FICHA ANALÍTICA
Los bombillos de Casasús: Cine e identidad nacional (1897-1920).
Fornet, Ambrosio (1932 - )
Título: Los bombillos de Casasús: Cine e identidad nacional (1897-1920).
Autor(es): Ambrosio Fornet
Fuente: Revista Cine Cubano On Line
Número: 6
Año de publicación: 2007
Los bombillos de Casasús: Cine e identidad nacional (1897-1920)
1
Descriptor(es)
1. CINE CUBANO
2. FILMES CUBANOS
3. HISTORIA DEL CINE
4. IDENTIDAD
5. IDEOLOGIA Y CINE
6. INVESTIGACIONES CINEMATOGRAFICAS
Título: Los bombillos de Casasús: Cine e identidad nacional (1897-1920).
Autor(es): Ambrosio Fornet
Fuente: Revista Cine Cubano On Line
Número: 6
Año de publicación: 2007
Los bombillos de Casasús: Cine e identidad nacional (1897-1920)
1
Fue sin duda una ironía de la historia la que llevó al francés Gabriel Veyre a rodar, un 7 de febrero de 1897, el primer filme realizado en Cuba: Simulacro de incendio. Solo duraba un minuto, el tiempo necesario para mostrar fugazmente con cuánta diligencia se ejercitaban en su oficio los bomberos de La Habana. La ironía la aportaba la situación política, pues desde hacía casi dos años todo el país ardía una vez más bajo el fuego vengador de la tea mambisa y el oficio de bombero podía muy bien servir como metáfora para designar a las tropas colonialistas.
Veyre había venido a Cuba comisionado por los hermanos Lumière para promover su curioso invento y se coló de rondón en los anales de la cinematografía cubana gracias a ese minuto furtivo del que, lamentablemente, no se conserva ni siquiera un fotograma. De haber venido un año después, tal vez hubiera optado por el incendio real, porque a mediados de 1898 la guerra de Cuba pasó a ser noticia de primera plana en todo el mundo por la intervención de Estados Unidos, cuya fulminante campaña naval y terrestre precipitó la derrota de España y de paso borró a los mambises de los libros de historia, pues desde entonces la guerra hispano-cubana se llamó simplemente Guerra Hispano-Americana o Spanish American War. De esta denodada campaña quedó como primer testimonio fílmico Fighting with Our Boys in Cuba, documental de treinta minutos donde se muestra a los gallardos Rough-Riders de Theodore Roosevelt operando en las inmediaciones de Santiago, y otro simulacro, The Battle of Santiago Bay, de los mismos realizadores, que mostraba la famosa batalla naval… filmada enteramente en un improvisado estudio neoyorquino.
La victoria marcó una nueva etapa en el proceso de expansión de Estados Unidos. «It has been a splendid little war», le escribió entusiasmado a Teddy Roosevelt uno de sus admiradores, a la sazón embajador norteamericano en Inglaterra; «fue iniciada por los motivos más altruistas, conducida con extraordinario vigor e inteligencia, y favorecida por la Fortuna, que ama a los valientes».(1) Convendría enfatizar eso de la Fortuna, porque la «guerrita» aportó a los vencedores un suculento botín, el imperio insular formado por Filipinas, Puerto Rico y la propia Cuba. Esta última iba a adquirir muy pronto un estatus jurídico desconocido hasta entonces —mezcla de nación soberana, protectorado y neocolonia—; en el ínterin las tropas de ocupación norteamericanas se retiraron del país y se proclamó solemnemente la República. Se trataba de otro simulacro, que a diferencia de los dos anteriores —y para beneplácito de los monopolios yanquis, dueños ya de casi toda la economía de la Isla— iba a durar más de medio siglo.
