Detrás de la película costarricense Eulalia (1987), de Óscar Castillo, en apariencia poco más que una entretenida parodia de telenovela, se oculta tanto una crítica feroz de la sociedad patriarcal como una premonición del marco ideológico en el que se entenderían las relaciones de género 25 años más tarde. Eulalia fue la película más exitosa de la década y sigue siendo una de las más taquilleras del cine costarricense. Lo que la hace excepcional es su capacidad de situar el melodrama de la campesina ingenua que emigra a la ciudad en un contexto nuevo al mostrar el cambio cultural que estaba operándose en Costa Rica, cuando ya es evidente el eclipse de la cultura rural, el predominio del consumo masivo, junto a una identidad urbana consolidada y el final del estatismo liberacionista tras la crisis de 1980.
Es una Costa Rica en transición, entre un período y otro, que poco después cuestionará la identidad nacional e instituciones como el Estado benefactor, la equidad económica y el sistema político. La película no plantea estos temas de forma directa sino por medio de la construcción de la masculinidad, en un entramado simbólico, lo cual es uno de los principales aciertos del guión de Samuel Rovinski.
Eulalia, encarnada por Maureen Jiménez, “la muchacha más linda de San Rafel”, como se profetiza al nacer, abandona el pueblo para convertirse en empleada doméstica y escapar del cerco posesivo de su padre, obsesionado por el miedo a que “le peguen una panza”. Aquella profecía original es el leitmotiv del filme, como en los cuentos de hadas. La belleza de Eulalia se convertirá en su maldición.
Con matices, ninguno de sus hombres será distinto o verá en Eulalia otra cosa que no sea un objeto. Si bien esta circunstancia se aprovecha en favor del tono cómico, tampoco se nos escapa que Eulalia sufre algunos de los tipos de violencia de género que nos son intolerables en la actualidad. Su padre lo que busca es que no sea de nadie más y la envía a la ciudad para librarse de su propia culpa.
Pero no se trata del virtuoso representante del hasta entonces idílico campo, sino de un campesino que ahuyenta a los supuestos pretendientes de Eulalia con un machete en una mano y un rifle en la otra —símbolos de virilidad—. Es un macho que pelea su espacio contra los demás. La madre de Eulalia le dice en un momento: “Yo no sé qué te pasa a vos que te ponés como loco”. Y no podemos dejar de temer un acre tufo a incesto reprimido asomando entre cafetos, iglesias de pueblo y estampas costumbristas.
Al llegar a la ciudad, el patrono trata de sobrepasarse con ella y su novio la embaraza después de prometerle matrimonio. El primero, rechazado por la muchacha, la echa a la calle, y el segundo la abandona. Ambos, desde sus respectivas clases sociales, ven a Eulalia como una conquista más en la guerra de la testosterona y hubieran querido hacerla su amante.
Gustavo, el “jugado” novio de la sencilla sirvienta, un pachuco en la jerga ochentera, presenta una identidad clara que espeluzna a las clases medias: cadenas doradas, anteojos oscuros y chicle. Al olvidar su promesa matrimonial introduce en el cine nacional el tema del aborto. “¿Qué voy a hacer?”, pregunta ella más en tono de lamento que de esperanza. “¡Podés abortar!”, contesta el novio. Esto provoca en Eulalia un sonoro bofetón que estrella los anteojos oscuros de Gustavo contra el piso.
El personaje es un vividor con pinta de proxeneta, pero no es patético. El patrono y el futuro esposo sí lo son. Gustavo le brinda a Eulalia algo que no pueden darle los otros, que pertenecen a otra clase: aceptación. Es una ilusión falsa, aunque ungida por un sentido de pertenencia social. En la única escena feliz de la película: Gustavo la lleva a descubrir Ojo de Agua, el “Country Club de los pobres”, y se le rinde tributo a medio siglo de cultura popular de una forma memorable.
El patrono ostenta los trofeos del grupo que se enriqueció durante el periodo socialdemócrata. No le ha ido mal en la vida. Puede codearse con inversionistas extranjeros, ir a Miami, disponer de dos empleadas —no de la forma que quisiera—, un chofer y tres automóviles. Y es infiel, para aplauso de sus amigos y escándalo de las amigas de su mujer.
