FICHA ANALÍTICA

Pagar la entrada con Chan Li Po. En el centenario de Ernesto Caparrós.
González, Reynaldo

Título: Pagar la entrada con Chan Li Po. En el centenario de Ernesto Caparrós.

Autor(es): Reynaldo González

Fuente: Revista Cine Cubano On Line

Número: 6

Año de publicación: 2007

Pagar la entrada con Chan Li Po. En el centenario de Ernesto Caparrós.

En 2002 publiqué un libro que apenas asomó a nuestras librerías: Cine cubano, ese ojo que nos ve. Salió en San Juan, Puerto Rico. En el prólogo, «Soy el que paga la entrada», establecí distancia del «negocio» de la cinematografía, precisamente en el mismo año en que dejaba de dirigir la Cinemateca de Cuba. Pero no me alejaba de nuestro cine, ni moría mi interés en apreciarlo y estudiarlo. De hecho, los once años al frente de la Cinemateca me habían dejado la información básica para un libro como ese. Sabía que no iba a gustar totalmente a mis colegas, porque en él no reiteraba la fórmula del ICAIC como paraíso alejado de las tormentas que arreciaron sobre el sensible terreno de las letras y las artes en Cuba, y mucho menos salvado de las oleadas de realismo socialista que azotaron a sus creadores. Cierto que allí no se le cantaron hosannas al realismo socialista —algo ya notable—, pero no se podía decir lo mismo de sus películas. En mi libro las puse sobre la mesa para aprender que salvo raras y esforzadas excepciones, respondieron a series nacidas de ordenanzas contenidistas, donde algunos realizadores debieron posponer sus intereses y torcer sus trayectorias.

 Ejercí el criterio sin anteojeras, arriesgándome al pecado del error, dije mis anuencias y disidencias, algo que no me correspondía cuando era un funcionario. Discrepé de la consideración peyorativa y ahistórica en que habían sumado a todo el cine anterior en la postulación de un cine cubano nacido con el ICAIC. Por supuesto que no derroché elogios para aquel cine lastrado de imperfecciones y de comercialismo, pero subrayé que en él entraron expresiones de la cubanía que parecieron deportadas luego. Concesiones y populismo de nuevo cuño arrollaron a los del ancien régime, pero el tránsito desechó una comunicación esencial, no empujada por elementos coyunturales, que salvo en escasas ocasiones, sería sinceramente envidiada. En un arte de masas, sabemos, la genuina fruición masiva es el mejor aplauso y el premio más alto.

El filme del que saludamos sus setenta años, La serpiente roja (1937), de Ernesto Caparrós (1907-1992), artísticamente desestimable, como se recalcó, resulta insoslayable en cuanto a su significación histórica de primer largometraje de ficción sonoro en Cuba, algo que subrayaron en la época, pero después se dijo a regañadientes. Los historiadores hubieran deseado empezar la historia del cine cubano con una película vinculada a las vanguardias de entonces, incluso sabiendo que estaban radicalmente ajenas al entorno, porque el vanguardismo viste bien incluso si no sale bien. Sus posteriores «analistas» partieron de exigencias artísticas desacordadas con la realidad cultural de los años en que filmaron La serpiente roja. Eso de la búsqueda de un pedigree y ancestros refinados, es un síndrome rancio, que obnubila la mirada y tupe las entendederas.

La película fue una rareza total: una historia policiaca en un país sin tradición literaria de ese tipo, su anécdota no ocurría en Cuba cuando la reciente República vivía un auge de nacionalismo tan sufrido como ritual; fue una primera producción con artista extranjera invitada y pretendió hurtarse del pintoresquismo, el guaracheo y la explícita comicidad de los sainetes faranduleros. Esa afirmación no resta que resultara una película cómica, a contrapelo de sus pretensiones, precisamente por sus falencias, o que la presencia del investigador chino como protagonista, la acercara al teatro vernáculo, favorito en los escenarios de la época. A la tríada de la Mulata, el Gallego y el Negrito, herencia del bufo, a las tablas se había incorporado la figura del Chino, representante de sus congéneres que proliferan en nuestras ciudades, conocidos por su laboriosidad y una inadvertencia que los convertía en víctimas propicias: te engañaron como a un chino.

