Clemente, prestamista huraño (obviamente) y gran aficionado a la prostitución descubre un buen día, a la puerta de su casa y envuelto entre pañales, el fruto de sus debilidades lúbricas. Sofía, solterona y gran aficionada al Señor de los Milagros —el filme se desarrolla en octubre, durante su festividad— se encarga del cuidado de la recién nacida, mientras Clemente busca a la madre por los burdeles de Lima.
Omito el resto de los elementos que componen la trama, pues en lo esencial la historia de Octubre se construye a partir de estos dos personajes que confluyen en torno a la recién nacida. Un prestamista putero y una solterona devota. Como podrá deducirse de su principio motor, el primer largometraje de los hermanos Daniel y Diego Vega se interesa por algo que se asemeja a la incomunicación. Se trata de una cierta desesperanza, fruto del tedio, de la cansina monotonía, de las frustraciones y los fracasos de una vida en la que, pasados ampliamente los cuarenta, se empieza a temer que quede poco tiempo, poquísimo, para dar un golpe de timón que cambie el rumbo de las cosas.
En el filme lo anterior se manifiesta en la forma de la fortaleza expugnada. La calma de Clemente se triza a fuerza de llantos: el timonazo no lo da él, lo da más bien la niña o quien la dejó en la puerta del “gigante egoísta” limeño. En el caso de Sofía, el cambio de rumbo lo emprende ella, en pleno octubre, el mes de los milagros.
A pesar de sus personajes, el filme de los hermanos Vega no vive la crisis de los cuarenta, exuda más bien lo contrario: empuje, aliento, ganas de hacer cine, de contar historiar, sin olvidarse, afortunadamente, de asumir su propia sensibilidad. Quizás ese estado de ánimo le impide tratar a sus personajes con demasiada misericordia. Quizás por ello en el relato se distinguen notas de ironía, un vago gusto por retratar el absurdo, el patetismo mediocre que exhalan los muros descascarados en los que habitan esas criaturas ajadas.
Octubre es una nueva muestra de la creciente calidad del cine peruano. Su corrección técnica, sin ser brillante, demuestra nuevamente que han quedado bastante atrás, para el cine latinoamericano, los años en los que el cubano Julio García Espinosa defendía la imperfección como baluarte estético. Ya nadie defiende el “cine imperfecto” como modelo para enfrentar, quijotescamente, la hegemonía de Hollywood.
Desde hace bastante tiempo que las nuevas generaciones de cineastas latinoamericanos —egresados en su mayoría de escuelas de cine— exhiben una más que razonable experticia técnica. Sin embargo, hay ciertos rasgos que se aprecian en Octubre sobre los que debería llamarse la atención. Aunque no son negativos de por sí, se han vuelto tan comunes en cierto cine latinoamericano “independiente” —utilizo el término a falta de otro mejor— que corren el riesgo de convertirse en un lastre formalista.
El primero es utilizar la repetición como un dispositivo para representar la cotidianeidad. Aunque toda generalización es siempre abusiva me atrevería a decir que hace un buen tiempo que este dispositivo se ha vuelto habitual en el cine independiente latinoamericano. Lo testimonian, con matices, filmes de facturas y méritos variados: Parque vía, Whisky, La teta asustada, Gallero, Ilusiones ópticas, La buena vida, Gigante, quizás La nana.
Octubre utiliza este esquema para presentarnos a los personajes. Aunque el dispositivo se va alterando a medida que se desarrolla el filme, los realizadores vuelven a jugar con la repetición de otras situaciones como una manera de puntuar el ritmo de la película. Pese al espíritu irónico con que se ha intentado impregnar esta estrategia narrativa, el resultado no siempre es el deseado. El filme se vuelve redundante, las repeticiones debilitan la historia, impiden ahondar más en ella y llegar hasta las últimas consecuencias del relato. Da la sensación de que Octubre no consigue despegar del planteamiento, de que vuelve constantemente a la proposición inicial y, al final, nos queda esa desastrosa sensación de que podría haberse dicho lo mismo en menos tiempo (¡a pesar de que el filme no llega a los 85 minutos!)
El segundo punto es la frontalidad de la imagen. Este rasgo tradicionalmente se consideró como un defecto a evitar, porque en general aplana y desequilibra la composición y porque hace de la figura humana algo similar a un icono bizantino, sobre todo si se encuadrada en plano medio. Por ello, ya mucho antes de la invención del cine la composición de la imagen privilegió los puntos de fuerza, las diagonales, el reencuadre, etc. El cine de algunos jóvenes realizadores —como Rebella y Stoll— al privilegiar expresamente la frontalidad, quiso desafiar al academicismo, un poco como lo hizo en su momento la nouvelle vague (nueva ola) al adoptar el jump cut. El problema es que la frontalidad ha pasado a convertirse casi en una convención. En un rasgo formalista que pierde rápidamente su frescura.
Octubre también sucumbe a este riesgo. Podrían citarse múltiples ejemplos de ello. Planos generales de fachadas filmadas en perfecta frontalidad, que un hombre solitario atraviesa cansinamente de un lado al otro de la imagen. Una mesa filmada frontalmente, con un hombre sentado en un pequeño taburete a un lado, y el prestamista, al otro. Un plano medio frontal, muy frontal, del protagonista desayunando… (perfecto silencio, movimientos mecánicos y estudiados, precisión para abrir el termo; el plato, la taza y los cubiertos dispuestos en orden sobre la mesa. La escena, casi sin variantes, es una de las más repetidas por el cine latinoamericano de los últimos cinco años. Lo más paradójico es que quizás nadie coma así, ¡la gente habla, aunque sea sola, se mueve, se olvida cosas en el refrigerador!)
Habría que añadir a lo anterior cierta reticencia a los diálogos, que puede justificarse, pero que a ratos termina por hacer de los silencios algo ligeramente artificial.
En su búsqueda por huir de las convenciones del cine hegemónico y, en general, por construir una representación de inspiración realista, el cine latinoamericano ha utilizado con frecuencia estos dispositivos. La repetición de ellos, sin demasiada reflexión, termina por volverse contraproducente. En parte, los excesos que he mencionado se explican, en el caso de Octubre, porque se trata de un primer largometraje. Daniel y Diego Vega han demostrado que tienen talento y que pueden construir una historia interesante. Es de esperar que en el futuro consigan alejarse de este camino ya demasiadas veces recorrido.