2
Si los historiadores fueran, como suele decirse, profetas del pasado, valdría la pena preguntarles si en la Cuba de principios de siglo hubiera podido establecerse y prosperar una industria de cine; pero no hay historia de las opciones incumplidas, de modo que la respuesta siempre sería tajante: no fue así, por tanto no podía ser así. El hecho de que nunca faltaran los intentos, sin embargo, nos hace suponer que el entusiasmo o el simple afán de lucro bastaban para echar a andar las cámaras aun en las condiciones más difíciles. Un hombre encarnó la contradicción entre los sueños y la realidad y se convirtió, por ello, en «el verdadero iniciador del cine en Cuba»: Enrique Díaz Quesada. Su documental El parque de Palatino (1906), destinado a promover el turismo norteamericano hacia La Habana, es el primer filme cubano que se conserva, y su largometraje de ficción Manuel García o El rey de los campos de Cuba (1913), la primera película cubana del género. Lo que excita la imaginación cuando se revisa la filmografía de este cineasta no es tanto su tenacidad (todavía en 1923, el año de su muerte, estaba activo) como su empeño en abordar una temática que apelara a los sentimientos patrióticos del público. Para el imaginario cubano —sobre todo en aquella confusa, contradictoria etapa del proceso de formación de la nacionalidad—, títulos como El capitán mambí o Libertadores y guerrilleros (1914), La manigua o La mujer cubana (1915) y El rescate del brigadier Sanguily (1917), tenían una resonancia épica inconfundible. Ante ellos uno no puede menos que preguntarse: ¿estaban ahí los gérmenes de un auténtico cine nacional? Sea cual sea el criterio que uno tenga sobre la identidad cultural de una nación y su forma de expresarse en el arte, lo más prudente es no hacerse ilusiones basándose en una simple lista de títulos. Un historiador ha hecho notar que tanto la primera como la última película de ficción de Díaz Quesada tenían como protagonistas sendos arquetipos criollos del «bandolero romántico» (lo que hace suponer un tratamiento más melodramático que épico del asunto) y que las escenas más aplaudidas solían ser las de explosiones, asaltos, persecuciones a caballo e incendios.(2)
Pero aun renunciando a demandas culturales que pudieran parecer ajenas a la época y al medio, quedaría en pie la pregunta sobre la posible existencia de una industria. ¿Habría algo inherente a los filmes —su mimetismo, su bajo nivel técnico, su poca eficacia comunicativa— que provocara un rechazo automático del público?(3) ¿Acaso la ausencia de productores tendía a paralizar de antemano cualquier iniciativa? Tampoco aquí conviene hacer generalizaciones apresuradas. Díaz Quesada había encontrado productores en los dueños de un circo —el famoso Santos y Artigas—, gracias a lo cual pudo realizar unos veinte filmes, entre cortos y largos, en poco más de quince años; pero no era el único preparado para ejercer el oficio y atraer patrocinadores, como lo demuestran otros filmes de la época. Había numerosas salas de cine, tantas, que en 1912 se creó una asociación de exhibidores para defender los intereses del gremio, y suficientes patrocinadores y aficionados como para justificar la circulación, durante siete años, de la revista Cuba Cinematográfica, que Santos y Artigas comenzó a publicar en 1912 también.
A veces aparecía un productor en la figura de un rico inversionista y, por último, nunca dejó de haber cinéfilos y aventureros dispuestos a jugarse todos sus ahorros a la carta de un filme. En esta última categoría merece citarse, por sintomático, el caso de Evaristo Herrera, fotógrafo provinciano que decidió gastar íntegramente el dinero de una herencia realizando en 1925 el sueño de su vida, una película que tituló Entre dos amores (un rollo de la cual, por cierto, tuvo el raro privilegio de llegar a nosotros). La película fue recibida «con aplausos» por el escaso público que logró verla —limitación que sirvió para poner de manifiesto una cara del asunto que hasta entonces había permanecido oculta. Si el filme fue un fracaso económico, señaló Herrera indignado, «se debió a la hostilidad de las casas distribuidoras de películas extranjeras, que temían por el desarrollo de una industria cinematográfica cubana».