrar este momento de los orígenes del documental en nuestro continente, que hemos evocado al calor de la década de los sesenta, proponemos la palabra de un iniciador de esta aventura renovadora del Nuevo Cine Latinoamericano, Fernando Birri, fundador de la experiencia de la Escuela de Cine de Santa Fe, autor de ese clásico del documental titulado Tire dié; y soñador impenitente de utopías: «Yo he apostado mi vida a la poesía. Es decir, he apostado mi vida a la vida.»

 2. El documental cubano: nacimiento y memoria

En el mismo plano temporal que los realizadores y los filmes latinoamericanos que mencionamos, se desarrollaba en Cuba, en circunstancias diferentes, la obra de los documentalistas que harían avanzar esta forma de expresión en los años siguientes, conformando lo que algunos críticos han llamado posteriormente la escuela documental cubana.

La circunstancia diferente más importante era, sin dudas, la existencia del Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficos (ICAIC), creado en marzo de 1959 por la Ley no.169 del nuevo Gobierno Revolucionario. Aquella ley, la primera promulgada por la Revolución para el área de la cultura, establecía en su primer párrafo: «Por cuanto: el cine es un arte.»

Con esa acción cultural se iniciaba el trabajo del ICAIC, que incluiría entre sus responsabilidades la producción y exhibición cinematográfica en todo el país. Este segundo elemento era de importancia decisiva para el objetivo de descolonizar el gusto del público y romper con la hegemonía impuesta por el predominio casi total de la producción cinematográfica norteamericana, mayoritariamente de sus películas de clase B y C. La nueva política de exhibición, además de incluir, por primera vez, filmes de todas las regiones geográficas, extendió la presencia del cine a las áreas rurales de más difícil acceso, con el desarrollo de la experiencia conocida como cine móvil, a través de la cual más de cuatrocientos ochenta y seis mil funciones fueron realizadas entre 1962 y 1970 en lugares adonde no había llegado nunca el cine.

Para la naciente producción, el ICAIC inició y desarrolló, de manera acelerada, la construcción de una industria cinematográfica y la formación de sus artistas y técnicos. Inspirados y presionados por la necesidad de filmar, de registrar todo lo que ocurría en ese momento en el país, el documental estuvo entre las primeras líneas de trabajo de la naciente industria.

 El género no tenía antecedentes de valor en el panorama cultural de la Isla, con la excepción de un documental de denuncia titulado El Mégano, realizado en 1955 por un equipo integrado por futuros fundadores del cine cubano: Alfredo Guevara, Julio García-Espinosa, Tomás Gutiérrez Alea, José Massip y Jorge Haydú.

 El documental que surgiría dentro del cine cubano tendría su génesis creativa en el Noticiero ICAIC Latinoamericano.

Urgido de penetrar, divulgar, analizar la realidad impetuosamente cambiante generada por la transformación revolucionaria, el Noticiero ICAIC Latinoamericano, que nació con la fundación del Instituto, en 1959, fue capaz de romper las estructuras heredadas, habituales y aburridas, de ese género y convertirse en laboratorio permanente del lenguaje cinematográfico. Su director, Santiago Álvarez, que llegaba al cine tardíamente, a los cuarenta años de edad, señaló después en más de una ocasión la importancia que tuvo para ese proceso la presión terrible y maravillosa que ejercía el desarrollo de los acontecimientos en aquella época de cambios profundos y vertiginosos.

 La necesidad de inmediatez y de comunicación emanaba de aquella realidad que solicitaba con urgencia cronistas y movilizadores. Las dos cualidades eran inherentes al cine, casi desde su nacimiento. Se requería, entonces, hacer coincidir esos rasgos esenciales de la forma de expresión cinematográfica con aquellas necesidades.

El Noticiero ICAIC Latinoamericano se convirtió en el testimonio visual sistemático capaz de establecer una relación muy estrecha con su público, hasta el punto de convertirse en una necesidad cultural: durante años se le esperó, semana tras semana, como algo útil, como algo propio que acompañaba las programaciones en todas las salas del país.