Con la excepción del Chino de la Charada, portador de la suerte en sus números emblemáticos, y del Médico Chino, avalado por una mítica eficacia, los oriundos de Asia y sus descendientes, eran motivo de burlas. Pero un vindicador de aquel sector poblacional emergió del panorama radiofónico cuando la radioemisora CMKD (Palacio de la Torre, Santiago de Cuba) inició la trasmisión de Chan Li Po, que introdujo el género detectivesco y la serialización de los argumentos (1934). Era un calco del estadounidense Charlie Chan, creación fílmica del actor sueco Werner Oland; en ocasiones, a Chan Li Po le llamaban «Míster Chan». Lo escribía, dirigía y actuaba sus personajes de carácter, el periodista Félix B. Caignet, quien se dio a conocer como compositor con dos hits irrefutables: Te odio, estrenado por Rita Montaner y de inmediato grabado por Bing Crosby, y Frutas del Caney, llevado por el mundo a través del Trío Matamoros.

El 3 de enero de 1937 llegó Chan Li Po a las frecuencias de CMCK, Radiodifusión O’Shea, de alcance nacional. El intérprete sería el imitador de voces Aníbal de Mar. El entorno, la revista La Llave, popurrí de variedades que ocupaba las horas nocturnas. Entraba por la puerta grande, con compañeros de viaje tan memorables como Rita Montaner, Bola de Nieve, María de los Ángeles Santana, el show del cabaret Edén Concert, las orquesta Alfredo Brito, Casino de la Playa y el Conjunto de Arsenio Rodríguez. Antes de radiar Chan Li Po, la planta desplegó una campaña promocional con frases como: «¡La inteligencia contra el crimen!» «¡La virtud contra el vicio!» «¡La serenidad contra el peligro!» Tras un estremecedor golpe de gong, entraba el imperturbable chino: «Pacieencia, muuucha paciencia». La reiteración del avance impuso la tónica de las aventuras, un suceso que arrasa con la competencia.

Las calles de Cuba quedaban desoladas a partir de las ocho de la noche y se reanimaban después, en corrillos que comentaban el tema predominante, la serie del detective chino, quien con privilegiada y parsimoniosa sabiduría, desentraña misterios del hampa. Caignet se volvió un hombre de empresa que recorría las capitales de América, lograba imponer su argumento en emisoras continentales. Había comenzado como gente de cine en su provincia natal, escribiendo y programando películas, y a ellas se devolvería con la que saludamos hoy, La serpiente roja, y diez más, entre las que incluyó otra aventura del chino en versión mexicana, El monstruo en la sombra (1954), que también llevó a novela impresa.

 El 19 de julio de 1937, las salas habaneras Radiocine y Payret, estrenaron La serpiente roja. Todo fue debut, vino y rosas. Un artista de teatro en carpas, Aníbal de Mar, ocupó la pantalla en un rol protagónico, junto a una estrella en ciernes, Pituka de Foronda y un galán del star-system radiofónico criollo, Carlos Badías. Producían el Noticiario Royal News y Félix O’Shea. Lo dirigió Ernesto Caparrós, a quien también pertenecieron el guión y el diseño escenográfico. La fotografía correspondió a Laureano Rodríguez Gavaldá y Ricardo Delgado. Actuaron, además, Roberto Insua, Aurelio Cavía, Antonio Trigo, Pedro Segarra, Félix O’Shea, Ramón Valenzuela, Juan Aragón, J. Ayala y Paco Alfonso. Esa vez, Caignet no manejaba los hilos y debió aceptar algunas imposiciones, entre ellas, la de Aníbal de Mar, con quien estaba en bronca no desentrañada.

