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El cine cubano hecho para la televisión
García Borrero, Juan Antonio (1964 - )
Título: El cine cubano hecho para la televisión

Autor(es): Juan Antonio García Borrero

Publicación: Cinereverso

Idioma: Español

Formato: Digital

Lo primero sería deslindar la historia de la televisión cubana de la historia del cine cubano hecho para la televisión. Son campos que se confunden, pero “historias” al fin, es posible detectar los orígenes, los contextos que permitieron que se desarrollasen algunas tendencias, los factores de cambio que posibilitaron el desarrollo de determinadas prácticas y la desaparición de otras, así como los intereses que en cada caso movilizaban a los pioneros.

Mientras que el cine se introdujo en Cuba en 1897 a través de Gabriel Veyre, la televisión llegaría a la Isla el 24 de octubre de 1950 al inaugurarse el Canal 4 (Unión Radio Televisión) “desde el Palacio Presidencial, por el entonces Presidente de la República, Carlos Prío Socarrás”.1 Claro, esta es la fecha que se toma para marcar de un modo oficial el advenimiento de un régimen visual que aún sigue condicionando, desde lo doméstico, buena parte de los comportamientos del cubano promedio. Pero como casi siempre ocurre, la primera experiencia relacionada con nuestra televisión no respondió a la iniciativa del Estado, sino en este caso, al entusiasmo de la actriz María de los Ángeles Santana y Julio Vega Soto, quien en viaje de novios a Nueva York, se deslumbraron “con el invento y decidieron mostrarlo en La Habana, cuatro años antes de inaugurarse la operación regular de nuestra primera televisora, Unión Radio Televisión, el 24 de octubre de 1950”.2 Sobre este hecho histórico, declararía la actriz:

Un gran amigo de Julio, Ricardo Planas, fue el que hizo las principales gestiones para que se hiciera realidad el sueño de mi esposo de traer la televisión a La Habana y también determinó que yo apareciera en el programa con que se daría a conocer este invento en Cuba, en lo cual también influyó Heliodoro García, quien en esa época era mi representante y estaba responsabilizado con las contrataciones artísticas del programa. El propietario de la agencia Dodge-De Soto, ubicada en los bajos de Montmartre, en 23 y P, fue muy gentil al retirar los automóviles que tenía allí y poderse crear el estudio en que se harían las  trasmisiones desde las seis de la tarde y hasta altas horas de la noche en grupos de cincuenta personas. La primera de ellas causó un verdadero revuelo en La Habana; al público le sucedió igual que a mí en Nueva York, cuando vi mi imagen proyectada a través de una cámara. Ese día fundamentalmente se dieron cita en el improvisado estudio de El Vedado personalidades del gobierno, del cuerpo diplomático y periodistas deseosos de saber qué era la televisión.3

A diferencia del cine cubano, que solo alcanzó a consolidarse como industria nacional con la creación del ICAIC en 1959, la televisión cubana alcanzaría un rápido desarrollo debido al respaldo tecnológico de los Estados Unidos. Lo interesante de cruzar ambas

Historias (la del cine cubano y la de la televisión realizada en la Isla) desde una perspectiva tecnológica estaría en el hecho de que se nos revelarían los parentescos de dos expresiones culturales que han sido arbitrariamente distanciadas, en el afán de garantizarle al cine un status de superioridad estética. Esto ha traído como consecuencia que pocas veces se ha examinado el corpus de filmes r e a l i z a d o s para la pantalla pequeña sin el prejuicio que supone creer que la jerarquía estética estaría determinada por las dimensiones de la pantalla o por el soporte utilizado. Claro que para el espectador del cine la experiencia de ver una película es muy diferente a la del espectador televisivo, y que el lenguaje consolidado en ambos campos ha estado influido por las características de los dispositivos utilizados en la producción de las obras, pero, aun así, falta por examinar la genealogía de las imágenes cinematográficas que circulan a través de ambos medios. A los efectos de nuestra investigación (la historia del cine cubano realizado para televisión) resultaría interesante no perder de vista lo sucedido con el Canal CMBF TV, Canal 7, inaugurado el 2 de febrero de 1953 con la exhibición del filme español El yugo, y que según la espléndida investigación de Mayra Cue Sierra “se concibió para la producción fílmica en diversos géneros de programas y temáticas: informativos –noticias nacionales y extranjeras–; deportes y producción cinematográfica variada –animados, documentales series y largometrajes norteamericanos e iberoamericanos”.4 Y en cuanto a la primera película cubana realizada para televisión tendríamos que tener en cuenta lo apuntado por el investigador Eduardo G. Noguer: “No se puede pasar por alto que, a finales de 1954, el Departamento de Cine de la Estación CMQ-TV filmó la primera película realizada para la televisión cubana. Su título La leyenda del bandido, dirigida por Gaspar Arias, José Tabío como fotógrafo, Carlos Menéndez en la edición y Luis Newal como sonidista. Los papeles estuvieron a cargo de Ángel Espasande, Manolo Alván, Antonia Valdés y Miguel Ángel Herrera”.5

