“Nuestro objetivo final es nada menos que lograr la integración del cine latinoamericano. Así de simple, y así de desmesurado”.
Gabriel García Márquez
Presidente (1927-2014)

CRITICA


  • Octubre, una película que apuesta por el minimalismo
    Por Gabriel Quispe

    En una película que apuesta por el minimalismo y maneja largos silencios, o sea donde a primera vista “no pasa nada”, es paradójico y muy gratificante encontrar tantos detalles que describir y tantas virtudes que elogiar. El filme peruano Octubre, de Daniel y Diego Vega, exhibe una puesta en escena muy calculada, es un modo cerebral de hacer cine que no deja de infundir vitalidad en personajes y espacios en apariencia acentuadamente mortecinos y opacos, en un mecanismo sistemático de creación de contrastes, muy sutiles en comparación de una narrativa convencional pero suficientemente identificables.

    La calidad de la obra reposa en la construcción paciente del encuadre, en cómo se planifica la disposición física de los intérpretes, su ubicación y desplazamiento, y la gestualidad contenida que ofrece al lente, a menudo limitada a una mirada atenta, perdida o distraída; el aprovechamiento de las locaciones desvencijadas –en notable dirección artística– que el paso del tiempo y la falta de mantenimiento han corroído tanto como el tedio y la desconfianza los lazos afectivos. Precisamente, la fluctuación de la confianza, la dicotomía fe/incredulidad, es uno de los ejes del relato, provisto de una serie de elementos de religiosidad católica que son casi imperceptiblemente invertidos por las acciones de los creyentes y provocan la tensión permanente que respiran en las precarias habitaciones que ocupan.

    Existe un virtual conflicto de conciencia entre esa ambientación temporal del mes que da título al filme y las conductas de los personajes. Sofía acompaña hierática la peregrinación mientras que en la intimidad acaricia su cuerpo con el hábito morado puesto, Clemente –piadoso nombre de alguien proclive a la insensibilidad– camina en dirección contraria a la procesión del Señor de los Milagros en una de sus últimas salidas, las imágenes sagradas de todo tamaño y toda textura son ubicuas –aparecen en bares, tiendas, paredes de los condominios, aposentos prostibularios y el interior de las casas–, las velas se encienden ante ellas por algún milagro y si éste se cumple no se hace lo prometido, se roba una urgente herramienta y se soborna para rescatar un alma desahuciada en nombre de la misericordia, y el billete falso de 200 soles que simboliza el embuste lleva la imagen de Santa Rosa de Lima, tan flagelada por sí misma, oficialmente celebrada y marginalmente discutida a lo largo del tiempo.

    Octubre habla de la arbitrariedad de los afectos, en ese prestamista que se encierra en sí mismo, que invariablemente esquiva cualquier diálogo que busque intimar, que sistemáticamente paga por sexo y en cambio rechaza con sobresalto las insinuaciones y arremetidas pasionales de Sofía, en los gestos sucesivos de horror y desconcierto y fastidio y desesperación por la criatura indefensa pero inoportuna que le llega de sorpresa y le distrae y provoca que cometa errores en la manipulación del dinero que es lo que más le duele, en la letanía que enuncia “No es mía, la encontré en la calle, le salvé la vida”, en la revancha del despecho femenino que baña la prenda íntima en el agua potable y se lleva consigo el componente que la seguirá vinculando a él.

    Daniel y Diego Vega, por supuesto autores de este meticuloso guión, dan vida a los objetos y cosifican a las personas. La bebe se convierte desde su aparición en una pieza disonante, que perturba con sus gráciles movimientos la actitud adusta reinante, y es tratada como un paquete en busca de la madre que podría acabar con el problema. “Todo por la culpa de esa cosa”, dice Clemente por los estragos de su presencia. En una casa en la que hasta un globo se cae al momento de la celebración “familiar”, cada uno de los materiales expuestos en escena cumplen una función en el esquema mental de este grupo de marginales. La silla más alta y adornada del prestamista, la cajita con billetes y prendas de valor que además guardan los ahorros del viejo, las lupas antigua y nueva –regalo cargado de ironía– que anticipan la continuidad de la labor heredada y generadora de un incómodo prestigio. El laborioso trabajo de sonido permite potenciar todo, el roce, las arrugas, los estiramientos de los billetes, la colocación de los relojes empeñados, los pasos en la oscuridad, el agua que se ingiere y sobre todo los hondos suspiros de desasosiego de esa pareja imposible que sólo de un lado se ilusiona y empecina.

    Salvo pequeños deslices, como ese diálogo inicial que no suena bien, “¡Bienvenida la plata!, ¡ahora sí que progreso, ya me toca!” (no había necesidad de subrayar tanto la diferencia con el hermetismo de Clemente), que recuerdan el estilo de otras películas peruanas menos inspiradas, la actuación es uno de los puntos más altos de Octubre. Cómo se nota cuando un conjunto de intérpretes ha entendido la propuesta de la dirección. Bruno Odar, Gabriela Velásquez, Carlos Gassols y un nutrido reparto, pródigo en nuevos rostros, se lucen ajustando su expresividad a los requerimientos de una autoría exigente, que acompaña a Paraíso de Héctor Gálvez entre lo mejor hecho en nuestro país y que coloca al cine peruano en un nivel estético y técnico altamente competitivo en el mundo entero.

    (Fuente: Cinencuentro.com)


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