En su momento, La serpiente roja fue un taquillazo; no hubo diferencias de clases sociales en las colas para acceder a las lunetas: unos, por seguir los pasos del querido Chan Li Po; otros, por la curiosidad de saber cómo sonaba el cine cubano. Más de cincuenta mil pesos, recaudados en los tres primeros meses, superaron las expectativas sobre una película que solo había costado nueve mil. De los ochenta minutos originales de La serpiente roja, en la Cinemateca de Cuba solo se conservan fragmentos inconexos. Es de lamentar, porque como primer largometraje sonoro de nuestra filmografía merecería mejor destino. El recorte se debió a un incendio el 13 mayo de 1938 en los almacenes que guardaban la película. Pero en el período de buena salud, Caignet desplegó una campaña inmedible. A los países cercanos llegaría primero en radionovela, postalitas de colección, envoltorio de chucherías y de jabones, y luego en filme. Fue una verdadera escalada.

Caparrós, consciente de que manejaba un juguete prestado por la radio, afinó el sonido, que resultó lo menos denostable. Eran suyos los diálogos —escuetos, opuestos a la demasía de Caignet— y la abigarrada escenografía, peculiar interpretación criolla de una mansión inglesa donde ocurren varios crímenes para hilvanar una historia de equívocos, avances y retrocesos. El jefe de una familia muere en circunstancias extrañas, su hija solicita los servicios del detective Chan Li Po, quien reconstruye los hechos en una mansión de oscuros pasadizos y escondrijos, en la periferia de Londres. La indagación se accidenta porque el mayordomo, a quien se indica como presunto culpable, sufre una inesperada agresión. El ama de llaves aparece ahogada en el estanque y roban su cadáver. Las amenazas cercan al investigador, en notas que aparecen sobre los muebles. Cuando ha seguido algunas pistas falsas, sabemos que el criminal es un loco refugiado en una caverna, a la que se accede por un pasadizo. Es un sujeto monstruo­so, Talúa, hijo bastardo del criado y de la asistenta. Será un personaje largamente amado por Caignet, lo dibuja en piedras del camino y se caracteriza como él, en reuniones con sus amigos.

El filme conocería una memoria ingrata, entonces por la prensa inmediata, después por historiadores poco historicistas que lo llevaron por la calle de la amargura, junto a otras producciones de su época, soslayando las circunstancias que rodearon su producción y que con él Cuba pagaba la entrada en los argumentos parlantes de ficción, lo cual no es poco, digo yo. Algunos se sorprendieron por la originalidad del autor cubano, pero olvidaron la influencia de los cortos de Charlie Chan y otros sabuesos programados por él, durante su administración de cines en Santiago de Cuba.

Tanto a Caparrós, como a Caignet, los comentarios publicados les dejaron un regusto amargo: ninguno elogió la labor del primero, ni la paternidad del segundo. Vieron la oportunidad desperdiciada en términos artísticos y la película como una vulgar operación económica. Contra la manía o complejo de inferioridad insular, que compulsa a la exaltación de todo «lo cubano», los comentaristas agradecieron su circunstancia de primer filme sonoro, con la esperanza de que nuevos intentos fueran mejores. Sorpresivamente, el más calificado realizador cubano de la época, Ramón Peón, lo vio como «el esfuerzo mayor y humano que se haya podido hacer en los anales de la cinematografía mundial, si se tiene en cuenta que se carecía de todos los factores indispensables para producir una película, no del calibre de la realizada, sino cualquiera de las clasificadas de corrientes».(1) Su opinión debe tenerse como cumplido, a juzgar por la coincidencia de juicios opuestos.

