FICHA ANALÍTICA
La construcción de significados mediante el cuerpo en acción
Colombres, Adolfo (1944 - )
Título: La construcción de significados mediante el cuerpo en acción
Autor(es): Adolfo Colombres
Fuente: Revista Cine Cubano On Line
Número: 14
Mes: Abril - Junio
Año de publicación: 2009
El arte escrito en el cuerpo es una carta de identidad de trascendental importancia, tanto en los diversos ámbitos de la vida cotidiana como en el campo de lo extracotidiano, pero los mayores logros expresivos se dan en la acción. Esta, al poner el imaginario social y el personal en escena, torna más perceptibles los significados profundos de la experiencia colectiva. Aunque a los fines metodológicos conviene tratar ambos niveles por separado, no se debe descuidar sus conexiones, pues el arte escrito sobre el cuerpo, al fortalecer los sentidos, torna más intensos y creíbles tanto el ritual como la representación. Los chamacoco, para sentirse dioses al actuar como tales en la fiesta de los Anábsoros, deben antes vestirse como dioses. Los teatros de Oriente carecen de escenografía, por lo que esta función es atribuida al traje, el cual con el apoyo de las luces dilata el cuerpo hasta el punto que exija la naturaleza del personaje. Más que un simple vestuario, el traje deviene algo así como una prótesis (la expresión es de Grotowski) y una escenografía en movimiento. Cuanto más fastuoso sea un traje, el actor o personaje ritual, además de cargar durante un largo tiempo un peso que puede llegar a los 30 kilos, debe trabajar más intensamente con todo el cuerpo para dar vida a cada uno de sus elementos, pues la inercia de cualquiera de ellos convertiría a lo numinoso en ficción. Claro que hay casos en los que esta regla parece invertirse, como por ejemplo el candomblé de Salvador de Bahía, en el que el trance de posesión (el descenso del orixá al cuerpo de la sacerdotisa o filha do santo) no depende del uso de máscaras ni de una indumentaria especial, y menos aún de tatuajes, pinturas y adornos: los atributos de la divinidad le son colocados luego de que se opera el cambio de cuerpo.
La lucha entre los selk´nam de Tierra del Fuego, que más que un deporte constituía para ellos un verdadero arte, comenzaba cuando uno de los mejores luchadores del equipo desafiante se paraba en el borde de la palestra y arrojaba la capa al suelo, para dejar ver su cuerpo desnudo, pintado de rojo con rayas blancas verticales. Ese conjunto de contendientes, trabados en pugna con la piel pintada y brillante, se encuadraba plenamente en las artes de la representación. Sin dichas pinturas, se podría pensar que se trataba tan solo de una justa deportiva. También en la escena denominada Kéwanik, los hombres y mujeres de esta etnia bailaban desnudos y con la piel cubierta de pinturas de un alto contenido simbólico, que imprimían a la danza una gran sensualidad e intensidad. Según Gusinde, los selk´nam alcanzaban en esta danza consagrada a Tanu, hermana de la temible Xalpen, su más alto grado de expresión artística. Lo central era esa danza colectiva, pero sin el arte aplicado previamente al cuerpo no hubiera producido jamás el mismo efecto. Otro tanto puede decirse de las pinturas corporales que usan los luchadores nubas de Kau (Sudán), quienes estetizan con ellas su pelea a cuchillo.
Tras esta salvedad para mostrar los fuertes nexos que se operan entre estos dos planos del arte del cuerpo, pasamos a abordar tan solo el que atañe a la acción, para lo que tomaremos al cuerpo no ya como una materia en la que se inscriben signos de distinta naturaleza y finalidad, sino como un ente actante, que despliega su energía para producir significados. La mayor parte de los movimientos que realiza el hombre diariamente tiene un sentido práctico y no alberga intención comunicativa alguna, o sea, carecen de significado. Si camino solo para trasladarme de un lugar a otro, ninguno de mis pasos tendrá una intención comunicativa. Incluso en un escenario ritual o teatral hallaremos pasos cuyo único propósito será trasladar al actante desde un sitio en el que produjo significados a otro donde seguirá produciéndolos. Dichos pasos suelen ser semánticamente neutros, a menos que se quiera aprovechar la necesidad de traslado para producir un sentido, el que en tales circunstancias será por lo común lateral a la acción dramática o preparatorio de la próxima escena. No obstante, los desplazamientos en el ámbito de lo extracotidiano pueden carecer de un contenido semántico, pero no ignorar el aspecto estético. Así, en Japón se considera al teatro Nô un arte centrado en los pies, o más bien en la técnica de caminar llamada hakobi, mediante la cual el actor se desliza sobre el escenario con giros y sonoras pisadas, moviendo muy levemente los brazos y manteniendo casi inmóvil la parte superior del cuerpo. Claro que en este arte los pies no reducen su función al plano estético, pues se les confía también un papel semántico destacado.
Odissi: el lenguaje codificado de los cuerpos en una de las danzas de la India.Cabe aclarar, por obvio que resulte, que no toda acción dirigida a producir un significado tendrá necesariamente un efecto estético, y que lo estético se despliega también en la vida cotidiana, fuera de lo que se ha dado en llamar una situación estética. Pero pareciera ser que la acción, para alcanzar los significados más profundos, debe desplegarse en el escenario de lo extracotidiano e implicar también técnicas extracotidianas de uso del cuerpo, pues en ellas el actante tiene plena conciencia de los significados que va creando con sus movimientos y sabe cómo lograrlo. Las técnicas cotidianas del uso del cuerpo que posee un grupo social determinado, en cambio, suelen ser inconscientes, incluso hasta cuando se aventuran en el terreno de la belleza. Así, hombres y mujeres se despliegan en la vida diaria con gestos y movimientos sensuales, sin percatarse de los mensajes seductores que emiten.
Antes de ahondar en este tema, cabe señalar algo que caracteriza al arte de la acción: la necesaria presencia de un otro, que puede ser tanto el participante de un ritual como un espectador. Mientras los signos que se escriben en el cuerpo suelen hacerse en soledad, como un acto íntimo y a veces secreto, la acción solitaria, sin receptor alguno, cae en el vacío, no produce un significado, y servirá tan solo como catarsis del propio actante, como mera descarga de energía, o como ejercicio preparatorio de una acción simbólica que se realizará después ante otros o con otros. Los significados en una acción concreta no pueden ser guardados para una futura instancia, a menos que se realicen ante una cámara de video que los registre para ser luego mostrados en diversos contextos.
En su célebre Manual de etnografía, Marcel Mauss se refiere a las técnicas del cuerpo, a las que propone estudiar con la ayuda de fotografías o de filmaciones en cámara lenta, y tomando en cuenta la edad de las personas, pues a las limitaciones físicas suelen sumarse las culturales, que impiden, por ejemplo, a un hombre mayor moverse con la soltura de un joven, por más que aún pueda hacerlo. Debió agregar el sexo, pues también este pauta los movimientos. Las técnicas corporales de la mujer no son similares a las del hombre, salvo tal vez en unos pocos terrenos. Mauss se refiere aquí brevemente a las técnicas cotidianas de uso del cuerpo, aunque contempla un aspecto que se abre a lo extracotidiano: la respiración, a la que tanta relevancia se da en Oriente (el yoga, por ejemplo). Manda estudiar el ritmo respiratorio en la danza y en los rituales mágicos, fijándose también en los movimientos de brazos y piernas que lo acompañan o marcan. Lo que está queriendo señalar es que en tales circunstancias la respiración no es la misma, y que varían también los movimientos que la acompañan, pero en momento alguno alude a esa fuerza que anima la estética del cuerpo como actante: la energía que despliega en el acto. Mauss se refiere, además, muy al pasar, a los movimientos realizados con el cuerpo entero, así da a entender que hay otros que se producen con solo una parte de él.
