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A veinte años de Viña del Mar : romper las comillas al “realismo” (o hacer posible lo deseable)
Getino, Octavio (1935 - 2012)
Título: A veinte años de Viña del Mar : romper las comillas al “realismo” (o hacer posible lo deseable) (Ponencias)

Autor(es): Octavio Getino

Publicación: 1988

Idioma: Español

Fuente: El Nuevo Cine Latinoamericano en el mundo de hoy

Páginas: 63 - 70

Formato: impreso - digital

Resumen:

Ponencia presentada por Octavio Getino, investigador-asesor del Observatorio de cine y el audiovisual latinoamericano y caribeño en el seminario “El Nuevo cine Latinoamericano en el Mundo de Hoy” en el marco del IX Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano de La Habana en diciembre de 1987. Octavo Getino  resaltó el valor histórico y artístico de Viña del Mar´67 al precisar que uno de los mayores méritos del encuentro fue romper las comillas al realismo, o al menos intentar hacerlo.  



A VEINTE AÑOS DE VIÑA DEL MAR: ROMPER LAS COMILLAS AL "REALISMO" (O hacer posible lo deseable)

OCTAVIO GETINO (ARGENTINA)

Ser realista, pero sin comillas: de eso se trata. Porque el realismo verdadero lo contiene todo: la fantasía y la razón, lo constatable y lo deseable; inclusive, la utopía. En cambio, el realismo entrecomillado reduce la realidad a datos, que por lo parciales, terminan siendo pura apariencia.

Nos, referimos a ese realismo que no excede los términos de lo "posible", reprime nuestras más justas indignaciones y pospone o amortigua los mejores deseos. "Realismo posibilista" marcado por un análisis pasivo de la realidad y dedicado a conocer, según las leyes de una prospectiva seudocientífica, o que puede ser aparentemente probable; pero que al mismo tiempo omite lo verdaderamente deseado, cuando ello no se corresponde con los intereses de quienes desde el poder de clase y de jerarquías han creído haber hecho posible lo deseable. Al menos, para su pretensión autoritaria y sectorizada.

Este "realismo" sólo ha servido hasta ahora para restringir las capacidades creativas y las voluntades de cambio en nuestros países.

 Y por ello, también las que son propias de la actividad cultural y particularmente del cine.

Romper las comillas al realismo, o al menos intentar hacerlo, fue uno de los méritos mayores del encuentro de cineastas latinoamericanos realizado en Viña del Mar, veinte años atrás. Muchos de quienes participamos del mismo lo hicimos con la conciencia -todavía incipiente e insegura- de que importaba más avanzar en la materialización de los deseos, en el marco de una situación global indeseada, que aceptar una realidad que condenaba a nuestras cinematografías a la resignación o al inmovilismo.

Intuíamos al menos, que inclusive en los países más desarrollados de la región, las industrias cinematográficas, al igual que las otras industrias incipientes, estaban condenadas a ser ensamblaje o de maquila, si es que no construían su proyecto, su modelo o su estilo propios. No bastaba por ello hacer películas en Latinoamérica, sino películas de Latinoamérica. Y en esta diferencia entre el en y el de, es decir, entre la mera ubicación geográfica y el sentido de pertenencia, radicaba la diferencia entre lo viejo y lo nuevo de nuestro cine.

Nuevo cine latinoamericano era entonces voluntad de cambio, construcción de lo todavía no construido, de lo deseado; negación obstinada de lo que una realidad dominante e injusta nos imponía y en gran medida, todavía nos sigue imponiendo. Conciencia también de que el cambio y lo nuevo deberían abarcarlo todo, dentro y fuera del cine; y en lo que a éste respecta, sus relaciones de poder internas, sus políticas, sus modos de uso, su lenguaje y estética, sus posibilidades creativas. Esto hizo de Viña del Mar no una simple realidad "nueva", sino la confirmación de un viejo proyecto. En tanto conciencia y voluntad de verdadero desarrollo, para hacer posible lo deseable, el nuevo cine latinoamericano se afirmó en aquel encuentro, aunque no nació en él y ello merece ser recordado para no prestarse a equívocos.

 Lo hizo en el preciso momento en que los primeros cineastas de diversos países latinoamericanos, resolvieron afrontar el riesgo -porque cabe también subrayar de los riesgos que ya existían en aquellos días- de llevar a las pantallas nacionales las imágenes, ideas y sueños de nuestras culturas, yendo más 'allá de lo que era aparentemente posible.