Un comentario firmado por Ramón Becali, en el periódico habanero El País, intentó una disección del filme, reconoció «las luchas y los inconvenientes que los productores han tenido que sortear [para que la película] inicie una nueva era en la cinematografía nacional [cuanto merece] gran benevolencia». Eran rodeos para no concederle valores artísticos, ni restar importancia a una empresa que se anotó «un triunfo material indudable [gracias] a la curiosidad despertada entre el público por el detective chino», pero «en la parte netamente artística del asunto ningún episodio de Chan Li Po tiene valor artístico» porque atendieron, «antes que todo, al posible resultado del reembolso del dinero gastado […] sus embrollos más o menos absurdos eran, pudiéramos decir, un cheque al portador».

Al aceptar que La serpiente roja «entretiene, pese a que es irrazonable y con algún desliz en lo francamente inadmisible», le censuró «el propósito de infiltrar en la obra una sensación morbosa […] basada en desatinos». Tuvo palabras de encomio para Pituka de Foronda y observó que Aníbal de Mar «no defrauda —pero sin entusiasmar— la curiosidad despertada durante su actuación en radio», porque la «idiosincrasia del personaje le impide alardes de expresión [lo deja] en una sola cadencia, casi hierático», con «las mismas frases ambiguas y su misma pronunciación, tan conocida». Y se refirió a la «enorme concurrencia, sin precedentes», promesa de que similar expectación apoyaría el desarrollo del futuro cine nacional.(2)

El diario Información incluyó un texto de François Baguer sobre ese personaje «descifrador de todos los misterios», que ha debido «descender del éter para mostrar en la panta­lla su severa elegancia de lord y su figura larga, enjuta, cobriza, de ademanes reposados y los ojos oblicuos, de mirar penetrante, que bucean —oprimentes como un íncubo— en los más ocultos meandros del alma de aquellos a quienes interroga con su calma oriental». Lo comparó con Sherlock Holmes y Hér­cules Poirot, antes de lamentar que si:

la versión a la pantalla de una historieta detectivesca ofre­ce insuperables dificultades, por cuanto debe presidirla lo psicoló­gico [La serpiente roja quedaba en] un ingenuo episodio policíaco [que] ha seguido los caminos más trillados del género. [Deseó que] próximas películas puedan esquivar ciertos errores de técnica, coma ya los van salvando nuestros predecesores en el cine hablado en español.(3)

El cronista de El Avance consideró la película «más meritoria por lo que promete que por lo que ofrece», como anuncio de «grandes posibilidades para hacer otras con fines menos comerciales y de mayor calidad temática». La serpiente roja se le presentó como «un tejido de arbitrariedades y truculencias con un solo propósito: interesar, hasta el miedo, al público que desde Drácula ha cobrado cierto gusto por el frisson de angustia en la sala a obscuras». Reservó su encomio para el intérprete del detective, «desde hace tiempo huésped de las imaginaciones criollas»:

 El señor Aníbal de Mar, que le hacía hablar, le ha prestado su humanidad. El tipo le ayuda. Es alto, huesudo, de rostro inmutable. Hirió primero, con su voz, las imaginaciones. Ahora las impresiona con su figura. Muestra cierta reserva asiática no sólo en sus palabras, sino también en sus ademanes. Ha sabido revestirse del clásico misterio amarillo que encaja bien dentro del cuadro en que forzosamente se mueve. A este respecto, dire­mos que la apariencia, la encarnadura de Chan Li Po, no defraudan la expectación del público. Sí, es el detective que jamás yerra y ahonda en todos los arcanos con una sagacidad china, de acuerdo con la tradición de la raza. […]

En La serpiente roja, lo mejor logrado es el sonido. En cuanto a la fotografía, acierta en los interiores y yerra en casi todos los exteriores por defectos de luz y lugar, fácilmente subsanables en el futuro. Se ha incurrido en algunos desaciertos, por ejemplo, la excesiva escenografía del escondite subterráneo del monstruo. Al más optimista y crédulo choca esa cueva, trasunto de la mismísima caverna de Plutón. Algo así vimos en un cabaret que se llamaba El Infierno y donde, si no el dia­blo, las gentes solían hacer diabluras por efectos del ron ardiente y del son caliente.(4)

