Sutil. Así podría ser definida Marina, la última producción del Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficos, bajo la dirección de Enrique "Kiki" Álvarez. Una especie de rara avis en el panorama cinematográfico habitual, cargado siempre de esa explosividad emotiva a flor de piel que nos caracteriza a los cubanos.
La película, cuya trama se desarrolla en la oriental ciudad de Gibara, versa sobre un tema central en nuestro cine: la emigración -en este caso dentro del territorio nacional-, entendida como abandono, como pérdida de una parte de la historia personal del emigrado que sólo comienza a recuperarse con el regreso a la tierra de origen.
Marina, una joven gibareña que vivió durante siete años en La Habana, decide retornar a su ciudad natal. A su llegada descubre que su padre ha muerto, su casa ya no le pertenece, ha cambiado la vida de las personas que conocía y ella misma es apenas recordada por una amiga. Sentada frente al mar, desorientada, conoce a Pablo y a su abuelo, el primero un joven pescador parco y brusco, y el segundo un señor enfermo, alcohólico y dicharachero, que la acogen en su casa. Comienza entonces un camino de reencuentros entre Marina y sus raíces, y el rescate de una identidad aparentemente olvidada.
Con un tono intimista y melancólico que se expresa a través del reposado tempo narrativo, la cinta es de esas que comunica más a través de las imágenes que de los diálogos y peripecias de los personajes. Las acciones se desarrollan sin grandilocuencias, sin estridencias, desde la sutileza y la naturalidad. Las pasiones, generalmente contenidas, se llevan por dentro y su expresión se traslada a los entornos mismos, a las constantes y sosegadas imágenes de la bahía, la costa, la casa humilde, el pueblo. Los protagonistas se integran, se pierden, en esa Ciudad Blanca convertida en un personaje más que contempla la realidad y la narra, en parte, gracias al buen trabajo fotográfico de Santiago Yanes, muy cuidadoso sobre todo en la composición de los planos.
A través del guión, inspirado en una imagen de la actriz Claudia Muñiz -a la postre protagonista y coguionista junto a Kiki Álvarez- frente al malecón de Gibara y de un montaje que subraya lo contemplativo y pictórico del filme, a cargo de Joanna Montero, Marina cuenta/exhibe una historia/imagen sobre cubanos comunes, con conflictos comunes, y es ahí donde radica su mayor belleza.
Otra de las grandes satisfacciones que nos trae esta película es la de ver cómo se ponen en práctica modalidades alternativas de producción fuera de la típica coproducción con otros países, que gracias al abaratamiento de las nuevas tecnologías audiovisuales y al desarrollo de nuevas formas de gestión y creación audiovisual, oxigenan el horizonte del cine en Cuba.
Y es que Marina, filmada en catorce días durante la penúltima edición del Festival de Internacional de Cine Pobre, contó con muy poco presupuesto para su financiación y debió ser realizada en condiciones atípicas. “A Gibara fueron 16 personas: 5 actores, 10 técnicos y el chofer de una guagua que era el transporte, la oficina de trabajo, el local de ensayo, el camerino y el salón de maquillaje (…) La premisa es que todos hiciéramos de todo y estar dispuestos a operar con mucha movilidad y pocos equipos como si estuviéramos filmando un documental, previendo, desde las decisiones artísticas, un estilo de producción”, ha declarado con anterioridad Kiki Álvarez.
La cinta cuenta además con la presencia en los otros roles protagónicos de Carlos Enrique Almirante, como Pablo, y Mario Limonta, en el personaje del abuelo. La música original es de la autoría de Bárbara Llanes y la dirección de producción de Javier González.
Marina, última producción del ICAIC promete, al menos, mostrar al público la misma Cuba de todos los días, con su gente y sus problemas, pero hacerlo desde una perspectiva diferente a la que nos tiene acostumbrado nuestro cine más tradicional. Solo por eso, ya es bienvenida. En cuanto a otros posibles méritos, el público y la crítica tendrán la última palabra.