(4) Reveladora observación, mucho más teniendo en cuenta que fue publicada en un libro de lectura para jóvenes, lo que hace suponer que el esforzado cineasta, en lugar de aparecer a los ojos de sus conciudadanos como un loco, aparecía como un símbolo; así se frustraban, en efecto, todas las iniciativas nacionales, víctimas de una formidable conjura. La falta de sentido autocrítico no descalificaba el diagnóstico. 3 En realidad, era la fuerza impersonal del mercado lo que estaba decretando la ruina simultánea de Herrera, de la naciente cinematografía cubana y —con una sola excepción— de todas las cinematografías extranjeras en Cuba. Una encuesta realizada en 1914 entre unos ciento cincuenta mil espectadores reveló que las películas italianas eran las preferidas del público, seguidas por las danesas (sic) y, a gran distancia, por las francesas. Son estas —concretamente las producidas por Pathé Fréres— las más mencionadas en los testimonios y crónicas de la época. El cine habanero Actualidades —el primero construido específicamente con ese fin— se inauguró con dieciséis filmes de la Pathé —cuatro en cada una de las cuatro tandas sucesivas—(5) y la primera vez que el cine, como actividad social, entró en la narrativa cubana, lo hizo con la descripción de una tanda de dos horas, en el cine Payret, constituida por filmes de todos los géneros procedentes de la Pathé.(6)
Pero el cine europeo no pudo resistir la catástrofe de la Guerra (1914-1917) ni la embestida de Hollywood. En Cuba, además, se había producido una sólida alianza entre las grandes productoras norteamericanas y los pequeños empresarios locales —exhibidores, sobre todo— y esa comunidad de intereses se expresaba en una amplia red de conexiones que iban desde lo comercial hasta lo informativo y tendían a crear una demanda permanente en amplios sectores del público.
La cercanía de los Estados Unidos es casi fatal para las películas de otros países —afirmaba en 1923 el cónsul británico en La Habana—. No es sólo que las estrellas del cine norteamericano sean muy conocidas por el público cubano, sino que además, los periódicos de La Habana, tanto los que se publican en español como los que se publican en inglés, les hacen propaganda constantemente y hay todo un grupo de revistas norteamericanas de cine que circulan en Cuba. Abundan los anuncios publicitarios. A los dueños de salas y demás, les basta con darse un salto a la Florida (173 km) o incluso hasta Nueva York (60 horas) para ver los filmes más recientes y comprarlos allí mismo; la mayoría de ellos tiene agentes y corresponsales en los Estados Unidos que envían detalles sobre todas y cada una de las películas e informan si les parecen adecuadas para el mercado cubano.(7)
He aquí un texto que podría resultar utilísimo en los cursos de marketing para mostrar el vínculo existente entre propaganda, formación del gusto y descodificación de mensajes audiovisuales. En otro lugar me he referido al círculo vicioso que se crea cuando, por medios legítimos o espurios —o por una combinación de ambos— se impone a los espectadores determinado modelo narrativo y estético, y después se pretende otorgar el monopolio absoluto a ese modelo alegando que el público lo «prefiere» pero ocultando el modo en que esa preferencia ha sido impuesta. En los primeros treinta años del siglo la insidiosa operación de uniformar los gustos se había cumplido de modo inexorable de una punta a otra del Continente. Dos ejemplos: uno de 1928, en Ciudad México: el joven exiliado Julio Antonio Mella pronostica el fracaso de Octubre aduciendo que el público «acostumbrado al estilo burgués de la película yanqui», será incapaz de apreciar los valores del filme de Eisenstein; otro de 1932, en Buenos Aires, desde posiciones ideológicas diametralmente opuestas: Jorge Luis Borges sostiene que el mérito mayor de Potemkim y otros filmes soviéticos es su capacidad de interrumpir la monotonía, de introducir cierta variedad «en un mundo saturado hasta el fastidio» por los filmes «jolivudenses».(8)