Las razones de este éxito de comunicación hay que avalarlas con un elemento decisivamente importante: para lograr esa comunicación el Noticiero no repitió los esquemas de lenguaje, no renunció a la investigación y la experimentación de sus estructuras, de su montaje, de su tono, sino que, por el contrario, basó su trabajo en la subversión del lenguaje heredado y en la creación, a lo largo del tiempo, de uno nuevo, a partir del trabajo de fundación y de dirección de Santiago Álvarez.

No es casual que de esa experiencia creadora naciera el documental cubano. Lo mejor del documental cubano se desarrolló en esa línea temática (la amplia y rica realidad que se iba convirtiendo en historia día a día) y en la línea estilística que valorizaba acertadamente los recursos del lenguaje documental y los desarrollaba —en un proceso de búsqueda creadora que sería divisa general del naciente arte cinematográfico en la Isla.

Ese movimiento documentalístico nació, por supuesto, de una lucha. Ese modo de ver la realidad y de llevarla a un filme documental tuvo que demostrar su eficacia artística frente a otra que convertía el documental en un remedo del cine de ficción, tomando de este su esquema de puesta en escena.

 La mayoría de las obras que partieron de una propuesta acertada dieron validez propia a una forma de ver la realidad, la documental, porque utilizaron de manera creadora los recursos lingüísticos de aquel género y los desarrollaron consecuentemente a lo largo de los años. Una enumeración de sus principales rasgos incluiría los siguientes:

1. En primerísimo término, una manera documental de acercarse, en general, a la realidad, que rechazaba toda preparación parecida a una puesta en escena de ficción. «La vida de improviso», aquel lema de Dziga Vertov, se volvía a aplicar al calor de la vida misma, en circunstancias históricas similares, sin pasar primero por un período de planteamiento teórico abstracto: con la misma rapidez y el mismo ritmo que la Revolución proponía, día a día, sus temas; por ello, este cine pudo responder cabalmente a sus solicitudes.
2. Un estilo de filmación que se ponía al servicio de lo documental, buscando y encontrando una manera de apresar los rostros de su tiempo y los escenarios cambiantes de los que aquellos rostros formaban parte. La Campaña de Alfabetización, los combates militares en defensa de la Revolución, las zafras azucareras, la exhibición de una película por primera vez en las montañas de Oriente —y muchos otros temas igualmente reveladores de la palpitante realidad que se vivía (y se transformaba)— fueron puntos de partida para obras que unieron a la inmediatez y a la voluntad de comunicación inherentes al género una utilización creadora y eficaz de aquellas imágenes vivas, lo que convirtió a esos documentales en testimonios perdurables y activos que pasaban a formar parte de la memoria viva de su tiempo.
3. Un montaje audaz e intuitivo, que recordaba, en su vitalidad y eficacia, a los clásicos de la cinematografía soviética y otras experiencias fundadoras, que adelantaron, en su práctica cinematográfica y estética, muchos hallazgos que el cine consolidaría después. La obra de Santiago Álvarez incluye innumerables y ya famosas secuencias resueltas con el uso audaz, intuitivo, del montaje cinematográfico en función del lenguaje documental.
4. Una utilización eficaz del sonido directo y, en medida creciente, de las entrevistas con personajes auténticamente documentales que cumplían funciones narrativas y que —desafiando los riesgos del uso de este recurso— constituían un rescate del habla popular, de su riqueza como instrumento de comunicación y de afirmación de la autenticidad.

Con la utilización y el desarrollo de estos y otros recursos de lenguaje, el documental cubano probó su vocación de cronista activo del proceso histórico que registraba, convirtiéndose en testigo creador y agente movilizador. En el cumplimiento de esa vocación, se confirmó una vez más la estrechísima vinculación, la pertenencia, entre el testimonio y la historia, ahora dada en imágenes y movimientos, con los recursos más contemporáneos del lenguaje artístico.