Esta dimensión soslayada nos introduce en el rico territorio del gesto. Para la teoría clásica, los gestos eran tan solo un complemento del habla. Fue Meyerhold quien introdujo una ruptura en la práctica teatral, abriéndola a un campo de gran complejidad semántica, en el que la acción plástica del actor no tendrá ya que acompañar, como un complemento armónico, las palabras del personaje. La unidad se transformó así en una dialéctica entre los gestos y las palabras, e incluso entre los gestos consigo mismo. La importancia de esta ruptura radica en que las palabras expresan las intenciones que el personaje manifiesta en relación con otros personajes o el pensamiento que declama socialmente, mientras que los gestos a menudo desnudan la verdad de esas intenciones, relaciones y proclamas. El lenguaje hablado deberá confrontarse en lo sucesivo con el lenguaje de los gestos, e incluso con otros elementos narrativos que generan sentidos en la representación, como la música, la danza, la acrobacia, los ruidos, el silencio, los objetos rituales o escénicos, y otros.
Lo anterior nos obliga a analizar las distintas funciones que el gesto puede cumplir en relación con la palabra. La función será afirmativa cuando el gesto se limite a confirmar lo enunciado por la palabra, concordancia que resultará redundante si no existe una necesidad real de afirmarla, ya sea para subrayar la importancia de lo que se dice o por una exigencia del ritmo. Si el gesto ilustra y complementa la palabra, añadiendo una información que armonice con ella y reduzca o diluya su ambigüedad, la función será de complementación. Si el gesto suple a la palabra, a fin de ahorrarle descripciones tediosas que la desgastarían y mantener así su valor expresivo, estaríamos ante la función supletoria. Si un gesto cuestiona a la palabra, sembrando dudas pero sin contradecirla frontalmente, cumplirá una función crítica. Si el gesto contradice abiertamente a la palabra, como un rechazo total a lo que ella dice, su función será contradictoria. Por último, si el gesto parodia la palabra, señalando su falencia con los recursos de la risa, estará cumpliendo una función paródica.
Ópera de Pekín.Estas seis funciones del gesto pueden repetirse no solo en su dialéctica con los otros elementos narrativos no verbales, sino también en relación consigo mismo, pues al ser varias las partes semánticamente activas del cuerpo, este en un mismo momento puede emitir diferentes mensajes gestuales, lo que torna aún más complejo el sistema de producción de significados, obligándonos a observar detenidamente cada una de sus partes. Se sabe que el rostro es la zona principal de la expresión gestual, cuya dinámica puede llevarla a producir una larga serie de significados concordantes o contradictorios en un breve tiempo, como hacen los mimos. A veces también se inmoviliza en una expresión tensa o intensa, como una forma de apuntalar un sentido hasta lo revulsivo, acercándose así a la máscara, aunque solo por unos instantes. La máscara implica de por sí una renuncia al juego de la musculatura facial, lo que ha llevado a verla como una especie de decapitación del actor. En algunas representaciones rituales o artísticas suele acompañar al personaje durante toda su actuación, aunque lo más frecuente es que la usen en un determinado momento para regresar luego a su personaje, o cambie varias veces de máscara en el curso de una misma representación, asumiendo así sucesivos personajes, como en el teatro griego. Claro que esta ductilidad tiene el inconveniente de restar hondura filosófica o al menos psicológica a los personajes asumidos, convirtiéndolos así en lo que la teoría literaria llama personajes planos.
En el espacio del rostro se deben destacar las posibilidades del ojo, el que puede verlo todo pero no verse a sí mismo, y trasmitir desde su escasa movilidad una multitud de sentidos. En los países musulmanes, donde las mujeres suelen ir veladas, se ha estudiado la multitud de signos que estas pueden emitir con ellos, los que parecen contrarrestar con eficacia la limitación impuesta por la cultura. Al actante no le basta ver, sino que debe mostrar que ve o lo que ve en cada momento. La acción de ver rebasa la mera sensación visual, al implicar una plena conciencia de lo que se está viendo y dar incluso a entender el placer o rencor que ello le produce.
El segundo plano de la construcción gestual está dado por los brazos, aunque lo más expresivo de ellos reside en las manos, que llegan a generar por sí mismas un lenguaje culturalmente codificado, como en el caso de los sordomudos y muchos otros que brinda la etnografía. En el campo del arte, las codificaciones más elaboradas son las del hasta-mudra de las danzas de la India, desde el Bharatanatyam, considerada la más clásica, a las danzas Kathakali y Odissi. A partir de algunas raíces de mudra (el Bharatanatyam tendría treinta y dos raíces, el Kathakali veinticuatro y el Odissi unas veinte), se despliega un lenguaje complejo que el neófito puede interpretar como meros movimientos cinéticos, aunque conforman signos visuales precisos, de escasa o nula ambigüedad. Los mudras son combinados por la bailarina en composiciones denominadas samyuta, que sobrepasan con facilidad los doscientos signos. Mediante ellos se habla del pájaro, el pez, la culebra, la flauta, el hogar, el río, la montaña y otros tipos de objetos y aspectos de la naturaleza. Traducen también perplejidad y humillación, muerte, éxtasis, sueño, revelación, seducción. En el teatro chino existen más de cincuenta posiciones codificadas de las manos, usadas para caracterizar a los personajes, subrayando los contrastes entre los distintos papeles, y sobre todo para diferenciar a los personajes femeninos de los masculinos, ya que son hombres quienes interpretan los papeles femeninos. También en Occidente el lenguaje de las manos posee antecedentes antiguos, ligados a las tradiciones griegas, romanas y hebraicas, de las que un autor inglés reunió a mediados del siglo xvii más de doscientas imágenes.
Viene a continuación el torso, cuya expresividad es menor, aunque adquiere un papel destacado en la posición del cuerpo en el espacio y en la regulación del equilibrio general de sus partes. En él se inscriben asimismo, con fuerza, sus atributos sexuales. Finalmente están las piernas, que rematan en los pies, partes cuya especial capacidad de producir sentidos ya estudiamos.
Frente a esta complejidad, se puede decir que el gesto que critica, contradice o parodia se impondrá siempre sobre el otro, sin que cuente para nada la importancia semiológica del centro de producción e incluso el apoyo que puedan dar a este la palabra y otros elementos narrativos. Así, nada obsta a que los pies, mediante un breve salto por ejemplo, destruyan un sentido generado por el rostro con toda la belleza de que es capaz. Por cierto, los gestos deben interpretarse siempre en el marco de cada cultura, pues sus significados son menos universales de lo que se supone, y obligan, para profundizar en dicho terreno, a recurrir a una antropología de ellos.