Lo cierto es que el fastidio abarcaba también a cierto cine europeo, cuyos actores y actrices empezaban a parecer acartonados y cuyos esquemas narrativos seguían siendo deudores de la dramaturgia tradicional. En Cuba —donde a principios de siglo había aumentado espectacularmente la tasa de natalidad— existía hacia 1920 un público joven que no tardó en rendirse a la fascinación de las fábulas y arquetipos propuestos por Hollywood: el vértigo de los westerns, las fantasías eróticas encarnadas en rutilantes estrellas de uno y otro sexo…(9) En un medio ajeno al American Way of Life tal vez la influencia social de este cine no hubiera sido la misma, pero aquí —al menos entre los sectores de clase media urbanos, cuyo proceso de americanización se había acelerado en el decenio que se extendió desde la segunda Intervención hasta el fin de las Vacas Gordas—, aquellos valores y patrones de conducta pasaron a formar parte, en mayor o menor medida, de la idiosincrasia criolla. La paradoja se explica porque lo americano —tanto la cultura material, que se expresaba en la frase «el confort de la vida moderna»— como la del entretenimiento, representaban, ambas, lo no español, caracterizado por los rancios valores de la cultura tradicional y por el atraso técnico. Para un medio recién salido del estatus colonial, ingresar en la órbita cultural del «coloso del Norte» era un modo de afirmar su diferencia y de situarse, sin demasiado esfuerzo, en el espacio del glamour y la modernidad.(10) Que el precio de ese salto fuera enorme —puesto que implicaba el peligro, anunciado por Ramos en 1916, de una «descubanización de Cuba»— fue aceptado como una fatalidad geopolítica en los dos primeros decenios del siglo. Hay algo profundamente simbólico y dramático en el testimonio del cineasta José E. Casasús sobre sus aventuras de empresario (ligado todavía al cine francés). Solía recorrer zonas apartadas de la Isla llevando un proyector y dos plantas eléctricas, lo que le permitía anunciar sus funciones tendiendo, en la calle principal de poblados donde aún no se conocía la electricidad, un cordón de bombillos «con los colores nacionales», recurso encaminado a «resaltar la fibra patriótica» de su empresa y atraer a los espectadores potenciales.(11) En esa curiosa mezcla de elementos tan disímiles —el patriotismo, de un lado; la modernización representada por el cine y la luz eléctrica, del otro— anida una fecunda contradicción, un desafío que está en la base misma del proceso de desarrollo de la conciencia nacional.
Fragmento del volumen «Proyecciones. Apuntes sobre cine y sociedad», que será publicado por Ediciones ICAIC.
NOTAS
(1) Cf. Frank Friedel, The Splendid Little War, Boston, Little, Brown and Co., 1958, p. 3.
(2) Cf. Arturo Agramonte, Cronología del cine cubano, La Habana, Ediciones ICAIC, 1966, pp. 32 y 38. Refiriéndose al primer filme, un crítico subrayó que carecía de toda «intención cultural o política». (Cf. José Antonio González, «Apuntes para la historia de un cine sin historia», en Cine Cubano, no. 86-88, 1973.) Es también de consulta obligada la monografía de María Eulalia Douglas La tienda negra. El cine en Cuba (1897-1990), publicada por la Cinemateca de Cuba en 1996 [i.e., 1997].
(3) Suele atribuirse a la «ineficiencia técnica y chabacanería temática» de esta producción su incapacidad para competir en los mercados extranjeros. (Cf. Héctor García Mesa, «El cine negado de América Latina», en Cine Cubano, no. 104 [1983], pp. 91-92).
(4) Cf. Arturo Agramonte, ob. cit., p. 42.
(5) Raúl Rodríguez, El cine silente en Cuba, La Habana, Editorial Letras Cubanas, 1992, pp. 79-80.
(6) «El empresario conocía perfectamente el negocio —reflexiona el protagonista de la novela aludida—, pues mezclaba lo terrible con lo jocoso, lo romántico con lo vulgar; pasatiempo barato para todos los gustos y aficiones». (Véase José Miró [Argenter], Salvador Roca (Drama humano), La Habana, Imprenta y Papelería Rambla y Bouza, 1910.) (La acción de la novela se desarrolla en 1909.)
(7) Cf. Report on Market for Cinematograph Films in Cuba, Havana, 13th, March, 1923. Cit. por Michael Chanan, The Cuban Image. Cinema and Cultural Politics in Cuba, London, British Film Institute, 1985, p. 52. (Traducción A. F.) Lo cita también Louis A. Pérez Jr. en su Ser cubano. Identidad, nacionalidad y cultura, traducción de José Viera Linares, La Habana, Editorial de Ciencias Sociales, 2007, p. 399.
(8) Julio Antonio Mella, «Octubre» (1928), reproducido en Cine Cubano, no. 54-55 (1969), p. 112; Jorge Luis Borges, «Films» (1932), en Discusión (O. C., 15ª ed., Buenos Aires, Emecé, 1985, p. 224.)
