Román Chalbaud, es un indispensable nombre en la filmografía venezolana y en la historia del nuevo cine latinoamericano. Un realizador que ha transcendido incluso las fronteras de la región y las incongruencias entre el cine comprometido y las preocupaciones de taquilla. Un hombre que vuelve y vuelve a La Habana, aunque nunca ha encontrado a su amada corista.
Un joven poeta y escritor venezolano, enamorado de una corista cubana de una compañía de zarzuelas protagonizadas por Rosa Fornés, decide emplear el dinero ganado en un premio de dramaturgia para viajar a Cuba tras su amor no confesado y… Esta pudiera ser la sinopsis de una película, pero es el inicio de la relación afectiva entre La Habana y el dramaturgo y director de teatro, cine y televisión Román Chalbaud, un indispensable nombre en la filmografía venezolana y en la historia del nuevo cine latinoamericano. Un realizador que ha transcendido incluso las fronteras de la región y las incongruencias entre el cine comprometido y las preocupaciones de taquilla. Un hombre que vuelve y vuelve a La Habana, aunque nunca ha encontrado a su amada corista.
"Luego de aquel romántico viaje", cuenta Chalbaud, "regresé en los primeros años de la Revolución con Adolfo Marsillach a un Festival de Teatro, donde tuve el placer de presenciar el estreno de una gran obra de la dramaturgia cubana, La noche de los asesinos, de José Triana, y junto a Alejo Carpentier estuve en el ensayo general de una puesta de El círculo de tiza caucasiano, de Bertolt Brecht".
"Luego he vuelto varias veces a la Escuela Internacional de Cine de San Antonio de los Baños y como jurado a los Festivales de Cine de 1986, 1995 y a este de 2003".
¿Se considera usted más un teatrista cineasta que un cineasta teatral?
Es como la esposa y la amante, las dos son muy importantes.
¿A quién traiciona usted entonces?
Es curioso, pero lo primero que yo hice fue cine, porque en el año 50 hubo un movimiento en Venezuela para hacer películas e invitaron al director mexicano Víctor Uruchúa. Logré que me nombrara su asistente de dirección y con él aprendí el "abc" del cine, haciéndolo en un país donde no existía.
Luego, en 1953 estrené Muros horizontales, que fue mi primera obra de teatro. Una obra corta, juvenil y poética sobre la gente que abandona la tierra tras el petróleo. Más tarde llegó la televisión, y a los que habíamos hecho cine nos llamaron para hacerla.
¿Entonces es usted un cineasta que primero engañó al cine con el teatro y luego con la televisión?
Sí, y ese último es el peor de los engaños. Un trabajo alimenticio y necesario, porque es muy difícil vivir del teatro o del cine. Incluso para alguien como yo, que me ha ido muy bien comercialmente con la mayoría de las 17 películas que he hecho.
Esto me permitió protestar y renunciar en 1981 a un sueldo en una televisión que cada día va empeorando y en la que ahora solo acepto participar en proyectos que me parecen interesantes.
¿Y pudiéramos también decir que ese cine suyo tan arraigado a la realidad que ha logrado venderse bien en las taquillas es un proceso de fusión de medios comunicativos?
Sí, y el proceso fue el siguiente:
La primera película que yo vi, cuando tenía 6 o 7 años, fue Tiempos modernos. Me maravilló y ahora maravillosamente la volveré a ver restaurada en este XXV Festival.
Así me hice asiduo al cine de Mérida, mi pueblo natal. Luego vi Roma, cuidad abierta, de Rossellini, y Los olvidados, de Luis Buñuel, dos películas que me marcaron enormemente, porque cambiaron mi concepción sobre este arte. Comprendí que el cine no solo servía para escapar de la realidad, sino para enfrentarla. También cambió mucho mi conciencia social y mi visión de esa realidad en la medida que fui conociendo la vida de la gente de los cerros y más tarde la vida en la cárcel bajo una dictadura.
Desde Caín adolescente (llevada al cine en 1959) mis obras de teatro, de las cuales parte la mayoría de mi cine, siempre fueron muy sociales y poéticas. Pero cuando iniciamos en los años 70 eso que se llamó el nuevo cine venezolano nos encontramos con la obligación de hacer películas muy correctas en la medida de nuestras posibilidades y que fueran compresibles por todos los públicos.
Entonces para llevar mi teatro a la pantalla llamé a José Ignacio Cabrujas, un dramaturgo muy importante. Juntos decidimos que al adaptar de un lenguaje al otro era mejor desechar la pieza teatral en sí. Partimos solo de la sinopsis y escribimos un guión cinematográfico de una manera muy realista, al que un crítico español ha llamado "realismo sucio". Y aunque yo no sé si hay realismo limpio, tuvimos mucho éxito.
Luego llegó un momento en que yo quise volar y meter la poesía de mi teatro y la secreta (no publicada) en el cine. Comencé con la Oveja negra (1987) —una película que algunos consideran mejor que el Pez que fuma (1977)—, donde sostuve el tema de los marginados, pero con un aliento que no tiene por ejemplo La quema de Judas. Más tarde quise volar bastante e hice Pandemónium, la capital del infierno (1997) y Me acosté con mis dos amantes a la vez, un total melange a trois entre el teatro, el cine y yo.
¿Y qué pasó después de ese Pandemónium...?
Paradójicamente, el éxito del año 86 (entre las 10 películas más taquilleras en Venezuela, siete fueron de producción nacional), constituyó un suceso terrible para nosotros, porque los distribuidores y exhibidores nos quitaron el 6,6 % que habían firmado entregar de la taquilla y nos quedamos sin presupuesto. Desgraciadamente, a medida que yo he madurado y he aprendido a hacer cine, me ha sido más difícil realizarlo.
¿Se considera usted una víctima de la actual crisis económica y del cine?
Claro, estos han sido mis mejores tiempos como artista maduro. Yo debería estar filmando una película cada dos años, porque además tengo los guiones y los proyectos. Pero cuando conoces historias de grandes como Akira Kurozawa y las dificultades que enfrentó para hacer cine, uno se convierte en luchador además de cineasta, para conseguir esos presupuestos tan necesarios para defender nuestras cinematografías.
¿Están esos nuevos proyectos vinculados con la realidad que vive ahora mismo su país?
Uno de los guiones que tengo es sobre Martín Espinosa, un personaje que traicionó a la revolución de Ezequiel Zamora. Es un acontecimiento histórico que nos permite conocernos como nación y entender nuestras verdades y por qué somos así.