Carancho, el último opus del realizador argentino, Pablo Trapero (Mundo grúa, El bonaerense, Leonera), es un policial negro, durísimo desde el punto moral. El título es por demás significante; alude metafóricamente a un ave de rapiña, que merodea las muertes y agonías que ocurren en el cono de la ciudad de Buenos Aires, y así el protagonista, un Ricardo Darín en carrera ascendente (El secreto de sus ojos), encarna en el film a un abogado que tiene suspendida su matrícula, perteneciente a una ilegal y corrupta Fundación, que se dedica a indemnizar víctimas de accidentes de tránsito, pero que guarda para sí la mayor parte del dinero entregado por las aseguradoras, en las cuales están implícitas las coimas policiales y las del "personal" de la salud que actúan en un sistema de red, difícil de desenmascarar.
Un acápite con el cual se abre el filme, expresa que en Argentina mueren por año entre ocho y diez mil personas en accidentes de tránsito. Hace pocas semanas, luego del estreno de Carancho, en la vecina orilla, se desbarató una banda que hacía exactamente lo que es mostrado por la ficción de Trapero. Darín-Sosa, involucrado en un círculo mafioso, amoral, que lucra con el dolor de las clases bajas en el negociado de los seguros por accidentes, conocerá en el ejercicio de su ominoso oficio, a una joven médica que trabaja en un servicio nocturno de emergencias, del hospital de San Justo, rol interpretado con gran magisterio por la muy premiada actriz de Leonera, Martina Gusmán, quien será Luján.
Así se irá tejiendo en el filme, una historia de amor entre dos formidables agonistas, que tiene a la ciudad de Buenos Aires como un personaje más, en su nocturnidad, desesperanza y dolor. A los protagonistas les fue permitido por el realizador, participar en la elaboración del inteligente guión, acentuándose de este modo la veta realista del film. El discurso visual de Carancho es espectacular, en relación a los planos-secuencia, uno de ellos desarrollado dentro del ámbito hospitalario de San Justo, va creando esa suerte de vértigo que no cesa nunca, que no da tregua al espectador, y el cercano del final, filmado desde la óptica de Sosa, un Darín que ha tenido que vérselas con su pasado, con su presente, y tendrá que vérselas con un futuro lleno de incertidumbres, de incertezas, es una gran proeza cinematográfica.
Los efectos especiales también acentúan el clima de corrupción al cual Sosa ha decidido abandonar definitivamente. Luján es descubierta por el director como un ser desvalido, que tiene que apelar a una rigurosa sedación, en una magnífica escena en la cual la cámara la espía en los mínimos detalles. La música popular elegida —la letra de un emblemático bolero, subraya la veta melodramática del filme— es otro hallazgo del realizador, así como el frenesí de un baile durante el cumpleaños de quince de la hija de un "salvado" de las garras de la muerte, y parcialmente indemnizado, llega a un clímax insospechado.
Cliente y paciente son por momentos lo mismo, para esta pareja al borde de todos los abismos, pero con un ansia redentora, de empezar de cero, o de volver a empezar. Ya en el desenlace, un fundido en negro, deja oír las voces de una emergencia que llega al escenario fatal. El rito infernal se continúa repitiendo, pero aquí la desazón invade al espectador, que ha padecido la infatigable lucha de Sosa y Luján, por aspirar a un digno cambio de vida. En el ascético y brillante guión se ha ido planteando en el devenir fílmico, junto al suspenso in crescendo, la aspiración por redimirse, por encontrarse con el amanecer.
"No hay noche por larga que sea que no se encuentre con el día", explicitaba el bardo isabelino en Macbeth, pero la imagen de una calle gris, enfocada con innumerables vidrios rotos, puede ser una respuesta negativa a un ayer que no se puede revertir.