Uno de los estrenos valiosos de 2009 fue Ilusiones ópticas. El largometraje debut del valdiviano Cristián Jiménez, que combinó paisajes humanos diversos en la ciudad fluvial, lució dones indagatorios y fino sentido del humor, además de un tono general que amarraba el conjunto con singular aplomo. Algo de eso hay en Bonsái, la nueva cinta de Jiménez. Aunque a otra escala, en otra lógica y con otros resultados.
Imponiendo de la partida una distancia irónica y delicada, esta adaptación del libro homónimo de Alejandro Zambra informa, a poco andar, acerca de la historia y el destino de Julio (Diego Noguera) y Emilia (Natalia Galgani). Ambos estudian literatura en la Universidad Austral y, entre fiestas y jornadas de estudio, nace entre ambos una relación. También una suerte de formación literaria que va a la par de la educación sentimental.
El relato se pasea, a todo lo largo, entre este período estudiantil y lo que vino ocho años más tarde: Julio vive solo en un departamento santiaguino, trabaja en una librería, le enseña latín a una colegiala acomodada y hace creer a una vecina “con ventaja” que un conocido escritor le ha pagado por transcribir su última novela, lo que da pie a la elaboración de otra historia, la suya. Suya, porque la experimentó y/o la imaginó, cuestiones por lo demás estrechamente emparentadas.
Julio falsea o reelabora lo que ve y lo que vive, y lo hace validado por las pautas ficcionales en que se ha formado y que asoman a partir de su hábito de leer para sí, para otros o gracias a otros. Todo ello, sin mover un músculo de la cara, cual descendiente de Buster Keaton. Para cuando la ocasión del reencuentro con Emilia se haga carne, habrá que ver si estos instrumentos lo salvan.
Bonsái, entre otras cosas, trata de las verdades que pueden encontrarse al fondo de las mentiras. También de una cierta imaginación romántica en voz baja, así como de las rutinas, los ritos y las huellas de la experiencia (la marca dejada por un libro de Proust en el pecho del protagonista va dando la pauta). De ahí que en su ensamblaje y sentido de continuidad resulte tan vital la atención dedicada a las transiciones espaciales y temporales, así como a los detalles corporales y topográficos, para no mencionar los acercamientos a la textura del papel impreso.
El camino al mundo interior de los personajes, sin embargo, se hace más pedregoso. Se los advierte frágiles, perplejos, dueños de un cansancio existencial ante el cual ofrecen respuestas que rayan en el cinismo o la indiferencia. Y cuando esta lógica pasa a gobernar al relato, ni la originalidad de la propuesta ni la consistencia del tono evitan la pérdida de espesor argumental o la esquematización del relato.
Ni el protagónico ni el resto necesitan ser épicos o llenarse de motivaciones, faltaba más. Y el encanto de Bonsái, que lo tiene, reside parcialmente en plantearse en tono menor, en susurrar desde la intimidad. Pero es dable preguntar si no terminan imponiéndose ciertas rigideces que van más allá del fetichismo libresco. Que permean el desgano de sus personajes, en particular el de Noguera, llevando al componente emocional a extraviarse en beneficio de pequeñas victorias formales.