A Eduardo del Llano, guionista (Alicia en el pueblo de maravillas, Madrigal…), y realizador (la polémica serie de cortos en torno a su criatura Nicanor) que ahora une ambas facetas en su primer mediometraje de ficción: Vinci (2011) —de reciente estreno en La Habana— le interesaba más que un acercamiento global a la cimera figura del Renacimiento, una visita a su etapa juvenil cuando, con apenas 24 años, aprendiz del maestro Verrochio, conoció una breve estancia en la cárcel acusado de sodomía.
Y todavía estrechando más el marco, en vez de un intento de biopic, el cineasta toma de pretexto la convivencia del muchacho —artista en ciernes— con dos malhechores en una sucia y estrecha celda, para reflexionar un tanto acerca del arte, la libertad, las relaciones humanas y varios temas que no por abordados, dejan de poseer aristas siempre novedosas. Y claro que, ubicado en tiempo (1 476, la primera y sombría etapa de ese período tenido por luminoso para el pensamiento y las artes) y espacio (Florencia) salta a la vez por encima de estos para llegar a aquí y ahora.
Los dibujos que plasma en la pared (un habilidoso Fabelo imitando al bisoño, pero ya avispado Leonardo), las conversaciones con sus compañeros de prisión y los intentos por, mientras sobrevive en tan duras condiciones, crear un mecanismo destinado a romper los barrotes para una posible fuga —no olvidemos que el artista sería también un matemático y científico respetables— dan médula a los 60 minutos de Vinci, filme que desde el minimalismo de su propuesta escénica propone una sugerente ars poética a la vez que un sondeo filo-ontológico que en circunstancias como las que envuelven a los protagonistas (encerrados, hambrientos, sucios, carentes…) asume peculiaridades bien singulares.
Si apartamos ciertos lugares comunes —uno de los presidiarios abocado a la lujuria y la violencia, la polarización a ratos esquemática de los puntos de vista manejados—, Del Llano ha conseguido interesantes contrapuntos entre los personajes, incluyendo ese carcelero ambiguo y sinuoso que magistralmente asume Fernando Hechavarría. Y lo que dice, callan y sugieren en torno a los temas abordados resulta casi siempre motivador y polémico.
En tanto la puesta, choca un tanto la impronta televisiva que en términos generales impera, lo cual no tiene exactamente que ver con la limitación espacial (baste evocar cintas de ambiente y temática semejantes como El beso de la mujer araña, de Héctor Babenco) y que empobrece un tanto la imagen general, algo que de cualquier manera eleva hasta donde es posible la lente sutil y escrutadora del maestro Pérez Ureta.
Pero si hay un rubro excepcional es la música del argentino Osvaldo Montes (El lado oscuro del corazón), la cual ha captado la majestuosidad y belleza de ese período en que se enmarca el relato —el Renacimiento— sin privarla sin embargo de ciertas adiciones contemporáneamente latinas; las inserciones de la "flauta dulce" en medio de un discurso de cuerdas que protagoniza el emblemático órgano, por ejemplo, ilustran a la perfección tal hallazgo; sin embargo, en los momentos finales, con el intento de escape, el excesivo protagonismo del discurso sonoro satura un tanto la atmósfera dramática.
Otro señalamiento iría a cierto gazapo en el lenguaje durante esas escenas que enmarcan el desenlace; mientras durante todo el relato se establece saludablemente una norma más o menos internacional del castellano, libre de arcaísmos pero también de modernizaciones y localismos, al final la entrada de formas pertenecientes al español antiguo genera cierta entropía en este ítem. La dirección de arte (Carlos Urdanivia), el maquillaje (Magaly Pompa) y el vestuario (Miriam Dueñas) clasifican también como categorías logradas desde su sencillez aparente.
Las actuaciones son muy notables —ya nos referíamos al secundario de Hechavarría—: Héctor Medina (Boleto al paraíso) logra un acertado contrapunto entre languidez y convicción, entre delicadeza y autenticidad ; entendió a la perfección el concepto directriz de que la ambigüedad sexual que la referencia anecdótica sugiere, no interfiriera para nada en las cuestiones mucho más generales e importantes que se debaten durante el tiempo fílmico —de más está decir que no se aclara nada a este respecto, ni falta que hacía.
Carlos Gonzalvo (El premio flaco) y Manuel Romero son dos caras de la marginalidad que sus intérpretes conducen matizadamente; instintivo y visceral el primero, más sensible y aprehensivo el segundo, se enfrentan a la irrupción —revolucionaria en sus vidas— del genio en ciernes que les conduce por senderos inéditos de su triste existencia.
Vinci resulta, entonces, limitaciones a un lado, un convincente acercamiento a temas y problemas que nos conciernen, y otro voto de confianza a la, sin dudas, fructífera carrera fílmica de Eduardo del Llano.