La nómina de documentalistas de aquella etapa fundacional es extensa y rica, como las propuestas diversas que se derivaban de sus obras. Algunos nombres imprescindibles, entre ellos, serían los de Octavio Cortázar, creador de esa pequeña joya fílmica titulada Por primera vez, que registra la llegada del cine a un apartado rincón de las montañas cubanas; Enrique Pineda Barnet, con su documental de largometraje David, que recrea la compleja y rica personalidad de Frank País, un joven héroe de la lucha revolucionaria; Oscar Valdés, director de Muerte y vida en El Morrillo, que mezcla innovadoramente los recursos de la ficción y el documental en un discurso testimonial de gran eficacia comunicativa; Bernabé Hernández, creador en 1970 de 1868-1968, síntesis audiovisual de cien años de la historia de Cuba, realizado con maestría, oficio y sentido innovador del montaje.

Pero resulta necesario que nos detengamos, siquiera brevemente, en la obra de Santiago Álvarez, fundador del Noticiero ICAIC Latinoamericano y realizador, entre otros, de los documentales Ciclón, Now!, Cerro Pelado, Hanoi, martes 13 y LBJ.

La intuición poética es uno de los rasgos constantes de la obra de Santiago. Si alguno de sus documentales a veces perdió, con la extensión del metraje, algo de su tensión, la intuición poética ha estado presente en todos ellos, como para llamarnos la atención a cada momento sobre este revolucionario del lenguaje, este cronista infatigable que también nos ha mostrado en su obra —y en los temas que la alientan— que «el progreso ha sido realizado siempre por los imaginativos», como nos recordó, en su momento, José Carlos Mariátegui.

Imaginativa fue —pasando rápido balance a estos ejemplos— la apropiación de materiales filmados o fotografiados inicialmente para otros objetivos, cuya expresión mayor es, sin duda, el documental Now! Rescate de imágenes para nuestra memoria, aquel fue, también, un acto poético.

Imaginativas han sido sus metáforas, algunas de las cuales podemos ver hoy como clásicas, y cuya fuerza poética proviene, precisamente, del grado de riesgo que supusieron cuando fueron incorporadas a filmes como LBJ, donde el parto grotesco de una bestia es comparado con el nacimiento del representante de un sistema político bestial. Imaginativa fue aquella aproximación a la figura de Ho Chi Minh mediante la poesía de la imagen en 79 primaveras. Filmado originalmente en 16 mm, blanco y negro, el grano que la película tomó en el proceso de ampliación se convirtió aquí en un recurso expresivo, artístico, poético, como sucede con esta otra mediación tecnológica: el ralenti de las manos del Tío Ho, o de sus pies caminando, incorporan un valor poético, entregándonos el ritmo del personaje, su calma y su firmeza.

Sirvan esos comentarios a la extensa e intensa obra de Santiago, documentalista mayor, como homenaje a su talento, su tenacidad creadora, su energía vital y su compromiso fiel.

3. Género testimonio y cine documental

Las fronteras entre los géneros y aun entre las diversas manifestaciones artísticas se hacen cada vez más difusas en estos tiempos. Las nuevas tecnologías, pero también la voluntad creativa de los artistas, ayudan a borrar, poco a poco, los compartimentos estancos, las categorizaciones excluyentes, los límites que parecían inviolables. En ese acercamiento constante, las formas afines de expresión dialogan, se complementan y cambian. Eso sucede con los géneros que se comentan aquí.

El género testimonio ha tenido auge notable en la literatura cubana y de otros países latinoamericanos. Estas notas ofrecen un resumen de algunos de sus rasgos más característicos.