Gracias al respaldo tecnológico de inversionistas norteamericanos que veían en Cuba un terreno virgen para la explotación comercial, la televisión cubana devino un área de experimentación e innovaciones extraordinarias. El país fue pionero en muchas de las prácticas televisivas de entonces, convirtiéndose en una referencia insoslayable para todo el Continente. Por otro lado, fue una escuela inmejorable para la formación de técnicos que después serían aprovechadas por industrias cinematográficas tan desarrolladas como la mexicana. La pregunta que se impone entonces es: ¿cómo es que entonces quienes aspiraban a consolidar dentro del país un cine nacional no viesen en ese contexto la posibilidad de desarrollarlo desde allí?

Hay que tomar en cuenta que, si bien en los 50 el advenimiento de la televisión había comenzado a afectar el liderazgo del cine dentro de los Estados Unidos, obligando a las grandes productoras a tomar medidas que posibilitaran mantenerse dentro de la competencia relacionadas con el ocio público, el estatus de arte seguía siendo monopolizado por las películas realizadas para pantalla grande. En Cuba, los escasos grupos interesados en fomentar una cultura audiovisual de altura (desde Germán Puig y Ricardo Vigón con su primera Cinemateca de Cuba, pasando por promotores y críticos como José Manuel Valdés Rodríguez, Mirtha Aguirre, o Cabrera Infante, o los futuros fundadores del ICAIC agrupados en Nuestro Tiempo) jamás sospecharon que dentro de la televisión también se podrían lograr relatos cinematográficos memorables.

El prejuicio era comprensible porque, como todo lo que comienza, la televisión de entonces apenas podía prestarse a las operaciones comerciales marcadas por el darwinismo tecnológico en el que vivían enfrascados quienes competían por dominar en el mercado. Pensar en una televisión donde cupieran las experimentaciones de los autores, tal como comenzaba a vivirse en la modernidad cinematográfica que ya se perfilaba, era evidentemente una desmesura. Aspirantes a cineastas como Gutiérrez Alea o García-Espinosa no en balde se habían nutrido de las lecciones impartidas en el Centro Sperimentale de Cinematografía de Roma, y veían en el neorrealismo italiano el paradigma sobre el que se podría desarrollar la futura cinematografía nacional.

Cuando triunfa la revolución liderada por Fidel Castro en 1959, y se crea el ICAIC el 24 de marzo de ese mismo año, esa será la visión del audiovisual que se impondrá desde el primer Por Cuanto de la ley que lo crea, y que establece por decreto que “el cine es un arte”. No importa que entre los fundadores del ICAIC apenas existiera experiencia creativa, ni que fue sobre la marcha que se iría formando una escuela que con el tiempo consiguió imponer un sello único: de golpe y porrazo la televisión pasaría a convertirse en el vehículo ideológico por excelencia del nuevo gobierno, delegando en el cine (léase el ICAIC) cualquier responsabilidad que tuviera que ver con las pretensiones artísticas. Trabajar en el ICAIC, aunque los resultados artísticos fueran deplorables, era automáticamente asociado “al cine de verdad”, mientras que los trabajos televisivos apenas serían tomados en cuenta por los historiadores del audiovisual de la nación, y mucho menos se fomentarían análisis donde se aspirara a algo más que al impresionismo de ocasión.