(9) En muy poco tiempo el Star System difundió por el mundo los arquetipos del Galán (el irresistible, encarnado por Rodolfo Valentino, y el Aventurero, por Douglas Fairbanks); de la Vampiresa (Theda Bara), la Pizpireta (Mary Pickford), la Doncella inmaculada (Lilliam Gish) y la Diva (Greta Garbo).
(10) Es la tesis que expone y desarrolla Louis A. Pérez Jr. en Ser cubano, ed. cit. en nota 7.
(11) Raúl Rodríguez, El cine silente en Cuba, ed. cit., p. 41.
Veyre había venido a Cuba comisionado por los hermanos Lumière para promover su curioso invento y se coló de rondón en los anales de la cinematografía cubana gracias a ese minuto furtivo del que, lamentablemente, no se conserva ni siquiera un fotograma. De haber venido un año después, tal vez hubiera optado por el incendio real, porque a mediados de 1898 la guerra de Cuba pasó a ser noticia de primera plana en todo el mundo por la intervención de Estados Unidos, cuya fulminante campaña naval y terrestre precipitó la derrota de España y de paso borró a los mambises de los libros de historia, pues desde entonces la guerra hispano-cubana se llamó simplemente Guerra Hispano-Americana o Spanish American War. De esta denodada campaña quedó como primer testimonio fílmico Fighting with Our Boys in Cuba, documental de treinta minutos donde se muestra a los gallardos Rough-Riders de Theodore Roosevelt operando en las inmediaciones de Santiago, y otro simulacro, The Battle of Santiago Bay, de los mismos realizadores, que mostraba la famosa batalla naval… filmada enteramente en un improvisado estudio neoyorquino.
La victoria marcó una nueva etapa en el proceso de expansión de Estados Unidos. «It has been a splendid little war», le escribió entusiasmado a Teddy Roosevelt uno de sus admiradores, a la sazón embajador norteamericano en Inglaterra; «fue iniciada por los motivos más altruistas, conducida con extraordinario vigor e inteligencia, y favorecida por la Fortuna, que ama a los valientes».(1) Convendría enfatizar eso de la Fortuna, porque la «guerrita» aportó a los vencedores un suculento botín, el imperio insular formado por Filipinas, Puerto Rico y la propia Cuba. Esta última iba a adquirir muy pronto un estatus jurídico desconocido hasta entonces —mezcla de nación soberana, protectorado y neocolonia—; en el ínterin las tropas de ocupación norteamericanas se retiraron del país y se proclamó solemnemente la República. Se trataba de otro simulacro, que a diferencia de los dos anteriores —y para beneplácito de los monopolios yanquis, dueños ya de casi toda la economía de la Isla— iba a durar más de medio siglo.
2
Si los historiadores fueran, como suele decirse, profetas del pasado, valdría la pena preguntarles si en la Cuba de principios de siglo hubiera podido establecerse y prosperar una industria de cine; pero no hay historia de las opciones incumplidas, de modo que la respuesta siempre sería tajante: no fue así, por tanto no podía ser así. El hecho de que nunca faltaran los intentos, sin embargo, nos hace suponer que el entusiasmo o el simple afán de lucro bastaban para echar a andar las cámaras aun en las condiciones más difíciles. Un hombre encarnó la contradicción entre los sueños y la realidad y se convirtió, por ello, en «el verdadero iniciador del cine en Cuba»: Enrique Díaz Quesada. Su documental El parque de Palatino (1906), destinado a promover el turismo norteamericano hacia La Habana, es el primer filme cubano que se conserva, y su largometraje de ficción Manuel García o El rey de los campos de Cuba (1913), la primera película cubana del género. Lo que excita la imaginación cuando se revisa la filmografía de este cineasta no es tanto su tenacidad (todavía en 1923, el año de su muerte, estaba activo) como su empeño en abordar una temática que apelara a los sentimientos patrióticos del público. Para el imaginario cubano —sobre todo en aquella confusa, contradictoria etapa del proceso de formación de la nacionalidad—, títulos como El capitán mambí o Libertadores y guerrilleros (1914), La manigua o La mujer cubana (1915) y El rescate del brigadier Sanguily (1917), tenían una resonancia épica inconfundible. Ante ellos uno no puede menos que preguntarse: ¿estaban ahí los gérmenes de un auténtico cine nacional? Sea cual sea el criterio que uno tenga sobre la identidad cultural de una nación y su forma de expresarse en el arte, lo más prudente es no hacerse ilusiones basándose en una simple lista de títulos. Un historiador ha hecho notar que tanto la primera como la última película de ficción de Díaz Quesada tenían como protagonistas sendos arquetipos criollos del «bandolero romántico» (lo que hace suponer un tratamiento más melodramático que épico del asunto) y que las escenas más aplaudidas solían ser las de explosiones, asaltos, persecuciones a caballo e incendios.(2)