Patrice Pavis distingue entre gestos psicomotrices y gestos simbólicos. Los primeros no aspiran a establecer una comunicación con otros sino a describir una acción. En los simbólicos, en cambio, se quiere expresar algo, ya sea un sentimiento o un pensamiento.1 Cabe distinguir también entre gesto y gestualidad. El primero nos remite a una acción corporal específica, mientras que la segunda conforma un sistema con cierta coherencia, que da cuenta de la forma en que un individuo o personaje se expresa con el cuerpo, y que se relaciona, por lo tanto, con su identidad.
Las artes del cuerpo no solo incluyen la acción ritual, la representación teatral y la danza, sino otras ramas que lo involucran en menor medida, como el canto, la música y la narración oral, las que suelen darse también en el marco del rito. Ciertos tramos del rito pueden prescindir de elementos estéticos, pero lo común es la presencia de ellos, pues aseguran su eficacia y le imprimen una mayor intensidad. Claro que una danza ritual mostrará distintos niveles de ejecución. Algunos bailarines serán diestros y se moverán con verdadero arte, enriqueciendo los sentidos de su danza y del mito que la sustenta, y otros lo harán tan mal que empobrecerán el rito y los sentidos que a esa danza otorga el mito. La pobreza del arte, de lo estético, puede conllevar el desastre, pues los dioses, espectadores muy exigentes, castigarán a la comunidad si se sienten ofendidos.
Eugenio Barba toma el concepto de técnicas del cuerpo de Marcel Mauss, pero no centra su interés en las cotidianas, sino en las extracotidianas. Esto tendría un correlato en la literatura, donde el lenguaje poético se diferencia del cotidiano al asumir una función estética. La idea de separar el uso cotidiano del cuerpo en el marco de una cultura del uso de él en la representación puede parecer extraña, pues en definitiva el cuerpo en ambas circunstancias es más o menos el mismo, y resulta muy difícil borrar por completo en la representación al cuerpo de todos los días. Pavis señala que se corre además el riesgo de ver el cuerpo cotidiano como parte de la naturaleza, mientras que el de la representación significaría la cultura, aunque una afirmación semejante caería en la torpeza antropológica, pues nadie duda ya de que los movimientos no dependen solo de las características personales, la edad y el sexo de un individuo, sino también del marco cultural que dicta la normativa que los rige, permitiendo su correcta interpretación. Mucho antes que Mauss y Barba, Meyerhold habló de un ritmo escénico capaz de liberar al actor de su temperamento personal, lo que implicaba ya ese intento de depuración estética que caracteriza a lo extracotidiano. A tal fin, desarrolla la biomecánica, que se puede tomar como antecedente fundacional de la antropología teatral y su concepto de preexpresividad.
Brecht parece admitir la dialéctica incesante de lo sagrado y lo profano, la posibilidad de resacralizar el teatro, pero la busca en el lenguaje teórico y en la politización. Artaud, Brook y Grotowski indagaron más seriamente acerca de la naturaleza de lo sagrado en la expresión teatral, comparándola con el rito, lo que permitió a Barba llegar a la antropología teatral. Barba no separa a las artes de la representación de la experiencia que proporciona la antropología, sino que, por el contrario, investiga en el rito la esencia misma del uso extracotidiano del cuerpo, la fuente a la que se debe volver. Y más que comparar las acciones del ritual con las de la vida cotidiana, tal como lo haría un alumno de Mauss, valiéndose incluso de una cámara para registrar los más nimios detalles, va hacia algo más primordial, como es la energía corporal que sostiene esos movimientos. La fuerza sagrada del ritual, transferida a la escena teatral, hace que por el cuerpo del actor fluya una energía especial, y que lo desborde, animando el espacio que lo rodea. Para que ello ocurra, los movimientos del actor no deben ser mecánicos, sino que tienen que estar acompañados por un movimiento equivalente en su sensibilidad o espiritualidad. Se observa especialmente la calidad de la energía, pues cuanto más alta es esta, se traduce en una mayor presencia del actor en el escenario. Al igual que en el ritual, el actor puede llegar a ser un dios si logra la energía de un dios. La energía, gastada a manos llenas, produciría un cambio de cuerpo, la transmutación del actor o del participante en un ritual en un personaje teatral o mítico. Pero dicha energía no se consigue solo moviendo el alma a la par del cuerpo: requiere sobre todo de un arduo entrenamiento que desarrolle la base preexpresiva del actor, lo que nada tiene que ver con el concepto clásico de ensayar una obra.
A partir del hecho de que cada sociedad establece el sustrato sociobiológico que determina las técnicas cotidianas de uso del cuerpo de sus miembros, Grotowski se fijó como objetivo buscar en la diversidad no lo específico de ellas, sino lo que el método comparativo perfilara como transcultural. Barba comparte con él este universalismo y encuentra lo transcultural en ese nivel preexpresivo del arte del actor, en la fuerza que brota de un cuerpo puesto en forma, acrecentando su presencia escénica. Lo preexpresivo se manifiesta así como un conjunto de técnicas que no respetan los condicionamientos habituales del uso del cuerpo dados por la cultura o la misma personalidad del actor, y que en esta etapa no buscan comunicar nada, sino tan solo adquirir el pleno dominio de su lenguaje, un virtuosismo que se pondrá en escena al pasar a la expresión, o sea, al entrar en una situación de representación. Mientras las técnicas cotidianas del uso del cuerpo apuntan a conseguir un rendimiento máximo con un mínimo gasto de energía, nos dice Barba, las técnicas extracotidianas, por el contrario, se basan en un derroche de energía, a fin de alcanzar una presencia actoral en estado puro, que en la etapa preexpresiva del entrenamiento no expresa ni representa. Es que el concepto de preexpresividad no toma en cuenta las intenciones del actor, como tampoco sus sentimientos, emociones e identificación o no con el personaje que se le asigna, trascendiendo de este modo la psicotécnica. Esta última dirige al actor hacia un querer expresar algo, pero tal voluntad no decide de por sí qué debe hacer para lograrlo con la mayor eficacia posible.2 Frente a este razonamiento de Barba, Patrice Pavis se pregunta si un cuerpo puesto en forma no es ya expresivo, aunque esa expresividad sea no intencional y no comunicativa, por cuanto no se propone trasmitir nada a nadie. Pero tal presencia, aunque nada se proponga, ¿puede acaso no comunicar?3
Lo anterior nos pone ante un tema que, a pesar de ser abstracto, adquiere, como vemos, un gran relieve en la construcción de significados en el rito y las artes de la representación, y que es la energía del actante, algo soslayado por las investigaciones de Marcel Mauss, como ya se apuntó antes. En el cuerpo, la energía vendría a ser su vigor físico, una fuerza dinámica de nervios y músculos que se manifiesta como voluntad y capacidad de actuar, lo que se torna evidente en lo que llamamos presencia del actor. Este concepto de energía biológica se da en varias culturas, las que además de asignarle un nombre, definen sus cualidades específicas. Así, en la India la llaman prâna o shakti; kung-fu, en China; koshi y yugen, en Japón; chikara y taxu, en Bali. Todas ellas instituyen técnicas para poder concentrarla, suprimiendo para eso las posturas inertes del cuerpo, empezando por las de los brazos, a los que no se les permite colgar sin vida. A partir de la mitología romana, la antropología teatral ha caracterizado dos tipos fundamentales de energía: la energía-animus y la energía-anima. La primera es dura, y la segunda, suave. Aunque se tiende a identificar la primera con lo masculino y a la segunda con lo femenino, tal asimilación es engañosa y no permite ahondar en el papel de la energía en la construcción de significados. Es que los actantes (el participante en un ritual, el actor o bailarín) que busquen comunicar con el cuerpo sentimientos complejos, difícilmente podrán manejarse con una sola energía. Tendrán que usar las dos, dosificándolas y alternándolas en el tiempo. Incluso en un mismo momento una parte del cuerpo podrá expresar un tipo de energía (las manos, por ejemplo) y el resto, la otra, que sería la dominante en esa instancia. Por cierto, en este caso las manos estarán desempeñando un papel de contradicción, para mostrar la dualidad o complejidad de la vida frente a la pretensión de lo unitario sin fisuras. No se debe pensar que la energía-animus es tensa y la energía-anima se expresa desde la lasitud: ambas representan tensiones, que en la primera son duras y en la segunda, delicadas. Esto queda manifiesto en el caso de las danzas de Bali, donde keras significa fuerte, duro, vigoroso, y manis, delicado, suave, tierno. Ambas energías son usadas allí en momentos sucesivos de una danza por un mismo bailarín, e incluso en un mismo momento, repartidas en distintas partes del cuerpo.