Una crónica sin firma en el Diario de la Marina, reflejó la decepción ante la ocasión perdida para probar las posibilidades fílmicas de nuestro paisaje, de nuestros tipos, de nuestra música, de nuestras costumbres, de todo eso que nosotros amamos por nuestro y que al extranjero le interesa por exótico, [pues] si algo puede interesar en la producción cinematográfica de aquellos países que no marchan a la vanguardia en el séptimo arte, es la tipicidad de su mensaje.

Le perdonó «una fotografía modesta, una iluminación de­fectuosa, un maquillaje inexperto, todo eso que atañe al metier y que en todo cine incipiente se halla todavía en plano de va­cilación y de tanteo», pero echó de menos «la hondura y reciedum­bre de un mensaje propio». Saludó la «audacia y brío» de Caparrós, quien «ha colocado la primera piedra» del cine sonoro cubano, y comparó la interpretación de Chan Li Po con «el trazo magistral de Charlie Chang, el detective chino impersonado por Werner Oland», sin obviar las diferencias: «Mientras Charlie es redondo, abacial, urbano y sonriente, nuestro Chan es ente­co, grave, monótono y meditabundo. Lo que hay de común en ambos es la flema, solo que en aquél está matizada de humorismo, en tanto que en este se nos presenta con toda su sequedad». Apuntó a un desvío genérico porque «más que una película policíaca, La serpiente roja es una película de miedo». La vio como «la primera etapa de un viaje largo, aventurado y difícil», y apostó porque «la expectación despertada y el gran éxito de público alcanzado sirvan a los productores y al director de estímulo para emprender una nueva obra de asunto y ambiente propios y dentro de una orientación ya decididamente artística».(5)

En apretados párrafos, he querido acercarlos a la recensión que la prensa habanera le dio a La serpiente roja en su fecha de estreno. Como vemos, aunque descontentos con los resultados fílmicos, ningún cronista desconoció su significación como película pionera. La premura y la obligada cortedad de mis páginas, dejan fuera elementos que integrarán un libro próximo. En otros textos he valorado el cine cubano de la época, indiscutiblemente frustráneo, pero con una virtud que añoro en el posterior: el reflejo espontáneo de características de la cubanía, su música, su ingenuidad y un gracejo que expresaba el conglomerado social. Otros objetivos formaron parte del ciclo posterior, donde muchas cosas se sacrificaron para un discurso que a ratos se resintió de excesos ideológicos, de reiteraciones temáticas, de un serialismo opuesto a la exploración en formas y asuntos más variados. Es decir, a la expresión de conflictos y circunstancias que le hubieran portado vida vivida y arte de auténtica vigencia a las obras.

Texto escrito para el 15 Taller Nacional de Crítica Cinematográfica de Camagüey.

NOTAS
(1) Arturo Agramonte y Luciano Castillo, Ramón Peón, el hombre de los glóbulos negros, La Habana, Editorial de Ciencias Sociales, 2003, pp. 99-100.
(2) Ramón Becali, El País y Diario de la Mañana, La Habana, 20 de julio de 1937.
(3) François Baguer, «La serpiente roja», Información, La Habana, 20 de julio de 1937.
(4) Mario Lescano Abella, El Avance, La Habana, 21 de julio de 1937.
(5) “Escenario y Pantalla”, Diario de la Marina, La Habana, 20 de julio de 1937.


Descriptor(es)
1. CINE CUBANO
2. CINEASTAS CUBANOS
3. HISTORIA DEL CINE
4. PERIODISMO CINEMATOGRAFICO
5. PERSONAJES CINEMATOGRAFICOS
6. PERSONALIDADES EN EL CINE

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