En qué encrucijada de cuestionamientos debe verse un director de cine en el momento de plantearse una segunda parte de un film nueve años anterior y cuantitativamente exitoso. Pueden sospecharse las tribulaciones, el sabor del riesgo o el atractivo de la masividad. ¿Existe acaso alguna segunda parte de una película que haya pasado indiferente a los ojos del público? En la historia de las segundas partes -de haber alguna(s)- resulta costoso no olfatear el acicate de las productoras, a veces infalibles, a veces fallidas. Más allá de todo esto la tentación de los directores suele ser irresistible.
Eliseo Subiela arriba a su segunda parte de El lado oscuro del corazón tras cuatro producciones más o menos inmunes a la taquilla. Arrastra tras de sí un adjetivo tan gigante como ambiguo: "cineasta poético". En esta línea, sobre esta cuerda, construye El lado oscuro del corazón 2. Con igual fórmula actoral (Grandinetti-Ballesteros-Guevara), semejante anécdota (el pseudo poeta mnemotécnico que busca a la mujer que lo haga volar en el acto sexual) y, eso sí, con alteración de decorados (Barcelona en lugar de Buenos Aires). Puede decirse que ni el tiempo ha pasado, más allá de la calvicie del personaje y algunos cambios intrascendentes. Son escasos los motivos que justifican la existencia de El lado oscuro del corazón 2. Se resisten a salir a la luz los aportes de esta segunda parte: es la segunda pero podría ser la primera, o viceversa. Oliverio (Darío Grandinetti) continúa en la misma que nueve años antes: sumergido en una ciudad que no lo comprende, aturdido por un pot-pourri de versos piropeados que exhala según la ocasión, y algo afligido por el tiempo que avanza. El espacio en el que se mueve es prácticamente el mismo: Buenos Aires parece haberse mantenido indemne al menemato, según concepto de David Viñas. Oliverio, en esta segunda parte, es un personaje enteramente parcial, plano, nada en él parece calar demasiado hondo más allá de su ansia de vuelo. Y esto, como en muchos otros aspectos del film, resulta adverso para una pretensión de profundidad, tanto en la construcción de los personajes como de los temas. Un inconveniente quizá vertebral de todo el film surge, justamente, de allí. Esa enemistad con el ceñimiento, esa pretensión de hondura o ese errabundear sobre temas ya abordados, entre otros, por Platón, acaban produciendo un desvanecimiento ligero de todo lo preconcebido. Si no se puede abarcar todo lo que se desea apretar es conveniente, a veces, cambiar los planes.
Si existe una imposibilidad para abordar las películas de Subiela va a ser siempre a partir del verosímil. El lado... propone, a este respecto, ubicar en un mismo nivel los hechos "irreales" y la cotidianeidad de los "reales" (el beso que hace encender una lamparita, la cama que se traga mujeres terrestres, el vuelo producto de la unión sexual -atención que no se trata de Amor-, etc.). A la larga surge un inmenso enemigo para tal homologación de planos, o hechos, y éste es la previsibilidad. El lado... es sumamente previsible y esto desencanta, y por lo tanto injustifica y empobrece cualquier tipo de intrusión de lo "irreal". Lo "irreal", de esta forma, termina convirtiéndose en indiferente coloración.
Subiela, adrede o no, no le teme a los lugares comunes: los personajes que personifican a la Muerte visten de negro y poseen tez pálida, el Tiempo anda en moto y no se le ve el rostro, los otros-yo de Oliverio, uno alentador y el otro desalentador, son otros dos Grandinetti. Si hay conciencia de que se están pisando lugares más que comunes parece no hacerse nada con ella, no se trabaja ni se pule. Muy por el contrario, estas personificaciones apuntan a una gracia débil que las frivoliza y les quita todo tipo de incisión en el relato. Por momentos pareciera que Subiela pretende ironizar con todo esto. El conflicto reside en el evidente flujo de "mensaje vital" u "oda a la vida y al amor" que El lado... pretende hacer circular. La ironía, lo gracioso y el lugar común pueden ser vehículos para llegar allí. Pero cuando no existe un mínimo de precisión a la hora de aplicar aquellos recursos todo se desbarata, todo se abarata.
La película abunda en fragmentos de textos poéticos (Girondo, Pizarnik, Vallejo, Huidobro, etc.); todos los personajes saben alguno y no temen oralizarlos. Claro está, que no es una condición para hacer un "cine de poesía" el que los personajes vivan arrojándose unos a otros fragmentos de poemas. El lado... pone en práctica una red de citas que se acerca más a un pot-pourri, o a una antología de versos aislados, que a un recurso para el enriquecimiento del tejido ficcional. Pecado sería no recordar aquí la utilización constante de este recurso de la cita en muchos films de Jean-Luc Godard. En él, la selección es rigurosa y al entero servicio del relato. Si no funciona así, las citas están condenadas a convertirse en un cuerpo insustancial que abruma al espectador aportándole poco. En El lado... la cita roza al piropo con visos de utilidad y la poesía queda relegada a una transacción: un poema por una fellatio. De esta manera, la figura del poeta se yergue en la oralidad, nunca en la creación; claro está que esta oralidad nada tiene que ver con la épica griega.
Si El lado... conlleva sus pozos, una demostración irrefutable es su banda sonora musical. No existen casi momentos de la película que carezcan de música. Ésta intenta permanentemente soliviantar los baches del relato con excesiva ostentación. El artificio es demasiado fuerte y se percibe su complicidad. La misma actitud de connivencia está en la manera de mirar Barcelona y alrededores. El apego a la imagen postal carece de ingenuidad: la Sagrada Familia de Gaudí (la misma que pasaba apenas por un plano de Todo sobre mi madre (Pedro Almodóvar, 1999) en toda su magnitud edilicia, las playas de Sitges o Castelldefells, forman parte de una mirada turística aun embelesada por el shock visual. La belleza, en cine, no siempre se extrae de los espacios bellos.