Con Ana y los otros (2003), Una semana solos (2008) y el documental Escuela Normal (2012), Celina Murga ya había demostrado su sensibilidad, su capacidad para observar y retratar a los adolescentes (también a los "pre" y a los "post"), pero nunca había posado su mirada tan fuertemente sobre el universo masculino, en especial sobre la relación padre-hijo, sobre los mandatos paternos en una sociedad machista, conservadora y bastante hipócrita como en La tercera orilla, ambientada en una ciudad de su Entre Ríos natal como Concepción del Uruguay.
La película -coescrita a cuatro manos con Gabriel Medina (director de Los paranoicos y La araña vampiro)- está narrada desde el punto de vista de Nicolás (convincente debut de Alián Devetiac), un muchacho de 17 años cuyo padre -un influyente médico del lugar- lleva desde “siempre” una doble vida. En efecto, el muchacho forma parte, con sus hermanos menores, del sector no reconocido socialmente (su madre sería la “amante”, mientras paralelamente está la esposa con su familia “oficial”), pero su papá ha decidido que él sea su sucesor tanto en los negocios (que administre su campo) como en su profesión (que estudie medicina y supervise la clínica).
Nicolás casi no habla, pero en cada uno de sus gestos, en su mirada, en sus decisiones (cómo lo evita en varias ocasiones) se va percibiendo con absoluta precisión la forma en que van creciendo el miedo, el resentimiento, la bronca, la humillación, el odio, la violencia contenida hacia un hombre que decide absolutamente todo y para todos (desde el reparto del dinero hasta la compra de un nuevo televisor para la casa “sustituta”).
Lo mejor de La tercera orilla, una pequeña película de gran solidez y múltiples connotaciones, es que no ubica a Nicolás en el esteretotipo de víctima torturada (si bien hay algo de eso) ni a su padre Jorge (notable trabajo de Daniel Veronese) como un dictador, un tirano, un abusador compulsivo o un monstruo. Lo que el filme expone con suma claridad y sin juzgar a los personajes es cómo esas relaciones de poder están naturalizadas y aceptadas (muchas veces con dolor y resignación) por un entramado social que precede por mucho y marca desde siempre a las dinámicas familiares.
Si bien se trata de la película más narrativamente clásica de Murga, en la que más se construye la tensión y el suspenso (¿qué hará finalmente Nicolás ante la presión y los condicionamientos?), La tercera orilla es un filme donde la sutileza, el cuidado por el detalle y la construcción de climas (extraordinario trabajo de cámara y fotografía de Diego Poleri con Tierras malas/Badlands, de Terrence Malick, como inspiración, edición y sonido) adquieren muchas veces más importancia que la resolución de cada uno de los conflictos que se plantean (un ejemplo: la escena del karaoke).
Tengo mis reparos respecto de la eficacia de cómo se cierra la historia en sus dos últimas secuencias, pero no es cuestión de “spoilear” un filme que tiene múltiples hallazgos. Más allá de cualquier cuestionamiento que pueda hacérsele, se trata de una película que consagra de forma definitiva a una directora que sigue creciendo en cuanto a virtuosismo formal, inteligencia para sumergirse en las contradicciones juveniles y profundidad psicológica. Bienvenida sea, entonces, esa constante evolución.