La opresión de nuestras cinematografías por parte de las poderosas industrias norteamericana y europeas y la imposición de sus modelos y modos de uso, ya habían sido denunciados en países pioneros, como Argentina, México, Brasil o Chile. Frente a esa realidad, de la cual eran cómplices las políticas de las burguesías u oligarquías locales, se alzaron voces, nombres y numerosas producciones y proyectos de desarrollo. Tantos y a tal nivel, que no tendrían que envidiar demasiado -en términos históricos relativos- a lo que hoy nos estamos planteando.

Viña del Mar fue entonces un hito más en un largo proceso de tentativas de superación y cambio. Sin éstas, dicho encuentro hubiera sido tan impensable como imposible.

 Pero ese histórico evento tuvo características distintas a las de otros que le precedieron. Ellas estaban dadas por una realidad histórica diferente, como era la de los años 60. La voluntad de cambio, la insatisfacción generalizada y la sana utopía de suplantar lo "constatable" por lo deseable, movilizar a muchos pueblos de la región y a numerosos intelectuales. Para unos, la revolución tenía la cara del Che y su inhiesta decisión de contribuir a la dignificación del hombre. Para otros la revolución se expresaba, como en el Perú de Velasco Alvarado, la Cuba de Fidel, la Argentina de Perón, el Chile de Allende, la Bolivia de Torres o el Panamá de Torrijos, en movimientos políticos populares, de hondo contenido libertario en lo nacional y en lo social.

El impacto de estos movimientos obligaba a los intelectuales a reencontrarse con la verdadera realidad de cada país, no sólo en el presente verificable y constatable, sino también en los proyectos de liberación y en los desafíos creativos que ellos imponían tanto para el futuro, como para una correcta relectura del pasado. El verdadero realismo no se limitaba a operar sobre los puntos más bajos de la realidad aparente, sino a tensionar éstos para la elevación de la conciencia colectiva, sin la cual sería ilusoria toda aspiración de cambio. El papel del Estado y de las organizaciones políticas; el rol de la iglesia, del sicoanálisis o la arquitectura; el papel de los dramaturgos, poetas y cineastas; todo fue puesto en discusión, agotados como estaban los repetidos llamados -a la "realidad", procedentes desde las ilusorias esquinas de la "alianza para el progreso" o del "desarrollismo".

Sin la existencia previa de esa realidad en la que millones de latinoamericanos manifestaban su decisión de ser, en la plenitud del término; Viña del Mar tampoco hubiera sido posible. Como ni lo hubieran sido las grandes figuras intelectuales de aquellos años, ni los García Márquez, Cortázar o Vargas Llosa, ni los Chico Buarque, Zitarrosa, o Silvio y Pablo, para recordar sólo algunos nombres. Menos aún, en el terreno del cine, hubieran sido pensable o justamente valoradas las obras de los mejores realizadores del cine brasileño, cubano, argentino, mexicano, boliviano, chileno o uruguayo. Tampoco hubieran existido las propuestas fílmicas'; teóricas y críticas del cine liberación.

Unidad de aspiraciones y objetivos finales, y diversidad de procedimientos, modos y estilos, confluyeron así en Viña del Mar, como lo hacían en otros espacios de la realidad latinoamericana, enfrentándose a los "posibilistas" de entonces, cuyos mejores argumentos no eran otros que los de la resignación a la vaga esperanza.

¿Cómo no recordar con serena confirmación y alegría los aportes indiscutibles de aquellos años, altamente superiores en racionalidad y hechos concretos a lo que elaboraban y todavía elaboran sus detractores?

La nostalgia, se nos ocurre, se insinúa en este punto sobre palabras e imágenes. Bienvenida sea sin embargo, porque sin ella, sin el hondo sentimiento que la caracteriza, el hecho cultural y el querer ser, también resultarían imposibles.

De igual modo que para muchos pueblos indígenas la conservación de sólidas creencias y una no menos sólida memoria implica un elemento dinamizador, sin el cual sería impensable la tentativa de recuperar los espacios y la tierra arrebatada, para nosotros la memoria y la revalorización crítica del pasado resulta vital; sin ellas quedaría limitada toda intencionalidad de cambio verdadero.