1. El testimonio es un género literario acentuadamente contemporáneo, que se caracteriza por su capacidad de operar sobre los hechos inmediatos, propiciando una eficaz comunicación con sus interlocutores; por todo ello, es capaz de ofrecer, al mismo tiempo, la satisfacción estética de su lectura y la proposición de un abordaje analítico de la realidad que nos trasmite.
 2. Por su inmediatez y su afán de comunicación, el testimonio ha probado históricamente en nuestro país y en nuestro continente su capacidad para convertirse en un arma efectiva en la lucha por la transformación de la sociedad.
3. El testimonio, a través de sus diversas líneas creativas, realiza la importante función de rescatar la memoria colectiva de nuestros pueblos.
4. El testimonio colabora eficazmente en la tarea de mostrar el rostro verdadero del pueblo y de mantener vivas —como semilla necesaria para futuras transformaciones— las tradiciones y costumbres que integran las culturas nacionales, avasalladas por la influencia nociva de los medios masivos de difusión.
5. El testimonio, como instrumento para conocer, recrear documentalmente y analizar segmentos de nuestra realidad más cercana, requiere de sus creadores una constante preocupación por la calidad estética y el enfoque ideológico de sus obras. La lucha contra el facilismo, contra la rutina profesional, contra el uso agotador y fallido de técnicas literarias o periodísticas no enriquecidas por una óptica creadora, debe ser característica siempre presente en la obra testimonial. Las verdades históricas o sociales contenidas en el tema o sostenidas en la realidad por los personajes de un libro no son por sí mismas suficientes: la labor del género es precisamente revelar de manera eficaz y comunicativa esas verdades para garantizar una interacción auténtica y eficaz con sus lectores.
6. El testimonio adelanta, en su orgánica capacidad para desconocer desde el punto de vista creador las fronteras ficticias entre los medios de expresión, ese momento en que podamos decir, ante las obras totales escritas sobre los hombres de su tiempo y para los hombres de todos los tiempos, y hechas en el fuego de todas las técnicas, recursos e imaginaciones que los talentos de sus autores sean capaces de encender: «¡Los géneros han muerto! ¡Viva la literatura y viva la vida!»

Es posible trazar un paralelo bastante preciso y sugerente entre el testimonio como género literario y el documental como género cinematográfico, de la misma forma que puede hacerse entre novela y película de ficción.

 La aproximación comparativa a estos géneros requiere, sin dudas, un tratamiento más extenso, pero es posible, al menos, pasar balance aquí a sus principales coincidencias y diferencias.

El primer criterio que se debe establecer sería este: estamos hablando aquí de dos lenguajes artísticos esencialmente distintos, aunque muchas veces resulten coincidentes en sus propósitos y resultados. No es posible, por tanto, situarse ante esta relación entre el testimonio y el cine documental como ante un simple trasvasamiento de lenguajes.

No se trata de una traducción de la palabra testimonial escrita a la imagen cinematográfica, ni de la adecuación de un lenguaje establecido —el del género literario— a un nuevo medio de expresión: el cine. No es posible ni deseable hacerlo, en primer término, porque esa óptica que tiende a subordinar servilmente unos géneros y medios de expresión a otros, en lugar de buscar el valor positivo de cada uno en la riqueza de sus interrelaciones, de sus contradicciones como lenguajes, termina pagando el precio de su facilismo: las conclusiones obtenidas tienen la atmósfera extraña de esos análisis que en el arte —como en otras esferas del conocimiento, de la vida— intentan reducirlo todo a un mecanismo de relojería, donde cada pieza se explica solo en su engranaje con la siguiente. Se trata, mejor, de encontrar puntos comunes en el desarrollo de dos lenguajes diferentes sometidos a la influencia de una misma y rica experiencia histórica.

El testimonio y el documental tienen como punto de partida, de manera más inmediata que otros géneros, la realidad circundante. Toman de forma más directa los elementos de esa realidad para incorporarlos, también de forma más directa, a su modo de narrar. Utilizan medios y métodos semejantes en la captación de los elementos de esa realidad, como son la narración periodística o la entrevista. En muchos casos, realizan una aproximación analítica a la realidad de la que parten, aun en las obras de aquellos para los que esta función no parece constituir un objetivo importante: se trata de un rasgo inherente a esas formas de narrar, que está dado por su esencia y por sus métodos.

La novela y la película de ficción coinciden, a su vez, en varios rasgos característicos. Parten de la realidad en la medida en que toda obra de arte lo hace y lo ha hecho siempre, pero la describen, la narran, la recrean o, incluso, tratan de negarla, valiéndose de recursos técnico-lingüísticos que operan como mediaciones más evidentes entre la realidad y la obra. Se presentan como recreaciones de la realidad o, en otros casos, como «la realidad misma», traducida por el sentimiento, las acciones, «la vida» de sus respectivos personajes. Ambas suelen estar determinadas, como definición inicial, por el mundo interior del autor y son —como se ha dicho— el campo de acción de sus «demonios» personales, aunque en este punto la novela aventaja, como creación solitaria, a la película de ficción, obra en fin de cuentas necesariamente colectiva en su realización artístico-industrial.

