A 38 años de Ya no basta con rezar
Por Víctor Hugo Ortega C.
Pese a cualquier imperfección narrativa que tenga la película, Francia se pone a la par con realizadores de esa misma época en América Latina, que tenían intenciones similares. Glauber Rocha y Jorge Sanjinés coincidían en que el cine no era el medio para lograr la revolución, sino que el cine era la revolución.
Ya no basta con rezar
Una de las cosas fundamentales que hay que tener clara al revisitar una película como Ya no basta con rezar (1972), de Aldo Francia, es el escenario social, político y, por supuesto, cultural, en el cual fue concebida. La Unidad Popular fue una época que incitaba a pensar en el cine como una actividad que gozaba de buena salud y cuyo futuro se preveía por decir lo menos alentador. Este buen clima del panorama fílmico en Chile había tenido en los festivales del nuevo cine latinoamericano de Viña del Mar (1967 y 1969) una base sólida de reflexión y diálogo sobre el momento que vivía la región latinoamericana.
Se hablaba también del concepto de “nuevo cine chileno” desde fines de los años 60, afincado en cintas consideradas claves para el período, como: Tres tristes tigres (Raúl Ruiz, 1968); El Chacal de Nahueltoro (Miguel Littin, 1968) y la que había sido la primera película de Francia, Valparaíso mi amor (1969).
Ya no basta con rezar venía a continuar una mirada sobre ese Valparaíso de tiempos complejos, que se había presentado en aquella dramática historia de los niños que pululaban por los cerros del puerto en blanco y negro. Si Valparaíso mi amor intentaba mostrar esa historia de niños con una cierta distancia, remarcada en una cámara lejana y que ampliaba el espacio físico de esos protagonistas inmersos en el plano, Ya no basta con rezar tenía la intención de enfrentar directamente algunas de las problemáticas expuestas en su antecesora. Nuevamente con el telón de fondo de los cerros y sus alrededores, ahora la acción venía a proponer las disputas de los adultos por sobre los juegos de niños. Era un intercambio focal, que a la larga tenía el mismo resultado: mostrar que en el Chile de fines de los sesenta, habían muchas deudas pendientes.
El padre Jaime, interpretado por Marcelo Romo, es el personaje central de esta película que comienza con el ciclo del fin de una vida, a través del sacramento católico de la unción de los enfermos, que entrega él a un hombre que yace en su cama. Desde allí, asistimos al inicio de un cuestionamiento personal y sumamente complejo que expone la cinta. Como párroco del sector, el padre Jaime debe solicitar fondos a uno de los empresarios poderosos del puerto, el señor Osses, para mantener en pie el policlínico que a duras penas intenta arremeter contra las enfermedades que atacan a la población. En esa visita a la gran casona que hace el cura Jaime, es que nos enteramos, a través de la televisión encendida que contempla el empresario, que hay huelgas y protestas en la ciudad, debido a las relaciones entre él y los trabajadores.
La diégesis de Ya no basta con rezar nos instala sin exactitud en una época que podría ser el inicio del gobierno de la Unidad Popular. Por esto, bien podría considerarse al personaje de Romo como un rostro de la agitación política vivida en ese entonces. Ingenuo, pero activo, el Padre Jaime avanza rápidamente en su rol de luchador incansable por la causa de los desposeídos, hacia una conducta que no se podría entender ni analizar despojada de su tiempo. Si bien se le propone en una primera parte de la cinta como un tipo educado y amable, (casi al borde del estereotipo), el avance de la historia lo irá enfrentándose a la institución que representa, la Iglesia Católica, y también consigo mismo en su creencia de no a la violencia. Los conflictos de clases lo imposibilitan en su rol de mediador por lo que toma una decisión y finalmente renuncia a su parroquia para unirse a la causa de los trabajadores.
El universo hostil y banal de la burguesía que propone Francia, está desde luego amplificado en su composición. Amigos del empresario Osses cenan con él, junto a los dos representantes de la Iglesia, el padre Jaime y su superior, el padre Justo; interpretado por Tennyson Ferrada. Aparece sobre la mesa el tema Vietnam. Una de las asistentes no sabe lo que quiere decir la palabra “genocidio”, mientras otros especulan si los disturbios que han ocurrido en Valparaíso tienen que ver o no con Vietnam. La escena deja en evidencia el malestar del padre Jaime, quien está preocupado por los heridos de la manifestación y se siente incómodo por estar ahí, compartiendo camaradería, en la casa del patrón. La transición del protagonista hacia la solidaridad con la causa del pueblo comienza precisamente en esta escena, en la que no están ausentes los estereotipos sociales que han acompañado siempre al cine chileno. Más aún afloran en esta época en donde incluso una película como Palomita Blanca (1973) de un realizador ajeno a la caricatura como Raúl Ruiz, es muy clara y confrontacional en aquello que remarca la división social entre pobres y ricos como buenos y malos.
Ya no basta con rezar viene a confirmar esa regla, de manera honesta y atrevida. No esconde sus intenciones y ante las dudas propone ese final corajudo, en que el padre Jaime, enardecido, lanza una piedra hacia la fuerza policial. La imagen se constituye como el símbolo de una cinematografía chilena en ebullición e inquieta con los problemas de su tiempo. Cobra y refuerza la validez del cine como herramienta social, como soporte de denuncia y como medio de comunicación, que instala una reflexión y funciona más allá que una simple entretención.
Pese a cualquier imperfección narrativa que tenga la película, Francia se pone a la par con realizadores de esa misma época en América Latina, que tenían intenciones similares. Glauber Rocha y Jorge Sanjinés coincidían en que el cine no era el medio para lograr la revolución, sino que el cine era la revolución. Y hay un instante en la película de Francia, que evoca esa conciencia crítica desde la naturaleza misma de la imagen. En el momento en que el padre Jaime y el padre Justo van a dejar el cheque aportado por el empresario Osses, al médico responsable del policlínico, éste los saca del centro asistencial y los lleva a dar una vuelta por una serie de casuchas, que están en contacto directo con aguas sucias y peligros de infección. Las imágenes nos muestran rostros de niños sucios y familias que viven en condiciones precarias en sus viviendas desprolijas, mientras la voz del médico no se ha detenido. La secuencia aparece escapándose de la estructura narrativa del filme, haciendo un pequeño alto para la reflexión de lo que estamos presenciando. La orientación documental en tono de denuncia que posee esta escena es notable, porque en ella aparece más que nunca la autoría de Aldo Francia, su mano, su visión de lo que está pasando y el cine al servicio de esa visión (1). Ese médico que maneja durante su breve aparición un tono directo e incisivo, culmina su sentencia con una frase que va a marcar el sentimiento que contiene toda la película y que se conecta a su vez con la canción compuesta por los integrantes de Tiempo nuevo que le da el nombre al filme. El médico dice: “Mientras otros rezan, pongámosle el hombro” y se advierte ya una suerte de provocación y de preparación a lo que se viene. A la transición de un personaje que se desprende de su rol conciliador y salta a la lucha como único camino. La imagen del piedrazo congelado, queda como documento de una ficción y también como documento de una época. En ambas está presente Aldo Francia, como un autor que confía enormemente en las posibilidades del cine.
(1) La escena me recuerda a un instante de la película Cabezas cortadas (1970), de Glauber Rocha, en que también parece haber un alto en el hilo narrativo, para —mediante el uso del plano ralentizado— proponer una reflexión sobre las problemáticas latinoamericanas de ese tiempo, con el personaje de Francisco Rabal sumergido en el barro, mirando a cámara, mientras la propia voz de Rocha es la que se hace presente.
(Fuente: Cinechile.cl)