Borrar la memoria popular y reprimir cualquier intento de alimentarla, fue precisamente uno de los objetivos principales de quienes, en los años 70, hicieron del horror y la destrucción generalizada su propuesta de subvida. Diversos países de la región, allí donde el afán libertario aparecía con más solidez, debieron soportar durante años el discurso del realismo entrecomillado. Aquel que so pretexto de reprimir los excesos subversivos, justificaba procesos de devastación nacional pocas veces experimentados en Latinoamérica.

Economías destruidas, industrias y recursos naturales devastados, una deuda externa sin precedentes, desempleo y marginalidad pocas veces vistos, corrupción institucionalizada, aculturización e hipocresía total en los discursos dominantes, son para muchos de nuestros países la respuesta "realista" a los proyectos emancipadores de los años 60. Nunca la región sintió, como comienza a hacerlo ahora, que importantes espacios locales son ya prescindibles para el proyecto imperial, incluso para los proyectos desarrollistas de algunas burguesías locales.

Pocas veces también el poder de los imperios fue tan impune en su agresión o chantaje, bastando recordar las Malvinas, Granada o Nicaragua. Y en lo que nos compete más, nunca en nuestros días fue tan abrumadora la presencia de las transnacionales en la industria cultural, en los medios de comunicación y en los modos de uso del cine.

El "posibilismo" que en el terreno político exige posponer demandas de justicia social o de justicia a secas, con el pretexto de no provocar a las fuerzas represivas, aun intactas en algunos de nuestros países, también encuentra su natural correlato en los planos de la cultura y de la cinematografía. Aunque en este caso, deben agregarse otros factores que ayuden a la comprensión del problema.

Desde hace más de un decenio las nuevas tecnologías audiovisuales impulsadas desde las naciones más industrializadas, han sumado sus poderosos recursos a otras preexistentes. La televisión ha terminado convirtiéndose en el principal medio de difusión de películas en Latinoamérica; aquel con mayor impacto sobre nuestros pueblos. El consumo de cine tiende a focalizarse cada vez más en ciertos espacios geográficos y sociales. Las antenas orbitales proliferan en algunas ciudades de la región y a través de ellas el poder de las transnacionales de origen norteamericano es casi total. Cientos de miles de videocaseteras introducen a su vez formas nuevas de relacionarse con el producto cinematográfico.

La creciente urbanización y el desarrollo de esquemas consumísticos en las grandes ciudades (publicidad, modas, diseño, etc.) modifican en términos relativamente acelerados los modos de percepción de lo audiovisual. Todo ello tiende a impactar cada vez más sobre la sensibilidad, el gusto y la manera de percibir el cine. Esta modificación del espacio receptor, es decir, de la demanda, obliga a cambiar también muchas de las pautas y comportamientos del espacio emisor; en nuestro caso, de la producción cinematográfica.

Carencias evidentes en cuanto a políticas culturales y comunicacionales que son más graves todavía en el campo de la comunicación audiovisual, agregan nuevas dificultades, llevando a muchos de nuestros países a una situación de práctica indefensión en lo que a desarrollo de cultura cinematográfica se refiere.

Resulta obvio que estos problemas, posiblemente intuídos por algunos veinte años atrás, fueron entonces omitidos ya que mencionar en aquel entonces la palabra "videocasete" hubiera resultado tan sin sentido como, probablemente hacerlo hoy, en un encuentro de cineastas, del posible y cercano empleo de las antenas orbitales para la circulación de nuestro cine.

A veinte años de Viña del Mar podemos constatar entonces circunstancias políticas, culturales y cinematográficas nuevas. Por un lado, el poder creciente de las trasnacionales sobre las nuevas tecnologías audiovisuales se corresponde con el mayor poder de iniciativa de las grandes potencias y con la paupérrima capacidad de respuesta de las burguesías locales. Las carencias en el terreno de las políticas alternativas, aquellas que tiendan a hacer posible lo deseable, o al menos se orienten a empalmar ambas realidades en el tiempo, parecen conducir a la industria cultural y a las comunicaciones sociales de Latinoamérica (y no en Latinoamérica), a callejones sin salida. O al menos sin una salida que sea congruente con nuestras verdaderas necesidades de desarrollo.

Pero, al margen de las políticas dominantes y de las carencias explicitadas por parte de muchos gobiernos de la región, cabe constatar también que lo~~cineastas latinoamericanos tampoco están dando una respuesta satisfactoria a los problemas actuales, cuya complejidad exige de mucha mayor dedicación e inventiva que la que pudo explicitarse en Viña del Mar.

