Obsesión es el extraño título que decidieron ponerle a la ópera prima del director británico Matthew Parkhill, protagonizada por Gael García Bernal y Natalia Verbeke. No es una mala traducción de Dot the i, el título original en inglés. Es en todo caso una exageración, o para decirlo con más gracia, una generalización que la cinta no se toma el trabajo de hacer. ¿Puede un título completar o enriquecer la tesis de una película?
Casi todo el arte —excluyendo algunas variantes rebuscadas que cada cierto tiempo se ejecutan— está basado exclusivamente en una doble circunstancia: una historia que se nos cuenta y otra que se nos sugiere. La primera tiene colores y formas. Tiene contornos definidos y está destinada a ser vista con los ojos. La segunda es abstracta e inasible. Compleja, evasiva, llega a nosotros por caminos más tortuosos. Sin embargo, ambas historias son imprescindibles. Una vive de la otra, y casi siempre que se altera esta relación vital el arte se convierte, en el mejor de los casos, en pedantería.
En Obsesión ocurre algo sorprendente, y es que esta película nos cuenta también su segunda historia, la sugerida. Claro que otra historia se sugiere, y con esta acrobacia se nos ofrece un relato fascinante. Por eso no tiene caso hablar demasiado de la película. Sería imprudente andar exponiendo sus intimidades a quienes no la hayan visto. Es menos indiscreto hablar de su título.
Se trata de una historia de amor. Así comienza: en su despedida de soltera, una muchacha debe besar a un desconocido. Se trata de una inocente tradición francesa, un juego simbólico destinado a despedir los pequeños placeres que se pierden con el matrimonio. Pero el beso que se dan los desconocidos es demasiado apasionado, demasiado serio y se transforma en romance. He aquí la primera historia, la que se ve, la superficial, solo alterada por algunas señales que hacen sospechar de su sencillez y anuncian otra historia más confusa y retorcida. De pronto, la película comienza a enrarecerse, los personajes se vuelven oscuros y sórdidos. Ha emergido la segunda historia, la que vendría a ser la “sugerida”, y la historia de amor, la contada, se ha eclipsado.
En este momento de la película uno sospecha de qué va su título exagerado: obsesión de ver, en una sencilla historia, la nariz de un iceberg que esconde un cuerpo malsano bajo la superficie.
Si es así, ¿por qué la película califica de obsesión el hecho de tratar de encontrar en las cosas sentidos sumergidos, cuando cualquiera que esté un poco enterado del comportamiento de las cosas sabe que ellas suelen ser complejas, equívocas, veleidosas, que muestran de ellas solo una parte, que tienen profundidad y dobles sentidos, condiciones estas que animan al filósofo a querer tratar con ellas? ¿O es que hay dos formas de tratarlas, una filosófica, que intenta buscar su sentido verdadero, y otra impostora, que trata de hallarles deliberadamente sentidos que no tienen?
Tal vez Obsesión trata de sugerir esto: interrogadas por el filósofo, las cosas hablan de sí, sacan a la luz lo que esconden, aclaran lo incomprensible; interrogadas por el embustero, las cosas mienten, confunden, dan explicaciones engañosas y sacrifican la verdad. Quizás la obsesión consista en obligar a las cosas a decir lo que no son.
Esta película parece querer ponernos frente a nosotros mismos a decidir, ni más ni menos, entre dos historias, una diáfana y otra torcida. Enfrentadas, ambas lucirán como contrincantes apocalípticos de una batalla entre la verdad y la mentira, lo puro y lo impuro, lo bueno y lo malo. Entre tanto, uno nota que se ha quedado solo y que tiene que tomar partido. El que tituló la película, inevitablemente lo tomó.