FICHA ANALÍTICA

En busca de la epifanía perdida
Lezcano, José Alberto (1935 - )

Título: En busca de la epifanía perdida

Autor(es): José Alberto Lezcano

Fuente: Revista Cine Cubano On Line

Número: 10

Año de publicación: 2008

Hay actores que desde las primeras escenas (no importa el orden en que hayan sido filmadas) dejan entrever demasiado lo bien que conocen el guión y el futuro de su personaje. Su pesquisa, de estructura circular, cumple su cometido en un encadenamiento de acciones y reacciones que, al arribar el desenlace, hace pensar al espectador que ya vio la película. Algo así ocurre con Emily Watson en la madre sufrida de Las cenizas de Ángela y en la violonchelista arrasada por la esclerosis múltiple en Hilary y Jackie. En ambos casos su metier, calculado en apariencia hasta el último detalle, vive de espaldas a esos giros vitales y sorpresivos que marcan la distancia entre lo bien sugerido y lo demasiado previsible. La mater dolorosa del primer filme y la artista atormentada del segundo eran dos objetivos que exigían de la actriz británica mucho más de lo que su talento podía darle. Como resultado, su Ángela es servida según el prisma de un melodramatismo acrítico y facilista mientras su Jackie, por acumulación de tintes histriónicos, se agota artísticamente en la primera parte del relato hasta conferirle a la intempestiva aparición de la enfermedad, en el resto del metraje, el carácter de un anticlímax. Entre las actrices que avanzan con paso certero en la gradación y control de sus efectos, pocas igualan a la sueca Liv Ullman, cuyo abordaje de los papeles recuerda una frase de Shakespeare: «Sabemos lo que somos pero no lo que podríamos ser.» En su trayecto bajo la dirección de Ingmar Bergman, dio vida a una vasta serie de criaturas y en cada una de ellas logró un perfecto equilibrio entre los fines y los medios, la ausencia de juicios lapidarios y, sobre todo, la capacidad de entregar sus claves esenciales al compás de cada vivencia y cada momento, a tenor del ritmo y las circunstancias que envuelven al personaje. Desde Persona hasta Sarabanda, he ahí una intérprete que asume la ficción con autenticidad: sus diseños son tan cambiantes y móviles como la vida misma. La que conocemos en los comienzos de sus películas no es rigurosamente intercambiable con la que hallamos en las secuencias finales. Ello implica que su cometido más dramático equivale a una especie de metástasis, al conseguir que su curso diegético se reproduzca en un lugar distinto a aquel en que se presentó primero. Es de justicia apuntar que en Sonata de otoño (1978) ni la guía de Bergman pudo disimular el choque de estrategias y proyecciones que se produjo entre la Ullman y su renombrada compañera de reparto, Ingrid Bergman; la primera, en una matizada expresión de sentimientos complejos; la segunda, en el grupo de las actrices «que ensayan ante el espejo sus menores ademanes», según palabras del realizador.

Un actor que plasmó en tres interpretaciones de altura la obsesión por el doble, el suplantador, el ego desajustado, es el austríaco Klaus Maria Brandauer. La trilogía de Istvan Szabo formada por Mephisto, El coronel Redl y El profeta (entre 1981 y 1988) es mucho más que el triunfo personal de su protagonista, pero debe a este gran parte de su poder de seducción y magnetismo. Lo que une a sus tres personajes es su condición de vástagos elegidos por los dioses para enfrentar las más duras pruebas. En la primera cinta termina aplastado por su yo y sus circunstancias; en la segunda, obligado al suicidio; en la última, asesinado. Los diferencia el modo en que han de interiorizar la grotesca partitura de la historia. En Mephisto, el actor de teatro erige su propio patíbulo interior al aceptar las ficciones del poder fascista como acepta las ficciones que asume en el tablado. El coronel Redl comprueba demasiado tarde que la ciega idolatría al presente puede cerrar los ojos al futuro. El profeta Hanussen es capaz de vaticinar una tragedia cósmica pero no alcanza a ver que será una de sus víctimas. En cada caso, el intérprete es depositario de una máscara, un juego de simbiosis y giros identitarios, un conjunto de vibraciones, una amalgama de tensión y arrojo, autoridad y vacilaciones, que echa a andar sus criaturas como si fuesen encarnadas por actores diferentes.

En 1987, el austríaco planteaba en una entrevista:

    El actor debe tratar de leer todo sobre actuación y luego buscar su propio camino; por lo demás, como en toda profesión, hay un cincuenta por ciento que no se puede explicar.(1)

En ese cincuenta por ciento, no del todo explicable pero sí muy sensible, radica el abismo que separa a una actriz como Emily Watson de sus colegas Liv Ullman y Klaus Maria Brandauer.