Cabe añadir, por otro lado, que no siempre la vitalidad se manifiesta en un derroche de energía. En el teatro Nô, el verdadero maestro es el que está vivo en la inmovilidad. La energía en el tiempo, comenta Barba, se manifiesta a través de una inmovilidad recorrida y cargada por la máxima tensión: es una calidad especial de energía que no está determinada por un exceso de vitalidad ni por los desplazamientos del cuerpo. Así, una regla del Nô dice que tres décimas partes de la acción del actor deben desarrollarse en el espacio, y siete décimas partes, en el tiempo. O sea, la energía no es usada tanto para proyectar la acción en el espacio, sino para retenerla dentro de sí, en una tensa inmovilidad que potencia la presencia del actor y los significados que produce con esa acción. Ello nos acerca al principio taoísta de quietud en movimiento, que sería la quietud verdadera, que da cuenta del ritmo del universo. En la Ópera de Pekín hay posturas que los actores adoptan repentinamente para detener su propia acción en la cumbre de la tensión, alcanzando así una inmovilidad que no es estática o inerte, sino dinámica.4
Aunque la mayor parte de lo analizado hasta aquí involucra también a la danza, es preciso detenerse en algunos aspectos específicos de ella. La mirada antropológica ha distinguido entre culturas que utilizan el cuerpo como un bloque único, y otras en las que el movimiento parece distribuirse entre varias zonas de él, como si fueran independientes unas de otras, tal como ocurre en el África negra y en varias partes de Asia. Entre estas últimas, se puede diferenciar aquellas en las cuales las diversas partes del cuerpo, al dialogar entre sí, producen significados diferentes o distintos tipos de energía, de aquellas otras en las que la independencia de las partes solo busca un mayor impacto cinético, manteniendo la unidad del sentido que se emite. Esto último se dará –por más que se emita un significado– solo con una parte del cuerpo y no con las otras, pues lo determinante es la ausencia de otras funciones capaces de establecer una dialéctica.
Más relevante nos parece la clasificación propuesta por Ramiro Guerra, quien habla de dos tipos fundamentales de danza: una que no plasma imagen significativa alguna, en la que predomina la pura acción cinética, sin pretensión de construir significados, y otra en la que los movimientos del bailarín están en función de crear imágenes reconocibles, lo que le permite desarrollar un relato, y por lo tanto tejer una red de significados que se vinculan entre sí. En la primera, a la que llama danza abstracta, el receptor no debe librarse de proceso alguno de interpretación, sino tan solo abrir sus sentidos al impacto de los movimientos de los bailarines, que se dan en un plano de alto nivel estético carente de connotaciones semánticas. En la segunda, a la que llama danza de imagen o mimética, el cuerpo despliega en el espacio una serie de signos que necesitan ser interpretados, por lo que trasciende la mera acción cinética. Para ello se vale del gesto, la personificación (asunción y caracterización de personajes), el conflicto, la creación de atmósferas y los estados de tensiones y distensiones. Al desarrollar un plano semántico de gran importancia en la recepción de la obra, otorga un papel relevante a la interpretación de sus claves y recursos expresivos. Esta no presenta mayores problemas cuando los gestos remedan una acción (la de navegar o luchar, por ejemplo), y tampoco cuando se basan en un sistema complejo de signos convencionales, como sería el caso de los mudras, que resultan unívocos para quien conoce este lenguaje.
Guerra habla también de un tercer tipo de danza, la llamada danza simbólica o alegórica a la que sitúa en un campo intermedio entre la abstracción y la mímesis. Se caracterizaría por su mayor uso de elementos retóricos, lo que al acrecentar su polisemia demanda un mayor esfuerzo de interpretación. Aquí habría que distinguir entre el símbolo y la alegoría, pues mientras el primero no puede aceptar una sola interpretación sin traicionar su naturaleza, la alegoría, por su misma función didáctica, tiene un significado preestablecido, como relacionar, por ejemplo, a la paloma con el Espíritu Santo. Tampoco resulta del todo acertado separar demasiado la danza mimética de la simbólica, pues la primera es también simbólica, en la medida en que despliega una realidad como metáfora o metonimia de otra. La distinción serviría en todo caso para establecer que además de la danza abstracta, sin interpretación alguna (aunque incluso en lo puramente cinético el receptor activo trata de reconocer signos, por más que se le advierta que el emisor no quiso crearlos), y la narrativa, que cuenta una historia valiéndose de elementos en buena medida unívocos, por lo que la obra no requiere de un gran esfuerzo de interpretación, habría una tercera categoría, la danza simbólica (y no meramente alegórica), que tendría toda la polisemia del arte profundo, y que requiere por lo tanto del receptor un alto esfuerzo interpretativo, sabiendo de antemano que los significados que logre establecer en este proceso no serán iguales a los establecidos por otros receptores. Pero la diferencia se oscurece ante la constatación de que toda danza de gran densidad simbólica apela en algún momento, por un lado, a acciones miméticas fácilmente entendibles por ser unívocas, como un modo de proporcionar al receptor anclajes en lo concreto, y, por el otro, a movimientos puramente cinéticos, a fin de reforzar el plano estético mediante un impacto visual que trabaja más con lo sensorial que con la emoción.
1 Cf. David Le Breton, Antropología del cuerpo y modernidad, Buenos Aires, Nueva Visión, pp. 157-159.
2 Cf. Eugenio Barba y Nicola Savarese, El arte secreto del actor. Diccionario de antropología teatral, La Habana, Ediciones Alarcos, 2007, pp. 11-13 y 292.
3 Cf. Patrice Pavis, El teatro y su recepción. Semiología, cruce de culturas y postmodernismo, La Habana, UNEAC-Casa de las Américas- Embajada de Francia en Cuba, 1994, p. 161.
