Un cine chileno que se desentienda de lo que somos y de lo que tenemos, apuntaba hace más de 30 años un crítico local, tiene poco presente y ningún futuro. O esa era la idea. Por entonces, se hacían muy pocas películas y hoy se hacen muchas. Pero el precepto sigue en pie, precisamente porque con tanta producción sobra el material para poner a prueba.
Y podría decirse de las ficciones (3.34, El año del tigre) y no ficciones (Mauchos, Tres semanas después) en torno al último terremoto, que cada una responde al menos parcialmente a la idea anterior. Muy distintas entre sí, han observado, digerido y elaborado en torno a un momento concreto y a espacios físicos definidos. Varían narrativas y dramaturgias –también el registro actoral y el contrato con el espectador-, pero el asedio a personas y personajes se palpa en todas. Incluso cuando estos últimos no son más que mundos sosegados, enterrados bajo el adobe o el concreto.
El año del tigre, dirigida por Sebastián Lelio, da un nuevo paso en este recorrido. Lo hace con convicción, actitud, envidiable soltura y eficaz timing histórico. No necesariamente un paso hacia adelante (puede ser para un lado, o para el otro, no es eso lo relevante en este caso). Más bien uno que cumple con el propósito explicitado por la propia cinta al inicio: ofrecer una transformación en la pantalla. También domar fracturas y grietas en la geografía física y en el paisaje humano.
Esta película “de emergencia”, como la llama uno de sus productores, se rodó poco después del 27/F en locaciones arrasadas de la VII Región, como Duao, Iloca y Curepto. Basada en historias reales, cuenta la de un preso, Manuel (Luis Dubó), que una vez remecida la tierra deja atrás el encierro. Tiene esposa y una hija y las va a buscar. Pero al borde del mar ve su casa en el suelo. De su familia, apenas hay un par de rastros poco alentadores: el tsunami probablemente se las llevó. Cerca del lugar, asoman los restos de un circo, entre ellos la jaula de un tigre al que deja en libertad. Camino a cualquier parte en medio de los escombros, el protagonista se topa con un inquilino saltón y un poco dado al delirio religioso (Sergio Hernández) que lo recrimina por andar comiéndose los choclos para los chanchos. Si quiere comer, que le dé una mano para reconstruir el fundo arrasado donde trabaja. Y llevado por la circunstancia, le contará algunas mentiras al inquilino con quien tomará litros de enguindado. Y este, a su vez se convertirá en la figura paternal autoritaria que se acomoda a las fijaciones temáticas del director.
Más allá de que el cartelerío callejero la promocione con preguntas metafísicas (“¿Cuál es tu cárcel?”), El año del tigre se juega la vida en un nivel previo al de las reflexiones. En una inmediatez y transparencia que enriela sus no pocas ambiciones. Esta vez hay cachamales a la irracionalidad y represión religiosas, aparte de desdén por la figura paterna, pero la película no instala un diván como Navidad, el anterior largo de Lelio. Los medios para expresar la inocencia y la redención son certeros. Los parlamentos, que son pocos, no ilustran tesis alguna y valen tanto como los silencios.
El personaje de Luis Dubó acaba la película rizando un rizo. Sus gestos o miradas podrían recordar los de campesino, pescador, traficante y demás roles que se la han visto, en cine y TV. Pero ahora es Manuel, especie de ángel exterminador en un mundo desolado. Un tipo de contornos feroces que realmente no habíamos visto.