Intentemos acercarnos a la cara oculta de la Luna. En el arte dramático hay una zona de hondura latente, que el espectador sensible avizora pero se le muestra esquiva para el razonamiento, difusa para el examen, evasiva para la definición. Esa zona es pariente cercana de la epifanía. Pido atención a este vocablo que, en su sentido de iluminación, revelación, se extendió desde la cristiana Fiesta de las Luces y, alejada de su origen místico, abrazó el arte y las letras para designar un descubrimiento supremo, una verdad interna, un valor que resume de inmediato –pero precedido por múltiples excavaciones y sondeos– el cómo, el dónde y el porqué de un personaje, una situación o todo un libro. Se trata de un acceso relampagueante a la verdad, una apertura momentánea a la realidad culminante de los seres y las cosas. Gracias a la epifanía, el barro inerte de una actuación se convierte en mármol: la hace fuerte y lustrosa, la dota de un sentido capital, la ilumina en todas direcciones con audacia y firmeza. En James Joyce fueron epifanías el despertar del deseo, la vocación literaria y el adiós a Irlanda. Lo fueron la leyenda de Iván sobre el Gran Inquisidor en Los hermanos Karamazov, de Dostoievski; el sermón del padre Mapple sobre Jonás en el Moby Dick, de Melville; el extravío de Hans Castorp en la nieve, en La montaña mágica, de Thomas Mann; las crecidas del río Avon que llenaron las pupilas de Shakespeare y originaron en su obra incontables imágenes de inundaciones; la cartilla escolar que llevó a Rimbaud a atribuir colores a las vocales. Epifanías fueron en los pintores barrocos «las formas que vuelan» y en los clasicistas «las formas que pesan». Epifanía fue para Van Gogh su contacto con el sol provenzal tras nacer y criarse en la relativa oscuridad del Norte. Por todas partes, el imperio de una sorpresa que deslumbra o estremece, una experiencia que desata en el artista posibilidades de las que tal vez no estaba plenamente consciente.

El desprecio implícito o mal disimulado que sienten muchos críticos ante fenómenos del tipo epifanía no responde siempre, como pudiera suponerse, a un culto programático al racionalismo cartesiano. Son los mismos que apelan a términos más tolerados por la tradición occidental –inspiración, magia creadora, etc.– cuando se trata de decodificar señales soterradas que no pueden ser resumidas con las fórmulas usuales o escapan a las etiquetas de manual. Lo indudable es que, en toda manifestación artística trascendente, la técnica (definida por Kayser como «todo el manejo consciente de los recursos artísticos») exige atención y estudio, pero no basta por sí sola para explicar la suma de vivencias, provocaciones, sugerencias, redimensiones y aperturas que conviven en una obra maestra.

La epifanía, confesémoslo sin rubor alguno, es parte de ese cincuenta por ciento a que aludía Brandauer. Para el actor es instrumento de elevación y grandeza, pero no está, no puede estarlo, al servicio de todos los que ejercen el oficio. Algo más: la epifanía es un festín momentáneo del arte. Algo que se sutiliza y resulta impalpable, mientras se convierte en una llave que permite el acceso al núcleo esencial de un personaje. Es así que, rompiendo leyes espaciales y temporales, la epifanía está presente en la trilogía de Szabo. Hay un hombre que se achica y se pierde bajo los reflectores. Hay otro que da paseos histéricos antes de cegar su vida. Hay otro que mira a sus inevitables asesinos como si él y ellos encarnaran el vaticinio hecho por algún profeta. Para devolver desde la pantalla tanto desgarramiento, tan penosa carga de culpas y desvaríos, se requiere un inmenso intérprete. Un intérprete como Brandauer.

Maurice Ronet en "Fuego fatuo" (1968), de Louis Malle.Los caminos que conducen al verdadero hallazgo de un personaje, a su aprehensión vital, pasan en ocasiones por el equipamiento cultural de un actor. Maurice Ronet, uno de los intérpretes de mayor bagaje intelectual de su época (dominaba varios idiomas, pintaba, esculpía, modelaba cerámica, tocaba el piano y el órgano, fue autor de un enjundioso ensayo sobre Kierkegaard y Schopenhauer) reveló en 1968 la imagen que lo asaltó tras la primera lectura del guión de El fuego fatuo, donde entregó magistralmente el drama de un suicida:

    Acababa de releer la novela Juan Cristóbal, de Romain Rolland y las páginas del guión me hicieron recordar su referencia al suplicio de Tántalo… al alcance de sus manos unos frutos que se volvían de piedra, no bien los cogía… junto a sus labios, un agua fresca, que huía cuando se inclinaba hacia ella… En aquel momento supe que estaba cerca del personaje.(2)

Libre o determinista, fragmentario o totalizador, el actor es una suma de lo que es, lo que fue y lo que desea ser, y ninguna parte puede renunciar al todo. Su tarea no es buscar culpables sino rastrear las conciencias de manera implacable. No deben interesarle tanto los hechos como la forma en que, a través de ellos, se va trasluciendo su naturaleza. El personaje puede hallarse con una losa encima que no sabe de dónde procede, pero el actor ha de lograr que su peso sea compartido por él y por el público. Decía Miguel Ángel que sus esculturas estaban dentro del bloque de mármol y él se limitaba a quitar lo que sobraba. El actor ha de extraer del texto esencia y presencias, y renunciar a todo lo que implique adorno, gratuidad, autocomplacencia y exhibicionismo. Interpretar un personaje es otorgarle una dimensión que lo haga intransferible e individual y, al propio tiempo, reconocible como trasunto de una realidad compartida.