4 Eugenio Barba y Nicola Savarese, ob. cit., pp. 110-111.
5 Ramiro Guerra, «Danza y dramaturgia», en Conjunto, no. 129, julio-septiembre de 2003, Casa de las Américas.
Descriptor(es)
1. ACTUACION
2. TEATRO
Título: La construcción de significados mediante el cuerpo en acción
Autor(es): Adolfo Colombres
Fuente: Revista Cine Cubano On Line
Número: 14
Mes: Abril - Junio
Año de publicación: 2009
El arte escrito en el cuerpo es una carta de identidad de trascendental importancia, tanto en los diversos ámbitos de la vida cotidiana como en el campo de lo extracotidiano, pero los mayores logros expresivos se dan en la acción. Esta, al poner el imaginario social y el personal en escena, torna más perceptibles los significados profundos de la experiencia colectiva. Aunque a los fines metodológicos conviene tratar ambos niveles por separado, no se debe descuidar sus conexiones, pues el arte escrito sobre el cuerpo, al fortalecer los sentidos, torna más intensos y creíbles tanto el ritual como la representación. Los chamacoco, para sentirse dioses al actuar como tales en la fiesta de los Anábsoros, deben antes vestirse como dioses. Los teatros de Oriente carecen de escenografía, por lo que esta función es atribuida al traje, el cual con el apoyo de las luces dilata el cuerpo hasta el punto que exija la naturaleza del personaje. Más que un simple vestuario, el traje deviene algo así como una prótesis (la expresión es de Grotowski) y una escenografía en movimiento. Cuanto más fastuoso sea un traje, el actor o personaje ritual, además de cargar durante un largo tiempo un peso que puede llegar a los 30 kilos, debe trabajar más intensamente con todo el cuerpo para dar vida a cada uno de sus elementos, pues la inercia de cualquiera de ellos convertiría a lo numinoso en ficción. Claro que hay casos en los que esta regla parece invertirse, como por ejemplo el candomblé de Salvador de Bahía, en el que el trance de posesión (el descenso del orixá al cuerpo de la sacerdotisa o filha do santo) no depende del uso de máscaras ni de una indumentaria especial, y menos aún de tatuajes, pinturas y adornos: los atributos de la divinidad le son colocados luego de que se opera el cambio de cuerpo.
La lucha entre los selk´nam de Tierra del Fuego, que más que un deporte constituía para ellos un verdadero arte, comenzaba cuando uno de los mejores luchadores del equipo desafiante se paraba en el borde de la palestra y arrojaba la capa al suelo, para dejar ver su cuerpo desnudo, pintado de rojo con rayas blancas verticales. Ese conjunto de contendientes, trabados en pugna con la piel pintada y brillante, se encuadraba plenamente en las artes de la representación. Sin dichas pinturas, se podría pensar que se trataba tan solo de una justa deportiva. También en la escena denominada Kéwanik, los hombres y mujeres de esta etnia bailaban desnudos y con la piel cubierta de pinturas de un alto contenido simbólico, que imprimían a la danza una gran sensualidad e intensidad. Según Gusinde, los selk´nam alcanzaban en esta danza consagrada a Tanu, hermana de la temible Xalpen, su más alto grado de expresión artística. Lo central era esa danza colectiva, pero sin el arte aplicado previamente al cuerpo no hubiera producido jamás el mismo efecto. Otro tanto puede decirse de las pinturas corporales que usan los luchadores nubas de Kau (Sudán), quienes estetizan con ellas su pelea a cuchillo.
Tras esta salvedad para mostrar los fuertes nexos que se operan entre estos dos planos del arte del cuerpo, pasamos a abordar tan solo el que atañe a la acción, para lo que tomaremos al cuerpo no ya como una materia en la que se inscriben signos de distinta naturaleza y finalidad, sino como un ente actante, que despliega su energía para producir significados. La mayor parte de los movimientos que realiza el hombre diariamente tiene un sentido práctico y no alberga intención comunicativa alguna, o sea, carecen de significado. Si camino solo para trasladarme de un lugar a otro, ninguno de mis pasos tendrá una intención comunicativa. Incluso en un escenario ritual o teatral hallaremos pasos cuyo único propósito será trasladar al actante desde un sitio en el que produjo significados a otro donde seguirá produciéndolos. Dichos pasos suelen ser semánticamente neutros, a menos que se quiera aprovechar la necesidad de traslado para producir un sentido, el que en tales circunstancias será por lo común lateral a la acción dramática o preparatorio de la próxima escena. No obstante, los desplazamientos en el ámbito de lo extracotidiano pueden carecer de un contenido semántico, pero no ignorar el aspecto estético. Así, en Japón se considera al teatro Nô un arte centrado en los pies, o más bien en la técnica de caminar llamada hakobi, mediante la cual el actor se desliza sobre el escenario con giros y sonoras pisadas, moviendo muy levemente los brazos y manteniendo casi inmóvil la parte superior del cuerpo. Claro que en este arte los pies no reducen su función al plano estético, pues se les confía también un papel semántico destacado.
Odissi: el lenguaje codificado de los cuerpos en una de las danzas de la India.Cabe aclarar, por obvio que resulte, que no toda acción dirigida a producir un significado tendrá necesariamente un efecto estético, y que lo estético se despliega también en la vida cotidiana, fuera de lo que se ha dado en llamar una situación estética. Pero pareciera ser que la acción, para alcanzar los significados más profundos, debe desplegarse en el escenario de lo extracotidiano e implicar también técnicas extracotidianas de uso del cuerpo, pues en ellas el actante tiene plena conciencia de los significados que va creando con sus movimientos y sabe cómo lograrlo. Las técnicas cotidianas del uso del cuerpo que posee un grupo social determinado, en cambio, suelen ser inconscientes, incluso hasta cuando se aventuran en el terreno de la belleza. Así, hombres y mujeres se despliegan en la vida diaria con gestos y movimientos sensuales, sin percatarse de los mensajes seductores que emiten.
Antes de ahondar en este tema, cabe señalar algo que caracteriza al arte de la acción: la necesaria presencia de un otro, que puede ser tanto el participante de un ritual como un espectador. Mientras los signos que se escriben en el cuerpo suelen hacerse en soledad, como un acto íntimo y a veces secreto, la acción solitaria, sin receptor alguno, cae en el vacío, no produce un significado, y servirá tan solo como catarsis del propio actante, como mera descarga de energía, o como ejercicio preparatorio de una acción simbólica que se realizará después ante otros o con otros. Los significados en una acción concreta no pueden ser guardados para una futura instancia, a menos que se realicen ante una cámara de video que los registre para ser luego mostrados en diversos contextos.
En su célebre Manual de etnografía, Marcel Mauss se refiere a las técnicas del cuerpo, a las que propone estudiar con la ayuda de fotografías o de filmaciones en cámara lenta, y tomando en cuenta la edad de las personas, pues a las limitaciones físicas suelen sumarse las culturales, que impiden, por ejemplo, a un hombre mayor moverse con la soltura de un joven, por más que aún pueda hacerlo. Debió agregar el sexo, pues también este pauta los movimientos. Las técnicas corporales de la mujer no son similares a las del hombre, salvo tal vez en unos pocos terrenos. Mauss se refiere aquí brevemente a las técnicas cotidianas de uso del cuerpo, aunque contempla un aspecto que se abre a lo extracotidiano: la respiración, a la que tanta relevancia se da en Oriente (el yoga, por ejemplo). Manda estudiar el ritmo respiratorio en la danza y en los rituales mágicos, fijándose también en los movimientos de brazos y piernas que lo acompañan o marcan. Lo que está queriendo señalar es que en tales circunstancias la respiración no es la misma, y que varían también los movimientos que la acompañan, pero en momento alguno alude a esa fuerza que anima la estética del cuerpo como actante: la energía que despliega en el acto. Mauss se refiere, además, muy al pasar, a los movimientos realizados con el cuerpo entero, así da a entender que hay otros que se producen con solo una parte de él.