Lo lamentable es que para las fechas en que se funda el ICAIC, y se consolida esa manera icaicentrista de pensar en lo que debería ser el cine cubano, y todo lo asociado a su práctica, en otras partes del mundo ya la televisión había comenzado a experimentar con el lenguaje tradicional del cine. No solo un director reconocido como Alfredo Hitchcook había conseguido insertarse en el medio a través de varios telefilmes, sino que en Europa cineastas tan consagrados como Jean Renoir y Roberto Rossellini se aventuraban a asomarse a los predios televisivos. A propósito del rodaje de El testamento del Dr. Cordelier (Le Testament du doctor Cordelier, 1961), Renoir declaraba en una entrevista:

Me gustaría hacer este filme –y aquí es donde la televisión me aporta algo valioso– en el espíritu de la televisión en vivo. Me gustaría hacerlo como si fuera una transmisión directa, filmando cada escena una sola vez, mientras los intérpretes imaginan que el público está recibiendo directamente sus palabras y sus gestos. Tanto los intérpretes como los técnicos deben saber que no habrá planos sustitutivos y que, lo hagan bien o mal, no pueden comenzar de nuevo.

En todo caso, solo podemos filmar una vez, ya que algunas partes del film se ruedan en la calle y no podemos permitirnos que los transeúntes adviertan que estamos filmando. Así que los actores y los técnicos deberán sentir que cada movimiento es único e irrevocable. Me gustaría romper con la técnica del cine, y muy pacientemente construir con pequeñas piedras una gran pared.

En Cuba esa voluntad de fusionar los lenguajes de ambos medios, de dinamitarlos, durante mucho tiempo fue impensable. Para la mayoría de los realizadores cubanos, el cine era cine, y la televisión, propaganda, entretenimiento efímero. El punto de giro a la hora de pensar la sinergia entre ambos medios, así como las posibilidades creativas de la televisión, habría que ubicarlo en la década de los 80, con varias de las producciones rodadas en los Estudios Cinematográficos de la Televisión Cubana.

II

Uno de los grandes problemas que tuvo la primera historiografía referida al cine en sentido general es que dependió exclusivamente de la memoria de quienes las escribieron o protagonizaron en un inicio.

Muchas de las películas creadas en el período primitivo, al no existir una política institucional dirigida a la preservación física de estas, se perdieron para siempre, quedando apenas el testimonio que nos brindaron quienes pudieron verlas, y alcanzaron a reseñarlas o mencionarlas de algún modo. De esta manera, los relatos históricos fueron organizados sobre la base de las impresiones y los recuerdos que en cada caso se podían acumular. La inexistencia del documento fílmico no era un gran inconveniente, por lo que podríamos hablar más de una historia de fantasmas y fantasías, que de evidencias y hechos tangibles que soportasen un examen rigurosamente crítico.

Una Historia del cine cubano hecho para televisión es probable que tropiece con los mismos inconvenientes. Admitamos que esta es una historia donde faltarán muchos eslabones, ya que a estas alturas será difícil que podamos recuperar todo lo que se ha realizado y, por otro lado, está lo peor: la sensación tácitamente compartida de que aquella producción no merecía figurar en los análisis asociados al cine.

A diferencia de los directivos fundadores del ICAIC, durante un buen tiempo quienes han dirigido la televisión en Cuba nunca apreciaron lo que se realizaba en esos predios como algo que pudiese aspirar a lo “artístico”. En tal sentido, resulta muy revelador el testimonio de la directora Teresa Ordoqui (Te llamarás Inocencia), cuando anota:

