La memoria, el recuerdo del pasado que se mantiene vivo o sigue detonando sentimientos o recordando heridas que nunca han cicatrizado del todo, han dado orígenes a algunos de los mejores documentales del cine chileno de las últimas décadas. Y en la premiada El edificio de los chilenos, ganadora del Fidocs 2010 y merecedora de diferentes reconocimientos internacionales, estos mecanismos vuelven a funcionar para presentarnos una historia donde hay un trasfondo social y político muy definidos, pero donde siempre prevalecen los sentimientos y la humanidad de quienes la vivieron. La realidad que muestra el documental se desarrolla en el presente, pero a partir del Proyecto Hogares, una iniciativa de vida comunitaria a través de la cual a fines de los años 70 alrededor de 60 niños chilenos fueron atendidos por una veintena de adultos llamados "padres sociales", mientras sus verdaderos progenitores –todos militantes del Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR) que tras ser perseguidos por el régimen de Pinochet y exiliarse en Europa- regresan clandestinamente a Chile para luchar contra la dictadura. Para evitar cualquier riesgo a sus hijos, optaron por dejarlos al cuidado de sus correligionarios.
Y por si quedaran dudas del riesgo que corrían los pequeños, basta con pensar en lo que le había pasado poco antes a la directora de esta película, Macarena Aguiló: siendo una niña fue tomada como rehén por la DINA –la policía secreta de Pinochet- para presionar a su padre y lograr su rendición, aunque paradójicamente éste sólo se enteró tiempo después, como recuerda con voz entrecortada y visiblemente emocionado al comienzo del documental. Luego de este dramático episodio, Macarena viajó a París a reencontrarse con su madre que había sido detenida y ahora se encontraba exiliada en Francia. En tierras galas se ubicaría el primer recinto donde se implementó el Proyecto Hogares, una elegante construcción rodeada de bucólicos prados a la que fueron llegando poco a poco los niños, y desde donde tiempo después emigrarían a Cuba, a una edificación en el municipio habanero de Alamar que se encontraba vacía pero que se convertiría en su nuevo hogar por largo tiempo y que sus vecinos denominarían hasta hoy como "el edificio de los chilenos".
Con claridad expositiva y un ritmo seguro y fluido, el documental que Aguiló codirigió con Susana Foxley se basa en testimonios de quienes vivieron desde un lado y otro este particular proyecto: los niños de esa época, ya adultos; quienes los cuidaron en Cuba, y los padres que decidieron dejarlos allá mientras luchaban por la causa del MIR. El material de archivo es rico y revelador como registro de las vidas de ese grupo de personas, y le da una dimensión aún más evocativa a la película; además hay un intento por mostrar los distintos ángulos de esta situación: para algunos de los jóvenes esos días de la niñez son un recuerdo mágico e imborrable por su sensación de libertad y comunidad, donde las anécdotas están a flor de piel, mientras que para otros se trató de momentos que marcaron su futuro y aún hasta hoy les provocan choques internos con la realidad que los rodea.
En ese sentido, es muy interesante cómo por un lado mientras algunos aseguran haberlo pasado "chancho", porque eran hijos únicos o siempre quisieron tener hermanos y abruptamente pasaron a tener muchos hermanos, otros dan a entender que asumían todo de manera demasiado normal, y tal vez "hicieron falta pataletas y rabietas", e incluso concluyen que a pesar de todo, "estábamos un poco abandonados". Y en padres e hijos se da el entendimiento y la aceptación sin cuestionar lo sucedido –o justificándolo ya sea por convicciones políticas y porque no quedaba otra alternativa, o porque así aprendieron a entenderlo-, o la mirada retrospectiva que no puede ser complaciente. En el documental se hace muy valioso el conocer las cartas que los padres se ingeniaban para enviar a sus hijos permanentemente a pesar de estar clandestinos; en ellas podría subyacer un mensaje político latente, al menos en lo que implica explicarles a sus hijos el porqué de la separación, pero lo más importante es la ternura y el cariño que traslucen, el potente y conmovedor lazo afectivo que esos textos desplegaban en circunstancias tan adversas. Cuando en un momento del documental se dice que los padres en Chile observaban a los niños de su entorno para imaginar cómo serían los suyos, es imposible no imaginar el dolor que deben haber sentido por dentro, así como lo que debe haber significado para los niños cada vez que se anunciaba que uno de los padres había muerto ("pasaron cuántos años y mis pelos se paran", comenta una de las madres del Proyecto Hogares, explicando que en esas situaciones se daba a entender al niño del fallecido que éste había sido "el héroe del momento, de ese día").
