Porfirio, el nombre ya de por sí es altisonante, si además le añadimos el apodo el aeropirata seguramente evocará entre los colombianos uno de los episodios más insólitos de la última década: el secuestro de un avión por parte de un minusválido que portaba dos granadas escondidas entre sus pañales. El hecho sucedió en septiembre de 2005 y tenía como objeto llamar la atención del expresidente Álvaro Uribe. A decir verdad, el bueno de Porfirio no solo se ganó la atención del mandatario, sino que también una condena a ocho años de arresto domiciliario. De las soluciones que reclamaba para su delicada situación médica no vio nada, a no ser el brillo de su ausencia.
La mezcla de ingenuidad y violencia del día de furia de Porfirio llamaron la atención del realizador colombiano Alejandro Landes (que por entonces trabajaba en su aclamado documental sobre Evo Morales, Cocalero). El cineasta decidió viajar a Florencia, en el departamento de Caquetá, para conocer al primer aeropirata minusválido de la Historia. Se iniciaba así un largo proceso que culminaría con el largometraje Porfirio, estrenado en la Quincena de Realizadores del último Festival de Cannes, y que ha suscitado un vivo interés de parte de la crítica especializada en cada uno de los múltiples festivales por los que ha pasado (Cannes, San Sebastián, Biarritz, Toronto, Amsterdam, Tesalónica, India, etc.).
Muchos son los méritos del primer filme de ficción de Landes, pero quizás el secreto de su éxito consiste en una apuesta arriesgada y atípica, a la altura del arriesgado y atípico Porfirio. Landes decidió huir del camino fácil y, a diferencia de lo que habría hecho un cineasta más convencional, optó por no centrar la historia de la película en el secuestro, sino que más bien en los días que anteceden a este hecho. Por otro lado, Landes consiguió que Porfirio se encarnara a sí mismo, y que el resto del elenco estuviera compuesto por los vecinos y uno de los hijos del protagonista.
El film se presenta como un retrato agudo, cercano y no exento de humor, de la cotidianidad de Porfirio. Landes rehúye todo dramatismo y moralismo fácil, pero no por ello deja de abordar a su personaje con una mirada comprensiva, que trasluce en forma muy sutil una denuncia acerca de la desesperada situación en la que se encuentra Porfirio, sin ayudas estatales para hacer frente a su minusvalía. Su trabajo “vendiendo minutos” de teléfono móvil en el porche de su casa; su aseo personal a cargo de su hijo; sus malabarismos para conseguir desplazarse de la cama a la silla de ruedas; su sexualidad, son presentados ante la cámara sin tapujos, sin escatimar en detalles —algunos crudos, ciertamente—, pero sin caer, tampoco, en el regocijo morboso.
La apuesta audiovisual es particularmente interesante. La cámara nos muestra, al inicio del filme —al igual que el póster promocional— dos cicatrices en la espalda de Porfirio. Son el recuerdo de las balas que le disparó la policía en un episodio confuso que dejó al campesino en silla de ruedas, a principios de los años noventa. A partir de esta imagen, hay una cierta complicidad entre la cámara, el montaje y el propio Porfirio. La larga duración de cada plano pone de manifiesto el lento discurrir del tiempo, que se vuelve opresivo, más aún para alguien cuyo cuerpo, condenado a la inmovilidad, se ha convertido en una cárcel. Landes utiliza en casi todo el film planos fijos, frontales, de composición simétrica, y pone la cámara más o menos a la misma altura de los ojos de Porfirio. Por ello, el cuerpo de los demás personajes aparece muchas veces cortado, sus cabezas, sus hombros quedan fuera del cuadro. Por otro lado, la utilización del formato cinemascope —más ancho que el habitual— contribuye a dar la sensación de un mundo que ha perdido su verticalidad, para sumirse en una horizontalidad estricta. Hay pocos planos subjetivos en el filme —es decir, casi no vemos las cosas a través de los ojos de Porfirio—, pero si se nos ofrece un acercamiento al mundo desde un ángulo y una posición similares a las de alguien que va en silla de ruedas.
Con todo, ciertos problemas en la estructura del guión pueden dificultar la comprensión de la historia, que depende demasiado del conocimiento previo que tenga el público acerca de la toma de rehenes que llevó a cabo el protagonista en 2005. El filme no anuncia ni explica el episodio, sólo lo aborda al final, quizás demasiado apresuradamente, lo que puede sumir en cierta confusión a un espectador que no sea colombiano.
Landes pasa del registro documental de Cocaleros, su primer filme, a la ficción mediante Porfirio; sin embargo, la utilización de un personaje que se interpreta a sí mismo y que reconstruye su propia vida es particularmente cercana al documental. La ambigüedad entre ambos registros confiere un carácter excepcional a este largometraje, que encierra un cuestionamiento profundo no ya a las fronteras entre documental y ficción, sino más bien de los límites de la representación cinematográfica.