El ICAIC gozaba de un apoyo muy grande para promocionar lo que producían, eran considerados artistas. En la televisión, desgraciadamente, no existía esa concepción, nosotros éramos un personal casi administrativo. No se nos consideraba artistas y nunca se nos dio ese tratamiento. Eso no es un problema del ICAIC. Al ICAIC le interesaba promover su obra, la obra que ellos estaban haciendo. El ICRT no jugó ese papel, nosotros llenábamos la pantalla. ¿Quién lo hacía?, ¿quién era mejor o peor? No había esa sutileza, sencillamente, gran parte de los problemas que hubo con la gente los tenían también las empresas a las que pertenecíamos. Y también hubo una política de que no existieran territorios aparte, sino que el gran cine debía ser del ICAIC. Eran concepciones erróneas, o no, conflictos de intereses en los que nosotros pagamos los platos rotos. Hubo un grupo que yo admiro en el ICAIC, porque hay mucho talento allí, pero también admiro a Belkis Vega, por ejemplo, o a Lizette Vila, a toda una serie de gente que ha estado trabajando y que yo no creo que se les ha dado el reconocimiento que merecen porque de veras tienen una obra, lo que pasa es que no han trabajado en el centro que promociona (legitima) el cine. Nosotros éramos el negocito de al lado, no éramos el centro de atención de los programas de televisión, aunque trabajáramos para la televisión. Era para llenar la televisión…6

Por suerte, los debates teóricos más recientes relacionados con el problema de la estética cinematográfica lo han enfocado desde ángulos más ambiciosos y complejos que la simple exaltación artística del medio. La percepción de la producción televisiva en Cuba, comparada con la producción del ICAIC, no podía escapar de las limitantes mentales que condiciona en cada época la interpretación de la cultura que nos rodea.

Nuestra Historia del cine cubano por lo general ha partido de la misma cinefilia que animara la construcción de un canon que repite una y otra vez la consabida nómina de “las cien mejores películas de todos los tiempos”. Seamos justos entonces: más allá de la agudeza y honestidad intelectual de quienes intervinieron en la consolidación de ese primer ICAIC, ¿se podía pensar de otro modo en aquellas fechas, si para decirlo como Lucien Fevbre, los útiles mentales compartidos en la época no permitían avizorar otra cosa?, ¿no debería entenderse que en la mentalidad dominante del período la aspiración de crear una cinematografía nacional respondía a un juicio condicionado que condenaba a planos inferiores a la televisión?

Los del ICAIC persiguieron el encumbramiento estético de lo producido en soporte celuloide, en una operación que prescindía de modo arbitrario de aquellos ángulos que manifestaban el carácter más natural de las prácticas cinematográficas, que sigue siendo el comunicativo. Un analista de la sagacidad y al mismo tiempo militancia anti-hollywoodense de Octavio Getino, en algún momento posterior a aquellos sueños iniciales, contribuiría a desmitificar esas infundadas nociones, al apuntar:

Convengamos que el cine es, antes que nada, un poderoso medio de comunicación social, aunque por sus características peculiares puede también convertirse, aunque solo a veces, en medio de expresión artística, según los valores estéticos que aparezcan en algunas de sus realizaciones. En este sentido, la calificación generalizada que se le ha otorgado como “séptimo arte” al cine en general, reviste un tono más presuntuoso y marketinero que real. Porque el cine puede producir inolvidables obras pertenecientes al campo del arte y la cultura universal, pero también, en la absoluta mayoría de los casos, películas sin ningún valor reconocible que rápidamente pasan al olvido. Sin hablar ya de la infinidad de producciones cinematográficas y audiovisuales que no están concebidas para su circulación en las salas de cine, sino destinadas a cumplir finalidades muy diversas en la educación y la capacitación, la divulgación cultural, la información documental, la propaganda ideológica o religiosa y la publicitación de industrias y servicios, o el entretenimiento.

Asumir con naturalidad lo anterior, dejando a un lado las antiguas y falsas jerarquías, nos permitiría integrar en una agenda de estudio más ambiciosa, y con la perspectiva holística de los nuevos enfoques culturales, las interacciones que ambos medios (cine y televisión) propiciaron entre sí en Cuba, ayudando a construir un imaginario donde se complementan los discursos y las alusiones a una nación sometida a un escrutinio que, oficialmente, nunca ha figurado en la prensa.