Del actor talentoso se dice que sabe sentir lo que hace, pero esa cualidad no es más que el resultado óptimo de saber pensar, ver y escuchar. Esto último se tiene en cuenta con menos frecuencia de lo que merece: el actor legítimo es un oyente agudo, responsable y calificado. Su oído recoge timbres y acentos, inflexiones y ritmos, que se integran a su organismo como una carga casi inconsciente y afloran en la vida profesional cuando una íntima reacción lo hace acudir a esa caja de resonancias para traducir la agonía del perseguido, la impresencia del moribundo, la tristeza del derrotado, el espíritu burlón o la réplica farsesca. Sus palabras saltan, se equilibran, desarrollan breves encuentros y batallas campales, se alzan y caen para levantarse de nuevo en un concierto orquestado sin demasiados ensayos.

El Baxter interpretado por Jack Lemmon en El apartamento, ese neoyorquino solitario que acepta convertir su vivienda en casa de citas para complacer a su jefe, le dice a la ascensorista que le atrae:

    Yo vivíacomo Robinson Crusoe, era un náufrago entre ocho millones de personas, hasta que un día vi pisadas en la arena y la encontré a usted…

Atención. Esas frases aportan muchísimo sobre el hombre que las pronuncia, pero la forma en que se dicen encierra todo el secreto de su impacto. Se pueden proyectar con doble énfasis y adoptar un tonito histriónico deleznable. Pueden asumir un acento sensiblero que desvirtúe su esencia o recibir un tinte paródico no menos ingrato. Lemmon les confiere la única dimensión adecuada: dice esas palabras con sinceridad y ternura capaces de eliminar toda impresión de que fueron escritas por un buen par de guionistas. Lemmon las dice como si tradujeran la emoción de un hombre que disfruta compartir la cena con la mujer que ama. Lemmon nos dice que Robinson Crusoe, en este preciso momento, dejó de ser un náufrago. Pronuncia sus palabras como se observa un paisaje conocido desde la ventanilla de un tren. Al escucharlas no podemos detenernos a pensar que el actor se dijo a sí mismo al encontrar el párrafo: «Vaya… este parlamento me permite ser muy profundo o muy inteligente. Aquí hay un momento que debo explotar.» Lemmon no cae en la trampa del trascendentalismo. Sus frases tienen un contexto, se enlanzan orgánicamente con todo lo que sucede desde que llega la mujer. Surgen como la esperada, sencilla y modesta confesión de un hombre que vislumbra una llamita al final del túnel.

Vivien Leigh y Thomas Mitchell en "Lo que el viento se llevó" (1939), de Victor Fleming.Detalles como este definen a los actores dotados de imaginación y sensibilidad. El azoro y la timidez de Chaplin cuando teme ser reconocido por la florista que recuperó la visión (Luces de la ciudad), la indecisión y los problemas de conciencia que dominan a Brando en su diálogo con el sacerdote (Nido de ratas), la mirada que dirige Julianne Moore a su marido cuando descubre que es bisexual (Lejos del cielo), las piruetas de que se vale Roberto Benigni para alejar al diablo (La vida es bella), el silencio elocuente de Ann Todd en su último encuentro con el amante traidor (Quererte es perdición), la posición fetal que adopta sobre el lecho Jeremy Irons tras observar las caricias que intercambian su hijo y la amante de ambos (Herida), el saludo al sol radiante que expresa el hombre-oscuridad interpretado por Lou Castel (Los puños en el bolsillo), el código de conducta lanzado por Vivien Leigh en un pasaje culminante cuando exclama: «¡Nunca pasaré hambre de nuevo!» (Lo que el viento se llevó), la ejecución a sangre fría de los asesinos de su hija por un Max von Sydow más temible que todos los psicópatas del cine (La fuente de la virgen), el llanto animal, decriatura enjaulada, que domina a Daniel Olbrychski tras la muerte de su amada (Paisaje después de la batalla), la viperina simulación de Glenn Close en su primer contacto con la rival (Atracción fatal), la sádica monstruosidad de Luis Tosar en su último ataque a la esposa (Te doy mis ojos).

En todos los ejemplos citados, el subtexto avanza como una flecha hasta clavarse en el mismo corazón de la historia. Esto nos conduce a la pregunta magna: ¿Cuántos sentidos definen a un verdadero actor?

NOTAS:

(1) Rosa Elvira Peláez, «Brandauer: un preocupado por la responsabilidad del actor ante la sociedad», en Granma, 9 de diciembre de 1987.

(2) Michel Parc, «Courrier de L’ Acualité», en Paris Match, 10 de agosto de 1960.



 



Descriptor(es)
1. ACTUACION
2. CRÍTICA CINEMATOGRÁFICA

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