Campanella nos vuelve a demostrar su inestimable capacidad para retratar la vida, con ironía y afecto en la misma proporción, y para convertir cualquier historia en una compleja y rica fábula sobre las debilidades humanas, el paso del tiempo y el peso de su entorno. Se hace de nuevo evidente su sensibilidad a la hora de conocer los límites y mecanismos de la comedia y el drama, de combinarlos y mantenerlos en un sano equilibrio. Su cine de personajes —con sus significativas situaciones y sus brillantes diálogos— parte de la sencillez y la humildad para articular un trabajo sin pretensiones, muy bien apuntalado, que llega al —y surge del— corazón.
Una historia aparentemente modesta, pero que alcanza grandes dimensiones por su elaborada disposición, atenta al detalle, y por la estupenda recreación de los diferentes personajes por parte de un elenco, no solo fabuloso en su conjunto, sino homogéneo en sus aptitudes. Cuán diferente hubiera sido esta película en manos de otro director... Y es que Campanella tiene el envidiable don de convertir en fácil lo difícil.
Esta es, en definitiva, una película simpática, fresca y entrañable que nos hará reír, reflexionar y emocionarnos al mismo tiempo. Se nota que Campanella trabaja largamente sus guiones, que hay un proceso de maceración, sin precipitarse a recoger la cosecha. El humanismo y el sentido del humor de este hombre se trasladan a sus filmes de forma manifiesta.
El mismo amor, la misma lluvia nos llega tras la aclamada El hijo de la novia, y cuenta con el mismo equipo y también comparte a algunos de sus actores. Sin embargo, el orden de realización es inverso, así que no vayan a verla con la habitual expectativa de descubrir si Campanella ha logrado superarse tras el éxito de El hijo de la novia, o si sigue la misma línea, pues esta es anterior a aquella. No obstante, se encontrarán muchas similitudes entre ambas películas, tanto en el tono del relato como en el efecto que logra, y también en sus intenciones e intereses. En palabras del propio director, las dos formarían un díptico que podría terminar con un tercer largometraje, aunque no debiera entenderse como una trilogía temática al uso, sino que su relación sería mucho más profunda.
El mismo amor, la misma lluvia sigue la evolución de Jorge Pellegrini, un prometedor escritor que se ve obligado a vivir de los cuentos románticos que publica en una revista de actualidad, renunciando a menudo a su libertad creativa y a su integridad profesional y personal. Su recorrido vital es también un recorrido por la Argentina de las dos últimas décadas, llena de cambios históricos y sociales. Al principio de la película, Jorge conoce a Laura, una camarera soñadora, idealista, convencida del talento del joven. Tras vivir juntos un tiempo, su relación se deteriora y acaban separándose, pero irán reencontrándose en diferentes ocasiones a lo largo de esos casi veinte años. Pero esta historia de amor no es más que una pequeña parte de lo que abarca el filme en sus dos horas de duración, porque hay mucha madera, y de gran calidad, esperando para arder. Los sentimientos, ilusiones, frustraciones, penas y alegrías de un grupo de personajes, muchas veces esclavos de la situación que vive su país. Vemos cómo todos cambian, cómo su dignidad se achica con los años. Amistad, compañerismo, traición y corrupción se tratan aquí, pero el arte y sus circunstancias es también otro de los vapuleados; el autor experimental, el escritor reconvertido en crítico.
Como señala Campanella, Jorge Pellegrini no deja de ser la personificación de esa Argentina que se embriaga de esperanzas para acabar hundida de nuevo, con las alas cortadas, como en una montaña rusa de espectaculares ascensos y dramáticos descensos.
Ya he hablado de la autenticidad que despliega el reparto, entre cuyos miembros se desprende una gran química. Junto al maestro Darín, que interpreta a Jorge, se encuentra la encantadora Soledad Villamil, dando vida a Laura; Ulises Dumont, Eduardo Blanco o Graciela Tenenbaum son otros nombres a tener en cuenta. Una película maravillosa; divertida, incisiva, tierna y, sobre todo, con una gran alma.