III

Al margen de lo asegurado por Eduardo Noguer en su investigación, es posible que nunca sepamos con exactitud cuándo y dónde fue emplazada la primera piedra de esa Historia del cine cubano hecho para televisión. Sin embargo, no deberíamos insistir en prolongar ese fetichismo por las fechas o las efemérides, que ha llevado a que la Historia tradicional muchas veces sea la puesta en escena de las fantasías de quienes la escriben: nunca hay una primera piedra, sino muchos eventos y fuerzas invisibles, inconscientes, que propician la emergencia de determinados fenómenos.

El estudioso que se ocupe de lo ocurrido con el cine cubano hecho para la televisión deberá tener más de epistemólogo que de historiador, y tendrá que buscar en las trazas dejadas no por “los grandes artistas” (que quizás nunca existieron), sino por los artesanos que día a día se ocupaban de la imagen en movimiento como un dispositivo que ponía al día fantasías, aspiraciones, estados de ánimos individuales y colectivos. “No obstante”, para decirlo como Bachelard, también aquí “nos parece que el epistemólogo –que en esto difiere del historiador– debe subrayar, entre todos los conocimientos de una época, las ideas fecundas. Para él, la idea debe poseer más que una prueba de existencia, debe poseer un destino espiritual”.

Esas ideas fecundas asociadas al fenómeno del cine cubano hecho para televisión no estarán a la vista del investigador, como sí se han encargado de dejarlas los del ICAIC a través de las páginas de la revista Cine cubano, o de las diversas polémicas que protagonizaron en la época. Los de televisión pocas veces escribieron, o dejaron el testimonio de su credo; cuanto más, tropezaremos con las entrevistas que se les hicieran en ocasión de los estrenos televisivos, y ellas por sí solas no alcanzan a configurar una posible poética de grupo.

Sin embargo, sí tenemos a la mano las huellas del devenir tecnológico. Si la visibilidad de los que intentaron fomentar en el país una cinematografía culta antes de 1959, una cinematografía que estuviese a la altura de las lecciones aprendidas por García-Espinosa y Gutiérrez Alea en Europa, nunca contó con un buen mecenazgo, en el caso de la televisión fue otra cosa. A los Estados Unidos les interesaba explotar ese mercado cercano, tan cercano que podría hasta lucir extensiones de una política cultural doméstica.

Ahora bien, la pesquisa que hagamos en este terreno donde la temprana narrativa audiovisual concebida para la televisión inevitablemente debió moverse entre lo teatral, lo radiofónico y lo cinematográfico (o lo que es lo mismo, en medio de una falta de identidad absoluta), y tendrá que reconstruir también parte de ese horizonte de expectativas que movilizaban a espectadores que aprendían a lidiar con la representación en vivo de la realidad. Esto es importante tenerlo en cuenta, porque tal detalle describiría con un poco más de coherencia lo que significó la llegada del video tape a esos predios, y lo que ello implicaría en la paulatina naturalización de un lenguaje cinematográfico adaptado a las condiciones televisivas.

IV

Si bien la Historia del cine cubano para televisión comienza en la década del 50, es alrededor del año 1964 que comienza a perfilarse mejor, pues es la fecha en que los Estudios Cinematográficos de la Televisión Cubana producen Yerma, primer largo de ese centro productor de audiovisuales, con dirección de Amaury Pérez y actuaciones de Consuelo Vidal, Edwin Fernández y Sergio Corrieri. Sobre esta adaptación de la conocida pieza de Federico García Lorca escribió en el momento de su estreno Orlando Quiroga: “Consuelito Vidal obtiene nuestra respetuosa ovación por su Yerma. A pesar de que la calidad de la proyección no fue buena, y de que el Juan de Edwin Fernández tampoco lo fue (sí resultó meritorio el Víctor de Sergio Corrieri), ella centralizó el inderrotable drama lorquiano con una convicción estremecedora. […] Allí estaba Federico: en Yerma la moral frena el instinto glorioso de la carne, en contrapartida con Bodas de sangre”.7

El hecho de que tomemos Yerma como punto de partida para esta Historia en modo alguno significa que estemos estableciendo una fecha fundacional. Al contrario: llamar la atención sobre esta cinta rodada en 16 mm, que hasta ahora ha sido ignorada en los relatos del cine nacional, permite abrir líneas de investigación en las más diversas áreas. No solo estaríamos impulsando la investigación alrededor de los Estudios Cinematográficos de la Televisión como centro productor de audiovisual es, y cuya historia merecería contarse del mismo modo que se ha narrado la del ICAIC, sino que permitiría construir campos de estudios donde el análisis de la imagen cinematográfica en el contexto televisivo nos acerca a asuntos hasta ahora intocados, como pueden ser los de la recepción y el desarrollo mismo de la tecnología en función de lo narrativo y del específico electrónico.