Esta dimensión soslayada nos introduce en el rico territorio del gesto. Para la teoría clásica, los gestos eran tan solo un complemento del habla. Fue Meyerhold quien introdujo una ruptura en la práctica teatral, abriéndola a un campo de gran complejidad semántica, en el que la acción plástica del actor no tendrá ya que acompañar, como un complemento armónico, las palabras del personaje. La unidad se transformó así en una dialéctica entre los gestos y las palabras, e incluso entre los gestos consigo mismo. La importancia de esta ruptura radica en que las palabras expresan las intenciones que el personaje manifiesta en relación con otros personajes o el pensamiento que declama socialmente, mientras que los gestos a menudo desnudan la verdad de esas intenciones, relaciones y proclamas. El lenguaje hablado deberá confrontarse en lo sucesivo con el lenguaje de los gestos, e incluso con otros elementos narrativos que generan sentidos en la representación, como la música, la danza, la acrobacia, los ruidos, el silencio, los objetos rituales o escénicos, y otros.
Lo anterior nos obliga a analizar las distintas funciones que el gesto puede cumplir en relación con la palabra. La función será afirmativa cuando el gesto se limite a confirmar lo enunciado por la palabra, concordancia que resultará redundante si no existe una necesidad real de afirmarla, ya sea para subrayar la importancia de lo que se dice o por una exigencia del ritmo. Si el gesto ilustra y complementa la palabra, añadiendo una información que armonice con ella y reduzca o diluya su ambigüedad, la función será de complementación. Si el gesto suple a la palabra, a fin de ahorrarle descripciones tediosas que la desgastarían y mantener así su valor expresivo, estaríamos ante la función supletoria. Si un gesto cuestiona a la palabra, sembrando dudas pero sin contradecirla frontalmente, cumplirá una función crítica. Si el gesto contradice abiertamente a la palabra, como un rechazo total a lo que ella dice, su función será contradictoria. Por último, si el gesto parodia la palabra, señalando su falencia con los recursos de la risa, estará cumpliendo una función paródica.
Ópera de Pekín.Estas seis funciones del gesto pueden repetirse no solo en su dialéctica con los otros elementos narrativos no verbales, sino también en relación consigo mismo, pues al ser varias las partes semánticamente activas del cuerpo, este en un mismo momento puede emitir diferentes mensajes gestuales, lo que torna aún más complejo el sistema de producción de significados, obligándonos a observar detenidamente cada una de sus partes. Se sabe que el rostro es la zona principal de la expresión gestual, cuya dinámica puede llevarla a producir una larga serie de significados concordantes o contradictorios en un breve tiempo, como hacen los mimos. A veces también se inmoviliza en una expresión tensa o intensa, como una forma de apuntalar un sentido hasta lo revulsivo, acercándose así a la máscara, aunque solo por unos instantes. La máscara implica de por sí una renuncia al juego de la musculatura facial, lo que ha llevado a verla como una especie de decapitación del actor. En algunas representaciones rituales o artísticas suele acompañar al personaje durante toda su actuación, aunque lo más frecuente es que la usen en un determinado momento para regresar luego a su personaje, o cambie varias veces de máscara en el curso de una misma representación, asumiendo así sucesivos personajes, como en el teatro griego. Claro que esta ductilidad tiene el inconveniente de restar hondura filosófica o al menos psicológica a los personajes asumidos, convirtiéndolos así en lo que la teoría literaria llama personajes planos.
En el espacio del rostro se deben destacar las posibilidades del ojo, el que puede verlo todo pero no verse a sí mismo, y trasmitir desde su escasa movilidad una multitud de sentidos. En los países musulmanes, donde las mujeres suelen ir veladas, se ha estudiado la multitud de signos que estas pueden emitir con ellos, los que parecen contrarrestar con eficacia la limitación impuesta por la cultura. Al actante no le basta ver, sino que debe mostrar que ve o lo que ve en cada momento. La acción de ver rebasa la mera sensación visual, al implicar una plena conciencia de lo que se está viendo y dar incluso a entender el placer o rencor que ello le produce.
El segundo plano de la construcción gestual está dado por los brazos, aunque lo más expresivo de ellos reside en las manos, que llegan a generar por sí mismas un lenguaje culturalmente codificado, como en el caso de los sordomudos y muchos otros que brinda la etnografía. En el campo del arte, las codificaciones más elaboradas son las del hasta-mudra de las danzas de la India, desde el Bharatanatyam, considerada la más clásica, a las danzas Kathakali y Odissi. A partir de algunas raíces de mudra (el Bharatanatyam tendría treinta y dos raíces, el Kathakali veinticuatro y el Odissi unas veinte), se despliega un lenguaje complejo que el neófito puede interpretar como meros movimientos cinéticos, aunque conforman signos visuales precisos, de escasa o nula ambigüedad. Los mudras son combinados por la bailarina en composiciones denominadas samyuta, que sobrepasan con facilidad los doscientos signos. Mediante ellos se habla del pájaro, el pez, la culebra, la flauta, el hogar, el río, la montaña y otros tipos de objetos y aspectos de la naturaleza. Traducen también perplejidad y humillación, muerte, éxtasis, sueño, revelación, seducción. En el teatro chino existen más de cincuenta posiciones codificadas de las manos, usadas para caracterizar a los personajes, subrayando los contrastes entre los distintos papeles, y sobre todo para diferenciar a los personajes femeninos de los masculinos, ya que son hombres quienes interpretan los papeles femeninos. También en Occidente el lenguaje de las manos posee antecedentes antiguos, ligados a las tradiciones griegas, romanas y hebraicas, de las que un autor inglés reunió a mediados del siglo xvii más de doscientas imágenes.
Viene a continuación el torso, cuya expresividad es menor, aunque adquiere un papel destacado en la posición del cuerpo en el espacio y en la regulación del equilibrio general de sus partes. En él se inscriben asimismo, con fuerza, sus atributos sexuales. Finalmente están las piernas, que rematan en los pies, partes cuya especial capacidad de producir sentidos ya estudiamos.
Frente a esta complejidad, se puede decir que el gesto que critica, contradice o parodia se impondrá siempre sobre el otro, sin que cuente para nada la importancia semiológica del centro de producción e incluso el apoyo que puedan dar a este la palabra y otros elementos narrativos. Así, nada obsta a que los pies, mediante un breve salto por ejemplo, destruyan un sentido generado por el rostro con toda la belleza de que es capaz. Por cierto, los gestos deben interpretarse siempre en el marco de cada cultura, pues sus significados son menos universales de lo que se supone, y obligan, para profundizar en dicho terreno, a recurrir a una antropología de ellos.