Pero aun renunciando a demandas culturales que pudieran parecer ajenas a la época y al medio, quedaría en pie la pregunta sobre la posible existencia de una industria. ¿Habría algo inherente a los filmes —su mimetismo, su bajo nivel técnico, su poca eficacia comunicativa— que provocara un rechazo automático del público?(3) ¿Acaso la ausencia de productores tendía a paralizar de antemano cualquier iniciativa? Tampoco aquí conviene hacer generalizaciones apresuradas. Díaz Quesada había encontrado productores en los dueños de un circo —el famoso Santos y Artigas—, gracias a lo cual pudo realizar unos veinte filmes, entre cortos y largos, en poco más de quince años; pero no era el único preparado para ejercer el oficio y atraer patrocinadores, como lo demuestran otros filmes de la época. Había numerosas salas de cine, tantas, que en 1912 se creó una asociación de exhibidores para defender los intereses del gremio, y suficientes patrocinadores y aficionados como para justificar la circulación, durante siete años, de la revista Cuba Cinematográfica, que Santos y Artigas comenzó a publicar en 1912 también.
A veces aparecía un productor en la figura de un rico inversionista y, por último, nunca dejó de haber cinéfilos y aventureros dispuestos a jugarse todos sus ahorros a la carta de un filme. En esta última categoría merece citarse, por sintomático, el caso de Evaristo Herrera, fotógrafo provinciano que decidió gastar íntegramente el dinero de una herencia realizando en 1925 el sueño de su vida, una película que tituló Entre dos amores (un rollo de la cual, por cierto, tuvo el raro privilegio de llegar a nosotros). La película fue recibida «con aplausos» por el escaso público que logró verla —limitación que sirvió para poner de manifiesto una cara del asunto que hasta entonces había permanecido oculta. Si el filme fue un fracaso económico, señaló Herrera indignado, «se debió a la hostilidad de las casas distribuidoras de películas extranjeras, que temían por el desarrollo de una industria cinematográfica cubana».(4) Reveladora observación, mucho más teniendo en cuenta que fue publicada en un libro de lectura para jóvenes, lo que hace suponer que el esforzado cineasta, en lugar de aparecer a los ojos de sus conciudadanos como un loco, aparecía como un símbolo; así se frustraban, en efecto, todas las iniciativas nacionales, víctimas de una formidable conjura. La falta de sentido autocrítico no descalificaba el diagnóstico. 3 En realidad, era la fuerza impersonal del mercado lo que estaba decretando la ruina simultánea de Herrera, de la naciente cinematografía cubana y —con una sola excepción— de todas las cinematografías extranjeras en Cuba. Una encuesta realizada en 1914 entre unos ciento cincuenta mil espectadores reveló que las películas italianas eran las preferidas del público, seguidas por las danesas (sic) y, a gran distancia, por las francesas. Son estas —concretamente las producidas por Pathé Fréres— las más mencionadas en los testimonios y crónicas de la época. El cine habanero Actualidades —el primero construido específicamente con ese fin— se inauguró con dieciséis filmes de la Pathé —cuatro en cada una de las cuatro tandas sucesivas—(5) y la primera vez que el cine, como actividad social, entró en la narrativa cubana, lo hizo con la descripción de una tanda de dos horas, en el cine Payret, constituida por filmes de todos los géneros procedentes de la Pathé.(6)
Pero el cine europeo no pudo resistir la catástrofe de la Guerra (1914-1917) ni la embestida de Hollywood. En Cuba, además, se había producido una sólida alianza entre las grandes productoras norteamericanas y los pequeños empresarios locales —exhibidores, sobre todo— y esa comunidad de intereses se expresaba en una amplia red de conexiones que iban desde lo comercial hasta lo informativo y tendían a crear una demanda permanente en amplios sectores del público.