Es ahí donde está uno de los aciertos de El edificio de los chilenos: podría haberse conformado con mostrar sólo los recuerdos nostálgicos de ese proyecto en el que había mucho de utopía, pero también se anima a dar cuenta de cómo estos sueños chocaron con la realidad, cuando poco a poco dejó de ser una experiencia colectiva. No sólo el Proyecto Hogares no logró consolidarse, sino además las relaciones familiares se vieron inevitablemente afectadas por la distancia o las circunstancias de la vida clandestina. Las rupturas y separaciones son abordadas con pudor y respeto, pero no se elude el tema, y algunos de los momentos más significativos de este proceso son ilustradas por los diseños animados de Gerardo, uno de los jóvenes criados en Cuba.
En verdad el innegable potencial emotivo de la película está muy adecuadamente desarrollado. Sin estridencias ni golpes bajos, logra retratar una realidad que puede parecer lejana, pero cuyos ecos se mantienen hasta hoy incluso aunque quienes la vivieron pretendan continuar sus vidas considerándola como algo superado. Esto logra traslucirse en diversos momentos, tanto implícitamente a través de algunos silencios o miradas cuando los entrevistados dan su testimonio, como de manera más directa cuando algunos derechamente reconocen por ejemplo que el regreso de quienes se criaron fuera ha sido duro, e incluso que nunca han logrado integrarse del todo, como alguien que revela que mantiene cierta distancia porque le duele que a sus hermanos les entreguen actualmente lo que a ellos no le dieron. Y ese vacío se da tanto entre los hijos que crecieron fuera como en los padres que permanecieron en Chile y no han podido aún asumir del todo los efectos de la decisión tomada, como asertivamente comenta en un momento la hermana de la directora/protagonista, al decir "no sé si es gente que afectivamente esté preparada para hablar".
Lo que sí podría provocar más de un reparo o tal vez genere cierto ruido en algunos espectadores es la figuración de Macarena Aguiló dentro de su propia película, un recurso que siempre es susceptible de despertar suspicacias en el género, como se ha visto en la última década desde trabajos estadounidenses como Tarnation de Jonathan Caouette o ejemplos locales como Hija, de María Paz González (también ganadora del Fidocs 2011). En el caso de El edificio de los chilenos, es entendible la opción de la directora como un recurso para individualizar y hacer más cercana una realidad colectiva, aunque también es verdad que ésta pudo ser contada con el mismo grado de verdad y cercanía sólo a través de los testimonios escogidos entre padres e hijos; si finalmente Aguiló resolvió ser una suerte de guía y conductora que inquiere e indaga en el pasado y cómo éste repercute en el presente a partir de la situación que ella y otros niños vivieron, uno debería entender que lo hizo porque pensó que esto sería un aporte al documental, o la mejor forma de desarrollarlo.
Si su decisión fue totalmente acertada o no, eso queda libre a la interpretación de cada espectador, tal como ocurría con Hija, donde este recurso claramente era fundamental para el resultado final. Acá la presencia de la realizadora es menos permanente que en ese caso, pero de todos modos recurrente y por momentos más protagonista que en otros ejemplos, incluso desde el comienzo, cuando imágenes nerviosas nos la muestran a través de las imágenes de un televisor, en una entrevista para un noticiero donde recuerda el secuestro que sufrió cuando niña. Luego recibe una llamada telefónica, y escuchamos que responde "sí, me vi"; la veremos y escucharemos en distintos momentos, ya sea cuando recurre a sus recuerdos para contextualizar los acontecimientos, o interactuando con quienes le entregan sus testimonios o hasta aportando elementos que desencadenen alguna reacción en ellos, como cuando le regala a su madre la transcripción de las cartas que le mandara desde Chile en esos años, para días después preguntarle qué sensaciones tuvo al volver a leerlas después de tanto tiempo. Así nos enteramos, por ejemplo, de que a raíz de sus recuerdos de un hogar de menores en el que estuvo tras haber estado desaparecida, hasta hoy no soporta la luz ni la temperatura de Santiago en otoño; pero también la vemos tratando de consolar a alguien que le da su testimonio y no puede reprimir la emoción, momento en el que luego de que él sale de cámara, las directoras optan por seguir grabando por algunos segundos e incluso se ve a Aguiló mientras una lágrima amenaza con resbalar por su mejilla. Luego, al recordar cuando volvió a Chile una vez caída la dictadura, la cámara recorre unas fotos en un espejo, y mientras la escuchamos hablar, se termina con ella reflejada en éste.
Son opciones totalmente válidas, que tal vez no convencerán a todos por igual. Pero de todos modos no puede negarse el grado de emoción a flor de piel que ronda permanentemente el documental, realzado por la música sobria, sensible y sencilla de Elizabeth Morris. Porque aunque muchos recuerdos están teñidos de ternura y reflejan la libertad que gozaban la mayoría de los niños que vivieron el Proyecto Hogares, el balance final es agridulce y algo triste, aunque también denota el entendimiento de lo irreversible y cómo la memoria nunca deja de mantenerlo vivo.