Patrice Pavis distingue entre gestos psicomotrices y gestos simbólicos. Los primeros no aspiran a establecer una comunicación con otros sino a describir una acción. En los simbólicos, en cambio, se quiere expresar algo, ya sea un sentimiento o un pensamiento.1 Cabe distinguir también entre gesto y gestualidad. El primero nos remite a una acción corporal específica, mientras que la segunda conforma un sistema con cierta coherencia, que da cuenta de la forma en que un individuo o personaje se expresa con el cuerpo, y que se relaciona, por lo tanto, con su identidad.
Las artes del cuerpo no solo incluyen la acción ritual, la representación teatral y la danza, sino otras ramas que lo involucran en menor medida, como el canto, la música y la narración oral, las que suelen darse también en el marco del rito. Ciertos tramos del rito pueden prescindir de elementos estéticos, pero lo común es la presencia de ellos, pues aseguran su eficacia y le imprimen una mayor intensidad. Claro que una danza ritual mostrará distintos niveles de ejecución. Algunos bailarines serán diestros y se moverán con verdadero arte, enriqueciendo los sentidos de su danza y del mito que la sustenta, y otros lo harán tan mal que empobrecerán el rito y los sentidos que a esa danza otorga el mito. La pobreza del arte, de lo estético, puede conllevar el desastre, pues los dioses, espectadores muy exigentes, castigarán a la comunidad si se sienten ofendidos.
Eugenio Barba toma el concepto de técnicas del cuerpo de Marcel Mauss, pero no centra su interés en las cotidianas, sino en las extracotidianas. Esto tendría un correlato en la literatura, donde el lenguaje poético se diferencia del cotidiano al asumir una función estética. La idea de separar el uso cotidiano del cuerpo en el marco de una cultura del uso de él en la representación puede parecer extraña, pues en definitiva el cuerpo en ambas circunstancias es más o menos el mismo, y resulta muy difícil borrar por completo en la representación al cuerpo de todos los días. Pavis señala que se corre además el riesgo de ver el cuerpo cotidiano como parte de la naturaleza, mientras que el de la representación significaría la cultura, aunque una afirmación semejante caería en la torpeza antropológica, pues nadie duda ya de que los movimientos no dependen solo de las características personales, la edad y el sexo de un individuo, sino también del marco cultural que dicta la normativa que los rige, permitiendo su correcta interpretación. Mucho antes que Mauss y Barba, Meyerhold habló de un ritmo escénico capaz de liberar al actor de su temperamento personal, lo que implicaba ya ese intento de depuración estética que caracteriza a lo extracotidiano. A tal fin, desarrolla la biomecánica, que se puede tomar como antecedente fundacional de la antropología teatral y su concepto de preexpresividad.
Brecht parece admitir la dialéctica incesante de lo sagrado y lo profano, la posibilidad de resacralizar el teatro, pero la busca en el lenguaje teórico y en la politización. Artaud, Brook y Grotowski indagaron más seriamente acerca de la naturaleza de lo sagrado en la expresión teatral, comparándola con el rito, lo que permitió a Barba llegar a la antropología teatral. Barba no separa a las artes de la representación de la experiencia que proporciona la antropología, sino que, por el contrario, investiga en el rito la esencia misma del uso extracotidiano del cuerpo, la fuente a la que se debe volver. Y más que comparar las acciones del ritual con las de la vida cotidiana, tal como lo haría un alumno de Mauss, valiéndose incluso de una cámara para registrar los más nimios detalles, va hacia algo más primordial, como es la energía corporal que sostiene esos movimientos. La fuerza sagrada del ritual, transferida a la escena teatral, hace que por el cuerpo del actor fluya una energía especial, y que lo desborde, animando el espacio que lo rodea. Para que ello ocurra, los movimientos del actor no deben ser mecánicos, sino que tienen que estar acompañados por un movimiento equivalente en su sensibilidad o espiritualidad. Se observa especialmente la calidad de la energía, pues cuanto más alta es esta, se traduce en una mayor presencia del actor en el escenario. Al igual que en el ritual, el actor puede llegar a ser un dios si logra la energía de un dios. La energía, gastada a manos llenas, produciría un cambio de cuerpo, la transmutación del actor o del participante en un ritual en un personaje teatral o mítico. Pero dicha energía no se consigue solo moviendo el alma a la par del cuerpo: requiere sobre todo de un arduo entrenamiento que desarrolle la base preexpresiva del actor, lo que nada tiene que ver con el concepto clásico de ensayar una obra.
A partir del hecho de que cada sociedad establece el sustrato sociobiológico que determina las técnicas cotidianas de uso del cuerpo de sus miembros, Grotowski se fijó como objetivo buscar en la diversidad no lo específico de ellas, sino lo que el método comparativo perfilara como transcultural. Barba comparte con él este universalismo y encuentra lo transcultural en ese nivel preexpresivo del arte del actor, en la fuerza que brota de un cuerpo puesto en forma, acrecentando su presencia escénica. Lo preexpresivo se manifiesta así como un conjunto de técnicas que no respetan los condicionamientos habituales del uso del cuerpo dados por la cultura o la misma personalidad del actor, y que en esta etapa no buscan comunicar nada, sino tan solo adquirir el pleno dominio de su lenguaje, un virtuosismo que se pondrá en escena al pasar a la expresión, o sea, al entrar en una situación de representación. Mientras las técnicas cotidianas del uso del cuerpo apuntan a conseguir un rendimiento máximo con un mínimo gasto de energía, nos dice Barba, las técnicas extracotidianas, por el contrario, se basan en un derroche de energía, a fin de alcanzar una presencia actoral en estado puro, que en la etapa preexpresiva del entrenamiento no expresa ni representa. Es que el concepto de preexpresividad no toma en cuenta las intenciones del actor, como tampoco sus sentimientos, emociones e identificación o no con el personaje que se le asigna, trascendiendo de este modo la psicotécnica. Esta última dirige al actor hacia un querer expresar algo, pero tal voluntad no decide de por sí qué debe hacer para lograrlo con la mayor eficacia posible.2 Frente a este razonamiento de Barba, Patrice Pavis se pregunta si un cuerpo puesto en forma no es ya expresivo, aunque esa expresividad sea no intencional y no comunicativa, por cuanto no se propone trasmitir nada a nadie. Pero tal presencia, aunque nada se proponga, ¿puede acaso no comunicar?3
Lo anterior nos pone ante un tema que, a pesar de ser abstracto, adquiere, como vemos, un gran relieve en la construcción de significados en el rito y las artes de la representación, y que es la energía del actante, algo soslayado por las investigaciones de Marcel Mauss, como ya se apuntó antes. En el cuerpo, la energía vendría a ser su vigor físico, una fuerza dinámica de nervios y músculos que se manifiesta como voluntad y capacidad de actuar, lo que se torna evidente en lo que llamamos presencia del actor. Este concepto de energía biológica se da en varias culturas, las que además de asignarle un nombre, definen sus cualidades específicas. Así, en la India la llaman prâna o shakti; kung-fu, en China; koshi y yugen, en Japón; chikara y taxu, en Bali. Todas ellas instituyen técnicas para poder concentrarla, suprimiendo para eso las posturas inertes del cuerpo, empezando por las de los brazos, a los que no se les permite colgar sin vida. A partir de la mitología romana, la antropología teatral ha caracterizado dos tipos fundamentales de energía: la energía-animus y la energía-anima. La primera es dura, y la segunda, suave. Aunque se tiende a identificar la primera con lo masculino y a la segunda con lo femenino, tal asimilación es engañosa y no permite ahondar en el papel de la energía en la construcción de significados. Es que los actantes (el participante en un ritual, el actor o bailarín) que busquen comunicar con el cuerpo sentimientos complejos, difícilmente podrán manejarse con una sola energía. Tendrán que usar las dos, dosificándolas y alternándolas en el tiempo. Incluso en un mismo momento una parte del cuerpo podrá expresar un tipo de energía (las manos, por ejemplo) y el resto, la otra, que sería la dominante en esa instancia. Por cierto, en este caso las manos estarán desempeñando un papel de contradicción, para mostrar la dualidad o complejidad de la vida frente a la pretensión de lo unitario sin fisuras. No se debe pensar que la energía-animus es tensa y la energía-anima se expresa desde la lasitud: ambas representan tensiones, que en la primera son duras y en la segunda, delicadas. Esto queda manifiesto en el caso de las danzas de Bali, donde keras significa fuerte, duro, vigoroso, y manis, delicado, suave, tierno. Ambas energías son usadas allí en momentos sucesivos de una danza por un mismo bailarín, e incluso en un mismo momento, repartidas en distintas partes del cuerpo.
