El tercer largometraje de Carlos Sorin, luego de un período de inactividad de más de una década, entreteje tres historias pequeñas que transcurren en la Patagonia, tres viajes que tienen como destino final Puerto San Julián: hacia allí van una joven sin techo para participar en un programa televisivo, un viejo que se escapa de la vigilancia de su familia para recuperar un perro escapado hace años, y un típico viajante de comercio post-globalización que lleva consigo una multiforme torta de cumpleaños para conquistar a una joven viuda.
El relato vincula estas tres historias mínimas por medios esencialmente geográficos (la joven y el viejo viven en Fitz Roy, Provincia de Santa Cruz, el viajante pasa por ahí: hay encuentros verosímiles en el pueblo y en la ruta), y mediáticos (la presencia de la televisión en las múltiples paradas aporta una suerte de gradiente o contrapunto que permite además una reintroducción final de la historia de la chica).
Historias mínimas se sostiene sobre un humor amable que despliega una sonriente crítica social: la venta televisiva, los libros de autoayuda, y otros temas similares caen bajo esta mirada (se trata por otra parte de tópicos cuyo tratamiento parece obligado para muchos directores que vienen de la publicidad). El humor sólo resulta interrumpido por la revelación ulterior de un inesperado secreto por parte del anciano, y por esa contrapartida de solidaridad que suele darse entre personajes tan pequeños como sus historias. Entre toques de color varios, algunos pretextos y simetrías un tanto convencionales, y dejando atrás promesas que el film hiciera en un principio, los tres protagonistas logran al menos finalmente lo que quieren, o poco menos. Bien vista, tal afirmación quizás pueda hacerse extensiva en última instancia, también, a un espectador imaginario con ambiciones mínimas.