La cercanía de los Estados Unidos es casi fatal para las películas de otros países —afirmaba en 1923 el cónsul británico en La Habana—. No es sólo que las estrellas del cine norteamericano sean muy conocidas por el público cubano, sino que además, los periódicos de La Habana, tanto los que se publican en español como los que se publican en inglés, les hacen propaganda constantemente y hay todo un grupo de revistas norteamericanas de cine que circulan en Cuba. Abundan los anuncios publicitarios. A los dueños de salas y demás, les basta con darse un salto a la Florida (173 km) o incluso hasta Nueva York (60 horas) para ver los filmes más recientes y comprarlos allí mismo; la mayoría de ellos tiene agentes y corresponsales en los Estados Unidos que envían detalles sobre todas y cada una de las películas e informan si les parecen adecuadas para el mercado cubano.(7)
He aquí un texto que podría resultar utilísimo en los cursos de marketing para mostrar el vínculo existente entre propaganda, formación del gusto y descodificación de mensajes audiovisuales. En otro lugar me he referido al círculo vicioso que se crea cuando, por medios legítimos o espurios —o por una combinación de ambos— se impone a los espectadores determinado modelo narrativo y estético, y después se pretende otorgar el monopolio absoluto a ese modelo alegando que el público lo «prefiere» pero ocultando el modo en que esa preferencia ha sido impuesta. En los primeros treinta años del siglo la insidiosa operación de uniformar los gustos se había cumplido de modo inexorable de una punta a otra del Continente. Dos ejemplos: uno de 1928, en Ciudad México: el joven exiliado Julio Antonio Mella pronostica el fracaso de Octubre aduciendo que el público «acostumbrado al estilo burgués de la película yanqui», será incapaz de apreciar los valores del filme de Eisenstein; otro de 1932, en Buenos Aires, desde posiciones ideológicas diametralmente opuestas: Jorge Luis Borges sostiene que el mérito mayor de Potemkim y otros filmes soviéticos es su capacidad de interrumpir la monotonía, de introducir cierta variedad «en un mundo saturado hasta el fastidio» por los filmes «jolivudenses».(8)
Lo cierto es que el fastidio abarcaba también a cierto cine europeo, cuyos actores y actrices empezaban a parecer acartonados y cuyos esquemas narrativos seguían siendo deudores de la dramaturgia tradicional. En Cuba —donde a principios de siglo había aumentado espectacularmente la tasa de natalidad— existía hacia 1920 un público joven que no tardó en rendirse a la fascinación de las fábulas y arquetipos propuestos por Hollywood: el vértigo de los westerns, las fantasías eróticas encarnadas en rutilantes estrellas de uno y otro sexo…(9) En un medio ajeno al American Way of Life tal vez la influencia social de este cine no hubiera sido la misma, pero aquí —al menos entre los sectores de clase media urbanos, cuyo proceso de americanización se había acelerado en el decenio que se extendió desde la segunda Intervención hasta el fin de las Vacas Gordas—, aquellos valores y patrones de conducta pasaron a formar parte, en mayor o menor medida, de la idiosincrasia criolla. La paradoja se explica porque lo americano —tanto la cultura material, que se expresaba en la frase «el confort de la vida moderna»— como la del entretenimiento, representaban, ambas, lo no español, caracterizado por los rancios valores de la cultura tradicional y por el atraso técnico. Para un medio recién salido del estatus colonial, ingresar en la órbita cultural del «coloso del Norte» era un modo de afirmar su diferencia y de situarse, sin demasiado esfuerzo, en el espacio del glamour y la modernidad.(10) Que el precio de ese salto fuera enorme —puesto que implicaba el peligro, anunciado por Ramos en 1916, de una «descubanización de Cuba»— fue aceptado como una fatalidad geopolítica en los dos primeros decenios del siglo. Hay algo profundamente simbólico y dramático en el testimonio del cineasta José E. Casasús sobre sus aventuras de empresario (ligado todavía al cine francés). Solía recorrer zonas apartadas de la Isla llevando un proyector y dos plantas eléctricas, lo que le permitía anunciar sus funciones tendiendo, en la calle principal de poblados donde aún no se conocía la electricidad, un cordón de bombillos «con los colores nacionales», recurso encaminado a «resaltar la fibra patriótica» de su empresa y atraer a los espectadores potenciales.(11) En esa curiosa mezcla de elementos tan disímiles —el patriotismo, de un lado; la modernización representada por el cine y la luz eléctrica, del otro— anida una fecunda contradicción, un desafío que está en la base misma del proceso de desarrollo de la conciencia nacional.