La caracterización inicial que hemos hecho de estas parejas gemelares —testimonio-documental y novela-película de ficción— contiene los elementos básicos a través de los cuales puede apreciarse que las formas de subestimación o subvaloración aplicadas en lo literario al testimonio se repiten, en lo esencial, en el caso de su «equivalente» cinematográfico.

En cuanto al cine, esa subvaloración se expresa, por lo general, en valoraciones como estas:

1. El documental sirve como ejercicio o práctica en el aprendizaje del oficio cinematográfico para, entonces, realizar la obra mayor, la verdadera: la ficción.
2. En lo referido a la programación o la distribución (un aspecto en que el cine se diferencia notablemente de la literatura), la obra documental es vista, en ocasiones, como complemento o «relleno» de la obra principal, la película de ficción. Esta valoración, que es una «ficción» ella misma, parte de un criterio tan mercantil como esquemático: la película es la que recauda, aunque artística, cultural, ideológica o políticamente un documental determinado pueda ser muy superior a la película que «acompaña» en la cartelera.

En ambos casos —literatura y cine— esta subvaloración de géneros que han ofrecido, históricamente, notables ejemplos de su validez como tales, empobrece sobre todo el punto de vista del que ejerce esos criterios discriminatorios. Las obras están y estarán ahí, y en uno y otro caso nos ofrecerán los elementos necesarios para una valoración más justa y más útil a los intereses generales del desarrollo de nuestra cultura.

Es cierto que a veces la utilización inagotable y agotadora de algunos recursos expresivos (como la entrevista, para citar un caso) termina por limitar las posibilidades y el alcance de un proyecto testimonial o documental. Ante algún ejemplo de esa utilización fallida, hemos escuchado el siguiente comentario, que glosa a su vez una frase tristemente célebre: «Cuando veo una grabadora, saco mi pistola.»

 Es sin duda justo, en su hipérbole, este juicio crítico sobre un recurso que puede ser agotado por el uso retórico en cualquier testimonio o en cualquier documental. Y es globalmente más justo aún si sabemos acompañarlo, en su momento, de la valoración que sugiere la lectura de aquellas novelas y otras obras de ficción en las que los diálogos se dan cabezazos en la búsqueda (y no aparición) de una sintaxis «imaginativa», con personajes de una sola pieza, o que padecen esas alucinaciones con que los demonios interiores del autor quieren convencernos a duras penas (convirtiendo los capítulos en penas duras) de que ellos también son nuestros demonios.

Comparaciones punzantes aparte, lo que proponemos es, en ambos casos —y en todos los casos similares—, una visión que no parta de prejuicios acerca de los géneros, para que los juicios a que arribemos después del análisis de las obras en cuestión sean todo lo justos, rigurosos y creadores que esas obras merezcan. Obras que, como también sabemos pero a veces olvidamos, no andan creyendo demasiado, por suerte, en estas fronteras ficticias y se enriquecen día a día con el aporte de modos de narrar y ver la realidad provenientes de otros géneros y medios de expresión —creando sobre todo, y esto es lo más importante, nuevas formas de acercarse a esa realidad para intentar su interpretación y colaborar en la tarea común de transformarla.

 4. Lo testimonial en el cine cubano

Paralelamente al documental, comenzó a desarrollarse dentro de la naciente cinematografía cubana el cine de ficción.

Sin la estructura industrial necesaria para el desarrollo de ese género, sin antecedentes que acumularan la significación cultural indispensable para convertirse en puntos de partida válidos, la maduración del cine de ficción se produjo, como es fácil imaginar, en un período de tiempo más dilatado, con un ritmo más lento.

A lo largo de ese camino recorrido, es también posible observar la presencia de lo testimonial, incluso desde sus obras más tempranas. Para el cine de ficción la presencia de lo testimonial —rasgo inherente en principio a toda obra de arte— se manifestaba como cumplimiento de una necesidad surgida del momento histórico que vivía el país y, dentro de él, los artistas que trataban de llevar a sus obras los perfiles esenciales de su tiempo.

