El plano general del comienzo, en el que se ve un edificio con dos personas sentadas en la calle en plena noche, y el que cierra el filme, donde el extraordinario protagonista de El lugar del hijo, Manuel Nieto Zas, se escapa del encuadre mientras va de un lado al otro en su Honda Corvex al lado de un río con una fábrica abandonada de fondo, indican dos cosas: conocimiento del espacio (cinematográfico) y del lugar que ocupan los personajes. El espacio simbólico es primero Montevideo y luego Salto; el personaje es Ariel Cruz, un joven militante con algunos problemas neurológicos que sin embargo no le impiden interactuar con el mundo que lo rodea y pensarlo.
El relato empieza en una universidad tomada en la capital de Uruguay. La debacle del 2001 no fue sólo argentina; los uruguayos también pasaron por su crisis, aunque sin el delirio hiperbólico de tener cinco presidentes en menos de una semana. Como sea, la situación es de crisis: universidades tomadas y fábricas paradas. En ese contexto dramático, Ariel tendrá que lidiar con otro drama, pero de naturaleza privada: la muerte del padre, a quien no veremos pero estará presente, pues Manuel Nieto Zas lo impone a través de un notable uso del fuera de campo: sus deudores, sus amigos, sus vecinos, su perro y sus propiedades lo convierten en una presencia fantasmática.
El lugar del hijo del título es aquí conquistar y habitar el lugar del padre, pero en los propios términos del protagonista. Ariel no sólo tiene que administrar una herencia trabajosa, no exenta de embargos y deudores malhumorados y ventajistas: un escribano y los peones de un campo intentarán sacar su provecho, pero no es ésa la preocupación del personaje, ni el punto de vista elegido por Nieto. La labor de Ariel es trabajar, como lo viene haciendo desde siempre, con su herencia genética: prender un cigarrillo o caminar constituyen casi una proeza. En ese sentido, su militancia no sólo es política sino también física.
Después de La perrera, Nieto Zas ha dado un paso mayor: la consistencia del relato, el trabajo sobre el sonido y la elegancia de sus planos son ostensibles. En sus decisiones formales y en la presencia de su inolvidable protagonista se sostiene la película, que por momentos es también un retrato tragicómico de la juventud militante y de la pauperización del movimiento obrero, lo que contrasta con la fuerza de los hombres de campo y del propio protagonista, capaz incluso de someterse a una huelga de hambre por el bien de los operarios de un frigorífico. El misterio del filme reside en la conducta de Ariel: con su propio ritmo destituye el espíritu pusilánime que lo rodea, insiste, vive y huye del desánimo general.