Fragmento del volumen «Proyecciones. Apuntes sobre cine y sociedad», que será publicado por Ediciones ICAIC.
NOTAS
(1) Cf. Frank Friedel, The Splendid Little War, Boston, Little, Brown and Co., 1958, p. 3.
(2) Cf. Arturo Agramonte, Cronología del cine cubano, La Habana, Ediciones ICAIC, 1966, pp. 32 y 38. Refiriéndose al primer filme, un crítico subrayó que carecía de toda «intención cultural o política». (Cf. José Antonio González, «Apuntes para la historia de un cine sin historia», en Cine Cubano, no. 86-88, 1973.) Es también de consulta obligada la monografía de María Eulalia Douglas La tienda negra. El cine en Cuba (1897-1990), publicada por la Cinemateca de Cuba en 1996 [i.e., 1997].
(3) Suele atribuirse a la «ineficiencia técnica y chabacanería temática» de esta producción su incapacidad para competir en los mercados extranjeros. (Cf. Héctor García Mesa, «El cine negado de América Latina», en Cine Cubano, no. 104 [1983], pp. 91-92).
(4) Cf. Arturo Agramonte, ob. cit., p. 42.
(5) Raúl Rodríguez, El cine silente en Cuba, La Habana, Editorial Letras Cubanas, 1992, pp. 79-80.
(6) «El empresario conocía perfectamente el negocio —reflexiona el protagonista de la novela aludida—, pues mezclaba lo terrible con lo jocoso, lo romántico con lo vulgar; pasatiempo barato para todos los gustos y aficiones». (Véase José Miró [Argenter], Salvador Roca (Drama humano), La Habana, Imprenta y Papelería Rambla y Bouza, 1910.) (La acción de la novela se desarrolla en 1909.)
(7) Cf. Report on Market for Cinematograph Films in Cuba, Havana, 13th, March, 1923. Cit. por Michael Chanan, The Cuban Image. Cinema and Cultural Politics in Cuba, London, British Film Institute, 1985, p. 52. (Traducción A. F.) Lo cita también Louis A. Pérez Jr. en su Ser cubano. Identidad, nacionalidad y cultura, traducción de José Viera Linares, La Habana, Editorial de Ciencias Sociales, 2007, p. 399.
(8) Julio Antonio Mella, «Octubre» (1928), reproducido en Cine Cubano, no. 54-55 (1969), p. 112; Jorge Luis Borges, «Films» (1932), en Discusión (O. C., 15ª ed., Buenos Aires, Emecé, 1985, p. 224.)
(9) En muy poco tiempo el Star System difundió por el mundo los arquetipos del Galán (el irresistible, encarnado por Rodolfo Valentino, y el Aventurero, por Douglas Fairbanks); de la Vampiresa (Theda Bara), la Pizpireta (Mary Pickford), la Doncella inmaculada (Lilliam Gish) y la Diva (Greta Garbo).
(10) Es la tesis que expone y desarrolla Louis A. Pérez Jr. en Ser cubano, ed. cit. en nota 7.
(11) Raúl Rodríguez, El cine silente en Cuba, ed. cit., p. 41.
Descriptor(es)
1. CINE CUBANO
2. FILMES CUBANOS
3. HISTORIA DEL CINE
4. IDENTIDAD
5. IDEOLOGIA Y CINE
6. INVESTIGACIONES CINEMATOGRAFICAS
Web: http://www.cubacine.cult.cu/sitios/revistacinecubano/digital06/cap03.htm