Se han verificado en los últimos años avances considerables que sería erróneo subestimar. Los sucesivos encuentros y festivales que continuaron al de dos décadas atrás; la mayor capacidad organizativa nacional y regional de los cineastas; la aparición y desarrollo de nuevas cinematografías, como la peruana, la venezolana y la colombiana, así como los nuevos aportes de países centroamericanos, como Nicaragua, El Salvador y Costa Rica; el establecimiento de conventos y acuerdos entre las instituciones rectoras del cine en Iberoamérica y en la región; la búsqueda de nuevas formas de expresión, coherentes con las formas de ser de nuestros pueblos y nuestras culturas. Todos esos son logros incuestionables, como lo es también, y en forma altamente destacada, el creciente empleo de las nuevas tecnologías, como el video, por parte de equipos y grupos de videoastas, cuyo aporte a la cultura, a la comunicación audiovisual y al verdadero conocimiento de nuestros países, poco o nada debe envidiar al de las más poderosas cinematografías de la región. Es más: sería injusto omitir que la memoria histórica y cultural de la región, sus hechos más trascendentes, sus historias valiosas y ocultas, sus sueños y utopías y sus proyectos de cambio, están siendo registrados en soporte magnético antes que en gránulos de plata.

Pese a estos avances y logros, los cineastas latinoamericanos no hemos podido todavía dar respuesta a las nuevas necesidades. En cierta medida ello obedece a que las circunstancias históricas nacionales no facilitan en la mayor parte de los casos, políticas reales y realistas, pero sin comillas, de desarrollo integral del medio. Pero habría que evaluar también el margen de responsabilidad que nos cabe a los cineastas mismos, en tanto partícipes de organizaciones no gubernamentales, capaces de afrontar -incluso sin paternalismo estatal alguno- tareas de tanta urgencia como son las de investigar y estudiar el impacto de las nuevas tecnologías audiovisuales sobre los modos de uso del cine; promover las relaciones productivas y de circulación con la televisión y los nuevos medios, respetando la especificidad y el carácter intransferible de cada uno de ellos; profundizar, e inclusive experimentar, en las formas de expresión que renueven y revitalicen la cultura cinematográfica de cada país.

Una cinematografía no existe sólo por el hecho de producir determinada cantidad de películas al año, por tener niveles de producción y desarrollo técnico a la altura de los países más industrializados, o por ensamblar recursos dramáticos y audiovisuales según los modelos o géneros impuestos desde el exterior. Todos estos indicadores pueden ser propios de una industria de maquila que incluso podría contar, llegado el caso, con inversiones externas capaces de aprovecharse de los recursos técnicos y humanos locales y-aambién, obviamente, de su mano de obra barata. Y a tales indicadores apuestan sin duda los partidarios del "realismo posibilista", aquellos que renunciando a lo deseable por "imposible", terminan haciendo de lo posible lo deseable.

El encuentro de Viña del Mar aspiraba a mucho más que a eso.

Sus motivaciones y sus utopías, hoy más necesarias que nunca, no se limitaban a propiciar la mera sobrevivencia de la industria del cine ni a hacer de ella una simple industria de maquila cultural.

Pugnaban, antes que nada, por modificar lo "constatable", en tanto realidad no satisfactoria, no deseada, para instalar situaciones más congruentes con la potencialidad indudable de la cultura latinoamericana.

En Viña del Mar se debatían aspectos relacionados con la economía, la tecnología, el comercio y la circulación de películas; pero también se discutió el para qué de nuestro cine, y en consecuencia los múltiples cómo elaborarlo: estilos, lenguajes, dramaturgias, géneros, estéticas. En todo ello, el riesgo siempre sería preferible a la resignación. Sin ese tensionamiento, que no implica necesariamente rupturas drásticas, no existe posibilidad alguna de desarrollo. Ni en el cine, ni en la cultura, ni en la historia.

Hacer o intentar por lo menos hacer posible lo deseable, sigue siendo entonces una motivación vital a veinte años de aquel encuentro, y ello obliga a actualizar la propuesta de acuerdo a la nueva realidad de nuestros días.

Tal el homenaje a Viña del Mar y a todos los otros encuentros y aspiraciones que le precedieron.


Ubicación: 11 - L

Descriptor(es)
1. GETINO, OCTAVIO, 1935-2012 - PONENCIAS
2. CINE LATINOAMERICANO
3. ENCUENTRO DE CINEASTAS LATINOAMERICANOS, 1ED., VIÑA DEL MAR, CHILE, 1967

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- Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano, Edición 9º
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