Pero hay un aspecto secretamente disfuncional en él: es un eyaculador precoz. La película insinúa la insatisfacción de su esposa y el acoso al que ha sometido a la prima de Eulalia, la otra empleada de la familia. "Un polvo de gallo" es la expresión más adecuada para él, como se ve en una de las escenas.
En una estricta lógica de telenovela, don Rafael Montero aparece —Deus Ex Machina— para casarse con Eulalia y salvarla de la ignominia. Pero no es ningún galán, sino un maduro viudo millonario que desea encerrarla en un castillo de pureza. Si su padre es un gamonal despiadado, don Rafael es un patriarca igualmente posesivo y viejo: “Nos vamos a encerrar para siempre”, le dice. “Nadie te va a perseguir ahora”.
La personificación de aquel orden inmutable, congelado en el tiempo, es la casa real de doña Adela de Jiménez, una de las figuras más extraordinarias de la primera mitad del siglo XX, donde se filmaron las escenas del compromiso y del matrimonio de Eulalia y don Rafael. Hasta la muerte del pintor Guillermo Jiménez Sáenz, nieto de doña Adela, la antigua mansión señorial se mantuvo intacta, como lo muestra la película.
Al igual que el patrón, don Rafael es impotente. Pero a diferencia de aquel no representa a la clase industrial, aún pujante, sino a la más añeja oligarquía, encerrada en su mundo e incapaz de adaptarse al cambio. La casona de doña Adela, irreconocible sin el decorado art nouveau y art decó que vemos en Eulalia, pervive aún cerca del Mercado Central de San José como parte de una casa de empeños. Podría ser un capítulo de Ceremonia de casta, de Samuel Rovinski, llevado a la realidad.
Si bien Eulalia despierta la libido de don Rafael, el patriarca muere al consumar su último acto sexual, símbolo de un grupo social condenado a la extinción, con valores inservibles para un mundo que no aprecia lo que era sagrado para él: el Arte —su casa-museo—, la mujer como objeto de adoración y la aristocracia como modo de vida.
Al terminar el funeral, su padre se acerca y le ofrece “generosamente” que la familia vaya a vivir con ella. Eulalia se permite recordarle que él no tuvo reparos en enviarla a vivir sola. “Yo ya puedo vivir sola y voy a vivir sola”, replica y adquiere conciencia de su autonomía.
Más tarde, Gustavo le reitera el ofrecimiento en un repentino ataque de paternidad. “El padre de mi hija se llama Rafael Montero. A usted no lo necesito para nada más”, es su rechazo. El "nada más" es explícito. Eulalia es un ser humano completo, emancipado, y no depende de los hombres ni siquiera para criar a sus hijos. ¿Qué requiere de Gustavo? La donación de semen es innecesaria. ¿Apellido? Ya lo tiene. ¿Solvencia económica? Le sobra. ¿Estabilidad? Gustavo le daría justo lo contrario.
“No quiero nada más de los hombres”, le confiesa a su prima Yami. “Me quieren de sirvienta, quieren mi cuerpo y ahora vendrán por el dinero que me dejó don Rafael”.
Empero, Eulalia no abandona su necesidad de creer y se debate entre la seguridad del pasado y la incertidumbre actual. Tres imágenes familiares encapsulan aquel tiempo perdido por el que se escapa un imaginario social.
Cuando era sirvienta, mantenía al lado de la cama una foto de sus padres y hermanas y añora la asfixiante vida rural. Durante su boda, vemos congelarse la foto oficial del matrimonio, y al terminar la película contempla anhelante a un matrimonio joven en el que la mujer se ve embarazada.
Eulalia es uno de los mejores testimonios del cambio cultural que vivió la Costa Rica de fin de siglo. La nostalgia por las ilusiones perdidas. El cambiante presente y el indeciso porvenir. ¿Quién es ahora, a los 25 años, aquel niño o niña criado en una sociedad tan distinta a la de 1987, nacido de una empleada doméstica y del último aristócrata de barrio Amón, enfrentado a preguntas más apremiantes que aquellas que se hizo su madre cuando se convirtió en una mujer libre e independiente?