Hay algo perturbador, inquietante, ya en el primer comienzo de Japón, la ópera prima del mexicano Carlos Reygadas, que se llevó la Cámara de Oro en Cannes 2002 y todo un rosario de premios en el circuito de festivales internacionales, incluyendo el de mejor actor para su protagonista, Alejandro Ferretis (que no es actor profesional), en el Festival de Cine Independiente de Buenos Aires. La ciudad de México y la civilización toda van quedando atrás, pero la cámara, en planos fijos, mira siempre obsesivamente hacia delante, como si hubiera sido impelida a un viaje a otro mundo, sin retorno posible. De pronto, la película y el espectador se encuentran en plena montaña, junto a un hombre que parece su propia sombra, tan delgado y tan oscuro en sus intenciones. “¿Qué va a hacer por allí, si no hay nada?”, le preguntan cuando lo ven dirigirse —renqueando, como si arrastrara todo el peso de su existencia— a un pueblo recóndito, que quizá ni figure en los mapas. Y el hombre responde, grave, decidido, pero sin énfasis: “Voy a matarme”.
Autogestionada con escasos medios, al margen de los aparatos estatales y privados de producción, con un elenco hecho apenas de un viejo amigo (Ferretis) y los pobladores de una región olvidada, Japón es desde su título mismo —que parece evocar el suicidio ritual de un ronin, un guerrero errante y solitario en una tierra lejana— un filme extraño, fuera de norma, tan lejos de la espectacularidad de Amores perros y del paisajismo for export de Y tu mamá también como de los sórdidos melodramas claustrofóbicos de Arturo Ripstein, por citar apenas los ejemplos más difundidos del cine mexicano, con los que no comparte nada.
En este sentido, el filme de Reygadas parece estar reinventándose constantemente a sí mismo, tan solo con Andrei Tarkovski como guía e inspiración. Hay una suerte de intención mística en Japón, que es quizá lo menos interesante de la película, pero al mismo tiempo esa vaga pretensión espiritual, acentuada por la música de Bach, Shostakovich y Arvo Pärt, se hace cargo también de lo más bajo, de lo más primitivo y allí radica la tremenda fuerza de una obra que parece concebida como un choque de opuestos.
Se diría que en esa colisión constante entre vida y muerte, civilización y barbarie, niños y viejos, hombres y animales y hasta entre el sol y la bruma se produce la verdadera tensión dramática del filme. Esas fuerzas antagónicas también tienen su correlato en las formas geométricas que despliega Reygadas, con la colaboración inestimable del director de fotografía argentino Diego Martínez Vignatti. Utilizando un soporte y un formato de combinación absolutamente inusuales, el 16 mm CinemaScope, todo en Japón tiene una magnificencia horizontal, una esplendor rectangular que se enfrenta con el vértigo —de naturaleza vertical— que producen no solo los abismos de esas montañas, sino también la decisión abisal del protagonista.
¿Hay lo que habitualmente se llama “una historia” en Japón? Apenas esquicios, apuntes, fragmentos, en todo caso. Entre ellos, la relación del protagonista con Ascensión, una vieja que parece tener la edad del Tiempo y que con su sola presencia, como si fuera un monolito, consigue introducir la duda en ese hombre acerca de su decisión final (la escena de sexo entre ambos es una de las más insólitas del cine reciente).
Ascensión, a su vez, siente amenazada su vivienda por un sobrino codicioso y por los habitantes del pueblo, que parecen los herederos de ese pozo sin fondo que Luis Buñuel encontró en la aldea de Las Hurdes, en Tierra sin pan (1932). Pero Reygadas no es —siguiendo la dicotomía establecida por Eric Rohmer y Pier Paolo Pasolini— un cineasta de prosa, sino de poesía. Lo que en otros filmes sería un acontecimiento central, en Japón es apenas una anécdota. Lo suyo es el lirismo, la sensualidad de los elementos, la necesidad de aprehender el mundo, con esas tomas panorámicas de 360 grados, que dan cuenta de la belleza pero también del caos, como en el impresionante final, un único, prolongado, demencial plano-secuencia que parece prefigurar el Apocalipsis.