Temáticamente, la urgencia se presentaba con claridad: recrear en las obras de ficción la historia más reciente, las batallas que habían hecho posible el triunfo de la Revolución que, a su vez, había hecho posible el nacimiento de aquellas obras, de este cine: una concatenación de hechos y consecuencias afirmada en los valores de la honestidad, la creatividad y el compromiso.

En lo estilístico, se estableció una divisa que ha llegado, sorteando avatares, hasta nuestros días: la apertura, la búsqueda de caminos de expresión, la confianza en el valor de la experimentación; todo ello orientado hacia un objetivo central: «El apresamiento de una realidad que en nuestro país es, sin que sea necesario para llegar a ella otra cosa que la honestidad y el rigor intelectual, la revolución, y con un resultado que se definiera en una palabra clave, reveladora de las potencialidades del arte y su aporte al fortalecimiento de la cultura nacional: la autenticidad.»(1)

Lo testimonial se hizo carne de aquella divisa general en la influencia de una escuela cinematográfica que presentaba características afines —por el contexto de su nacimiento, por sus métodos, por sus definiciones estéticas— con la realidad cubana de aquellos años: el neorrealismo italiano. Las primeras películas del cine cubano, que narraron episodios de la lucha en la Sierra o en las ciudades (Historias de la Revolución, de Tomás Gutiérrez Alea y El joven rebelde de Julio García-Espinosa) lo hicieron a partir de las enseñanzas, entonces tan cercanas en el tiempo, del neorrealismo. Hoy podrán juzgarse, con la frialdad de la distancia, y encontrarse en ellas seguramente más de un rasgo ingenuo, más de una interpretación insuficiente. Pero para hacerles justicia —una justicia que precisamente es posible hacer desde la distancia— es necesario destacar, primero, su carácter de obras de fundación y, después, su vocación genuinamente popular heredada del neorrealismo, de la fuerza de los temas que las originaron y también del contexto histórico en que fueron realizadas. En esas obras vemos cumplirse, ya desde fecha temprana, la presencia de lo testimonial en el cine cubano de ficción.

Más adelante, en el camino del desarrollo de ese cine, se producirá —como rasgo que consideramos esencial y que lo marcará dramatúrgica y estilísticamente— la influencia del testimonio —es decir, de su equivalente cinematográfico: el documental.

La importancia de esa influencia dice mucho del nivel logrado por la documentalística cubana: el alcance de su vitalidad y de la eficacia de sus recursos lingüísticos, estilísticos, va más allá de las fronteras de su propio género para fecundar otros territorios creativos.

Es necesario, sin embargo, a la hora de intentar el análisis de este fenómeno, rechazar la tentación de una valoración sectaria de signo contrario: «El cine es el cine documental, por ello pudo influir de ese modo a la ficción.» Semejante punto de partida sería igualmente erróneo y limitador.

La influencia del documental es preciso verla y apreciarla en su contexto: un movimiento cinematográfico nacido al calor del triunfo de una revolución popular, que propone una actitud de búsqueda y de apertura en la penetración de la realidad y que está realizando, al mismo tiempo, un proceso descolonizador de gustos y mentes en el público, en el pueblo.

Ubicado en ese terreno amplio, al que pertenece y ayudó a desarrollar, el fenómeno de la influencia del documental en la ficción —y más allá: de la interrelación entre ambos, de su fusión— se revela como uno de los rasgos más importantes en la génesis e historia del cine cubano y como uno de los aportes más significativos a su dramaturgia.

 Si lo testimonial, lo documental, comenzó siendo un aspecto visiblemente presente en las primeras obras del cine cubano de ficción, más adelante se constataría, además, la irrupción de aspectos y recursos narrativos, lingüísticos, del documental, del testimonio, en esas obras. Si la estructura continúa siendo, básica y evidentemente, la de una obra de ficción, la inclusión de elementos documentales de manera orgánica y creadora da a esas obras, en ocasiones, otra cualidad comunicativa, mayor inmediatez y, en algunos casos, apunta hacia los rasgos de una dramaturgia innovadora.

