La vida útil, del uruguayo Federico Veiroj, es un homenaje a una cinefilia en peligro de extinción, aquella nacida y criada en las cinematecas y los cineclubes, entre butacas estrechas y copias en 35 mm provenientes de países lejanos. Pero, al contrario de lo que se podría suponer, este segundo filme de Federico Veiroj no es una elegía frente a la (supuesta) muerte del cine, sino más bien una apuesta fuerte -también cinéfila, como no podía ser de otra manera- a favor de la potencia de la imagen y el sonido.
Jorge (el crítico uruguayo Jorge Jellinek) trabaja en la Cinemateca Uruguaya, y quien haya frecuentado alguna vez esos mundos reconocerá el personaje como espejo, apenas deformante, de los sujetos que pueblan las sombras de los archivos y las cabinas de proyección. No sabemos mucho sobre su vida: apenas que tiene 45 años, que hace 25 que trabaja en la Cinemateca, que vive con sus padres, y que no sabe cómo acercarse a una mujer que frecuenta “sus” salas. Lo suficiente como para entender que para él no existe casi nada más allá de esos pasillos; de hecho, la primera parte de la película construye -más allá de la ternura que pueda despertar ese universo en los espectadores- un clima opresivo y claustrofóbico.
El monótono equilibrio representado por pequeños rituales (probar una por una las butacas, grabar mensajes publicitarios que son más bien pedidos de auxilio) se rompe a partir de un punto de giro que se anuncia desde el comienzo: la Cinemateca, como dice algún personaje, “no es rentable”, y la falta de presupuesto, apoyo y espectadores deja a Jorge sin trabajo. Este hecho desestabilizador para el personaje también parte al medio la estructura y el tono de la película. El quiebre, subrayado por una potente secuencia musical hilvanada por Los caballos perdidos, de Leo Maslíah, obliga al personaje a un cambio radical que lo va acercando, de a poquito, a la vida. Y, junto con Jorge, la película encuentra en este segundo tramo su libertad y va dejando entrever, casi sin que lo notemos, la inmensa distancia que la separa del registro realista.
La fotografía en contrastado blanco y negro es el primer elemento distanciador en evidenciarse, pero también en esa dirección funciona el uso de la música. Lo que en un comienzo aparenta ser un simple acompañamiento incidental va construyendo relaciones de contrapunto y complemento con las imágenes, disparando nuevos sentidos, abriendo el camino hacia la subjetividad del personaje. La obra del compositor uruguayo Eduardo Fabini resulta una elección justa, pero además -porque Jorge podrá salir del cine, pero el cine nunca podrá salir de su vida- el film está plagada de una infinidad de citas y referencias que son, más que simples guiños al espectador, la banda de sonido de una vida en la que Jorge asumirá, de a poco, su papel de protagonista.
La vida útil es puro cine dentro del cine, pero literalmente: es un film que se ocupa de esa otra clase de amor cinéfilo que late bien lejos del brillo de las estrellas y de los festivales, en los recovecos de las cabinas y las salas. Un homenaje a un mundo en el que las discusiones no pasan sólo por lo que ocurre en pantalla sino por los proyectores, y en el que una platea con cinco espectadores puede valer tanto o más que una llena. Pero, como decíamos en un comienzo, en este homenaje no hay nada de elegía. La vida útil es, por el contrario, una apuesta a favor de la libertad.
Y en cuanto a nuestro querido Jorge, el derrumbe de ese mundo mágico que bien podría ser una cárcel le obligará a salir del encierro para descubrir que, sí, ¡hay vida más allá del cine! O, más bien, que una película también puede ser ni más ni menos que la mejor excusa para conquistar a una chica.