“Nuestro objetivo final es nada menos que lograr la integración del cine latinoamericano. Así de simple, y así de desmesurado”.
Gabriel García Márquez
Presidente (1927-2014)

CRITICA


  • Post mortem, después de muertos
    Por Rubén Padrón Astorga

    Pablo Larraín sigue su ruta de festivales con Post mortem, su más reciente filme y uno de los mejor recibidos en la temporada, ahora presente en la 26 edición del Festival Internacional de Cine en Guadalajara, en el concurso de Largometrajes Iberoamericanos de Ficción. Se trata de un relato inspirado en los días de la caída de Allende, aunque su mirada se desplaza hacia el interior del protagonista, un hombre oscuro y solitario que trabaja en un depósito de cadáveres. Por su profesión, el personaje está acostumbrado a tratar con la muerte y la asume con naturalidad. Flemático y taciturno, sus signos vitales se limitan a expresar un amor angustiado y sumiso por una bailarina de cabaret.

    Post mortem es un acercamiento al deterioro que sufre la existencia cuando se acorrala entre los límites de la injusticia y la violencia. La sensación vital de miedo y estrechez es una expresión de muerte, y Larraín la utiliza como principal elemento para narrar su historia. No se ocupa tanto de aquellos que no tienen salvación y ya no sufren, como de quienes deben soportar el peso vital de la tragedia.

    La muerte en la película no es la de los muertos, sino un personaje más. Se respira en el aire, se encarna en los rostros pálidos e inexpresivos de los vivos, se refleja en los tonos grises y funerarios de las calles vacías. No son los cadáveres callejeros ni las personas desaparecidas quienes ilustran en rigor la brutalidad de la dictadura. Las víctimas mortales son solo su aspecto más visible, y por tanto superficial, pues la peor muerte la provoca en los sobrevivientes. La dictadura es una muerte social.

    Una de las mejores estrategias que utiliza la película para describir la tragedia existencial es la exploración que hace del amor en semejante contexto. Desde que se conocen, ambos protagonistas comienzan una relación enfermiza. Para él, la bailarina significa su única posibilidad de enajenación del entorno, y para ella, volver a sentirse deseada por alguien. Pero la bailarina lo atormenta con un coqueteo indiferente, incapaz de conmoverse demasiado para corresponderle y tal vez por el placer de transmitirle su propia incapacidad de amar.

    En un contexto distinto, personajes similares hubieran encontrado refugio en una pasión amorosa, pero la decadencia vital ha contaminado a tal punto las relaciones humanas, que el mismo amor nace corrompido, y se manifiesta más como necesidad de intercambio de frustraciones y desesperanzas que de anhelos y deseos: ensombrecido por la muerte, el amor se marchita, enfermo de su propio desencanto.

    Con una narración robusta e impactante y un extraordinario final que simboliza la imagen degradante de los chilenos enterrándose unos a otros, Post mortem es una reliquia de la que puede enorgullecerse desde ahora el cine latinoamericano. Pablo Larraín vuelve así a enseñar su pulso para contar historias, después de haber impresionado tanto con Tony Manero, otra película que heredó los traumas de décadas de dictadura en Chile.


    (Fuente: (Desde Guadalajara))


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