Para situarnos ya en los ejemplos, en los finales de la década de los sesenta —que marca, por otra parte, la madurez del cine cubano de ficción—, la estructura de Memorias del subdesarrollo (de Tomás Gutiérrez Alea), el empleo de la Guantanamera y la atmósfera general del último cuento de Lucía (de Humberto Solás), y ya más abiertamente volcado hacia lo documental, La primera carga al machete (de Manuel Octavio Gómez), son ejemplos de la incorporación de elementos documentales a las obras más significativas que abrieron aquel período.(2)

La influencia del testimonio, del documental, daría años más tarde su obra más lograda (en tanto que obra realizada, básicamente, en esa dirección estilística): El hombre de Maisinicú (de Manuel Pérez). Realizada a partir de un hecho real —enriquecido por una profunda investigación del período histórico en que se desarrolla la acción—, no es solo en ese sentido que esta película revela su creativa utilización del testimonio y el documental; la estructura, el uso de la narración, la concepción de muchas de sus escenas y la atmósfera general del filme, son algunos de los aspectos que muestran esa fértil conjunción de propósitos y métodos testimoniales, documentales, en una película que, sin embargo, continúa siendo una obra de ficción.

Mientras las obras de ficción van incorporando a lo largo de este tiempo recursos y estructuras, que originalmente pertenecieron solo al documental, otro proceso de integración de lenguajes —y de nacimiento de un lenguaje nuevo— ocurre en el desarrollo del cine documental cubano.

 Si entre sus primeras obras pudimos encontrar algunas en las que se intentaba convertir en ficción tomas y momentos realmente documentales —a partir, en ciertos casos, de una actitud vergonzante ante el género documental—, más adelante este proceso invertirá sus objetivos y métodos, y logrará, por esa vía, un importante paso en la integración lingüística documental-ficción.

Ya no se trata de colocar, separadamente, dentro de una misma película, momentos de ficción y momentos documentales. Ahora se trata de yuxtaponer orgánicamente, con el objetivo de obtener un resultado nuevo —simiente quizás de una nueva dramaturgia—, los recursos lingüísticos de la ficción y del documental, sin que esto suponga que los autores estén tratando de «alcanzar el nivel» de una obra de ficción, sino manteniendo la confianza en las posibilidades del documental y su identidad como género.

Muerte y vida en El Morrillo (de Oscar Valdés), marca un momento importante de ese proceso integrador. La escena reconstruida a la manera de la ficción, que ocurre detrás del entrevistado mientras este nos habla en primer plano, no aspira a convertirse, en sí misma, en el sustituto del método documental para contarnos aquel hecho. Por el contrario, es el método documental enriquecido por aquella reconstrucción —la que no aspira, por otra parte, a que se le tome por la realidad misma— el que logra, fusionando recursos lingüísticos de diversa procedencia genérica, un abordaje vivo, dinámico, de aquel momento dramático y violento que nos narran a la vez el entrevistado y la reconstrucción.

 Esta línea alcanzará nuevo desarrollo y complejidad con el filme Girón (de Manuel Herrera). Aquí podemos encontrar puntos de contacto con el género del testimonio, que evidencian nuevamente dos de las ideas que hemos venido esbozando: el creciente enriquecimiento del género literario con su capacidad para convertirse en un instrumento de comunicación contemporáneo, inmediato y eficaz, y la estrecha relación existente entre el testimonio en la literatura y la presencia del documental y de lo documental en el cine cubano, que llega a incluir la aparición de los rasgos de una dramaturgia nueva.

Girón refuerza la primera idea desde el guión mismo; este se basa, fundamentalmente, en un libro de testimonio, Girón en la memoria (de Víctor Casaus), del que toma la estructura y la mayoría de sus personajes. Y se convierte en un brillante ejemplo de la segunda idea al afrontar exitosa y creadoramente el reto de unir en un mismo filme la autenticidad de un hecho histórico —por otra parte tan reciente que convierte a la mayoría de los espectadores en sus contemporáneos— con el disfrute de su reconstrucción como espectáculo, sin que esto último alcance una presencia tan abrumadora que anule su peso histórico, como sucede en los tradicionales filmes de guerra de las cinematografías comerciales.