Cabe añadir, por otro lado, que no siempre la vitalidad se manifiesta en un derroche de energía. En el teatro Nô, el verdadero maestro es el que está vivo en la inmovilidad. La energía en el tiempo, comenta Barba, se manifiesta a través de una inmovilidad recorrida y cargada por la máxima tensión: es una calidad especial de energía que no está determinada por un exceso de vitalidad ni por los desplazamientos del cuerpo. Así, una regla del Nô dice que tres décimas partes de la acción del actor deben desarrollarse en el espacio, y siete décimas partes, en el tiempo. O sea, la energía no es usada tanto para proyectar la acción en el espacio, sino para retenerla dentro de sí, en una tensa inmovilidad que potencia la presencia del actor y los significados que produce con esa acción. Ello nos acerca al principio taoísta de quietud en movimiento, que sería la quietud verdadera, que da cuenta del ritmo del universo. En la Ópera de Pekín hay posturas que los actores adoptan repentinamente para detener su propia acción en la cumbre de la tensión, alcanzando así una inmovilidad que no es estática o inerte, sino dinámica.4
Aunque la mayor parte de lo analizado hasta aquí involucra también a la danza, es preciso detenerse en algunos aspectos específicos de ella. La mirada antropológica ha distinguido entre culturas que utilizan el cuerpo como un bloque único, y otras en las que el movimiento parece distribuirse entre varias zonas de él, como si fueran independientes unas de otras, tal como ocurre en el África negra y en varias partes de Asia. Entre estas últimas, se puede diferenciar aquellas en las cuales las diversas partes del cuerpo, al dialogar entre sí, producen significados diferentes o distintos tipos de energía, de aquellas otras en las que la independencia de las partes solo busca un mayor impacto cinético, manteniendo la unidad del sentido que se emite. Esto último se dará –por más que se emita un significado– solo con una parte del cuerpo y no con las otras, pues lo determinante es la ausencia de otras funciones capaces de establecer una dialéctica.
Más relevante nos parece la clasificación propuesta por Ramiro Guerra, quien habla de dos tipos fundamentales de danza: una que no plasma imagen significativa alguna, en la que predomina la pura acción cinética, sin pretensión de construir significados, y otra en la que los movimientos del bailarín están en función de crear imágenes reconocibles, lo que le permite desarrollar un relato, y por lo tanto tejer una red de significados que se vinculan entre sí. En la primera, a la que llama danza abstracta, el receptor no debe librarse de proceso alguno de interpretación, sino tan solo abrir sus sentidos al impacto de los movimientos de los bailarines, que se dan en un plano de alto nivel estético carente de connotaciones semánticas. En la segunda, a la que llama danza de imagen o mimética, el cuerpo despliega en el espacio una serie de signos que necesitan ser interpretados, por lo que trasciende la mera acción cinética. Para ello se vale del gesto, la personificación (asunción y caracterización de personajes), el conflicto, la creación de atmósferas y los estados de tensiones y distensiones. Al desarrollar un plano semántico de gran importancia en la recepción de la obra, otorga un papel relevante a la interpretación de sus claves y recursos expresivos. Esta no presenta mayores problemas cuando los gestos remedan una acción (la de navegar o luchar, por ejemplo), y tampoco cuando se basan en un sistema complejo de signos convencionales, como sería el caso de los mudras, que resultan unívocos para quien conoce este lenguaje.
Guerra habla también de un tercer tipo de danza, la llamada danza simbólica o alegórica a la que sitúa en un campo intermedio entre la abstracción y la mímesis. Se caracterizaría por su mayor uso de elementos retóricos, lo que al acrecentar su polisemia demanda un mayor esfuerzo de interpretación. Aquí habría que distinguir entre el símbolo y la alegoría, pues mientras el primero no puede aceptar una sola interpretación sin traicionar su naturaleza, la alegoría, por su misma función didáctica, tiene un significado preestablecido, como relacionar, por ejemplo, a la paloma con el Espíritu Santo. Tampoco resulta del todo acertado separar demasiado la danza mimética de la simbólica, pues la primera es también simbólica, en la medida en que despliega una realidad como metáfora o metonimia de otra. La distinción serviría en todo caso para establecer que además de la danza abstracta, sin interpretación alguna (aunque incluso en lo puramente cinético el receptor activo trata de reconocer signos, por más que se le advierta que el emisor no quiso crearlos), y la narrativa, que cuenta una historia valiéndose de elementos en buena medida unívocos, por lo que la obra no requiere de un gran esfuerzo de interpretación, habría una tercera categoría, la danza simbólica (y no meramente alegórica), que tendría toda la polisemia del arte profundo, y que requiere por lo tanto del receptor un alto esfuerzo interpretativo, sabiendo de antemano que los significados que logre establecer en este proceso no serán iguales a los establecidos por otros receptores. Pero la diferencia se oscurece ante la constatación de que toda danza de gran densidad simbólica apela en algún momento, por un lado, a acciones miméticas fácilmente entendibles por ser unívocas, como un modo de proporcionar al receptor anclajes en lo concreto, y, por el otro, a movimientos puramente cinéticos, a fin de reforzar el plano estético mediante un impacto visual que trabaja más con lo sensorial que con la emoción.
1 Cf. David Le Breton, Antropología del cuerpo y modernidad, Buenos Aires, Nueva Visión, pp. 157-159.
2 Cf. Eugenio Barba y Nicola Savarese, El arte secreto del actor. Diccionario de antropología teatral, La Habana, Ediciones Alarcos, 2007, pp. 11-13 y 292.
3 Cf. Patrice Pavis, El teatro y su recepción. Semiología, cruce de culturas y postmodernismo, La Habana, UNEAC-Casa de las Américas- Embajada de Francia en Cuba, 1994, p. 161.
4 Eugenio Barba y Nicola Savarese, ob. cit., pp. 110-111.
5 Ramiro Guerra, «Danza y dramaturgia», en Conjunto, no. 129, julio-septiembre de 2003, Casa de las Américas.
Descriptor(es)
1. ACTUACION
2. TEATRO
Web: http://www.cubacine.cult.cu/sitios/revistacinecubano/digital14/cap01.htm