La primera forma de conocer a un icono de la historia a través del cine no es por medio de la mitificación, sino por la búsqueda de sus raíces. Walter Salles, director de Diarios de motocicleta, así lo entendió desde el primer momento en que se acercó a la figura de Ernesto Guevara años antes de ser El Che.
Joven de poco más de veinte años, estudiante de medicina y enfermo asmático, Guevara emprende junto a su amigo Alberto Granado un viaje por Sudamérica que los habría de llevar desde Argentina hasta Venezuela. La hazaña habría de realizarse a bordo de La Poderosa, destartalada motocicleta propiedad de Granado y con la cual por poco y no llega ni siquiera a la esquina de su casa. En fin, que las peripecias de esos dos jóvenes quedarían acentuadas en los libros Notas de Viajes, escrito por Guevara y Con el Che por América Latina, de Alberto Granado; testigo, cómplice, amigo y autor intelectual de la faena.
Salles, talentoso director brasileño, supo llevar esos libros a la pantalla no como palabras para comprender la Historia, ni mucho menos como una clave a desentrañar. Simplemente las toma como lo que son: las vivencias de un par de jóvenes deseosos de aventura. Así la trama nos lleva paulatinamente a un descubrimiento de Ernesto Guevara de la Serna, el joven deseoso de un rato de sexo con su prima, el inhibido que no sabe bailar, el idealista incapaz de mentir. Un soñador como tantos.
Pero esta historia no es la de un hombre sólo. A su lado se encuentra Alberto, contraparte disímbola y por tanto complementaria: bullicioso, bailador, experto en lides sexuales, tramposo y mentiroso cuando la situación así lo requiere; pero a la vez, sentimental y fiel a sus ideales. Embustero, sí, pero sólo lo necesario.
Ahora bien ¿cómo lograr que la vida de dos jóvenes haciendo la marcha se convierta en una excelente película? Simple, se presta la atención no a las grandes épicas, sino a los detalles cotidianos, a los golpes de suerte e infortunios que forman el carácter. Porque son las vivencias las que determinan el futuro de los hombres y Guevara no fue la excepción de la regla.
A través del viaje y las necesidades aprendió a convivir con las personas que diariamente son marginadas, expulsadas de sus tierras, humilladas por sus condiciones de indígenas; convivencia que definitivamente no iba a adquirir dentro de las asépticas paredes de un consultorio médico o de una clínica para la burguesía ilustrada a la que él mismo perteneció.
Habrá quien diga que se trata de un lugar común explotar las imágenes de indígenas y sus testimonios verídicos hacia la cámara como una forma de deificación del héroe. Pero la chata visión de estos neófitos ha olvidado que no se está ante cualquier personaje de ficción, sino ante un hombre que impuso una forma de pensar en el XX y cuya sola imagen se ha convertido en un icono de principios morales y sociales. Diarios de motocicleta muestra dónde está la punta de la madeja, porque el futuro Che no se despertó un buen día diciendo "¡Ah!, ¡hagamos la revolución!" y mucho menos fue un predestinado.
Ernesto Guevara es un joven en busca de su futuro como médico atendiendo las causas de los más desprotegidos en un leprosario donde hasta Dios y sus monjas han olvidado que, antes que simples enfermos, son personas las que están a su cuidado.
La película no trata sobre la mistificación -ni tampoco desmitificación- de un iluminado de nacimiento, sino de la toma de consciencia individual a raíz de lo vivido y de cómo las experiencias se disparan en distintos caminos. Mientras Granado es testigo más bien pasivo de la situación de injusticia imperante en el continente, Guevara comienza por pequeños pasos a hacer uso de su sentido de equidad de forma cada vez más humanitaria: de la ayuda económica brindada a una pareja de esposos mineros perdidos en el desierto, al apoyo moral de los leprosos, para quienes el dinero no tiene mayor significado, pero si un apretón de manos, un abrazo, alguna señal que los haga sentir nuevamente personas completas en su dignidad.
Este diario de viajes representa un crecimiento personal, un viaje de iniciación donde el sueño de un joven sentó las bases de la utopía de un pensador. Salles atina en eso, en la conjugación de pequeños momentos que encadenarán un destino cuya primer semilla fue sembrada en el corazón de su comparsa Alberto Granado, quien siempre fiel habría de unirse al ya comandante Che Guevara casi una década después de finalizada su aventura.
Cinematográficamente hablando, hacer alabanzas al trabajo interpretativo de Gael García Bernal es incurrir en lugares comunes. Que es un gran actor queda de manifiesto -aunque a muchos les siga molestando, criticones que se siguen ahogando en sus propios rencores- y que está muy bien como un Guevara pre-Che dubitativo, molesto con su entorno y evolutivo en su contexto, es un hecho. De quien sí se debe hablar más haciéndole justicia es a Rodrigo De la Serna, soberbio en la interpretación de Alberto Granado, dando replica exacta y erigiéndose como un pilar en la construcción de este filme, ya que es por medio de su contrapeso que las acciones desarrolladas por Ernesto Guevara adquieren su justa dimensión. Está bien, Gael es nuestro paisano, pero no por eso debemos cegarnos: el primer crédito en pantalla es de él, pero la estrella de Diarios de motocicleta es De la Serna.