Obviamente, a una Historia del cine cubano hecho para televisión no le puede bastar el inventario cronológico de los textos. Si hasta ahora la Historia canónica del cine cubano (léase lo producido por el ICAIC) ha sabido construir su sentido más dominante a partir de lo que puede apreciarse exclusivamente en los filmes, esta otra historia tendría que husmear en muchos casos en los diversos cambios tecnológicos que tuvieron lugar en el seno mismo de los centros productores, y que suelen ser los puntos ciegos en las relatos elaborados por los historiadores tradicionales del cine, quienes por lo general se muestran indiferentes a esas renovaciones profundas, o no las aprecian como las desencadenantes de las sucesivas crisis que se viven en esos medios. Carencia que el investigador Alberto Elena había resaltado alguna vez al apuntar: “Con notables excepciones, por supuesto, la historia tecnológica del cine continúa recibiendo menos atención que otras aproximaciones al desarrollo del séptimo arte, mientras que los historiadores de la tecnología tampoco parecen haber concedido al cinematógrafo la relevancia que, sin embargo, sí han estado prestos a conceder a otros medios como la radio o la televisión”.

En el caso de los Estudios Cinematográficos de la Televisión, al margen de lo que falta por precisar en términos históricos (momento de su fundación, corpus definitivo de filmes producidos, etc.), parece evidente que su etapa de esplendor habría que localizarla en los 80. No en balde en la prensa de la época se describía lo siguiente: “La producción subió vertiginosamente. Entre 1980-1986 se realizaron 249 documentales, 43 filmes de ficción, 291 entre animados, dibujos y marionetas, 435 reportajes y 23 musicales”.8

Y en uno de los documentos circulados por un grupo de creadores en esas mismas fechas puede leerse:

Los programas infantiles poco a poco abandonan el didactismo excesivo y se vuelcan hacia el desarrollo de los poderes imaginativos del niño; en algunos programas musicales se nota una concepción más integral de esa manifestación tan importante; surge un programa de orientación cultural donde se enfoca al televidente como sujeto activo ante manifestaciones artísticas en gestación, y la colaboración con personalidades e instituciones da sus primeros pasos. Los jóvenes incursionan con más o menos acierto en cortos y largos de ficción. Adoptan el video clip como género, caso raro, pues no existe la premisa comercial que condicionó su desarrollo a nivel mundial. Se nota un saldo cualitativo en las producciones cinematográficas para televisión y una mayor elaboración televisiva en teatros y algunos espacios informativos.9

La pregunta del historiador (devenido epistemólogo) interesado en asomarse a ese universo de imágenes cinematográficas producidas para la televisión en los años 80, y que anunciaban esa revolución que hoy puede apreciarse en las maneras de hacer que se vislumbra en el quehacer de muchos de nuestros creadores audiovisuales del momento, tendría que interesarse en los por qué más profundos.

Es decir, tendría que apelar a un enfoque más sintomático que explícito, pues, como ahora ya sabemos, los 80 televisivos se encargaron de mostrarnos en pantalla buena parte del malestar que las películas del ICAIC de esa misma fecha, paradójicamente, dejaban en un segundo plano.

V

Una Historia del cine cubano hecho para televisión lleva en su seno una promesa magnífica: la de incorporar a su gestión del conocimiento histórico instrumentos que en terrenos asociados a los estudios culturales y al feminismo, por mencionar apenas dos modalidades del ejercicio intelectual, ya han aportado muchísimo.