 La respuesta a ese reto fue ofrecida por la integración del documental y los elementos lingüísticos del cine de ficción. Estos últimos fueron llevados al filme —y resueltos por tanto— de una manera imaginativa y creadora. Girón fue filmado con recursos materiales que impedían la reconstrucción total, global, de los combates que constituyen su centro. Esta limitación material fue convertida, realmente, por sus realizadores, en un punto de partida para la búsqueda de una forma distinta, nueva, de narrar aquella historia. A golpes de imaginación y montaje se recrearon combates aéreos trabajando con contratipos de películas norteamericanas de los años cincuenta, reencuadrados en truca, y se tomó nuevamente Girón, ahora —en el filme—, utilizando solo dos tanques.

 Los métodos de integración de elementos de la ficción y del documental se continúan, asimismo, en Pablo (de Víctor Casaus), otro filme que muestra la relación directa con el género testimonio, aunque esta vez de manera inversa: primero fue filme y después su tema se convirtió en libro. En Pablo se enriquece, a partir de la diferenciación cromática (sepia para el pasado, colores para el presente y disolvencias que pasan de uno a otro tiempo dentro del mismo plano), la relación entrevistado-reconstrucción, a la vez que, dentro de las reconstrucciones, muchas veces se integran contratipos originales de la época y fotos animadas, acentuando la sugerencia realidad-documental en que se mueve toda la proposición estética del filme.

En esta línea integradora de lenguajes diferentes —pero no antagónicos, como se ha visto— se ha movido, por un lado, la ficción en busca de una autenticidad mayor, acercándose a la influencia contemporánea de otros géneros y medios expresivos; y, por su parte, el documental, haciendo proposiciones que apuntan hacia nuevos métodos dramatúrgicos. En esa doble línea convergente —en cuyo interior caben todos los hallazgos, todas las búsquedas y todos los tanteos, acertados o no, del cine cubano— se encuentran, pensamos, el mayor valor y el aporte general más significativo de este cine.

Las nuevas tecnologías surgidas en estos años han ampliado, de manera creciente, los horizontes de los escenarios comentados en este trabajo, trayéndonos también nuevas interrogantes sobre esos temas y acrecentando las posibilidades de integración de lenguajes y eliminación de las fronteras innecesarias entre los géneros artísticos.

También ante esas nuevas realidades culturales y de comunicación será necesario mirar para ver, como propone desde su título este trabajo que aquí termina. El debate, por supuesto, continúa para seguir comprendiendo y disfrutando el cine documental entre nosotros.


NOTAS:
(1) La cita está tomada de las «Reflexiones en torno a una experiencia cinematográfica», de Alfredo Guevara, aparecida en la revista Cine cubano, a propósito del décimo aniversario del ICAIC. En su texto se encuentra también este párrafo que resume así el planteamiento del compromiso del artista: «Se trataba en fin de ser o no ser artistas; de entregarse o no a la más profunda y consecuente voluntad creadora, comprometiendo en ello la sustancia misma de la vida, su sentido y sus posibilidades; de elegir o no la condición de protagonistas, y de ser capaces o no de ejercer (y aún de resistir) tamaño papel en la Revolución. Esta opción y esta posibilidad no han sido privilegio de los cineastas, y permiten definir en rigor las tendencias y los hechos, el carácter de la obra de arte revolucionaria en y desde la Revolución, obra que sólo puede ser hecha realidad por revolucionarios.»
(2) Rastreada por otra vía, es posible destacar la presencia de puntos de partida claramente testimoniales en obras de distintos períodos: La odisea del general José (de Jorge Fraga), Páginas del diario de José Martí (de José Massip), El otro Francisco y Rancheador (de Sergio Giral), Una mujer, un hombre, una ciudad (de Manuel Octavio Gómez) y De cierta manera (de Sara Gómez), entre otras. Como se ve —y se comprueba al recordar estos filmes— no se trata solo de distintas fechas de realización y diferentes niveles de calidad en su resultado final como obras artísticas, sino también de diversas vías por las que integraron el testimonio o el documental: desde la literatura de campaña hasta la investigación sociológica.


Descriptor(es)
1. CINE CUBANO
2. DOCUMENTALES
3. DOCUMENTALISMO CUBANO
4. GENEROS CINEMATOGRAFICOS
5. HISTORIA DEL CINE

Web: http://www.cubacine.cult.cu/sitios/revistacinecubano/digital06/cap01.htm