Si tendría que dar una palabra justa para definir esta última obra de Marcela Said y de Jean De Certeau sería provocación. El Mocito es por sobre todas las cosas una película que provoca en los espectadores un sentimiento radical de rechazo o empatía con Jorgelino Vergara, el protagonista. No hay medias tintas y eso es fundamental en un documental: o le crees o no le crees el arrepentimiento de este señor que no sólo servía los cafecitos a los militares torturadores durante la dictadura de Pinochet. Es un gran trabajo en relación a la construcción de -como dice la sinopsis- un relato que va configurando el retrato sicológico de Jorgelino y podríamos decir que da cuenta de una identidad propia en la forma de hacer cine documental por parte de Said y de De Certeau si es que tomamos en cuenta I Love Pinochet y Opus Dei, sus anteriores trabajos. El Mocito se diferencia de estos por su factura más cinematográfica ya que apelando a la utilización de planos más largos, estilización fotográfica, mayores silencios y un diseño sonoro acorde con la propuesta que se nota desde el primer plano, conforman una obra audiovisual que me hizo recordar dos grandes obras del cine documental nacional: Un Hombre Aparte de Perut + Osnovikoff y Nostalgia de la luz, última película del gran cine documentalista Patricio Guzmán.
La capacidad que tiene Said –y de De Certeau a partir de Opus Dei- para hacer hablar y para ganarse la confianza de los “enemigos” de la historia nacional chilena, es sin duda una gran cualidad como realizadores. La secuencia donde Vergara visita al militar que lo lleva a trabajar a la casa de Manuel Contreras es genial y traspasa lo meramente audiovisual para extrapolarse a la dimensión de lo social, ya que nos dibuja en cuerpo entero lo que fueron los militares (y civiles) ejecutores del golpe militar y del asesinato y desaparición de compatriotas chilenos: culpables que quieren zafar a partir del olvido de la sociedad, pero que en ciertos torpes movimientos propios se delatan. Esto se demuestra cuando el militar le dice al Mocito: “igual, estamos hasta las manos Vergara”. De qué otra manera se imaginaba que iba a ser, señor ex militar. Esta secuencia es un logro al cual debe apelar –desde mi punto de vista- toda obra documental que se enfoque en la historia y la memoria de un país.
Ahora, es un logro utilizar como recurso para la construcción narrativa las entrevistas que le hacen los directores a Jorgelino en estado de ebriedad de este último. En las dos secuencias que aparece El Mocito en este estado, es cuando mayor sinceridad expresa y cuando más se nota la oscura mano castrense que lo formó. La búsqueda de la construcción del retrato sicológico no hubiese sido posible o hubiese sido logrado en forma incompleta (como la mayoría que buscan esto) sin introducir en el montaje final estas secuencias, por lo que es netamente un acierto artístico y un acto valiente de los directores frente a posibles anacrónicas críticas. En el mismo sentido, otro logro es cómo plasmaron la cultura popular chilena en las secuencias donde aparece la típica cantina de barrio y la ceremonia religiosa evangélica, ambas manifestaciones que se transformaron con el tiempo en instituciones socioculturales chilenas.
En fin, El Mocito sigue demostrando que el cine documental chileno tiene un muy alto nivel en términos artísticos y en términos de ahondar en la memoria frágil y el pasado oscuro del país y bueno, en término particulares, deja sentado que tanto Marcela Said como Jean de Certau comienzan a tener un lugar referente y una identidad propia dentro del cine documental de nuestro país.