De la mano de los estudios de género podría explicarse mucho mejor el impacto causado en su momento por Teresa Ordoqui al estrenar Te llamarás Inocencia (1988), la cual consiguió aquel año precisamente el Premio en el Festival de Cine para Televisión realizado en Praga (Checoslovaquia). En aquellos instantes la crítica no podía advertir qué significaba exactamente que una mujer lograra dirigir su largometraje algo que en el ICAIC solo había conseguido hasta ese momento Sara Gómez), y narrar la historia desde una perspectiva tan desprejuiciada que conseguiría escandalizar a no pocos moralistas, opuestos al manejo del desnudo en televisión. La propia Teresa Ordoqui, en conversación con la estudiosa Danae Diéguez, ha comentado:

Cuando hago Te llamarás Inocencia a mí me parecía que era importantísimo tratar el tema de la relación sexual (porque a mí me llamaba la atención que nosotros, que tenemos una carga sensual y sexual enorme, podíamos ver tranquilamente una película hecha en cualquier otro país con sexo, sin embargo nosotros no podíamos abordar el sexo, y no el sexo pornográfico sino desde el punto de vista sensual) y eso fue lo que yo me propuse, me dije: A ver qué pasa, si no, pues mala suerte, si tengo que quitar esta secuencia a lo mejor retiro la película completa… no sé lo que va a pasar pero yo lo voy a hacer y lo hice.

Porque me pareció que esto era no solo una necesidad de la película en sí, sino una necesidad de nuestra televisión. Era hora de hacer un rompimiento con una concepción que era inadmisible. Porque además no tenía que ver con los tiempos, ni con nada de lo que estaba pasando, entonces decidí hacer esa secuencia. Tuve algunos encuentros con quienes se oponían, pero la verdad es que no fue nada extraordinario.10

Pero la vitalidad de la producción de los Estudios Cinematográficos de la Televisión en los 80 habría que apreciarla en la diversidad temática y formal de la producción, que va desde la adaptación que Miguel Torres realiza de la obra teatral de Nicolás Dorr La casa colonial (1984), pasando por la dramatización que Senobio Faget hace de la vida del músico Alejandro García Caturla en Caturla (1985), hasta las versiones que José A. Torres López consagra a dos cuentos de Eduardo Heras León en Cuestión de principios (1986) y A fuego limpio (1988). Sumemos a ello las abundantes contribuciones de Tomás Piard, quien aportaría títulos como Prólogo para una leyenda (1989), con guion de Daína Chaviano, o Boceto (1991), filme donde puede apreciarse a un Jorge Perugorría que aún no se había dado a conocer al mundo con el papel que más tarde interpretaría en Fresa y chocolate (1993), de Gutiérrez Alea y Juan Carlos Tabío.

Obviamente, estas notas introductorias no pretenden agotar un tema que es ahora que recién comenzamos a tomar en cuenta. Al contrario, se trata de una invitación a formular un proyecto investigativo donde la producción cinematográfica concebida para la televisión sea evaluada en un sentido estético, pero también tecnológico y socioeconómico.

Notas

1 Mayra Cue Sierra: Hitos fundacionales televisivos. Aproximación histórica en Cuba, La Habana, Ed. En Vivo, 2011, p. 15.

2 Ibídem, p. 11.

3 Ramón Fajardo Estrada: Yo seré la tentación. María de los Ángeles Santana, La Habana, Ed. Letras Cubanas, 2013, p. 269.

4 Mayra Cue Sierra: ob. cit., p. 19.

5 Eduardo G. Noguer: Historia del cine cubano. Cien años

1897-1998, Miami, Ed. Universal, 2002, p. 469.

6 En: <https: cinecubanolapupilainsomne.wordpress.com="" 2012="" 09="" 05="" danae-dieguez-conversa-con-teresa-ordoqui="">.

7 Citado en Juan Antonio García Borrero: Guía crítica del cine cubano de ficción, La Habana, Ed. Arte y Literatura, p. 368.

8 Eduardo G. Noguera: ob. cit., p. 461.

9 Citado en Guía crítica del cine cubano de ficción, p. 24.

10 Ídem.

Tomado de la revista La Gaceta de Cuba, No 1 enero/febrero de 2017: http://www.uneac.org.cu </https:>

Web: https://cinereverso.org/el-cine-cubano-hecho-para-la-television/

Descriptor(es)
1. TELEVISIÓN Y CINE